Comedias dramáticas
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Nada parecen prometer en principio el encuentro del sacerdote con la joven, la dueña de casa y su empleada doméstica, una madre con sus hijos, dos soldados en la víspera de una batalla, o unas inmigrantes francesas en un pueblito argentino en el siglo diecinueve. Salvo que, como sucede en algunas de estas piezas teatrales, aparezcan atisbos de situaciones mágicas, oníricas, incluso mitológicas que harán, por contraste, parecer aún más reales, más atrapantes, las historias.
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Comedias dramáticas - José Ignacio Serralunga
José Ignacio Serralunga
COMEDIAS DRAMÁTICAS
Comedias dramáticas
© José Ignacio Serralunga, 2019
© Universidad Católica de Santa Fe, 2019
Echagüe 7151, Santa Fe (S3004JBS), República Argentina
Todos los derechos reservados.
Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin previa autorización por escrito.
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Directora Editorial: María Graciela Mancini
Corrección de textos: José Ignacio Serralunga
Diseño: Mariel Mambretti
Índice
Prólogo
Presentación del autor
Odiar lo que se ama
Vaya, Ramona, vaya
Vieja loca
Arrozal
La serpiente dorada
A2. Hundido
Un chico ideal
Prólogo
Teatro de Serralunga: talento a prueba de grietas
A veces fantaseo con que alguien (¿yo mismo…?) se anime a escribir, alguna vez, un ensayo que se podría titular, por ejemplo: Teatro argentino: la dramaturgia como campo de batalla
.
En dicho opúsculo se desarrollaría una teoría que me ha deparado algunas sabrosas polémicas y otras tantas agarradas de los pelos con colegas teatristas. ¿En qué consiste mi hipótesis? En pocas palabras, en que ninguno de los cambios, tensiones, articulaciones, idas y vueltas y demás peripecias acaecidas y por acaecer a lo largo y ancho de la historia de nuestro devenir escénico, tuvo su origen en la escena propiamente dicha. En la escena se compartieron con el público, se concretaron escénicamente, se legitimaron, pero la batalla que sustenta todas las estéticas del teatro argentino, (pero todas ¿eh?) se libró invariablemente en el terreno de la dramaturgia. Únicamente, insisto, el resultado final de búsquedas y experimentaciones llega a las tablas. Con correcciones, adaptaciones a la escena (a esta sanata la llaman últimamente dramaturgia de actor
) pero sin una buena y sólida matriz constitutiva previa, no hay dramaturgia de actor ni de director ni de Dioses del Olimpo que valgan. En algún momento hace agua y difícilmente remonte el naufragio.
En tal sentido, cabe destacar que nuestro teatro ha dado (y ojalá lo siga haciendo, a pesar del innegable y creciente impacto de lo digital en los gustos y preferencias del público) un notable corpus textual que ha sido durante décadas su marca de identidad: la representatividad. Gracias a la posibilidad del sustento textual, las obras emprenden, luego del estreno, viajes impensados y destinos impredecibles. Hacen su vida, como los hijos, y está bien que así sea, más allá de las quejas de los autores porque no siempre cobramos el derecho que nos asiste por ley. Eso es parte de otra discusión. Nuestro teatro se ha enriquecido y afi rmado en un sistema rico y complejo, por mérito de sus entusiastas teatristas (independientes o profesionales) por un lado, pero también, o sobre todo, gracias a la fecunda diversidad de su dramaturgia.
Y tan fecunda es nuestra dramaturgia que ha sido capaz de gestar fenómenos poéticos de potencia y singularidad únicos, capaces de pasar por alto taxonomías y antinomias, tan habituales en nuestra historia. Afortunadamente, a la historia del teatro poco le importan algunas categorizaciones endémicas que en otros órdenes tanto daño nos han provocado y provocan, proclives como somos a las grietas y demás sistemas de división. Por ejemplo, la antinomia Buenos Aires-Interior (¿dónde queda el Interior? ¿Interior de qué? Si el interior es todo lo que no es Buenos Aires, ¿la Reina del Plata qué es? ¿La superficie? ¿La cáscara?).
Y entonces, Serralunga. Fiel y genuino exponente de las virtudes dramatúrgicas que intentamos enumerar en las líneas precedentes.
Nacido y arraigado en su amada Santa Fe, esa ciudad maravillosa y alejada de la Reina del Plata lo suficientemente como para gestar una cultura y una identidad propias, el caso de José es digno de un estudio serio a partir de sus roles dentro de la actividad escénica toda. Se ha desempeñado como actor, director y productor con singular eficacia y talento, pero es en la dramaturgia donde, a mi humilde sentir y entender, sus dotes artísticas y poéticas cobran un vuelo más destacable. En el caso puntual de su obra dramática, las tensiones aludidas en un comienzo, antes que generar divisiones, se amalgaman y aparean para dar origen y crecimiento a una obra extensa y de particular coherencia poética, a pesar (o en virtud de) la variedad de cuerdas estilísticas que transita, y de las que sale siempre airosa. Es decir, que en el teatro de José la batalla aludida se convierte inevitable e indiscutiblemente en victoria, donde el teatro siempre sale ganando. Ya sea en el territorio de lo humorístico como en los dominios de lo dramático, su inagotable creatividad y su mirada fresca e inteligente nunca terminan de asombrar y conmover, ya que, tanto la frescura como el atrevimiento aludidos no pasarían de eficaces artificios si no estuvieran sustentados por una mirada comprometida y piadosa por la condición humana. Eso trasuntan los textos de José, más allá de sus inagotables recursos poéticos y técnicos. La mirada piadosa, presente tanto en sus comedias dramáticas como en sus textos humorísticos, poblados de criaturas delirantes y a menudo patéticas, víctimas de un sistema social tan injusto como instaurado. Por lo demás, los grandes temas que nos desvelan (o deberían desvelarnos) atraviesan el universo de José con recursos y procedimientos que propician apareamientos a menudo insólitos. No faltan en su obra la mirada irónica y paródica del universo tanguero Rioplatense, (El Guapo y la gorda
) o la crítica a las normas institucionales que son el germen tanto de situaciones inhumanas y anacrónicas como el tratamiento (insisto con la palabra, tan poco de moda) intenso y piadoso hacia los desfavorecidos y marginados, nuclear en las conmovedoras protagonistas de Vieja Loca o Vaya Ramona Vaya.
Como si lo referido fuera poco, José también ha transitado con feliz resultado el campo del teatro infantil, acaso el público más exigente e implacable que pueda poblar (y hacer temblar) a una sala teatral. Y allí también, su mirada irónica, plena de un humor atrapante y constante, se asocia con la historia oficial
para revisitar a nuestros próceres, pero especialmente para humanizarlos, como ocurre en El Sueño de San Martin o en Belgrano Celeste y Blanco.
En fi n, tanto los teatristas de escenario
como los aficionados a la buena literatura dramática tienen en este libro la posibilidad de disfrutar de textos muy bien escritos, con recursos poéticos y de estructura que convierten a la obra de este autorazo
, como decimos los porteños, en un auténtico ciudadano del mundo (y no sólo el teatral), alejado de batallas o grietas que no impliquen superación personal, oficio y seriedad en el momento de transitar la escena y la vida. Es que José es así: además de un gran autor, un tipo increíblemente consecuente con su pensar y su estar en este mundo. Ya sea desde el humor como desde el drama, desde la carcajada hasta la emoción conmovedora, su dramaturgia es como él: franca, genuina, ingeniosa, chispeante y al mismo tiempo sólo posible gracias a un enorme caudal de talento. Por eso en casos como el de José (y sobre todo en su obra) me gusta esperar el telón fi nal para juntar aliento y gritar con ganas:
¡QUE VIVA EL TEATRO!
Luis Alberto Sáez
Presentación del autor
Una platea bulliciosa, luces que se apagan, expectativa, toses. La obra va a comenzar. Y comienza. Destino lógico para un texto teatral: espectadores de carne y hueso que disfrutarán, si la cosa sale como uno espera. Para eso uno escribe teatro. Pero también me gusta imaginar a un lector, solo, en una habitación cálida en una noche de frío, a un viajero en un tren, a un veraneante en la arena o en la montaña, atrapados por estas historias que se dejan leer. Me gusta imaginar que en espacios tan diferentes hay un lector solitario que se encuentra con estos personajes, y eso, en definitiva, y sin que lo sepa, es encontrarse conmigo. El placer del solitario autor que se une al placer del solitario y desconocido lector.
No voy a engañar a nadie, ni a adoptar poses dignas de elogio. La verdad es que estas historias –siempre, ineludiblemente cuento historias, para mí eso es el teatro- estaban por ahí, desordenadas, inconexas, esperando un hilván que les diera forma, unidad, sentido. No las invento, no son el fruto de un intelecto fabricador de historias, no señor. Son el resultado de procesos misteriosos, que van asociando sensaciones, emociones, imágenes que tenían, seguramente, poco en común. La imagen de mi hermanita llorando por haber perdido un juguete, un recorte de diario, el estribillo de una canción, pueden haber sido los causantes de una historia de amor, o de una farsa dieciochesca. Esas pequeñísimas, insignificantes imágenes, se meten dentro de mí y golpean, como una bola de billar, a otras muchas más, que se desalinean y reacomodan con un orden inexistente hasta ese momento. ¿Y cuál es el mérito, entonces? Ése, dejarse impactar, permitir que el desorden genere un nuevo orden, ser lo suficiente mente humilde para aceptar que esos componentes serán los protagonistas, y no uno. Mantenerse oculto, riendo por lo bajo, en silencio, porque suficiente ruido hacen los personajes y sus cuitas, como para entrometerse uno, pretendido autor. Porque esos personajes ya estaban en algún lugar, esperando ser aprehendidos, aprovechados, concretados. No miento si digo que al empezar una obra no tengo idea de qué voy a escribir, y que cuando voy por la mitad de la obra no sé cómo va a seguir, y que cuando se acerca el final ruego que aparezca, de la misma manera que el resto de la historia, esa resolución que dé brillo a la última línea, tan importante como la primera.
Esta selección abarca aproximadamente la mitad de mi producción dramatúrgica, que viene siendo prolífica, variada y, no me cuesta decirlo, muy bien recibida por los públicos de diferentes latitudes. Espero, ansío, que su lectura produzca lo mismo que me produjo a mí su escritura: sorpresas, emociones, risas, reflexiones. Confío en que eso sucederá, porque es mi método de evaluación: si yo me sorprendí con los giros, si yo me emocioné con algunos gestos, si yo me reí con los disparates ¿Por qué no sucederá lo mismo con quienes compartan mi sensibilidad, mi estilo y mi humor? Ojalá, estimado lector, seas uno de los que comparten conmigo esas condiciones.
José Ignacio Serralunga
Odiar lo que se ama
¹
Personajes:
Sacerdote, de unos 60 a 65 años aproximadamente.
Isabel, de 17 años.
(La acción, en un único espacio: Galería cerrada en planta alta en la casa de Isabel.)
(Está ubicada en un pueblo muy chiquito, casi rural. Es amplia, elegante, el mobiliario es antiguo.)
(En escena el sacerdote. Unos segundos, serio. Entra Isabel atolondradamente, casi tropieza con el hombre, quien se sobresalta. La mira, extrañado.)
ISABEL: Disculpe, padre. No sabía que había gente en la salita. Recién yo estaba… (Se interrumpe al descubrir el azoramiento del sacerdote. Muerta de risa) ¿Se asustó, padre? (Dejándose caer en un sillón) Uh, qué corrida. (El cura sigue sin responder) Si mamá me ve corriendo así, me mata (Imita a la madre) Una señorita no puede correr como un caballo… (Se ríe) Como un caballo… (Imita un