La amiga
Por Teresa Driscoll
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Dos amigas.
¿En quién confías?
Cuando se mudó a Tedbury, Sophie buscaba la seguridad de un pueblo pequeño donde criar a Ben, su hijo de cuatro años, pero nada está saliendo como esperaba. No tuvo en cuenta que se sentiría sola. Que su nueva amiga, Emma, despertaría rumores en el pueblo. Que alguien moriría.
Un día, mientras viaja en tren con su marido, lejos de su hogar y de su hijo, Sophie recibe una estremecedora llamada. Dos niños están hospitalizados tras un trágico accidente. Uno de ellos es Ben. Entonces, Sophie se da cuenta de quizá ha cometido un terrible error y de que toda su familia está en peligro. Al fin y al cabo, ¿cuánto conoce a Emma?
Número 1 en Estados Unidos, Reino Unido y Australia
Teresa Driscoll ha vendido un millón de ejemplares
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La amiga - Teresa Driscoll
LA AMIGA
Teresa Driscoll
Traducción de Cristina Zuil González
para Principal Noir
Contenido
Portada
Página de créditos
Dedicatoria
Hoy 16.00
Capítulo 1
Hoy 16.30
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Hoy 17.15
Capítulo 5
Capítulo 6
Hoy 17.25
Capítulo 7
Capítulo 8
Hoy 18.00
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Hoy 18.15
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Hoy 18.30
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Hoy 19.00
Capítulo 24
Capítulo 25
Hoy 19.05
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Hoy 19.15
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Hoy Ahora
Epílogo
Nota de la autora
Agradecimientos
Sobre la autora
Créditos
La amiga
V.1: marzo, 2020
Título original: The friend
© Teresa Driscoll, 2018
© de la traducción, Cristina Zuil González, 2019
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción parcial o total de la obra en cualquier forma.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: faestock, Robsonphoto/ Shutterstock
Fabrizio Verrecchia / Unsplash
Publicado por Principal de los Libros
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17333-91-1
THEMA: FH
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Para mi querido padre, al que echamos mucho de menos
Hoy
16.00
¿Por qué un petirrojo? No lo entiendo…
Estoy en el baño del tren con las piernas separadas e inclinada sobre el pequeño lavabo de acero inoxidable, intentando con todas mis fuerzas… respirar. Vamos… Maldita sea… Y tratando de entender qué narices tiene que ver un petirrojo con todo esto.
A más de trescientos kilómetros, mi hijo está en la cama de un hospital, atendido por extraños. Puede que le hayan extirpado el bazo. O puede que no.
Está con un amigo y, sorprendentemente, el equipo médico no puede distinguirlos, por lo que se ha producido una confusión terrible que no he sido capaz de resolver con una serie de llamadas. Esto de la identidad es humillante y surrealista, pero solo ahora me doy cuenta de que, en cuanto a su aspecto físico, se parecen bastante: pelo castaño, ojos marrones y, gracias al crecimiento repentino del amigo de mi hijo, casi la misma altura.
Una enfermera con un suave acento irlandés ha estado intentando hacerme entrar en razón a través de la neblina que parece envolverme e impide que piense con claridad. En una llamada telefónica, me ha preguntado si mi hijo tenía alguna marca distintiva.
¿Lunares? ¿Pecas? ¿Una marca de nacimiento?
Ya me han dicho que los sanitarios han desvestido a los chicos, pero por alguna razón me tranquiliza repasar la lista de su ropa con la enfermera: una camiseta verde con el logo de un dinosaurio (su preferida, la que planché justo anoche) y unos vaqueros negros con el dobladillo subido porque son demasiado largos. Quiero cosérselos, pero no soy de ese tipo de madres y…
Me interrumpe con suavidad para preguntarme por su pelo.
¿Rizado? ¿Liso?
Le digo que tiene una coronilla poco común, como si fuera un signo de interrogación. Solía trazarlo con el dedo mientras dormía entre mis brazos cuando era un bebé.
Se produce una pausa al otro lado de la línea durante la cual me sorprendo a mí misma dibujando un signo de interrogación en el borde del lavabo. Luego, dice que lo siente, pero que les ha mirado el pelo y que no sabe exactamente a qué me refiero. Sin embargo, ya no la escucho, porque estoy pensando en el día en que mi hijo decidió cortarse el flequillo él solo. Hace un año, cuando ya había cumplido los tres, vino a mi habitación con las tijeras todavía en la mano y con los ojos muy abiertos y asustados bajo ese espantoso desastre.
Y, en este lugar estrecho y horrible, veo por un momento su cara perfecta mirándome a través de las manchas del borde del lavabo. «Mamá, ¿puedes arreglarlo?».
El tren se balancea —chucu, chucu— al pasar por una curva y, luego, coge velocidad, por lo que tengo que separar todavía más las piernas para recuperar el equilibrio. Alguien llama despacio a la puerta del cubículo del baño preguntándome si estoy bien, pero es una pregunta tan ridícula que soy consciente del ruido extraño que sale de mi boca mientras cierro los ojos ante las imágenes desdibujadas que se cuelan entre la niebla, los momentos y lugares en los que debería haberme dado cuenta de que esto iba a pasar, en los que debería haberlo detenido.
Nos ha llevado seis meses acabar aquí y no me puedo creer que lo haya permitido…
Entonces, la voz de la enfermera reaparece al otro lado de la línea —chucu, chucu—, ahora más animada. Uno de los chicos tiene algo dibujado con rotulador en el brazo. Un garabato que parece una especie de pájaro, posiblemente un petirrojo, puesto que el pecho está coloreado de rojo intenso.
Quiere saber si eso significa algo para mí.
¿Un petirrojo?
Capítulo 1
Antes
Nos conocimos un jueves. Dos chicos. Dos madres. Mucho después, sobre todo en ese tren, la curiosidad y el entusiasmo con el que me abrí a todo eso me torturarían.
Pero, en ese momento, no tenía ni idea de lo que nos depararía el futuro, de sus consecuencias. En aquel instante, no sabía que alguien iba a morir y estaba perdida en la monotonía de un día tan rutinario que el momento crítico de nuestro encuentro me pilló distraída con los nabos.
Había ido a la tienda a por huevos, solo con el bolso, pero los nabos me llamaron la atención, tan gordos y compactos. Compré demasiados para la bolsa de papel gratuita pero endeble que me dieron, por lo que, cuando me topé con el alboroto en la plaza del pueblo, llevaba a Ben apoyado sobre una de mis caderas mientras los nabos se desparramaban en todas direcciones.
Al principio, no reparé en el camión, solo en el pequeño grupo de gente apiñado cerca del pub. Algunos conocidos negaban con la cabeza, claramente consternados. Hasta que no me acerqué, con más nabos cayendo de la bolsa rota hacia el suelo —«maldita sea» —, no me di cuenta de lo que había ocurrido.
No era la primera vez. En nuestros cuatro años en Tedbury Cross, había visto dos accidentes idénticos: un camión que calcula erróneamente la curva de la colina cerca del pub y acaba encajado entre la pared del bar y la casita de campo de la pobre Heather.
La «pobre Heather» era una artista local con dificultades económicas que tenía la mayor prima de seguros del pueblo. Cuando un par de años antes tuvo que reconstruir una parte significativa de la pared de la cocina, decidió tirar la toalla. Pero las noticias sobre el riesgo de accidentes se habían propagado. Dos posibles compradores habían rechazado la oferta de manera continua y, como los habitantes del pueblo tenían más miedo a una «maldición» que a una guerra nuclear, el consejo parroquial impulsó una campaña ruidosa pero totalmente inútil para que hicieran un desvío.
«Oh, no» y «otra vez no», eso susurraba la multitud mientras yo ponía a prueba mis abdominales tratando de recuperar los nabos sin que Ben se cayera. Solo al incorporarme, reparé en ella. El reflejo de mi imagen. La atractiva recién llegada, una mujer de más o menos mi edad exactamente en la misma postura que yo, con un niño pequeño sobre la cadera.
Iba vestida de negro de arriba abajo, con manoletinas y accesorios grises, una chica de ciudad que nos llamó la atención en cuanto se subió las grandes gafas de sol cuadradas a la cabeza y dejó al descubierto sus impresionantes ojos azules. Me di cuenta de que Nathan, un vecino arquitecto y amigo de la familia, la miraba y metía tripa, por lo que tuve que morderme el labio para no sonreír.
—¿Tu camión de mudanzas? —Di un paso al frente mientras nuestros pequeños se miraban sobre nuestras caderas con tímida curiosidad.
—Me temo que sí. No es muy buen comienzo, ¿verdad? —Su hijo escondió la cabeza en su cuello y Ben hizo exactamente lo mismo en el mío mientras fingían que no se miraban el uno al otro. Fue muy gracioso.
Desde el otro lado de la plaza, varias voces gritaban órdenes contradictorias al conductor del camión de mudanzas que se había quedado temporalmente atrapado en su cabina entre dos muros de piedra.
«Gira rápido hacia la izquierda…».
«No. No. Necesita ponerse recto primero. Avanza poco a poco. Luego, gira».
—Se suponía que nos mudábamos a Priory House. —Hizo una mueca—. Al menos, ese era el plan. Por cierto, soy Emma. Emma Carter. —Comenzó a extender la mano, pero su hijo se retorció protestando, por lo que se encogió de hombros a modo de disculpa antes de juntar ambas manos para levantarlo y colocarlo en una posición más cómoda.
Sonreí.
—Mira, vivo al otro lado de la calle. ¿Por qué no te vienes a tomar un té? Soy Sophie y este es Ben.
—Ah, eres muy amable, pero no puedo. En serio. Tengo que ayudar a resolver este lío.
—Hazme caso. Esto les va a llevar bastante tiempo. Y ya hay demasiada gente para arreglar el entuerto. Es posible que pronto haya aquí un equipo de televisión. Me temo que no es la primera vez que ocurre. Existe una especie de campaña para que se haga algo al respecto. —Le cambió la cara y sentí un golpe de culpabilidad—. Lo siento mucho. Te he asustado, Emma. En serio, parece que los dos necesitáis tomar algo. ¿Por qué no os escondéis en mi casa? Los niños podrían jugar, no hay problema.
—Pero me siento muy responsable.
—Tonterías. No es culpa tuya. Vamos. —Me volví hacia la izquierda para explicarle mi plan a Nathan, arrastrando más nabos a mi paso, lo que hizo reír a Emma a carcajadas. Unas cuantas cabezas más se giraron y varias personas se adelantaron para rescatar las verduras, por lo que ambas seguíamos sonriendo ante lo absurdo de la situación cuando la guié hacia nuestra casa.
Al abrir la puerta, un extraño escalofrío de entusiasmo por estar en compañía de una desconocida me sobrevino de repente. Me di cuenta de que ella miraba hacia abajo y recordé exactamente cómo me había sentido la primera vez que lo había visto. El suelo. A veces, después de unas vacaciones, aún me sorprendía. Las baldosas. No eran las baldosas de pizarra en forma de rombos de ángulos perfectos de las tiendas de cocina inteligente que visitábamos de vez en cuando en nuestra antigua vida en la ciudad, sino una testimonio más suave y pálido de la vida que habían presenciado, padecido. Piedras redondas y lisas, con los bordes tan desgastados por el paso de cientos de pies durante cientos de años que en nuestra primera visita había querido agacharme y acariciarlas, deseando pasar mis dedos por la piedra fría y suave. Ese día estaba demasiado avergonzada; el agente inmobiliario sonreía de oreja a oreja mientras Mark me decía a mis espaldas que no mostrara mucho entusiasmo. «Es malo para los negocios, Sophie».
—Una casa muy bonita. —Emma dejó a su hijo en el suelo y se ajustó la ropa antes de dejarme atónita al arrodillarse para pasar primero la palma de la mano y, luego, los dedos por el suelo, trazando la forma de los fósiles en la esquina de una de las piedras más grandes antes de apoyarse sobre sus talones—. ¡Qué envidia! Es precioso. —Deslizó de nuevo los dedos por la misma piedra, una de mis favoritas, y me di cuenta de que sus manos no se correspondían con el resto de su cuerpo. Uñas cortas y descuidadas y zonas de piel seca y rugosa—. Es una pena que hayan retirado muchos de estos suelos. Por desgracia, Priory House tiene moqueta. Esperaba encontrar algo interesante debajo, pero lo he mirado: cemento.
—Sí, lo sé. —Estaba un poco desorientada, sentía una agitación que no entendía, por lo que me di la vuelta, llevé a los chicos hacia la cocina y les serví zumo de manzana antes de arrodillarme para saludar al hijo de Emma a la altura de sus ojos—. ¿Cómo te llamas, hombrecito?
—Theo. Mi nombre completo es The-o-dore.
—¿En serio? Bueno, es un nombre muy bonito. Nunca antes había co-no-ci-do un The-o-dore. —Enfaticé el ritmo, pero no recibí respuesta, ni siquiera una pequeña sonrisa, por lo que me giré hacia mi hijo—. Bien, Ben. ¿Por qué no le enseñas a Theo los juguetes del cuarto de juegos y los compartes con él? ¿Sí? Y, recuerda, les puse pilas a los trenes.
Al levantarme, la sentí todavía con más fuerza. Esa combinación de nervios y expectación olvidada pero nada desagradable. Una desconocida. Un cambio. Una brisa de aire fresco.
—Entonces, ¿has estado en Priory House? Ay, pero ¿qué digo? Seguro que conoces todas las casas de este pueblo, Sophie.
—Perdona, pero yo no me sentaría ahí. Pelos de gato. Por cierto, ¿café o té?
—Té, por favor. Así luego te puedo leer las hojas como agradecimiento. Ay, Dios, mira. —Estaba arrodillada en el asiento de la ventana—. Alguien se está metiendo en la cabina del camión de mudanzas. ¿Crees que es buena idea?
—Si es uno de los granjeros, es muy buena idea. Pueden girar hasta remolques en espacios reducidos. Lo siento, no he entendido lo que me estabas diciendo. Me refiero a lo del té.
Emma se gira.
—Mi habilidad, leer las hojas del té. La aprendí de mi abuela. También leo las palmas de las manos. ¿Crees en eso? —Luego, al ver mi ceño fruncido, añadió—: Perdóname, Sophie, te he incomodado.
—Para nada —miento—. Bueno, sí, es verdad. Para serte completamente honesta, creo que solo tengo bolsitas de té.
Se estaba riendo de mí cuando comencé a hurgar en uno de los armarios de la pared.
—En serio, no pasa nada. No te molestes. El té normal me vale, cuanto más fuerte, mejor, pero no era broma lo de leer el té y las manos. Lo podemos hacer en otro momento. —Luego, se giró hacia la ventana—. Perdón, ¿has dicho algo sobre que iba a venir un equipo de televisión?
—Es bastante probable. Un poco como la continuación de una saga: los camiones y esta carretera. Depende de cuánto tiempo se quede encajonado y cuánto trabajo haya en la sala de prensa. Aunque, si dejan que uno de los mozos de labranza se encargue, no se llegará a tanto. —Dejé la falsa búsqueda, bastante consciente de que no teníamos hojas de té, y puse tres bolsitas en una tetera de cerámica azul. Luego, lo serví apartándome de la nube de vapor.
—Por cierto, has sido muy amable rescatándonos a Theo y a mí. Esto no hubiera ocurrido en Streatham.
—¿Venís de Londres?
—No directamente. En realidad, de Francia. He estado allí unos meses con mi madre.
—Ah, claro. Ya entiendo.
—Lo dudo. Es un poco complicado. No hay ningún señor Carter, por si te lo estabas preguntando. Nunca lo ha habido. Espero que eso no contraríe a la gente en un pueblecito como este. Por Theo, me refiero.
—No seas tonta. —Sentí el rubor en las mejillas mientras llevaba la tetera y dos de nuestras mejores tazas a la mesa—. Así que… ¿unos meses en Francia? Suena muy bien.
Entonces, Emma me sorprendió de nuevo. Un claro gesto de dolor, un rápido parpadeo de sus llamativos ojos mientras jugueteaba con su pelo largo y oscuro. Una fractura rara e inesperada en su aparente seguridad.
Me sentí mal por su repentino malestar mientras ella intentaba ganar tiempo mirando de forma intencionada hacia el cuarto de juegos, donde los dos chicos estaban tumbados en el suelo, formando líneas de camiones en vías de tren paralelas. Los miramos. Esperé.
—Parece que se llevan bien. Theo estaba nervioso por la mudanza. Yo también, la verdad. —Entonces, el tono de Emma sonó firme de nuevo—. Aunque prefiero pensar que me va a gustar este sitio. —Le volvió la sonrisa no solo a la boca, sino también a los ojos, en los que me fijé que tenía pequeñas motitas de distintos colores, rayas verdes y marrones mezcladas con el azul. Un detalle tan poco común que, de pronto, me hizo ser consciente de nuevo de esa rara e inesperada mezcla de sentimientos: curiosidad y algo extraño. Algo que, en ese momento, no sabía decir qué era.
Hoy
16.30
Nos conocimos un jueves. Dos chicos. Dos madres. Mucho después, sobre todo en ese tren, la curiosidad y el entusiasmo con el que me abrí a todo eso me torturarían.
Pero, en ese momento, no tenía ni idea de lo que nos depararía el futuro, de sus consecuencias. En aquel instante, no sabía que alguien iba a morir y estaba perdida en la monotonía de un día tan rutinario que el momento crítico de nuestro encuentro me pilló distraída con los nabos.
Había ido a la tienda a por huevos, solo con el bolso, pero los nabos me llamaron la atención, tan gordos y compactos. Compré demasiados para la bolsa de papel gratuita pero endeble que me dieron, por lo que, cuando me topé con el alboroto en la plaza del pueblo, llevaba a Ben apoyado sobre una de mis caderas mientras los nabos se desparramaban en todas direcciones.
Al principio, no reparé en el camión, solo en el pequeño grupo de gente apiñado cerca del pub. Algunos conocidos negaban con la cabeza, claramente consternados. Hasta que no me acerqué, con más nabos cayendo de la bolsa rota hacia el suelo —«maldita sea» —, no me di cuenta de lo que había ocurrido.
No era la primera vez. En nuestros cuatro años en Tedbury Cross, había visto dos accidentes idénticos: un camión que calcula erróneamente la curva de la colina cerca del pub y acaba encajado entre la pared del bar y la casita de campo de la pobre Heather.
La «pobre Heather» era una artista local con dificultades económicas que tenía la mayor prima de seguros del pueblo. Cuando un par de años antes tuvo que reconstruir una parte significativa de la pared de la cocina, decidió tirar la toalla. Pero las noticias sobre el riesgo de accidentes se habían propagado. Dos posibles compradores habían rechazado la oferta de manera continua y, como los habitantes del pueblo tenían más miedo a una «maldición» que a una guerra nuclear, el consejo parroquial impulsó una campaña ruidosa pero totalmente inútil para que hicieran un desvío.
«Oh, no» y «otra vez no», eso susurraba la multitud mientras yo ponía a prueba mis abdominales tratando de recuperar los nabos sin que Ben se cayera. Solo al incorporarme, reparé en ella. El reflejo de mi imagen. La atractiva recién llegada, una mujer de más o menos mi edad exactamente en la misma postura que yo, con un niño pequeño sobre la cadera.
Iba vestida de negro de arriba abajo, con manoletinas y accesorios grises, una chica de ciudad que nos llamó la atención en cuanto se subió las grandes gafas de sol cuadradas a la cabeza y dejó al descubierto sus impresionantes ojos azules. Me di cuenta de que Nathan, un vecino arquitecto y amigo de la familia, la miraba y metía tripa, por lo que tuve que morderme el labio para no sonreír.
—¿Tu camión de mudanzas? —Di un paso al frente mientras nuestros pequeños se miraban sobre nuestras caderas con tímida curiosidad.
—Me temo que sí. No es muy buen comienzo, ¿verdad? —Su hijo escondió la cabeza en su cuello y Ben hizo exactamente lo mismo en el mío mientras fingían que no se miraban el uno al otro. Fue muy gracioso.
Desde el otro lado de la plaza, varias voces gritaban órdenes contradictorias al conductor del camión de mudanzas que se había quedado temporalmente atrapado en su cabina entre dos muros de piedra.
«Gira rápido hacia la izquierda…».
«No. No. Necesita ponerse recto primero. Avanza poco a poco. Luego, gira».
—Se suponía que nos mudábamos a Priory House. —Hizo una mueca—. Al menos, ese era el plan. Por cierto, soy Emma. Emma Carter. —Comenzó a extender la mano, pero su hijo se retorció protestando, por lo que se encogió de hombros a modo de disculpa antes de juntar ambas manos para levantarlo y colocarlo en una posición más cómoda.
Sonreí.
—Mira, vivo al otro lado de la calle. ¿Por qué no te vienes a tomar un té? Soy Sophie y este es Ben.
—Ah, eres muy amable, pero no puedo. En serio. Tengo que ayudar a resolver este lío.
—Hazme caso. Esto les va a llevar bastante tiempo. Y ya hay demasiada gente para arreglar el entuerto. Es posible que pronto haya aquí un equipo de televisión. Me temo que no es la primera vez que ocurre. Existe una especie de campaña para que se haga algo al respecto. —Le cambió la cara y sentí un golpe de culpabilidad—. Lo siento mucho. Te he asustado, Emma. En serio, parece que los dos necesitáis tomar algo. ¿Por qué no os escondéis en mi casa? Los niños podrían jugar, no hay problema.
—Pero me siento muy responsable.
—Tonterías. No es culpa tuya. Vamos. —Me volví hacia la izquierda para explicarle mi plan a Nathan, arrastrando más nabos a mi paso, lo que hizo reír a Emma a carcajadas. Unas cuantas cabezas más se giraron y varias personas se adelantaron para rescatar las verduras, por lo que ambas seguíamos sonriendo ante lo absurdo de la situación cuando la guié hacia nuestra casa.
Al abrir la puerta, un extraño escalofrío de entusiasmo por estar en compañía de una desconocida me sobrevino de repente. Me di cuenta de que ella miraba hacia abajo y recordé exactamente cómo me había sentido la primera vez que lo había visto. El suelo. A veces, después de unas vacaciones, aún me sorprendía. Las baldosas. No eran las baldosas de pizarra en forma de rombos de ángulos perfectos de las tiendas de cocina inteligente que visitábamos de vez en cuando en nuestra antigua vida en la ciudad, sino una testimonio más suave y pálido de la vida que habían presenciado, padecido. Piedras redondas y lisas, con los bordes tan desgastados por el paso de cientos de pies durante cientos de años que en nuestra primera visita había querido agacharme y acariciarlas, deseando pasar mis dedos por la piedra fría y suave. Ese día estaba demasiado avergonzada; el agente inmobiliario sonreía de oreja a oreja mientras Mark me decía a mis espaldas que no mostrara mucho entusiasmo. «Es malo para los negocios, Sophie».
—Una casa muy bonita. —Emma dejó a su hijo en el suelo y se ajustó la ropa antes de dejarme atónita al arrodillarse para pasar primero la palma de la mano y, luego, los dedos por el suelo, trazando la forma de los fósiles en la esquina de una de las piedras más grandes antes de apoyarse sobre sus talones—. ¡Qué envidia! Es precioso. —Deslizó de nuevo los dedos por la misma piedra, una de mis favoritas, y me di cuenta de que sus manos no se correspondían con el resto de su cuerpo. Uñas cortas y descuidadas y zonas de piel seca y rugosa—. Es una pena que hayan retirado muchos de estos suelos. Por desgracia, Priory House tiene moqueta. Esperaba encontrar algo interesante debajo, pero lo he mirado: cemento.
—Sí, lo sé. —Estaba un poco desorientada, sentía una agitación que no entendía, por lo que me di la vuelta, llevé a los chicos hacia la cocina y les serví zumo de manzana antes de arrodillarme para saludar al hijo de Emma a la altura de sus ojos—. ¿Cómo te llamas, hombrecito?
—Theo. Mi nombre completo es The-o-dore.
—¿En serio? Bueno, es un nombre muy bonito. Nunca antes había co-no-ci-do un The-o-dore. —Enfaticé el ritmo, pero no recibí respuesta, ni siquiera una pequeña sonrisa, por lo que me giré hacia mi hijo—. Bien, Ben. ¿Por qué no le enseñas a Theo los juguetes del cuarto de juegos y los compartes con él? ¿Sí? Y, recuerda, les puse pilas a los trenes.
Al levantarme, la sentí todavía con más fuerza. Esa combinación de nervios y expectación olvidada pero nada desagradable. Una desconocida. Un cambio. Una brisa de aire fresco.
—Entonces, ¿has estado en Priory House? Ay, pero ¿qué digo? Seguro que conoces todas las casas de este pueblo, Sophie.
—Perdona, pero yo no me sentaría ahí. Pelos de gato. Por cierto, ¿café o té?
—Té, por favor. Así luego te puedo leer las hojas como agradecimiento. Ay, Dios, mira. —Estaba arrodillada en el asiento de la ventana—. Alguien se está metiendo en la cabina del camión de mudanzas. ¿Crees que es buena idea?
—Si es uno de los granjeros, es muy buena idea. Pueden girar hasta remolques en espacios reducidos. Lo siento, no he entendido lo que me estabas diciendo. Me refiero a lo del té.
Emma se gira.
—Mi habilidad, leer las hojas del té. La aprendí de mi abuela. También leo las palmas de las manos. ¿Crees en eso? —Luego, al ver mi ceño fruncido, añadió—: Perdóname, Sophie, te he incomodado.
—Para nada —miento—. Bueno, sí, es verdad. Para serte completamente honesta, creo que solo tengo bolsitas de té.
Se estaba riendo de mí cuando comencé a hurgar en uno de los armarios de la pared.
—En serio, no pasa