La estrella de Vandalia
Por Fernan Caballero
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La estrella de Vandalia - Fernan Caballero
Epílogo
Parte I
CAPÍTULO I
Todo hombre que tiene una pluma en la mano, debe ante todo tener algo que decir; es preciso, sobre todo, que sea sincero y crea en su obra. CHAMPFLEURI.
A seis leguas de Sevilla, andadas por el hermoso y bien denominado camino real, que aunque ya arruinado, es una de las grandes obras de Carlos III, se encuentra la antigua ciudad de Carmona. Hallase labrada la ciudad primitiva sobre una alta roca, como un bienteveo que algún rey de la Andalucía Baja hubiese erigido para abarcar con la vista sus dominios. Viniendo por el camino de Sevilla, se eleva el terreno paulatinamente y casi sin sentir, hasta atravesar un gran arrabal o ciudad nueva, y llegar a la grandiosa puerta moruna, que forma un largo y estrecho callejón, entrecortado por una especie de patio o plazoleta. Esta entrada es ya pendiente, prolongándose la cuesta más o menos suavemente por las calles, hasta el penacho de aquella inmensa roca, desde donde desciende el terreno abruptamente, y principia la magnífica vega que cubren campos de trigo, que en primavera forman un mar sin límites, verde como la esperanza, y en el estío un mar dorado como la abundancia. A la derecha concluye este inmenso paisaje en la sierra de Ronda, y a la izquierda en Sierra-Morena, a cuyos pies caminan hacia el mar las aguas de sus arroyos, que reunidas toman el nombre de Guadalquivir.
Lo magnífico y sorprendente de esta vista tendría en otros países una fama y renombre universales, y habría sido descrita mil veces, tanto en novelas como en poesías. Pero en España es poco común el gusto y la pasión por las bellezas campestres, las que suelen admirar sin que en este sentimiento tomen parte ni el corazón ni el entusiasmo. Una vista, por bella que sea, se suele apreciar, digámoslo así, clásica y no románticamente.
La bajada en la de que hablamos es casi perpendicular, y no la puede arrostrar la carretera, que rastrea penosamente el primer tercio, y ciñe después a la peña como un cinturón, salvando su mayor altura; después de lo cual, vuelve a emprender su ascensión hasta llegar al alegre y activo arrabal, en que se hallan casas nuevas y bonitas, los paradores, los mesones, el correo; en fin, cuanto pertenece a la vida de movimiento; dejando tranquila, gracias a su altura, a la aristocrática y antigua ciudad, con sus casa solariegas, sus iglesias y conventos, sus grandiosas ruinas moriscas, y los trozos que aún conserva de los muros que la ceñían cuando tenía fuerza y mando. Todo en la ciudad es antiguo, bello y digno. Sólo en su parte más alta a la derecha, esto es, hacia el Levante, ha labrado la era moderna un feísimo telégrafo, que lleva la matrona como sello de actualidad en su frente, en la que parece una verruga. No es culpa nuestra si los telégrafos son feos, si son caricaturas de torres, si hacen muecas como decía un amigo nuestro; si, simbolizando la velocidad, son unas moles pesadas y sin gracia; si, significando la publicidad y las comunicaciones, son frondios y mudos oráculos que despiertan la curiosidad sin satisfacerla, envueltos como lo están para los profanos en silencio y misterio. Ni que al pasar por ellos la acción y la vida, queden ellos inertes y muertos, como si protestasen contra ambas; ni, por último,
que careciendo de belleza en su forma y de poesía en su objeto, sean grotescas esfinges que solemnizan la cotización de la Bolsa.
No concebirnos el moderno afán por vestirlo todo con la misma librea, y por querer borrar en los países y en los pueblos la nacionalidad que les es peculiar. De todas las tiranías, la de la uniformidad es la que más se resiste a la independencia popular. Arrancar a países, pueblos y personas su ser, su carácter, su individualidad, es la más cruel, la más necia y la más antipoética arbitrariedad. Uniformar a los pueblos como a los como a los presidiarios, diciéndoles: «No seréis lo que habéis sido, no seréis lo que os llevan a ser vuestro suelo, vuestro cielo, vuestro carácter e inspiración espontánea; formaos sobre este modelo único y uniforme en el universo; todos sois carneros de una misma manada, menos nosotros que somos los pastores y zagales, llevando a guisa de cayado la pluma», esto está muy bueno para los que se erigen en pastores; pero para los que se quieren convertir en uniformes carneros no tiene ningún género de seducción y de simpatía.
En España, más que en otro país alguno, tienen las provincias diversas y marcadas fisonomías; así como las tienen distintas entre sí los pueblos de una misma provincia. Todo aquel que haya permanecido en ellos, y los haya observado con cuidado y con amore, podrá haber notado lo que dejamos dicho. Pero ¿qué autor se rebaja a observar y describir material y moralmente un pueblo de campo, para pintar después sus costumbres y detallar su localidad? Verdad es que si a esto uniesen datos históricos, y las tradiciones y leyendas que les son peculiares, harían obras originales, simpáticas y provechosas, dando a conocer y poetizando nuestro hermoso país, que tanto se
presta a esto último. Pero hoy día, según dice Mr. Étienne, lo que agrada es poetizar el mal.
Los rasgos peculiares a Carmona son, en lo material, un aseo excesivo, tan general y erigido en costumbre, que no lo ostentan, ni lo pregonan, ni aún lo notan. El famoso aseo de Holanda podrá ser más ostensible; pero ni es tan genuino, ni tan general. Cada casa, cada calle se presenta tan pulcra, que inspira el verlas un inexplicable bienestar; y lo mismo las habitaciones de los pobres que las de los ricos. En las casas humildes vese en los patios rivalizar la cal de Morón y las flores, como para probar que el aseo y el primor, sin ser dispendiosos, pueden prestar a la vida bienestar, encanto y elegancia natural. En lo moral, el rasgo que distingue a la generalidad de los carmonenses es la religiosidad, y por consiguiente, la caridad. Y hemos presenciado allí tales rasgos de ambas sublimes virtudes (que en sí resumen todo el Decálogo: A DIOS SOBRE TODO, AL PRÓJIMO COMO A TI MISMO), que hemos
exclamado con entusiasmo, que bien merece Carmona la denominación que le dieron los Romanos y le otorgaron por armas; que es una estrella con este mote: «SICUT LUCIFER IN AURORA, SIC IN VANDALIA
CARMONA». (Como brilla la estrella de la mañana en la aurora, brilla en Vandalia Carmona.)
Como prueba de esta religiosidad y de esta caridad, muestra la cantidad y hermosura de sus iglesias y conventos, así como la de sus instituciones de beneficencia, que queremos consignar, para ponerlas al frente de las raquíticas obras de la filantropía.
Hubo en otros tiempos en Carmona escuelas de primeras letras y dos cátedras de gramática al cargo de los Jesuitas, y cátedra de filosofía en el convento de Santo Domingo; todo de balde. Muchas fundaciones de dotes para pobres;
una dotación para estudiar en Salamanca, que fundó el arcediano D, Luis Puerto; tres dotes anuales para pago del colegio mayor de Sevilla, que fundó el señor Sarmiento. La marquesa viuda del Saltillo fundó un hospicio para niñas huérfanas. El número de estas niñas no está prefijado, sino que entran cuantas pueden sostener las rentas con que dotó dicha señora al establecimiento que fundó. En época reciente, siendo elegidos administradores el señor marqués del Valle y su hermano el dignísimo presbítero señor D. Juan Tamariz, pudieron sostener dichas rentas 45