Cosas conocidas y extrañas: Ensayos
Por Teju Cole
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"Cole propicia el asombro ante el bagaje intelectual disfrazado de improvisación y levedad. Las cosas "conocidas y extrañas" del título son sólo una, familiar y desconcertante al mismo tiempo, y resumen la experiencia de estar vivo emocional e intelectualmente en este momento histórico".
Patricio Pron, El País -Babelia
"Cole se narra desembalando sus "entusiasmos más vitales" de tal manera que el lector, a medida que avanza la lectura, descubre qué sitios y qué escritores son sus "piedras angulares"".
Anna Maria Iglesia, El Mundo -La Esfera de Papel
"La perspectiva global de Cole alcanza aquí su límite. La historia nos ofrece un enorme archivo de conocimiento que influye en las definiciones que construimos sobre nosotros mismos y las cuestiona. En todos los niveles de compromiso y crítica, Cosas conocidas y extrañas constituye una travesía esencial y brillante".
Claudia Rankine, El Mundo -El Cultural
"En cuanto veo un libro firmado por Teju Cole, empiezo a deleitarme pensando en esa prosa austera y ágil que tanto me maravilla. No sabía qué esperar de Cosas conocidas y extrañas, pero sabía que la necesitaba. Y ha sido un auténtico acierto penetrar en estas páginas".
Darío Luque, Anika entre libros
"El amplio abanico de temas que trata va desde la política hasta los viajes, pasando por la historia o la literatura. Teju Cole es un observador perspicaz, dotado de una sensibilidad especial para captar la extrañeza latente en las realidades conocidas".
La Opinión de Málaga
"Con un estilo aparentemente leve, disfrazado de transparencia, Cole despliega su asombroso talento para hablarnos de calles y ciudades, literatura, fotografía y política, pero también de sus miedos y sus dudas".
Diario La Central
"Si tuviera que definir la literatura de Cole, diría que es exploración. Y en este proceso de reconocimiento o búsqueda, persigue otro propósito todavía mayor, y más complejo, como intentar comprender el propio comportamiento humano de tal manera que demuestra su interés por la realidad en la que vivimos. Magistral".
Eric Gras, El Periódico Mediterráneo
"La mirada del narrador funciona como una cámara para captar la realidad. Ningún tema pasa desapercibido a la mirada analítica de Cole".
L'Avenç
"Claro y raso: Teju Cole es, sobre todo, un literato, un artista de la palabra".
Vicent Alonso, El Diario
"Desafiante, lejos de la autoridad institucional o la restricción genérica, la colección de artículos Cosas conocidas y extrañas revela su multiplicidad espaciotemporal".
José de María Romero Barea, Le Monde Diplomatique
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Cosas conocidas y extrañas - Teju Cole
TEJU COLE
COSAS CONOCIDAS
Y EXTRAÑAS
ENSAYOS
TRADUCCIÓN DEL INGLÉS
DE MIGUEL TEMPRANO GARCÍA
ACANTILADO
BARCELONA 2020
CONTENIDO
Prólogo
PRIMERA PARTE
COSAS LEÍDAS
Cuerpo negro
Nativos en el barco
El alojamiento del señor Biswas
Tomas Tranströmer
La poesía de los ignorados
Siempre de regreso
Una agonía de mejor calidad
Derek Walcott
Las coartadas de Aciman
Doble negación
En lugar del pensamiento
Conversación con Aleksandar Hemon
SEGUNDA PARTE
COSAS VISTAS
Un lago sin nombre
Wangechi Mutu
La vejez y nada más
Un César africano
Peter Sculthorpe
Desplazamiento hacia el rojo
John Berger
Retrato de una dama
Lección práctica
Saul Leiter
Un auténtico retrato de la piel negra
Gueorgui Pinkhassov
Perfecto e improvisado
Disappearing Shanghai
Touching Strangers
Quien lo encuentra se lo queda
La macchia de Google
El atlas del estado afectivo
Recuerdos de cosas no vistas
La muerte en la pestaña de búsqueda
El cielo inquieto
Contra la neutralidad
TERCERA PARTE
ESTAR ALLÍ
Lejos de aquí
Hogar, extraño hogar
La reimpresión
La guerra de un lector
Locos y especialistas
Lo que es
Kofi Awoonor
Cautiverio
En Alabama
Leyes injustas
Tierra brasileña
Ángeles en invierno
Sombras en São Paulo
Dos semanas
La isla
Reconciliación
Echadlo abajo
El complejo industrial del salvador blanco
«Perplejo … perplejo»
Un pedazo del muro
CUARTA PARTE
EPÍLOGO
Punto ciego
Agradecimientos
Origen de los textos
Para Michael, Amitava y Siddhartha.
PRÓLOGO
¡Oíd! Yo conozco la fama gloriosa
que antaño lograron los reyes daneses,
los hechos heroicos de nobles señores.¹
Siempre que pruebo una estilográfica nueva en una tienda escribo los primeros versos de Beowulf tal como los tradujo Seamus Heaney. Hace años memoricé esa primera página. Con el tiempo, ésas fueron las palabras que antes acudían a mi mano cuando probaba el flujo de la tinta. Y, una vez, un dependiente de una tienda me miró por encima del hombro y dijo: «¡Vaya, qué bonito! ¿Se lo ha inventado usted o…?».
Somos la suma de nuestras costumbres. Si alguien me pide que diga algo en yoruba, casi sin pensarlo recito un trabalenguas de mi infancia: Opolopo opolo ni ko mo pe opolopo eniyan l’opolo l’opolopo (‘Muchas ranas no saben que mucha gente es muy inteligente’). Cuando pruebo el micrófono en un discurso o un evento público, en lugar de cantar escalas o contar empiezo a explicar el chiste favorito de Lucian Freud, un chiste sobre fluidos corporales que también es notable por no ser particularmente «freudiano» en el sentido asociado con Sigmund, el abuelo de Lucian.
La mujer de un alcohólico a la que se le ha agotado la paciencia le dice: «Oye, no lo aguanto más. Si vuelves otra noche a casa oliendo a licor y con la camisa sucia de vómito, se acabó. Pediré el divorcio».
Él se las arregla para no meterse en líos una temporada, pero pronto vuelve a sentir el gusanillo de la bebida y sus amigos le insisten para que salga con ellos ese fin de semana. Normalmente, en ese momento los técnicos de sonido me dicen que ya tienen lo que necesitan y el chiste termina ahí.
Escribo los primeros versos de Beowulf, recito mi trabalenguas en yoruba, cuento el chiste de Lucian Freud: somos criaturas de convenciones privadas. Pero también somos el modo en que ampliamos nuestros horizontes. Este libro recoge algunos de mis entusiasmos más vitales, e incluso un lector no muy atento comprobará enseguida qué sitios y qué escritores son mis piedras angulares. No obstante, también incluye algunos descubrimientos, entre ellos descubrimientos de ciertas cosas que ahora considero una parte irremplazable de mi vida.
El hombre dice: «No, mi mujer ya no aguanta más. No puedo volver borracho a casa». Y uno de sus amigos responde: «Mira, es muy fácil. Métete un billete de veinte en el bolsillo de la camisa». «¿Un billete de veinte? ¿Para qué?». «Para que cuando vuelvas a casa, si te has vomitado en la camisa, puedas decirle a tu mujer: "Estoy sobrio, pero en el pub un tipo me ha vomitado encima. Lo ha sentido mucho, y mira—entonces sacas el billete—, me ha dado un billete de veinte para la lavandería».
Antes siempre me preguntaba cómo sería la libertad creativa. Si pudiese escribir sobre cualquier cosa, ¿sobre qué escribiría? He tenido la inmensa fortuna de disfrutar justamente de esa oportunidad. Gracias a los encargos de diversos periódicos y revistas, en respuesta a varias ocasiones e invitaciones he podido seguir mi olfato y pensar en una gran variedad de cosas. El ámbito al que volvía con más frecuencia es la fotografía. Pero la literatura, la música, los viajes y la política también eran cuestiones que me interesaban mucho. Mediante el acto de escribir, he podido descubrir lo que sabía de estas cosas, lo que podía saber y dónde estaban los límites del conocimiento.
Así que el tipo piensa: «Es una idea genial». Ese fin de semana sale con sus amigos y se emborrachan como de costumbre. Vuelve dando tumbos a casa. Se ha vomitado encima. Va hecho un desastre. Ella lo ha esperado despierta, y a las primeras de cambio le dice: «Mírate, eres asqueroso, no te sabes controlar, se acabó». «Espera, espera», balbucea él. En ese momento, los técnicos de sonido repiten: «Ya está, muchas gracias».
Este libro se aproxima de forma más flexible a los «ensayos» que la mayoría de las obras de su género. Pero no es un compendio de la no ficción que he publicado en un período de ocho años de escritura casi constante. Y, desde luego, no es un intento de hacer una relación sistemática de todos mis intereses. He excluido muchas piezas más breves, unas cuantas columnas de periódico y algunos artículos que eran demasiado circunstanciales para incluirlos aquí. En los años que cubren estos ensayos he pensado mucho sobre poesía, música y pintura, he viajado a docenas de países y me he relacionado con muchos artistas interesantes sobre los que no he escrito, o no he escrito como quisiera.
Hay otro libro posible que incluye todo lo que no aparece en éste. En ese libro ocupan el escenario otras costumbres, se registran otras vivencias desconocidas, y los chistes se cuentan hasta el final. No obstante, la desventaja de ese libro es que faltaría todo lo que aparece aquí. Omitiría estas vivencias en favor de otras. Ese otro libro tendría un carácter distinto: tal vez tendría un tono más crítico, sería más analítico e incluiría juicios más argumentados. Pero este libro que el lector tiene entre las manos, aunque reúne todos estos elementos, prefiere la epifanía. Pienso en las palabras de la señora Ramsay en Al faro: «Todo parecía posible. Todo iba a las mil maravillas […] De momentos así está hecho todo lo que es eterno».²
Este libro contiene lo que he amado y presenciado, lo que me ha gustado y lo que me ha alegrado, lo que me ha inquietado y animado, y lo que ha estimulado mi sentido de lo posible y me ha hecho sentir, tal como escribió Seamus Heaney, como «una prisa a través de la cual pasan cosas conocidas y extrañas».
PRIMERA PARTE
COSAS LEÍDAS
CUERPO NEGRO
Luego el autobús se sumergió entre las nubes, y entre una nube y la siguiente vislumbramos los destellos del pueblo de abajo. Era la hora de cenar, y el pueblo era una constelación de puntos amarillos. Llegamos treinta minutos después de salir de la ciudad llamada Leuk. El tren a Leuk había llegado de Visp, el tren de Visp procedía de Berna, y el anterior venía de Zúrich de donde yo había partido por la tarde. Tres trenes, un autobús y una breve caminata, todos por paisajes preciosos, hasta que por fin llegamos a Leukerbad en la oscuridad. Así que no era nada fácil llegar a Leukerbad, aunque objetivamente no estuviese lejos. Día 2 de agosto de 2014: era el cumpleaños de James Baldwin. Si hubiese estado vivo habría cumplido noventa años. Es una de esas personas que están a punto de dejar de ser contemporáneos y de convertirse en figuras históricas—John Coltrane habría cumplido ochenta y ocho ese año; Martin Luther King hijo, ochenta y cinco—, esas personas que podrían seguir entre nosotros, pero que a veces nos parecen muy lejanas, como si hubiesen vivido hace siglos.
James Baldwin dejó París y vino por primera vez a Leukerbad en 1951. La familia de su amante Lucien Happersberger tenía un chalet en un pueblo de las montañas. Así que Baldwin, que en esa época estaba deprimido y angustiado, se marchó y el pueblo (que también se llama Loèche-les-Bains) resultó ser un refugio para él. Su primer viaje fue en verano, y duró dos semanas. Luego volvió, para su propia sorpresa, otros dos veranos. Aquí dio su forma definitiva a su primera novela, Ve y dilo en la montaña. Llevaba ocho años debatiéndose con el libro, y por fin lo terminó en este improbable retiro. También escribió otra cosa: un artículo titulado «Stranger in the Village»; fue ese ensayo, más incluso que la novela, lo que me llevó a Leukerbad.
«Stranger in the Village» se publicó por primera vez en Harper’s Magazine en 1953, y luego en la colección de ensayos Notes of a Native Son, en 1955. Relata la vivencia de ser negro en un pueblo de blancos. Empieza con la sensación de estar en un viaje a un lugar muy lejano, como Charles Darwin en las Galápagos o Tété-Michel Kpomassie en Groenlandia. Pero luego se abre a otras preocupaciones y a una voz diferente, y pasa a considerar la situación racial en la década de 1950 en Estados Unidos. La parte del ensayo que se centra en el pueblo suizo es al mismo tiempo triste y divertida. Baldwin es consciente del absurdo de ser un escritor neoyorquino a quien los lugareños suizos, muchos de los cuales no han viajado nunca, consideran inferior en cierto sentido. Pero después, cuando escribe sobre la raza en Estados Unidos, ya no le hace ninguna gracia. Es profético y colérico, escribe con claridad diáfana y se deja llevar por una elocuencia apresurada.
La noche en que llegué tomé una habitación en el hotel Mercure Bristol. Abrí las ventanas a un paisaje oscuro, aunque sabía que en esa oscuridad se alzaba la montaña Daubenhorn. Preparé un baño caliente y me metí en el agua hasta el cuello con mi viejo ejemplar en rústica de Notes of a Native Son. El sonido metálico que llegaba de mi ordenador portátil era Bessie Smith cantando I’m Wild About That Thing, una picante canción de blues y una obra maestra de negación verosímil: «Don’t hold it baby when I cry | Give me every bit of it, else I’ll die» [No me lo quites, cariño, cuando lloro, | dámelo entero o me muero], que podría refererirse a un trombón. Y fue ahí en la bañera, con las palabras de Baldwin y la voz de Bessie Smith, cuando sentí que me convertía en un doble del escritor: allí estaba en Leukerbad, mientras Bessie Smith cantaba a través de los años desde 1929; y soy negro como él; y soy más delgado; y tengo un hueco entre los dientes; y no soy muy alto (no, escríbelo: bajo); frío sobre el papel y animado en persona, excepto que es al revés; y también fui un ferviente predicador adolescente (Baldwin: «Nada de lo que me ha ocurrido desde entonces ha igualado el poder y la gloria que sentía a veces cuando, en medio de un sermón, sabía que, por alguna razón, por algún milagro, estaba de verdad difundiendo, como decían ellos, la Palabra
, cuando la iglesia y yo éramos uno»); y yo también dejé la iglesia; y digo que Nueva York es mi hogar incluso cuando no estoy viviendo allí; y me siento yo mismo en todas partes, desde Nueva York hasta la Suiza rural soy el custodio de un cuerpo negro, y tengo que encontrar la forma de expresar todo lo que eso significa para mí y para quienes me miran. El ancestro había tomado posesión del descendiente brevemente. Fue un momento de identificación, y en los días que siguieron ese momento me sirvió de guía.
Baldwin escribió: «A juzgar por las pruebas disponibles, ningún hombre negro había puesto un pie en este minúsculo pueblo suizo antes de mi llegada». Pero el pueblo ha crecido mucho desde sus visitas hace más de sesenta años. Ya han visto negros; ya no llamo la atención. Algunos me miraron en el hotel mientras firmaba el registro y en el restaurante elegante que hay carretera arriba, pero siempre hay quien me mira. Me miran en Zúrich, donde estoy pasando el verano, y me miran en Nueva York, que ha sido mi hogar durante catorce años. Me miran en toda Europa y en la India, y en cualquier sitio al que vaya que no sea África. La prueba es cuánto duran las miradas, si se convierten en miradas fijas, cuál es su intensidad, si hay algo de burla y hostilidad, y hasta que punto los contactos, el dinero o la forma de vestir me protegen en esas situaciones. Ser un forastero equivale a que te miren, pero ser negro equivale a que te miren de forma especial. («Cuando voy por la calle los niños gritan: "Neger, neger!"»). Leukerbad ha cambiado, pero ¿en qué sentido? No hay pandillas de niños por la calle, de hecho apenas hay niños. Es probable que, como los niños del mundo entero, estén en casa, jugando a videojuegos con el ceño fruncido, consultando Facebook o viendo vídeos musicales. Es posible que algunos de los ancianos que vi en la calle fuesen los mismos niños que se sorprendieron al ver a Baldwin, y con quienes, en su ensayo, se esfuerza por ser razonable: «En todo esto, es preciso admitir que se notaba el hechizo de la auténtica sorpresa y que no había ningún elemento de grosería intencionada, aunque nadie parecía pensar que era humano: era sólo una maravilla viviente». Pero ahora los niños o nietos de esos niños están conectados al mundo de un modo distinto. Tal vez en su vida haya algo de racismo o de xenofobia, pero otra parte de su vida son Beyoncé, Drake y Meek Mill, la música que se oye retumbar desde fuera de las discotecas suizas los viernes por la noche.
Baldwin tuvo que llevar sus discos consigo en la década de 1950, como un alijo secreto de medicinas, y tuvo que cargar con su fonógrafo hasta Leukerbad, para que el sonido del blues estadounidense lo mantuviera conectado a un Harlem del espíritu. El tiempo que pasé allí oí esa misma música para estar de algún modo con él: Bessie Smith cantando I need A Little Sugar In My Bowl («I need a little sugar in my bowl | I need a little hot dog on my roll»), Fats Waller cantando Your Feet’s Too Big. También oí mi propia música: Bettye Swann, Billie Holiday, Jean Wells, Coltrane Plays the Blues, The Physics, Childish Gambino. La música con la que viajas te ayuda a crear tu propio tiempo interior. Pero el mundo también aporta la suya: una tarde, cuando me senté a comer en el restaurante Römerhof—ese día todos los clientes y los camareros eran blancos—, la música que sonaba era I Wanna Dance With Somebody, de Whitney Houston. La historia es ahora y es la América negra.
A la hora de cenar, en una pizzería, hubo quien me miró. Los turistas británicos de una mesa no me quitaban los ojos de encima. Pero la camarera era en parte negra, y en el hotel uno de los empleados del spa era un viejo negro. «Las personas están atrapadas en la historia y la historia está atrapada en ellas», escribió Baldwin. Pero también es cierto que los pequeños fragmentos de historia se mueven a enorme velocidad, se detienen con una lógica no siempre clara, y rara vez se detienen mucho tiempo. Y tal vez más interesante que el hecho de que yo no fuese el único negro del pueblo es el hecho de que muchas de las personas eran también forasteras. Éste era el mayor cambio de todos. Si en aquel entonces el pueblo tenía un ambiente piadoso y convaleciente, como una especie de «Lourdes de segunda fila», ahora es mucho más animado, y está abarrotado de visitantes de otras zonas de Suiza, Alemania, Francia, Italia y toda Europa, Asia y las Américas. Se ha convertido en el balneario termal más popular de los Alpes. Los baños municipales están llenos. Hay hoteles en todas las calles, con toda clase de precios, y también hay restaurantes y tiendas de artículos de lujo. Si quieres comprar un reloj de precio exorbitado a mil quinientos metros sobre el nivel del mar, ahora es posible hacerlo.
Los mejores hoteles tienen sus propias piscinas termales. En el hotel Mercure Bristol tomé el ascensor para bajar al spa y me senté en la sauna. Unos minutos después me metí en la piscina y me quedé flotando en el agua caliente. Había más gente, pero no mucha. Caía una lluvia suave. Estábamos rodeados de montañas y suspendidos en el cielo inmortal.
En su brillante Harlem Is Nowhere, Sharifa Rhodes-Pitts escribe:
En casi todos los ensayos que James Baldwin escribió sobre Harlem, hay un momento en el que hace un juego de manos literario tan particular que si hubiese sido un atleta los comentaristas deportivos lo habrían codificado y llamado «el Jimmy». Lo concibo como un término cinematográfico, porque su efecto me recuerda a una técnica en la que los operadores de cámara empiezan con un plano de detalle y luego se alejan mientras la cámara sigue enfocada en un punto cada vez más lejano.
Este movimiento, este repentino cambio de foco, está presente incluso en los ensayos que no tratan sobre Harlem. En «Stranger in the Village» hay un pasaje de casi siete páginas en el que uno nota cómo se va acelerando la retórica a medida que Baldwin se prepara para dejar atrás el ambiente tranquilo y de fábula del principio. Escribe de los lugareños:
Esta gente no puede ser, desde el punto de vista del poder, extranjera en ningún lugar del mundo; de hecho, aunque lo ignore, ha creado el mundo moderno. El más analfabeto de todos ellos está emparentado, de un modo en que yo no lo estoy, con Dante, Shakespeare, Miguel Ángel, Esquilo, Da Vinci, Rembrandt y Racine; la catedral de Chartres significa para ellos algo que no puede significar para mí, igual que el edificio del Empire State de Nueva York si pudieran verlo. De sus himnos y danzas surgen Beethoven y Bach. Si retroceden unos pocos siglos están en pleno esplendor…, mientras que yo estoy en África, viendo llegar a los conquistadores.
¿A qué viene esta lista? ¿De verdad incomoda a Baldwin que los habitantes de Leukerbad estén emparentados por alguna pintoresca familiaridad con Chartres? ¿Que algún lejano vínculo genético los una a los cuartetos de Beethoven? Después de todo, como él mismo argumentará más adelante en su ensayo, nadie puede negar el impacto que «la presencia de los negros ha tenido en la personalidad estadounidense». Comprende la verdad y el arte de la obra de Bessie Smith. No pone y no puede poner—o eso quiero creer—el blues por debajo de Bach. Pero en la década de 1950 había cierta estrechez de miras en las ideas de la cultura negra. Desde entonces ha habido suficientes logros culturales negros con los que reunir un equipo de primera división: hemos tenido a John Coltrane, a Thelonious Monk y a Miles Davis, y a Ella Fitzgerald y a Billie Holiday y a Aretha Franklin. Se ha reconocido a Toni Morrison, a Wole Soyinka y a Derek Walcott, igual que a Audre Lorde, a Chinua Achebe y a Bob Marley. Y no es que se haya abandonado el cuerpo por la mente: también hemos tenido a Alvin Ailey, a Arthur Ashe y a Michael Jordan. La fuente del jazz y el blues dio al mundo el hip-hop, el afrobeat, el dancehall y el house. Y, sí, cuando en 1987 murió James Baldwin, también él era de primera división.
Al pensar en la catedral de Chartres, en la grandeza de ese logro y en que, en su opinión, sólo incluía a los negros de forma negativa, como demonios, Baldwin escribe que «el negro estadounidense ha llegado a su identidad en virtud de un absoluto extrañamiento de su pasado». Pero el lejano pasado africano también se ha vuelto mucho más asequible que en 1953. No se me ocurriría pensar que, hace siglos, yo estaba «en África, viendo llegar a los conquistadores». Pero sospecho que para Baldwin es en parte un gesto retórico, una lúgubre cadencia con la que acabar un párrafo. En «A Question of Identity» (otro de los ensayos reunidos en Notes of a Native Son) escribe: «La verdad sobre ese pasado no es que sea demasiado breve o demasiado superficial, sino sólo que nosotros, al habernos apartado tan decididamente de él, no le hemos exigido lo que puede darnos». En Ife, los artistas cortesanos del siglo XIV hacían esculturas de bronce utilizando un complicado método de fundición olvidado en Europa desde la Antigüedad, y que no se redescubrió allí hasta el Renacimiento. Las esculturas de Ife son comparables a las obras de Ghiberti o de Donatello. De su precisión y suntuosidad formal podemos extrapolar los perfiles de una gran monarquía, una red de talleres sofisticados y un mundo cosmopolita de comercio y conocimiento. Y no era sólo Ife. Toda África Occidental era un fermento cultural. Desde el gobierno igualitario de los igbo, hasta el trabajo en oro de las cortes ashanti, las esculturas en bronce de Benín, los logros militares del imperio mandinga y los virtuosos musicales que alabaron a esos héroes de guerra, ésta fue una región del mundo demasiado implicada en el arte y en la vida para reducirla sin más a una caricatura de «viendo llegar a los conquistadores». Hoy la conocemos mejor. Nos apoya una copiosa erudición y lo sabemos de forma implícita, por lo que hacer incluso una lista de los logros parece un poco tedioso y sirve sobre todo como respuesta al eurocentrismo.
Yo no rebajaría la intimidante belleza de la poesía en lengua yoruba ante, digamos, los sonetos de Shakespeare, ni preferiría las orquestas de cámara de Brandeburgo a las koras de Malí. Me alegra poseerlas todas. Esta confianza despreocupada es, en parte, fruto de la época. Es el dividendo de la lucha de personas de generaciones anteriores. No me siento alienado en los museos. Pero esta cuestión de la filiación atormentaba mucho a Baldwin. Era sensible a lo que tenía de grande el mundo del arte, y también a su propio sentido de exclusión ante él. Hizo una lista similar en el ensayo que dio título a Notes of a Native Son (uno empieza a sospechar que esas listas se las habían reprochado en alguna discusión):
De un modo muy sutil, muy profundo, tenía una relación muy especial con Shakespeare, Bach, Rembrandt, las piedras de París, la catedral de Chartres y el edificio del Empire State. En realidad, no eran mis creaciones, no contenían mi historia; en ellas buscaba en vano un reflejo de mí mismo. Yo era un intruso, aquélla no era mi herencia.
Estas líneas rebosan tristeza. Lo que ama no le corresponde.
En eso es en lo que discrepo de Baldwin. No estoy en desacuerdo con su pesar particular, sino con la abnegación personal que él añade. Bach, tan profundamente humano, es mi patrimonio. Cuando contemplo un retrato de Rembrandt no soy ningún intruso. Los aprecio más que algunos blancos, del mismo modo que algunos blancos aprecian más ciertos aspectos del arte africano que yo. Puedo oponerme a la supremacía blanca y aun así admirar la arquitectura gótica. En esto estoy con Ralph Ellison: «Los valores de mi propio pueblo no son ni blancos
ni negros
, son estadounidenses. Tampoco entiendo cómo podrían ser otra cosa, puesto que estamos inmersos en la textura de la vivencia estadounidense». Y, no obstante, yo (que he nacido en Estados Unidos más de medio siglo después de Baldwin) sigo entendiéndolo, porque he sentido en mi propio cuerpo la misma furia que él sintió acerca del racismo. En su escritura hay un ansia de vida, en todas sus formas, y un marcado deseo de no ser ninguneado (como un simple negrata, un simple neger) puesto que él sabe muy bien cuánto vale. Y este «cuánto vale» no es ni una cuestión de ego a causa de su escritura ni una preocupación por su fama en Nueva York o en París. Se trata de los fundamentos indiscutibles de una persona: el placer, el pesar, el amor, el humor y el dolor, y la complejidad del paisaje interior que sostiene estos sentimientos. A Baldwin le chocaba cuando, en cualquier parte, alguien ponía en duda estos fundamentos (por no hablar de las muchísimas personas que los cuestionaban en todas partes) y con ello le echaba encima el peso de la suprema pérdida de tiempo que es el racismo. Esta incansable capacidad de asombro se alza como vapor en sus escritos. «La rabia de los menospreciados es personalmente inútil—escribe—, pero también totalmente inevitable».
Leukerbad le dio a Baldwin ocasión de pensar en la supremacía blanca desde sus principios básicos. Fue como si encontrase allí su forma más sencilla. Los hombres que le propusieron que aprendiera a esquiar para poder burlarse de él, los pueblerinos que lo acusaban a sus espaldas de ser un ladrón de leña, los que querían tocarle el pelo y le sugerían que se lo dejase más largo y se hiciera un abrigo, y los niños a los que «habían contado que el diablo es negro y gritaban con auténtico pavor» al verlo llegar: Baldwin los vio a todos como prototipos—conservados como celacantos—de actitudes que habían evolucionado en las formas estadounidenses más íntimas, intrincadas, familiares y obscenas de supremacía blanca que él conocía ya tan bien.
Es un pueblo precioso. Me gustaba el aire de la montaña. Pero, cuando volvía a mi cuarto de los baños termales, o de dar un paseo por la calle con mi cámara, leía las noticias en línea. Y encontraba una secuencia infinita de crisis: en Oriente Medio, en África, en Rusia y en realidad en todas partes. El dolor era general. Pero dentro de esa aflicción mayor había una serie de historias encadenadas, y pensar en «Stranger in the Village», pensar con su ayuda, era como inyectar un contraste en mi encuentro con las noticias. La policía estadounidense continuaba disparándoles a negros desarmados o matándolos de otros modos. Las protestas que seguían, en las comunidades negras, se contrarrestaban con la violencia de una fuerza policial que empieza a ser indistinguible de un ejército invasor. La gente empezaba a ver una conexión entre los distintos sucesos: los tiroteos, las muertes «accidentales» por los excesos de la policía, las historias de quien no recibía una medicación vital. Y las comunidades negras se llenaban de rabia y de dolor.
A todo esto, me llamó la atención una historia menor, menos importante (aunque también tuviera su importancia). El alcalde de Nueva York y su jefe de policía tienen una obsesión por la política pública de limpieza, y decidieron que detener a los miembros de los grupos de baile que actúan en los vagones del metro era una forma de limpiar la ciudad. Leí las excusas de por qué eso era una prioridad: hay personas que temen sufrir daños graves al recibir una patada involuntaria (no ha ocurrido nunca, pero estoy seguro de que lo temen), otros creen que es una molestia, y hay responsables políticos que creen que perseguir las infracciones es una manera de prevenir el crimen. Así que, para combatir la amenaza de los bailarines, intervino la policía. Empezaron a perseguir, a acosar y a esposar. El «problema» eran los bailarines, y los bailarines eran, en su mayoría, chicos negros. Los periódicos adoptaron el mismo tono que el gobierno: un desprecio desdeñoso por los artistas. Y, sin embargo, esos mismos bailarines son un chispazo de alegría en el día, un momento de belleza no reglamentada, artistas con un talento inimaginable para su público. ¿Cómo puede pensar alguien que reprimirlos es una mejora en la vida de la ciudad? Nadie considera una amenaza a los niños que piden caramelos en Halloween. La ley no actúa contra quienes venden galletitas de las Girl Scouts ni contra los testigos de Jehová. Pero el cuerpo negro arrastra prejuicios, y el resultado es que corre un peligro innecesario. Ser negro equivale a soportar lo peor de unas fuerzas de orden público selectivas, y a habitar una inseguridad psicológica en la que no hay garantías de seguridad física. Eres un cuerpo negro antes de ser un chico paseando por la calle o un profesor de Harvard que se ha equivocado de llaves.
William Hazlitt, en un ensayo escrito en 1821 y titulado The Indian Jugglers [Sobre los malabaristas indios] escribió unas palabras en las que pienso siempre que veo a un gran atleta o a un bailarín: «¡Hombre, eres un animal maravilloso y tus habilidades superan lo imaginable! ¡Eres capaz de hacer como si nada cosas muy difíciles! No hay imaginación capaz de concebir este esfuerzo de extraordinaria destreza que nos admira y corta el aliento». Pero en presencia de lo admirable, algunos se quedan sin aliento, no por la admiración sino por la rabia. Se oponen a la presencia del cuerpo negro (un chico desarmado en la calle, un hombre que compra un juguete, un bailarín en el metro, un transeúnte), igual que se oponen a la presencia de la mente negra. Y al mismo tiempo que se los anula de todos estos espacios puede advertirse la infinita serie de contribuciones del trabajo y la innovación de los negros. En toda la cultura hay imitaciones del porte, los andares y la vestimenta del cuerpo negro, una vampírica cooptación de la vida negra con todo menos la carga.
Leukerbad está rodeado de montañas: el Daubenhorn, el Torrenthorn, el Rinderhorn. Un paso en las montañas llamado el Gemmi, a otros setecientos metros de altura por encima del pueblo, conecta el cantón de Valais con el Oberland bernés. Uno se mueve por ese paisaje—pedregoso, desnudo en algunos sitios y verde por doquier—como en un sueño. El paso del Gemmi es famoso con razón, y allí estuvo Goethe, al igual que Byron, Twain y Picasso. El paso se cita en una de las aventuras de Sherlock Holmes, cuando éste va camino de su fatídico encuentro con el profesor Moriarty en las cataratas de Reichenbach. El día que yo subí hacía mal tiempo, llovía y había niebla, pero fue una suerte pues gracias a eso anduve solo por los senderos. Mientras estaba allí, recordé una anécdota que contaba Lucien Happersberger sobre cuando Baldwin iba a andar por estas montañas. Baldwin resbaló en un ascenso, y por unos instantes la situación fue peligrosa. Pero Happersberger, que era un montañero experimentado, le tendió la mano y Baldwin se salvó. Fue de ese momento espeluzante, de ese momento bíblico y conmovedor, de donde Baldwin sacó el título del libro que estaba esforzándose en escribir: Ve y dilo en la montaña.
Si Leukerbad era su púlpito en las montañas, Estados Unidos era su público. El pueblo perdido le daba una visión más aguda de lo que ocurría en casa. En Leukerbad era un forastero, escribió Baldwin, pero era imposible que los negros fuesen extranjeros en Estados Unidos o que los blancos consiguiesen la fantasía de un país exclusivamente blanco y purgado de negros. La fantasía de que la vida de un negro es desechable es una constante en la historia de Estados Unidos. Cuesta un poco entender que sigue siéndolo. A las personas que no son negras les ocurre lo mismo; y también les cuesta un poco entenderlo a algunos negros, tanto si han vivido siempre en Estados Unidos como—al igual que yo—han llegado más tarde, después de librarse de otras luchas. El racismo en Estados Unidos adopta muchas formas y ha tenido mucho tiempo para desarrollar un impresionante camuflaje. Puede albergar su maldad en silencio mucho tiempo mientras finge mirar hacia otro lado. Como la misoginia, está en el ambiente. Al principio pasa inadvertido, pero termina uno entendiéndolo.
«Quienes cierran los ojos ante la realidad sencillamente están alentando su propia destrucción, y cualquiera