Flores de plomo
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El 13 de febrero de 1837, en una noche de Carnaval, mientras por las calles de Madrid deambulan grupos de máscaras y de músicos ambulantes, entre reyertas de borrachos y mujeres que lleva el diablo, Mariano José de Larra, uno de los más destacados defensores de los principios Ilustrados, se suicida. Este hecho es el detonante que pone en marcha el magistral mecanismo de relojería de la narrativa de Zúñiga en la que van apareciendo los diversos personajes que trataron a Larra, desde sus padres y amigos hasta políticos de la época como Mendizábal, y personalidades como Cayetana de Alba o Mesonero Romanos. Como ha dicho el propio autor, «está demostrado que nadie se mata por una sola cuestión, sino que es producto de una cadena de sucesos que conducen a la incapacidad para sobrevivir». ¿Qué influencia ejercemos sobre las personas que nos rodean? ¿Cómo repercute en los otros una palabra dicha al azar, un gesto inadvertido e incluso un giro en la mirada? ¿Qué huella podemos dejar en los demás mediante el amor, el desprecio o la piedad? Éste es el lema de Flores de plomo. En él, Zúñiga evoca la cadena invisible que une los actos a las emociones que éstos despiertan en la obligada dependencia de los destinos humanos.
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Flores de plomo - Juan Eduardo Zúñiga
Juan Eduardo Zúñiga
Nació en Madrid. Estudió Filosofía y Bellas Artes y se especializó en lenguas eslavas. En 1951 publicó su primera obra, Inútiles totales, a la que siguieron El coral y las aguas (1962) y Artículos sociales de Mariano José de Larra (1976). Firme defensor de la novela como reconstrucción de la memoria, en 1980 vio la luz Largo noviembre de Madrid, libro de relatos ambientado en la guerra civil y su posguerra, temas recurrentes en su impecable narrativa posterior: La tierra será un paraíso (1989), Misterios de las noches y los días (1992, reeditado por Galaxia Gutenberg en 2013), Flores de plomo (premio Ramón Gómez de la Serna 1999) y Capital de la gloria (2003), que le valió el premio Nacional de la Crítica y el prestigioso premio Salambó. Sus libros de relatos más recientes son Brillan monedas oxidadas (2010) y La trilogía de la guerra civil (2011), ambos publicados por Galaxia Gutenberg. Su conocimiento de la cultura rusa y búlgara –en 1990 publicó Sofia, un excepcional ensayo sobre la capital de Bulgaria– le permitió profundizar en el estudio de la obra de célebres escritores de la Europa eslava. En este sentido, Desde los bosques nevados (Galaxia Gutenberg, 2010), por el que le fue concedido el premio Internacional Terenci Moix, constituye un libro capital sobre la literatura rusa a partir de tres de sus autores más emblemáticos: Pushkin, Turguéniev y Chéjov.
El 13 de febrero de 1837, en una noche de Carnaval, mientras por las calles de Madrid deambulan grupos de máscaras y de músicos ambulantes, entre reyertas de borrachos y mujeres que lleva el diablo, Mariano José de Larra, uno de los más destacados defensores de los principios Ilustrados, se suicida.
Este hecho es el detonante que pone en marcha el magistral mecanismo de relojería de la narrativa de Zúñiga en la que van apareciendo los diversos personajes que trataron a Larra, desde sus padres y amigos hasta políticos de la época como Mendizábal, y personalidades como Mesonero Romanos. Como ha dicho el propio autor, «está demostrado que nadie se mata por una sola cuestión, sino que es producto de una cadena de sucesos que conducen a la incapacidad para sobrevivir».
¿Qué influencia ejercemos sobre las personas que nos rodean? ¿Cómo repercute en los otros una palabra dicha al azar, un gesto inadvertido e incluso un giro en la mirada? ¿Qué huella podemos dejar en los demás mediante el amor, el desprecio o la piedad? Éste es el lema de Flores de plomo. En él, Zúñiga evoca la cadena invisible que une los actos a las emociones que éstos despiertan en la obligada dependencia de los destinos humanos.
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: XXXXXXX 2015
© Juan Eduardo Zúñiga, 2015
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2015
Imagen de sobrecubierta: ?????????????????
Conversión a formato digital: Maria Garcia
ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-XXXXX-XX-X
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1837
Doblan las campanas de Santiago
Desde los baldíos de Santo Domingo y Leganitos, un viento duro sopla briznas de nieve y sacude los bordes de la capa hasta enredar las piernas y obligar a la mano enguantada a sujetar el ala de la negra chistera y entornar los ojos que apenas ven el suelo empedrado, tan conocido, según entra en la calle Angosta de San Bernardo y entonces le parece que una voz de mujer grita muy lejos «¡Mariano, ven, Mariano!», pero es el zumbar del viento en los oídos, fue su imaginación o su deseo de que alguien le llamara y él volverse atrás, tan deseoso de eludir el encuentro, aunque el frío le hace desear la casa adonde va, no andar por calles en las que no hay sino la nublada tarde que anuncia el presto anochecer, y en el alero de un tejado algo se mueve y repite un chirrido casi animal, cual un pájaro allí enganchado y doliente.
A don Mariano José de Larra, el periodista, le extraña el olor a madera quemada en el portal oscuro y oír el crujido de los escalones bajo sus pisadas y cuando entra en el despacho del cronista, que espera su visita, nota en la cara el confortable calor de la chimenea francesa bien cargada que crepita por el tiro vivaz a causa del viento, y hacia el fuego van sus ojos atraídos por la claridad de las llamas, y delante, está don Ramón de Mesonero Romanos que alza su mano para tenderla y estrechar la otra, breve y huidiza.
–Una tarde muy fría –exclama y ambos se vuelven hacia el balcón de luz grisácea que, dejando una parte de la habitación en sombras y al desdibujar ambos rostros, rompe sus fisonomías conocidas y las convierte en imperfectas muecas forzando a decir al recién llegado:
–Están las calles llenas de máscaras. –Aunque la de La Montera estaba sola como si el aguanieve hubiera apagado los pitos, las voces estridentes, el cacareo que acompañan al carnaval, y el frío entrara a través de los disfraces y ropas de trapero de las máscaras y cual cuchillo, se clavara en la carne e impulsara a buscar un refugio bajo techo y sentir la buena temperatura que él ha percibido en el despacho tras cruzar entre las pesadas cortinas que luego se cierran a su espalda.
–Tomaremos café. –Y la mano de don Ramón tira del llamador y lejos suena la campanilla y los dos hombres se miran sin verse claramente, aunque el dueño de la casa sabe a quién tiene delante, el cual se fija en el balcón y en los cristales que mantienen la luz plateada del cielo nublado sobre la calle por la que no pasa un alma, acaso deseando él regresar a ella, evitar aquella conversación, volver al helado soplo que llega de la sierra o de los campos de Carabanchel a medias manchados de recién caída nieve.
–Esta noche, sin duda nevará. –Y se sienta donde se le indica, junto a la mesa ocupada por papeles, libros, un reloj inglés que cuenta con su compás el tiempo, un gran tintero, abierta una de sus tapas de plata, en cuyo reflejo se mueve la figura del cronista que arrastra su sillón para aproximarlo a su huésped, el cual baja en aquel momento la mirada a sus botas y ve el barro adherido a ellas y seguidamente piensa en las calles de París, en altos edificios alargando bulevares en la niebla y sabe que ese barro estuvo siempre en su calzado, ya pisara Valladolid, las aulas de San Antón, las redacciones de los periódicos, o el palacio del duque de Frías, como un enorme peso. Oye unas palabras:
–Es algo importante lo que debo decirle.
Ya sentado muy cerca, inclinado hacia adelante, apoya una mano en el brazo de Mariano, le roza para atraer su atención que ha huido de sus ojos y éstos suben desde las botas a la bata de lana que viste el cronista, y a su cuello envuelto en un pañuelo también azul verdoso y suben más, hasta la cabeza con anteojos pequeños de montura de plata, unos ojos huraños que giran hacia la puerta donde suenan dos golpecitos, y una sirvienta entra llevando la bandeja con el servicio de café que deja en la mesa ante ellos y, al erguirse, pasa una lenta mirada por el rostro pálido del visitante, por su perilla afilada, su bigote y el tupé negro sobre la frente.
–¿Importante? Hoy... las calles... –Observa las tazas, la cafetera de porcelana, un jarrito con leche, los azucarillos y un plato donde hay bizcochos, y todo tintinea entrechocando, en equilibrio la bandeja sobre unos libros, y fuera, en el alero, algo, no se sabría qué, da su agudo y monótono chirrido; aunque no fuese un pájaro, lo parece, allí prendido, aleteando en el frío de la tarde, mientras don Ramón sirve el café en las tazas y pone en ellas el azucarillo, y al alzarlas ambos y acercárselas a los labios, miran la negra superficie del líquido a punto de beberlo del que se desprenden finas volutas de vapor, y con el primer sorbo comprueban su amargor.
–Yo debo... –comienza don Ramón pero se distrae no bien tiende la mano al jarrito de la leche y lo coge y lo aproxima a la taza del visitante y en ella vierte un poco y lo mantiene en el aire porque inclina el torso hacia adelante y murmura, moviendo con exageración las cejas–: Es importante