La noche del Ford Ka
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Al profesor Adrián Moler no parecía haberle salido nada bien aquel puente del Primero de Mayo, sobre todo cuando días después descubrió que la mujer a la que creía haber matado parecía haber resucitado para seguir incordiándolo.
Un relato que avanza sin aliento hasta un inesperado final.
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La noche del Ford Ka - Eladio Romero García
LEGAL
SINOPSIS
LA NOCHE DEL FORD KA
Eladio Romero García
Una desafortunada escapada amorosa en la que todo sale mal, una noche endiablada recorriendo más de 600 kilómetros en un Ford Ka alquilado, la amante que desaparece misteriosamente y, para colmo, otra mujer muerta de tres disparos.
Al profesor Adrián Moler no parecía haberle salido nada bien aquel puente del Primero de Mayo, sobre todo cuando días después descubrió que la mujer a la que creía haber matado parecía haber resucitado para seguir incordiándolo.
Un relato que avanza sin aliento hasta un inesperado final.
LA NOCHE DEL FORD KA
UNO
Encontrarse con un cadáver entre las manos no es sin duda lo que uno busca cuando inicia una aventura romántica. Por supuesto que no. Sin embargo, eso es precisamente lo que le sucedió a Adrián Moler Romasanta durante el puente del Primero de Mayo de 2001. Ni siquiera el maestro Kubrick hubiera imaginado una odisea semejante.
El asunto comenzó con una conversación telefónica, situación, por lo demás, bastante habitual desde hacía unos dos años entre los dos principales protagonistas de aquella aventura.
–Hoooola...
–Chiquitina –saludó Adrián cuando le respondieron desde el móvil al que, como tenía por costumbre hacer cada tarde, acababa de llamar.
–Chiquitíííín...
–¿Cómo estás, vida mía?
–Bien, bien..., cariño, bien.
–¿Has comenzado bien la semana? ¿Todo normal?
Siendo lunes, la pregunta resultaba perfectamente pertinente.
–Sí, como siempre, aunque hoy ya me han dado un pequeño disgusto.
–Vaya, cuánto lo siento, cuéntame...
–Una de mis alumnas, la misma borde de la que te he hablado en varias ocasiones, me ha llamado pu... En medio de la clase... –se escuchó decir a la mujer que atendía por Chiquitina con voz quejumbrosa.
–¿Pu... de pu...?, ¿sin alusiones a la respetable señora que te ha engendrado?
–Sí, solo pu..., no hija de pu... Y todo porque le he exigido que apagara el móvil.
–Supongo que habrás dado parte a la jefa de estudios.
–Claro... Pero apenas me han hecho caso. La jefa de estudios no ha querido mojarse, y el director, aún menos. Así que se han limitado a pedirle a la chica que se disculpara.
–¿Y lo ha hecho? –inquirió Adrián.
–Sí, pero en el despacho del director y con sorna, no ante la clase, como exigía yo. En fin, lo de siempre.
–Intenta pasar de todo eso. Piensa en lo que nos aguarda este puente... Nada menos que la playita del Mar Menor...
–Sí, menos mal que podremos vernos...
–Y tocarnos, chiquitina, y tocarnos... Sobarnos sin contemplaciones hasta despellejarnos. No sabes las ganas que tengo... Ocho días sin verte y ya estoy que me subo por las paredes.
–Calla, loco..., no me pongas más nerviosa de lo que estoy... Cuatro días juntos en la Manga del Mar Menor..., ¿no es así?
–Sí, ya lo tengo todo controlado, incluida la reserva del hotel en Los Alcázares.
–Qué bieeeeen –la voz de la mujer fue adquiriendo por momentos tonos cada vez más infantiles. Siempre que hablaba con Adrián, especialmente cuando lo hacía por teléfono, su edad mental parecía disminuir entre diez y quince años. De hecho, no era capaz siquiera de pronunciar completa la palabra puta
, aunque solo fuera para repetir lo dicho por otra persona. Ello se debía a que Adrián no acostumbraba a emplear expresiones mal sonantes, circunstancia que empujaba a la mujer a reprimirse en su presencia, aunque ante un público menos exigente no tuviera reparos en soltar los más sonoros improperios.
–Y tú olvídate de la petarda esa que te ha insultado, de la jefa de estudios, del director y de la madre que los matriculó. Tú a lo tuyo, que es estudiar las oposiciones y, sobre todo, prepararte para nuestro próximo encuentro. Verás tú qué meneos te voy a dar...
La interlocutora de Adrián, aquella a la que había llamado Chiquitina, y a quien a su vez ese mismo lunes habían calificado de pu..., en realidad atendía oficialmente al nombre de Francisca García-López Motos. Ejercía como profesora de Inglés en un instituto de Quintanar de la Orden, provincia de Toledo, y desde hacía unos dos años mantenía relaciones carnales con Adrián tras haberse entregado a él como amante apasionada.
Diez minutos después de apagar su móvil, Adrián Moler regresó a su domicilio. Allí le aguardaban su esposa, Victoria, de cuarenta años, agraciada de rostro y con una buena figura, y el hijo de ambos, Gabriel, de diez años, bien educado, estudioso y nada problemático. De hecho, en aquel momento se encontraba inmerso en la realización de una serie de tareas escolares, antes de disponerse a cenar en compañía de sus padres. Un hogar aparentemente perfecto que tenía como marco físico una casa adosada con un pequeño jardín posterior, donde en primavera, cuando el calor comenzaba a hacerse sentir, solían organizarse cenas de amigos bajo el agradable frescor de la hiedra.
Sin embargo, nada hay en esta vida tan maravilloso que pueda resistirlo todo. Y no hablemos ya de desgracias personales, enfermedades terminales o destructivos accidentes provocados por la naturaleza, no, porque en el caso que nos contempla era el simple vicio del donjuanismo, los impulsivos deseos de Adrián por acostarse con otra mujer que no fuera la suya, los que rompían aquella armonía que parecía indestructible. En definitiva, Adrián vivía obsesionado por el sexo espurio, clandestino, el que se obtiene tras arduas labores de ojeo, seducción, persuasión y, por último, completa rendición de la presa ante sus encantos. Aunque, para ser más precisos, no era la relación carnal la verdadera razón que impulsaba a Adrián a tales prácticas cinegéticas, sino más bien la constante necesidad de demostrarse a sí mismo que cualquier mujer, por difícil que pareciera, podía caer a sus pies nada mas chascar los dedos. Y ello independientemente de cómo culminara la aventura, aunque, indudablemente, la mejor manera de alimentar su ego fuera practicando relaciones carnales completas. Si lograba tal objetivo, miel sobre hojuelas, la satisfacción que sentía entonces era inmensa, sublime, casi sobrenatural.
El origen de esa obsesión por la cacería erótica había que buscarlo también en el propio carácter de Adrián, desconfiado por naturaleza, sin duda, a causa de su educación religiosa. Recordemos que, para la Iglesia del franquismo, época en la que había transcurrido la infancia de aquel incorregible tarambana, el ser humano se veía completamente acechado por numerosos pecados, pecados que podían ser resumidos en tres: mundo, demonio y carne, sobre todo carne, carne turgente, sedosa, de mujer o, en algunos casos que afectaban a los más desviados dentro del seno de la Santa Madre Iglesia, de tierno infante, rollizo a poder ser. Dotado de una sensibilidad infantil que se había mantenido intacta hasta su madurez, del mundo solo percibía su lado hostil. Cualquier gesto, palabra u omisión eran inevitablemente consideradas por él como un desprecio, un ataque directo a su persona. Y cuando alguien le premiaba con una simple muestra de simpatía, una sencilla alabanza, una mínima sonrisa o una mirada directa, toda su desconfianza desaparecía de golpe. De ahí que Adrián se sintiera constantemente necesitado de cariño, de un afecto que buscaba esencialmente entre las mujeres. Sobre todo, cuando descubrió que el pecado de la carne al que se referían los curas de su colegio no se encontraba entre los bistecs que le preparaba su madre. Ni siquiera en el solomillo de ternera, tan difícil de degustar en su juventud.
En definitiva, se trataba de un miedo compulsivo y muy arraigado a la insuficiencia, a ser infravalorado y despreciado por los demás.
Entre fiascos, intentos, aproximaciones, gatillazos y completos, podían contarse hasta la docena las ocasiones en las que Adrián había engañado a su esposa. Entendiendo por engañar la acción de pretender, se lograra o no, acostarse con otra mujer. En general, se trataba de compañeras de trabajo, es decir, de mujeres que ejercían como profesoras en el mismo centro en que lo hacía el galán. Aunque también habían caído en sus redes una estudiante mayor de edad, que se le declaró en medio de una borrachera de fin de curso, y la madre de otra de sus alumnas, que solía visitarle frecuentemente para hablar sobre las notas de su hija.
Francisca García-López Motos, la Chiquitina, era una más de aquella lista. La última, en este caso. Ambos profesores se habían conocido en el instituto de Monzón, localidad de la provincia de Huesca donde Adrián llevaba varios años impartiendo clases de Historia y Geografía. En cambio, para Francisca, con solo veinticinco años, aquella plaza de interina de Inglés constituía su primer puesto de trabajo más o menos estable. De inmediato hicieron buenas migas, y aunque la joven docente tenía un rostro no demasiado llamativo, su cuerpo en cambio, con sus nalgas redondeadas y sus senos chicos, despiertos y puntiagudos, parecía haber sido moldeado por un escultor griego. Praxíteles, pongamos por caso. Adrián, mucho más experimentado en el trato con alumnos, la encandiló de inmediato con sus sabios consejos, y en cuanto concluyó el curso escolar y Francisca decidió buscar trabajo en la Comunidad de Castilla-La Mancha, de donde era originaria, la despedida acabó con la firme promesa por parte de ambos de volverse a ver. Al cabo de un mes se reunieron de nuevo a medio camino entre Huesca y Toledo, ciudad donde residían los padres de la muchacha y donde esta tenía su domicilio provisional. En Medinaceli, lugar elegido para el encuentro, pasaron un fin de semana sin salir de la habitación del hotel, y tan apenas de la cama.
Al regresar a Binéfar, la localidad oscense donde residía junto a su esposa Victoria y su hijo Gabriel, Adrián se sentía como un cónsul romano a punto de recibir los honores del triunfo. Y ello a pesar de que el arco honorífico hubiera quedado atrás, es decir, en la propia Medinaceli. Como a otro tarambana consumado perteneciente a la realeza, su nueva conquista le había llenado de orgullo y satisfacción..., sobre todo porque se trataba de una muchacha dieciséis años más joven que él, y eso, claro es, constituía toda una proeza, lograda además exclusivamente gracias a su labia y buen hacer, y no a una abultada cuenta corriente o al hecho de ocupar un trono.
–¿Qué tal el paseo? –se interesó Victoria al ver llegar a su marido.
–Bien, bien, ya se empieza a sentir el calor. Lástima que no podamos aprovechar el puente para ir juntos a la playa.
–Yo también lo siento. Pero ya sabes, mi padre...
A la mujer no le hizo falta concluir la frase. Desde hacía varios años, Victoria acostumbraba a viajar cada dos fines de semana desde Binéfar para visitar a su progenitor en Huesca, localidad donde este residía con la única compañía de un canario llamado Pavarotti. Durante dos días y medio, de viernes al mediodía hasta la noche del domingo, la hija cuidaba de su padre,