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Así pasó el diablo: Novela
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Libro electrónico93 páginas1 hora

Así pasó el diablo: Novela

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Jenaro Prieto sitúa su novela El socio (1928) en la ciudad, donde la intriga de los personajes y el poder de lo imaginario se entrecruzan con la especulación sobre el dinero y la crisis del mercado que se anunciaba. Así pasó el diablo, publicada por primera vez en este volumen, muestra una faceta diversa del autor. En un marco criollista, en un Chile que parece perdido, la influencia del dinero se presenta ahora como instrumento del demonio.

La novela reinterpreta la tradición fáustica y la desplaza al contexto rural, donde la figura cosmopolita de Mefistófeles transfigura las costumbres del pueblo de San José de las Pataguas. Allí se desarrolla una intriga llena de humor, tensión dramática, ascensos y caídas.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones UC
Fecha de lanzamiento24 mar 2017
ISBN9789561420878
Así pasó el diablo: Novela

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    Así pasó el diablo - Jenaro Prieto

    UC

    I

    Fue un error, un grave error de Satanás, y así se dijo mucho en el infierno, el designar a Mefistófeles como su representante en San José de las Pataguas.

    Era un diablo anticuado.

    Todo en él, desde el rostro faunesco, semioculto entre la capa y el birrete, hasta los puntiagudos borceguíes, olía, si no a azufre, a naftalina, Romanticismo y Edad Media.

    Estaba fuera de época; nadie podía discutirlo; pero ¿era ello una razón para «agraciarlo» con tal cargo en una mísera aldea de provincia?

    No; ni la larga cesantía del destinatario, ni sus ideas anacrónicas, ni su fracaso en la bullada tentación del Doctor Fausto justificaban tan mezquino nombramiento.

    Su prestigio en el mundo, ya que no en el Averno, le daban título sobrado para esperar mejor empleo.

    El orgullo selló, no obstante, los labios del viejo demonio y hasta le dio fuerzas para sonreír ante la vejación de que era objeto. ¡San José de las Pataguas! ¡Lindo puesto para él! ¡Ya vería Satanás quién era Mefistófeles!

    Sin despedirse de Asmodeo y Belcebú, que le miraban con hipócrita conmiseración, cogió su disfraz de vampiro infernal, bajó a la Tierra, avistó a la humilde villa, dormida en un contrafuerte de los Andes a la luz de la luna, y durante largas horas sus alas membranosas giraron en torno al viejo campanario.

    La brisa cordillerana enfrió su rabia.

    Después de tantos siglos de reclusión en el infierno, le resultaba grata la visión de aquel poblado cuyas casitas blanquecinas se apretujaban como ovejas junto al río.

    Negros bosquecillos de boldos, molles y canelos manchaban las colinas escarchadas de luna, entre las cuales se escurría, con agilidad de pez, la corriente.

    Mil escamas de plata relucían en su torso verdinegro de delfín, en tanto que al fondo la cordillera de los Andes, surgiendo de la niebla blanquecina que subía como un aliento de los campos, colgaba entre cielo y tierra sin cortinaje azul turquí.

    ¡Qué bajo, qué chato se veía el pueblo ante la majestad de la montaña!

    Solo una torre y algunos cipreses, los del convento de las Trinitarias, sobresalían de las recias construcciones de adobe y tejas; tierra, como las calles polvorosas, como las colinas… tierra que apenas se alza de la tierra.

    ¡Oh! Bien distinto, por cierto, ese villorrio de las históricas ciudades cintas en muros almenados, turgentes de catedrales y castillos —piedra hecha arte, oración grito de guerra— que vieron sus andanzas medievales.

    Colonia, Estrasburgo, Núremberg, —¡qué tiempos aquellos!— y ahora… San José de las Pataguas.

    Con ojos nostálgicos miraba Mefistófeles su enorme sombra de murciélago deslizarse a ras del suelo en las calles y plazas, agazaparse en las encrucijadas, trepar por los blancos muros, posarse breves instantes sobre las musgosas tejas y desaparecer en la penumbra de los patios para luego resurgir y tornarse azul intenso al vadear la plateada corriente del río; pero nadie paraba mientes en su sombra.

    ¿Y en él? ¡Ah! Para esos hombres sin ideales, encharcados en el materialismo de sus preocupaciones cotidianas, él era menos que una sombra.

    Solo los inocentes le veían.

    En el patio de una vivienda de arrabal, iluminado por un chonchón de parafina, un chico había corrido a cobijarse en las faldas de su madre, una mujerona gorda y morena como una tinaja, atareada en apagar los rescoldos de la hornilla.

    La manecita infantil y rolliza señalaba el cielo.

    —¡Mamita, mamita: el diablo! ¡Allí junto a la torre… Va volando!

    La mujer no alzó los ojos del fogón:

    —Déjate de tonterías… Será algún aeroplano.

    —¡No! Es el diablo; tiene alas de murciélago.

    Levantándose con un suspiro de cansancio, la madre cogió al chico de un brazo:

    —Anda a acostarte.

    Y madre e hijo desaparecieron tras la puerta del tugurio.

    Mefistófeles no pudo contenerse.

    Tan pronto como las luces se apagaron bajó al suelo y dejando de mano el disfraz de vampiro, en su auténtica figura —perfil de gárgola, ojos de ascua, capa, birrete y calzas negras— recorrió las calles del pueblo.

    ¡Qué falta de arte! ¡Qué pobreza! Apenas cuatro o cinco casas de dos pisos levantaban sus mojinetes sobre el resto del poblado; construcciones sin carácter; portones cuadrados cuyo umbral de roble parecía arquearse al peso del tejado; ventanas simétricas; calles tiradas a cordel… Así, rígidos, sin fantasía, apegados al terruño, serían quizás sus moradores.

    Ni encrucijadas misteriosas, ni blasones, ni almenas prepotentes, ni ojivas como manos en plegaria…

    Le daba grima ver a los noctámbulos —bien pocos, por cierto— pasar a su vera sin mirarle: eran labriegos rezagados que retornaban de la cantina o del trabajo. Hablaban de cosas prosaicas: el precio de los corderos en la última feria, la superioridad del estribo de «oreja» sobre el de «zapatilla», la yegua rabicana del compadre Moya… ¡Palurdos idiotas!

    Comenzaba a cansarse cuando, tarde en la noche, vio Mefistófeles salir de la casa del Juez a dos sujetos que, acaso por no llevar como los otros la consabida manta de castilla, atrajeron su atención: el uno, gordo y rubicundo, vestía cazadora de cuero y envolvía el robusto cuello en una chalina de vicuña; el otro, esmirriado, nervioso, con ojillos de rata, bigote y perilla, enfundado en un sobretodo a cuadros tan cursi como exiguo, gesticulaba con vivacidad:

    —¡Patrañas del oscurantismo, señor Contratista… ¡Yo no creo en los espíritus!

    —¡Vaya… vaya! ¡Y yo que los encuentro tan divertidos, don Dantón!

    Venían de una sesión de espiritismo. Mefistófeles, interesado por el tema, los siguió.

    Dantón no estaba de acuerdo con la opinión del Contratista. No podía aplicar tal calificativo a mitos, que, a juicio del racionalismo, carecían de toda realidad objetiva.

    —Lo que encuentra usted gracioso —expresó con brutalidad— no son los espíritus, la superchería de la mesa, sino el piececito de

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