Las fuerzas extrañas
Por Leopoldo Lugones
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Las fuerzas extrañas - Leopoldo Lugones
actuales.
La fuerza Omega
No éramos sino tres amigos. Los dos de la confidencia, en cuyo par me contaba, y el descubridor de la espantosa fuerza que, sin embargo del secreto, preocupaba ya a la gente.
El sencillo sabio ante quien nos hallábamos, no procedía de ninguna academia y estaba asaz distante de la celebridad. Había pasado la vida concertando al azar de la pobreza pequeños inventos industriales, desde tintas baratas y molinillos de café, hasta máquinas controladoras para boletos de tranvía.
Nunca quiso patentar sus descubrimientos, muy ingeniosos algunos, vendiéndolos por poco menos que nada a comerciantes de segundo orden. Presintiéndose quizá algo de genial, que disimulaba con modestia casi fosca, tenía el más profundo desdén por aquellos pequeños triunfos. Si se le hablaba de ellos, concomíase con displicencia o sonreía con amargura.
–Eso es para comer –decía sencillamente.
Me había hecho su amigo por la casualidad de cierta conversación en que se trató de ciencias ocultas; pues mereciendo el tema la aflictiva piedad del público, aquellos a quienes interesa suelen disimular su predilección, no hablando de ella sino con sus semejantes.
Fue precisamente lo que pasó, y mi despreocupación por el qué dirán debió de agradar a aquel desdeñoso, pues desde entonces intimamos. Nuestras pláticas sobre el asunto favorito fueron largas. Mi amigo se inspiraba al tratarlo, con aquel silencioso ardor que caracterizaba su entusiasmo y que solo se traslucía en el brillo de sus ojos.
Todavía lo veo pasearse por su cuarto, recio, casi cuadrado, con su carota pálida y lampiña, sus ojos pardos de mirada tan singular, sus manos callosas de gañán y de químico a la vez.
«Anda por ahí a flor de tierra –solía decirme–, más de una fuerza tremenda cuyo descubrimiento se aproxima. De esas fuerzas interetéreas que acaban de modificar los más sólidos conceptos de la ciencia, y que justificando las afirmaciones de la sabiduría oculta, dependen cada vez más del intelecto humano.
»La identidad de la mente con las fuerzas directrices del cosmos –concluía en ocasiones filosofando– es cada vez más clara; y día llegará en que aquella sabrá regirlas sin las máquinas intermediarias, que en realidad deben de ser un estorbo. Cuando uno piensa que las máquinas no son sino aditamentos con que el ser humano se completa, llevándolas potencialmente en sí, según lo prueba al concebirlas y ejecutarlas, los tales aparatos resultan en substancia, simples modificaciones de la caña con que se prolonga el brazo para alcanzar un fruto. Ya la memoria suprime los dos conceptos fundamentales, los más fundamentales como realidad y como obstáculo –el espacio y el tiempo– al evocar instantáneamente un lugar que se vio hace diez años y que se encuentra a mil leguas; para no hablar de ciertos casos de bilocación telepática, que demuestran mejor la teoría. Si estuviera en esta la verdad, el esfuerzo humano debería tender a la abolición de todo intermediario entre la mente y las fuerzas originales, a suprimir en lo posible la materia –otro axioma de filosofía oculta–; mas para esto hay que poner el organismo en condiciones especiales, activar la mente, acostumbrarla a la comunicación directa con dichas fuerzas. Caso de magia. Caso que solamente los miopes no perciben en toda su luminosa sencillez. Habíamos hablado de la memoria. El cálculo demuestra también una relación directa; pues si calculando se llega a determinar la posición de un astro desconocido, en un punto del espacio, es porque hay identidad entre las leyes que rigen al pensamiento humano y al universo. Hay más todavía: es la determinación de un hecho material por medio de una ley intelectual. El astro tiene que estar ahí, porque así lo determina mi razón matemática, y esta sanción imperativa equivale casi a una creación».
Entiendo, Dios me perdone, que mi amigo no se limitaba a teorizar el ocultismo, y que su régimen alimenticio, tanto como su severa continencia, implicaban un entrenamiento; pero nunca se franqueó sobre este punto y yo fui discreto a mi vez.
Habíase relacionado con nosotros, poco antes de los sucesos que voy a narrar, un joven médico a quien solo faltan sus exámenes generales, que quizá nunca llegue a dar pues se ha dedicado a la filosofía; y este era el otro confidente que debía escuchar la revelación.
Fue a la vuelta de unas largas vacaciones que nos habían separado del descubridor. Encontrámosle algo más nervioso, pero radiante con una singular inspiración, y su primera frase fue para invitarnos a una especie de tertulia filosófica –tales sus palabras– donde debía exponernos el descubrimiento.
En el laboratorio habitual, que presentaba al mismo tiempo un vago aspecto de cerrajería, y en cuya atmósfera flotaba un dejo de cloro, empezó la conferencia.
Con su voz clara de siempre, su aspecto negligente, sus manos extendidas sobre la mesa como durante los discursos psíquicos, nuestro amigo enunció esta cosa sorprendente:
–He descubierto la potencia mecánica del sonido.
«Saben ustedes –agregó, sin preocuparse mayormente del efecto causado por su revelación–, saben ustedes bastante de estas cosas para comprender que no se trata de nada sobrenatural. Es un gran hallazgo, ciertamente, pero no superior a la onda hertziana o al rayo Roentgen. A propósito –yo he puesto también un nombre a mi fuerza. Y como ella es la última en la síntesis vibratoria cuyos otros componentes son el calor, la luz y la electricidad–, la he llamado la fuerza Omega».
–¿Pero el sonido no es cosa distinta?... –preguntó el médico.
–No, desde que la electricidad y la luz están consideradas ahora como materia. Falta todavía el calor; pero la analogía nos lleva rápidamente a conjeturar la identidad de su naturaleza, y veo cercano el día en que se demuestre este postulado para mí evidente: que si los cuerpos se dilatan al calentarse, o en otros términos, si sus espacios intermoleculares aumentan, es porque entre ellos se ha introducido algo y que este algo es el calor. De lo contrario, habría que recurrir al vacío aborrecido por la naturaleza y por la razón.
»El sonido es materia para mí, pero esto resultará mejor de la propia exposición de mi descubrimiento.
»La idea, vaga aunque intensa hasta el deslumbramiento, me vino –cosa singular– la primera vez que vi afinar una campana. Claro es que no se puede determinar de antemano la nota precisa de una campana, pues la fundición cambiaría el tono. Una vez fundida, es menester recortarla al torno, para lo cual hay dos reglas: si se quiere bajar el tono, hay que disminuir la línea media llamada falseadura
; si subirlo, es menester recortar la pata
, o sea el reborde, y la afinación se practica al oído como la de un piano. Puede bajarse hasta un tono, pero no subirse sino medio; pues cortando mucho la pata, el instrumento pierde su sonoridad.
»Al pensar que si la pierde no es porque deje de vibrar, me vino esta idea, base de todo el invento: la vibración sonora se vuelve fuerza mecánica y por esto deja de ser sonido; pero la cosa se precisó durante las vacaciones, mientras ustedes veraneaban, lo cual aumentó, con la soledad, mi concentración.
»Ocupábame de modificar discos de fonógrafo, y aquello me traía involuntariamente al tema. Había pensado construir una especie de diapasón para destacar, y percibir directamente por lo tanto, las armónicas de la voz humana, lo que no es posible sino por medio de un piano, y siempre con gran imperfección; cuando de repente, con claridad tal que en dos noches de trabajo concebí toda la teoría, el hecho se produjo.
»Cuando se hace vibrar un diapasón que está al mismo tono con otro, este vibra también por influencia al cabo de poco tiempo, lo que prueba que la onda sonora, o en otros términos el aire agitado, tiene fuerza suficiente para poner en movimiento el metal. Dada la relación que existe entre el peso, densidad y tenacidad de este con los del aire, esa fuerza tiene que ser enorme; y sin embargo, no es capaz de mover una hebra de paja que un soplo humano aventaría, siendo a su vez impotente para hacer vibrar en forma perceptible el metal. La onda sonora es, pues, más o menos poderosa que el soplo de nuestro ejemplo. Esto depende de las circunstancias, y en el caso de los diapasones, la circunstancia debe ser una relación molecular, puesto que si ellos no están al unísono, el fenómeno marra. Había, pues, que aplicar la fuerza sonora, a fenómenos intermoleculares.
»No creo que la concepción de la fuerza sonora necesite mucho ingenio. Cualquiera ha sentido las pulsaciones del aire en los sonidos muy bajos, los que produce el nasardo de un órgano, por ejemplo. Parece que las dieciséis vibraciones por segundo que engendra un tubo de treinta y dos pies, marcan el límite inferior del sonido perceptible, que no es ya sino un zumbido. Con menos vibraciones, el movimiento se vuelve un soplo de aire; el soplo que movería la brizna, pero que no afectaría al diapasón. Esas vibraciones bajas, verdadero viento melodioso, son las que hacen trepidar las vidrieras de las catedrales; pero no forman ya notas, propiamente hablando, y solo sirven para reforzar las octavas inmediatamente superiores.
»Cuanto más alto es el sonido, más se aleja de su semejanza con el viento y más disminuye la longitud de su onda; pero si ha de considerársela como fuerza intermolecular, ella es enorme todavía en los sonidos más altos de los instrumentos; pues el del piano con el do séptimo, que corresponde a un máximum de 4.200 vibraciones por segundo, tiene una onda de tres pulgadas. La flauta, que llega a 4.700 vibraciones, da una onda gigantesca todavía.
»La longitud de la onda depende, pues, de la altura del sonido, que deja ya de ser musical poco más allá de las 4.700 vibraciones mencionadas. Despretz ha podido percibir un do, que vendría a ser el décimo, con 32.770 vibraciones producidas por el frote de un arco sobre un pequeñísimo diapasón. Yo percibo sonido aún, pero sin determinación musical posible, en las 45.000 vibraciones del diapasón que he inventado.»
–¡45.000 vibraciones –dije–, eso es prodigioso!
–Pronto vas a verlo –prosiguió el inventor–. Ten paciencia un instante todavía.
Y después de ofrecernos té, que rehusamos:
«La vibración sonora se vuelve casi recta con estas altísimas frecuencias, y tiende igualmente a perder su forma curvilínea, tornándose más bien un zig-zag a medida que el sonido se exaspera. Esto se ha experimentado prácticamente cerdeando un violín. Hasta aquí no salimos de lo conocido, bien que no sea vulgar.
»Pero ya he dicho que me proponía estudiar el sonido como fuerza. He aquí mi teoría, que la experiencia ha confirmado.
»Cuanto más bajo es el sonido, más superficiales son sus efectos sobre los cuerpos. Después de lo que sabemos, esto es bien sencillo. La fuerza penetrante del sonido, depende, pues, de su altura; y como a esta corresponde, según dije, una menor ondulación, resulta que mi onda sonora de 45.000 vibraciones por segundo, es casi una flecha ligerísimamente ondulada. Por pequeña que sea esta ondulación, siempre es excesiva molecularmente hablando; y como mis diapasones no pueden reducirse más, era menester ingeniarse de otro modo.
»Había, además, otro inconveniente. Las curvas de la onda sonora están relacionadas con su propagación, de tal modo que su ampliación progresa con gran velocidad hasta anularla como sonido, imposibilitando a la vez su desarrollo como fuerza; pero tanto este inconveniente, como el que resulta de la ondulación en sí, desaparecerían multiplicando la velocidad de traslación. De esta depende que la onda no pierda la rectitud, que como toda curva tiene al comenzar, y al logro de semejante propósito concurrió una ley científica.
»Fourier, el célebre matemático francés, ha enunciado un principio aplicable a las ondas simples –las de mi problema– que puede traducirse vulgarmente así:
»Cualquier forma de onda puede estar compuesta por cierto número de onda simples de longitudes diferentes.
»Siendo ello así, si yo pudiera lanzar sucesivamente un número cualquiera de ondas en progresión proporcional, la velocidad de la primera sería la suma de las velocidades de todas juntas; la proporción entre las ondulaciones de aquella y su traslación, quedaba rota con ventaja, y libertada por lo tanto la potencia mecánica del sonido.
»Mi aparato va a demostrarles que todo esto se puede; pero aún no les he dicho lo que me proponía hacer.
»Yo considero que el sonido es materia, desprendida en partículas infinitesimales del cuerpo sonoro, y dinamizada en tal forma, que da la sensación de sonido, como las partículas odoríferas dan la sensación del olor. Esa materia se desprende en la forma ondulatoria comprobada por la ciencia y que yo me proponía modificar, engendrando la onda aérea conocida por nosotros, del propio modo que la ondulación de una anguila bajo el agua es repetida por esta en su superficie.
»Cuando la doble onda choca con un cuerpo, la parte aérea se refleja contra su superficie; la etérea penetra produciendo la vibración del cuerpo y sin ninguna otra consecuencia, pues el éter del cuerpo supuesto, se dinamiza armónicamente con el de la onda, difundido en él; y esta es la explicación, que se da por primera vez, de las vibraciones al unísono.
»Una vez rota la relación entre las ondulaciones y su propagación, el éter sonoro no se difunde en la masa del cuerpo, sino que la perfora, ya completamente, ya hasta cierta profundidad. Y aquí viene la explicación misma de los fenómenos que produzco.
»Todo cuerpo tiene un centro formado por la gravitación de moléculas que constituye su cohesión, y que representa el peso total de dichas moléculas. No necesito advertir que ese centro puede encontrarse en cualquier punto del cuerpo. Las moléculas representan aquí, lo que las masas planetarias en el espacio.
»Claro es que el más mínimo desplazamiento del centro en cuestión, ocasionará instantáneamente la desintegración del cuerpo; pero no es menos cierto que para efectuarlo, venciendo la cohesión molecular, se necesitaría una fuerza enorme, algo de que la mecánica actual no tiene idea, y que yo he descubierto, sin embargo.
»Tyndall ha dicho en un ejemplo gráfico, que la fuerza del puñado de nieve contenido en la mano de un niño, bastaría para hacer volar en pedazos una montaña. Calculen ustedes lo que se necesitará para vencer esa fuerza. Y yo desintegro bloques de granito de un metro cúbico...»
Decía aquello sencillamente, como la cosa más natural, sin ocuparse de nuestra aquiescencia. Nosotros, aunque vagamente, íbamonos turbando con la inminencia de una gran revelación; pero acostumbrados al tono autoritario de nuestro amigo, nada replicábamos. Nuestros ojos, eso sí, buscaban al descuido por el taller, los misteriosos