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La Dama de las Camelias
La Dama de las Camelias
La Dama de las Camelias
Libro electrónico274 páginas4 horas

La Dama de las Camelias

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La dama de las camelias es una novela inspirada en la figura de Marie Duplessis. Gran parte de los acontecimientos que urden la trama reflejan algunos de los hechos tal y como ocurrieron en la vida real. Marie Duplessis, al igual que la señorita Margarita Gauher, fue amante de los hombres más importantes y brillantes de su época, mujer de extremada sensibilidad y bien formada, que disfrutaba tocando el piano y leyendo a Cervantes, Víctor Hugo o Moliere. La gran impresión que causó su temprana muerte, llevó al autor a escribir este drama romántico en su honor
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 nov 2019
ISBN9788832954876

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    La Dama de las Camelias - Alejandro Dumas

    XXXV

    CAPITULO PRIMERO

    ​​Que contiene en pocas líneas la historia de una familia francesa, desde 1879 basta nuestros días.

    El hotel D'Esparvieu yergue sus tres pisos austeros a la sombra de San Sulpicio, entre un patio verde y musgoso y un jardín de vez en cuando estrechado por las edificaciones cada vez más elevadas y más próximas, en el cual dos añosos castaños alzan aún sus copas marchitas. Allí vivió, desde 1825 a 1857, Alejandro Bussart D'Esparvieu, que dio lustre a su familia y fue vicepresidente del Consejo de Estado con el Gobierno de julio, miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, y autor del Estudio acerca de las instituciones civiles y religiosas de los pueblos, en tres volúmenes en octavo; obra que, por desgracia, quedó sin terminar.

    Este eminente teórico de la monarquía liberal dejó por heredero de su sangre, de su fortuna y de su gloria, a Fulgencio Adolfo Bussart D'Esparvieu, senador bajo el segundo Imperio quien acrecentó considerablemente su patrimonio con la compra de terrenos que más adelante serían cruzados por la avenida de la Emperatriz, y pronunció un discurso notable en defensa del poder temporal de los Papas.

    Fulgencio tuvo tres hijos: el mayor, Marcos Alejandro, que ingresó en el Ejército y llegó a general, hablaba bien; segundo, Cayetano que no reveló ninguna especial aptitud, solía vivir en el campo, domaba potros, iba de caza o se entretenía con los pinceles y con la música; el último, Renato que desde su infancia fue inducido a seguir la carrera de la Magistratura presentó la dimisión de su cargo para librarse de aplicar los decretos de Ferry acerca de las Congregaciones y cuando más adelante vio renacer bajo la presidencia de Falliéres los tiempos de Decio y de Diocleciano, puso toda su ciencia y su actividad al servicio de la Iglesia perseguida.

    Desde el Concordato de 1801 hasta los últimos años del segundo Imperio, los D'Esparvieu sólo iban a misa por fórmula. Eran escépticos en el fondo, pero consideraban la religión indispensable para gobernar. Marcos y Renato fueron los primeros de su familia que mostraron una devoción sincera; el general, cuando era coronel, consagró su regimiento al Corazón de Jesús, y observaba tan fervorosamente las prácticas religiosas que hasta entre los militares sobresalía, a pesar de ser muy sabido que la piedad, hija del Cielo, eligió para su residencia predilecta sobre la Tierra el corazón de los generales de la tercera República. La fe tiene sus vicisitudes; durante el antiguo régimen el pueblo fue creyente, pero no lo fueron la nobleza ni la burguesía letrada, y durante el primer Imperio todo el ejército era impío. Ahora el pueblo no cree en nada y la burguesía, propensa a creer, a veces lo consigue como lo consiguieron Marcos y Renato D'Esparvieu; sólo su hermano Cayetano, hidalgo rural, no dejó de ser agnóstico, palabra con que las personas de buenos modales disfrazan el odioso calificativo de librepensador, y al declararlo sencillamente contravenía los usos que prohiben ostentar ciertas convicciones. En nuestro sigo hay tantas maneras de ser creyente y ser incrédulo, que los futuros historiadores han d1 verse muy apurados para diferenciarlas. Pero ¿se desenmaraña mejor el estado de las creencias en los tiempos de Ambrosio y de Símaco?.

    Además de su catolicismo ferviente, Renato D'Esparvieu tenía muy arraigadas las ideas liberales que sus antepasados le transmitieron como una herencia sagrada. Obligado a combatir a la República atea y jacobina, seguía declarándose republicano, y en nombre de la Libertad reclamaba la independencia y la soberanía de la Iglesia. Cuando se pro movieron los reñidos debates de la separación y de las contiendas de los inventarios, los sínodos de obispos y las asambleas de fieles se reunían en su casa.

    Mientras en el amplio salón verde se agrupaban los jefes más ilustres del partido católico: prelados, generales, senadores, diputados, periodistas; mientras todas aquellas almas se sometían a Roma con obediencia humilde; mientras el señor D'Esparvieu, de codos sobre el mármol de la chimenea, combatía el derecho civil con el derecho canónico y protestaba elocuentemente contra el despojo sufrido por la Iglesia en Francia, dos rostros antiguos, mudos, inmóviles, contemplaban la moderna asamblea. A la derecha del hogar y pintado por David, el de Román Bussart, labrador de Esparvreu, con aspecto rudo y artero, algo socarrón; y no le faltaban motivos para reír en aquellas circunstancias, porque había cimentado la fortuna de la familia con la compra de bienes de la Iglesia; y a la izquierda, pintado por Gerard, en traje de gala, cubierto de condecoraciones, el hijo del labrador, barón Emilio Bussart D'Esparvieu, prefecto del Imperio y después canciller de Carlos X, que al morir en 1837 era mayordomo de su parroquia y en su agonía recitaba los versitos de La doncells, de Voltaire.

    Renato D'Esparvieu se había casado en 1888 con María Antonieta Coupelle, hija del barón Coupelle, dueño de una metalúrgica en Blainville (alto Loira); dicha señora presidía la Asociación de Madres Cristianas desde 1903, y este matrimonio modelo casó a su hija mayor en 1908 y conservaba a su lado una hija y dos hijos.

    El menor, León, de seis años, tenía su alcoba entre la de su madre y la de su hermana Berta. Mauricio, el mayor, se alojaba en un pabelloncito compuesto de dos habitaciones, en el fondo del jardín y gozaba allí de una libertad que le hacía soportable la vida de familia. Era un muchacho bastante guapo, elegante sin afectación manifiesta, y sus labios sabían sonreír amablemente.

    A los veinticinco años Mauricio profesaba las doctrinas del Eclesiastés. Seguro de que el hombre no saca ningún provecho de los trabajos de este mundo evitaba todo genero de molestias. Desde su más tierna infancia, este hijo de familia, hizo todo lo posible para no estudiar, y se mostró refractario a las enseñanzas de la Escuela de Derecho, donde obtuvo, a pesar de todo, el título de doctor.

    Ni defendía pleitos ni tomaba parte alguna en las actuaciones; no sabía nada ni quería saber nada; nunca se rebeló contra la simpática limitación de su inteligencia, y su afortunado instinto le indujo a mantenerse dentro de sus cortos alcances en vez de aspirar a una ilusoria comprensión.

    Mauricio había recibido del Cielo, según opinaba el reverendo padre Patouille, los beneficios de una educación católica. Desde su infancia la devoción se le ofrecía en ejemplos domésticos, y cuando al salir del colegio se matriculó en la Escuela de Derecho, tuvo la fortuna de ver en su propia casa la ciencia de los doctores, las virtudes de los confesores, la constancia de las mujeres fuertes. Admitido en la vida social y política durante la terrible persecución de la Iglesia en rancia, Mauricio no faltó a ninguna manifestación de la juventud católica; intervino en la construcción de las barricadas de su parroquia para oponerse a los inventarios, y figuró entre los que desengancharon los caballos del coche del arzobispo arrojado de su palacio; pero no era de los que se entusiasmaban mucho; nunca se le vio en las primeras filas de aquel grupo heroico, no exaltó a los soldados para que se declarasen en gloriosa rebeldía, ni arrojó sobre los agentes del Fisco inmundicias e insultos.

    Se concretaba a cumplir con su deber, y si en la imponente peregrinación de 1911 se distinguió entre los camilleros de Lourdes, fue sólo, acaso, por agradar a la señora de la Verdeliére, que gusta de los hombres robustos. El reverendo padre Patouille, amigo de la familia y profundo conocedor de las almas, lamentaba que Mauricio aspirase al martirio con tanta moderación, le amaba perezoso, le daba tironcitos de oreja y le reprochaba su apatía. Pero si bien su fervor no era mucho, Mauricio no dejaba de ser creyente. Entre los extravíos juveniles, conservó su fe intacta, porque no le había preocupado; nunca la sometió a examen; tampoco tuvo curiosidad por conocer a fondo las ideas morales que dominaban en la sociedad a que pertenecía, y las admitió como cosa corriente. Así, pudo suponer que obraba en todas las ocasiones de un modo perfectamente honrado, de esto no le fuera posible si se parase a discurrir acerca del fundamento de las costumbres. Era irritable, colérico; tenía arraigado el sentimiento del honor y le profesaba un verdadero culto; no era ambicioso ni vano; como la mayoría de los franceses, tampoco era derrochador; por su gusto nunca daba dinero a las mujeres si ellas no le, obligaban; creía despreciarlas y las adoraba. Como la sensualidad era instintiva en él, no pudo medir ese impulso de su naturaleza; pero nadie le suponía (y hasta él mismo lo ignoraba por completo, aun cuando no fuese difícil advertirla en el brillo que algunas veces humedecía sus hermosos ojos pardos) una marcada predisposición a la ternura y a la intimidad; sin embargo, en las relaciones comunes de la vida era bastante vulgarote.

    ​CAPITULO II

    Donde se hallarán noticiar útiles acerca de una biblioteca en la cual han de acontecer pronto sucesos extraños.

    Deseoso de abarcar todo el círculo de los conocimientos humanos y de enaltecer su genio enciclopédico con un símbolo apropiado y una pompa en consonancia con sus recursos pecuniarios, el barón Alejandro D'Esparvieu había formado una biblioteca de trescientos sesenta mil volúmenes, entre impresos y manuscritos, cuya base principal procedía de los benedictinos de Ligugué. En una cláusula especial de su testamento mandaba a sus herederos que enriquecieran la biblioteca con todo cuanto se publicara de alguna importancia en ciencias naturales, morales, políticas, sociales, filosóficas y religiosas. Había indicado las cantidades que convenía reservar a este objeto, y encargaba a su hijo mayor, Fulgencio Adolfo, que no descuidase dichas atenciones. Fulgencio Adolfo supo cumplir con filial respeto la voluntad expresada por su ilustre padre.

    A su muerte, la inmensa biblioteca, cuyo valor representaba una parte cuantiosa de la herencia; quedó pro indiviso entre los tres varones y las dos hijas del senador, y Renato D'Esparvieu, a quien había correspondido el hotel de la calle de Garanciére, encargóse de conservarla. Sus dos hermanas, las señoras de Paulet de Saint-Fain y de Cuissart, pidieron con insistencia que se liquidase aquel improductivo capital; entonces Renato y Gayetano adquirieron la participación de sus dos hermanas para salvar la biblioteca, y el primero cuidó de acrecentarla conforme a los propósitos del fundador; pero al disminuir de año en año la importancia y el número de las adquisiciones, aducía que la producción internacional en Europa era cada vez menos estimable.

    En cambio, Cayetano gastaba su dinero en obras nuevas publicadas en Francia y en otros países; gracias a este hombre desocupado y curioso, las colecciones del barón Alejandro se mantuvieron casi al día.

    La biblioteca D'Esparvieu aún es actualmente, tanto en Teología como en Jurisprudencia y en Historia, una de las más hermosas bibliotecas particulares de Europa. Allí se puede estudiar la Física, o, por mejor decir, las físicas en todas sus manifestaciones, y también la Metafísica o las metafísicas; es decir, lo que está unido a la Física y que no hay otra manera de nombrar, por ser imposible que un sustantivo denote lo que carece de sustancia y sólo es ilusión o ensueño. Allí se hallan reunidos los filósofos que precisan la solución, la disolución y la resolución de lo absoluto, la determinación de lo indeterminado y la definición de lo indefinido. Todo se amontona en aquel cúmulo de Biblias, mayores y menores, sagradas y profanas; todo, hasta el pragmatismo de última hora, el más nuevo y el más elegante.

    Otras bibliotecas poseen con más abundancia volúmenes encuadernados de venerable antigüedad, ilustres por su procedencia, suaves por la calidad y el color de las pieles que los cubren, preciosos por el arte del encuadernador, que supo correr los hierros de dorar formando filetes, encajes, molduras, florones, emblemas, escudos, y que con su apagado brillo atraen los ojos expertos; otras pueden encerrar en mayor número manuscritos orlados con delicadas miniaturas de vivos colores, debidas a un pincel veneciano, flamenco o turangés; pero ninguna reúne, como ésta, numerosas y magníficas ediciones de autores antiguos y modernos, sagrados y profanos.

    Encuéntrase allí todo lo que nos queda de la antigüedad, todos los padres de la Iglesia y los apologistas y los decretalistas, todos los humanistas del Renacimiento, todos los enciclopedistas, toda la filosofía y toda la ciencia. Por esto dijo el cardenal Merlin cuando se dignó visitarla:

    —No hay hombre cuyo cerebro sea capaz de abarcar todo el saber que guardan estos estantes. Felizmente, no es necesario.

    Monseñor Cachepot, que la frecuentaba cuando era vicario en una parroquia de París, solía decir:

    —Veo aquí materia suficiente para formar muchos Tomás de Aquino y muchos Arrios, si las inteligencias no hubieran perdido su antiguo ardor lo mismo para el bien que para el mal.

    Los manuscritos constituían sin disputa, la mayor riqueza de tan importante colección. Encontrábanse allí, principalmente, cartas inéditas de Gassendi, del padre Mersenne, de Pascal, en las cuales se hallarían rumbos ignorados de la intelectualidad del siglo XVII. Tampoco es justo dejar en olvido las Biblias hebraicas, los talmudes, los tratados rabínicos impresos y manuscritos, los textos arameos y samaritanos sobre cabritillas y cortezas de sicomoro, todos los ejemplares antiguos y preciosos que había recogido en Egipto y en Siria célebre Moisés de Dina, y que Alejandro D'Espárvieu pudo adquirir sin gran dispendio cuando en 1936 el sabio hebreo murió en París, viejo y miserable.

    La biblioteca Esparviana ocupaba el segundo piso de la antigua residencia. Las obras tenidas en poca estimación, como los libros de exégesis protestante del siglo XIX y del XX, cedidos por Cayetano, se hallaban relegados, sin encuadernar, en la profundidad infinita de los sotabancos. El catálogo, con suplementos, formaba nada menos que dieciocho volúmenes infolio. Este catálogo estaba siempre a la vista y la biblioteca en un orden perfecto. El señor Sariette (Julián), archivero paleógrafo que, pobre y humilde, daba lecciones para ganarse la vida, llegó a ser en 1895 recomendado por el obispo de Agra, preceptor del joven Mauricio, y casi al mismo tiempo conservador de la Esparviana. Dotado de una actividad metódica y de una paciencia obstinada, el señor Sariette había clasificado una por una todas las obras. El sistema concebido y usado por él era de tal modo complejo, la signatura de cada libro se componía de tantas letras mayúsculas y minúsculas, griegas y latinas, de tantas cifras árabes y romanas acompañadas de asteriscos, de dobles asteriscos, de triples asteriscos y de los signos que expresan en aritmética las potencias y las raíces, que su estudio hubiera costado mas tiempo y más esfuerzo del que se necesita para aprender perfectamente el Algebra; y como no fue posible que nadie se resignase a invertir en el conocimiento de aquellos símbolos oscuros horas mejor empleadas en descubrir las leyes de los números, el señor Sariette no tuvo competidor en la tarea de reconocer sus clasificaciones, y llegó a ser de todo punto imposible buscar, sin su ayuda, entre los trescientos sesenta mil volúmenes confiados a su custodia, un libro cualquiera. Tal era el resultado de sus afanes; pero lejos de dolerle sentía con ello una viva satisfacción.

    El señor Sariette estaba enamorado de su biblioteca; enamorado y celoso. Todas las mañanas, desde las siete, se hallaba catalogando en su escritorio de caoba. Las papeletas, escritas de su mano, llenaban el monumental casillero que se alzaba junto a él, coronado por un busto en yeso de Alejandro D'Esparvieu, con el pelo ahuecado, la mirada sublime, con una pata de gallo hasta la oreja, como Chateaubriand; la boca, de labios pequeños y carnosos, el pecho desnudo. Al salir, a las doce en punto, se dirigía hacia la estrecha y oscura calle de las Canettes para almorzar en la lechera de Les quatreévéques, frecuentada en otros tiempos por Baudelaire, Teodoro de Banville, Carlos Asselineau, Luis Ménard y un grande de España que había traducido Los misterios de París en el idioma de los conquistadores. Y hasta los ánades que se chapuzan graciosamente sobre la vieja muestra de piedra que ha dado nombre a la calle reconocían al señor Sariette. A la una menos cuarto en punto entraba de nuevo en su biblioteca, de donde no salía hasta la siete para volver a sentarse en Les quatreévéques ante su mesa frugal provista siempre de ciruelas pasas. Todas las noches, cuando acababa de comer, su camarada Miguel Guinardon, pintor decorador, restaurador de cuadros, que solía trabajar para las iglesias, llegada a Les quatreevéques desde su desván de la calle de la Princesse, para tomar el café y la copita; y los dos amigos jugaban su partida de dominó. El viejo Guinardon, rudo y vigoroso, era mucho más viejo de lo que parecía; como que en sus buenos tiempos conoció a Chenavard. Terriblemente casto, a todas loras denunciaba las impurezas del neopaganismo en un lenguaje formidablemente obsceno. Le agradaba mucho hablar, y el señor Sariette le oía siempre complacido.

    El tema predilecto del viejo Guinardon era la capilla de los Angeles de San Sulpicio, cuya pintura se descascarillaba continuamente, y que restaurarla sabe Dios cuándo, ya que desde la separación las iglesias pertenecían sólo a Dios, y nadie asumía la carga de las reparaciones más apremiantes, pero el viejo Guinardon no era exigente.

    —Miguel es mi patrono —decía—y profeso una especial devoción a los Santos Angeles.

    Al terminar su partida e dominó, el menudo señor Sariette y el viejo Guinardon, robusto como un roble, melenudo como un león, inmenso como un San Cristóbal, salían juntos, y por la plaza de San Sulpicio hablaban amigablemente, sumergidos en la noche plácida o destemplada. El señor Sariette guiaba el paseo hacia su casa, y esto era una contrariedad para el artista charlatán y trasnochador.

    A la mañana siguiente, puntual, según su costumbre, volvía el señor Sariette a ocupar su puesto en la biblioteca, y catalogaba. Desde su escritorio dirigía una mirada de Medusa a los visitantes, receloso de que pidieran libros. Con aquella mirada, no solamente hubiera querido petrificar a los magistrados, a los políticos, a los prelados que invocaban su intimidad con el dueño de la casa para llevarse algún libro, sino también a Cayetano D'Esparvieu, protector de la biblioteca, el cual solía pedir algún libraco licencioso o impío para entretenerse en el campo los días de lluvia; a la señora de Renato D'Esparvieu cuando le pedía un libro para los enfermos de su hospital y al propio Renato D'Esparvieu, que se limitaba es especialmente al Código civil y al Repertorio, de Dalloz. Cuando se le llevaban algún libro, por insignificante que fuese, le dolía como si le arrancasen el alma y para evitarlo, hasta con las personas que tenían más derecho, el señor Sariette inventaba mil mentiras ingeniosas o burdas, no le dolía calumniarse al suponer extraviado o perdido un volumen que un momento antes acariciaba con los ojos y oprimía contra su corazón, cuando ya no le quedaba otro remedio, antes de soltar definitivamente un libro, se lo quitaba entonces veinte veces de las manos a la persona que se lo había pedido con perfecto derecho.

    Temblaba continuamente al pensar que alguno de los objetos sometidos a su vigilancia pudiera escapársele; y por depender de su custodia trescientos sesenta mil volúmenes, tenía otros tantos motivos de alarma. A veces se despertaba por la noche bañado en sudor frío y lanzaba un grito de angustia, por haber entrevisto en sueños un hueco sobre unas tablas de sus armarios.

    Consideraba monstruoso, inicuo y desolador, que un libro abandonara su compartimiento. Su noble avaricia exasperaba a Renato D'Esparvieu, que desconocía las virtudes de su perfecto archivero y que lo creía un maniático. El señor Sariette ignoraba esta injusticia, pero hubiera afrontado las más crueles desgracias y sufrido el oprobio y la injuria para defender la integridad de su biblioteca. Gracias a su constancia, a sus cuidados, a su celo, y para decirlo de una vez, gracias a su amor, las colecciones de D’Esparvieu no habían perdido ni una sola hoja sometidas a su administración durante los dieciséis años transcurridos hasta el 9 de septiembre de 1912.

    CAPITULO III

    Donde comienza el misterio.

    Aquella tarde, a las siete, después de colocar en sus tablas los libros manejados durante el día, el señor Sariette lo dejó todo en buen orden, salió de la biblioteca y cerró la puerta con llave.

    Según su costumbre, comió en la lechería de Les quatreévéques, leyó el diario La Cruz, y a las diez se retiró a su cuartito de la calle de Regard. Su sueño fue tranquilo, sin turbaciones y sin presentimientos. A la mañana siguiente llegó a las siete en punto a su biblioteca, y después quitarse en el recibimiento, conforme solía, su hermosa levita, se puso otra muy usada que descolgó de la percha. Entró

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