Antes del Paraíso
Por Pedro Ugarte
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La literatura de Pedro Ugarte es un paraíso en construcción, una galería de fotografías veladas bajo una cuidadosa atención por el detalle y un profundo estudio de la psicología. Un paraíso anhelado, tal vez perdido, donde las parejas intercambian la intimidad por un simulacro atravesado de silencios y de alcohol; los hijos se convierten verdaderamente en hijos cuando asumen las frustraciones y las miserias de sus padres; las familias son el laboratorio de la ausencia, la hipocresía y la ruptura; el trabajo es el mecanismo de la rutina y de la envidia. Ugarte pone ante nosotros la posibilidad de ser felices. Tan cerca está esa oportunidad, tan a la vista, que resulta imposible alcanzarla.
Con Antes del Paraíso, vuelve el gran cuentista vasco, cuyo libro anterior, Nuestra historia, recibió el elogio unánime de la crítica y obtuvo el Premio Setenil al mejor libro de cuentos del año.
"Un banquete de pura literatura".
Pilar Adón
"Cuentos memorables, verdaderas obras maestras".
Óscar Esquivias, 20 minutos
"La zambullida en la realidad es impresionante".
Santiago Aizarna, Diario Vasco
"Ugarte ha ideado a la perfección diez maneras de ver el mundo, diez envidiables miradas sobre nosotros mismos".
Ernesto Ayala-Dip, El País
"Un gran descobriment, unes narracions a les quals tornarem".
Ramona Pérez, Ara
"Un consumado autor de relato corto, uno de los imprescindibles".
Miguel Sanfeliu, La tormenta en un vaso
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Antes del Paraíso - Pedro Ugarte
Pedro Ugarte
Antes del Paraíso
Pedro Ugarte Tamayo, Antes del Paraíso
Primera edición digital: septiembre de 2020
ISBN epub: 978-84-8393-663-4
© Pedro Ugarte Tamayo, 2020
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2020
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Urrikal bekizu zeure burua.
Pedro de Axular (1643)
Antes del Paraíso
No me reprocho no haberle querido lo bastante. Me reprocho no haberle comprendido.
Jules Renard
Mi padre era católico e iba siempre a misa. Mi madre no iba mucho. Eso no quiere decir que ella no fuera católica. Tampoco quiere decir que sí lo fuera: bueno, estoy seguro de que el solo hecho de preguntárselo la pondría muy nerviosa.
En realidad era mi padre el que mantenía vivo aquello en nuestra casa. Él era, de alguna forma, el encargado: de niños, nos acostaba por las noches y rezaba con nosotros, nos llevaba a misa los domingos y también, por Navidad, antes de la cena, nos ponía a rezar una oración delante de las figuras del belén. Sí, él se ocupaba. Mi madre se limitaba a oír su voz («Vamos a rezar») y a seguirlo dócilmente, con la inercia de esas cosas que se hacen sin ninguna resistencia, pero también sin ninguna convicción.
El dios personal. Esa era la expresión que Ramón nos había enseñado en clase; Ramón o, por mejor decir, el cura. Ahora los curas son así: jóvenes, malhablados; visten chamarra, vaqueros, deportivas. Hablan de un dios personal como si la alternativa fuera un dios impersonal. No se sabe, nadie sabe, exactamente, qué pretenden. Son tan inconcretos que no solo no parecen curas, sino que te enteras de que lo son por accidente, a mediados de curso. Esos curas modernos, cuando llegaba la adolescencia, se encargaban de la clase de religión. Intentaban parecer más jóvenes de lo que eran, tan jóvenes como nosotros, y en clase acometían el tema de la religión con tantos reparos, tanto pudor, tanta autocrítica, que acababan desembocando, sin que supiéramos muy bien cómo, en aquella cantinela del dios personal. Era inevitable concluir que esa cosa no existe.
–Papá, yo no creo en un dios personal.
Llegó un día en que creí que debía decirle aquello a mi padre, cara a cara. Fui al estudio donde escribía y le solté la frase, aquella frase que casi se parecía a las frases que decía Ramón. Yo sabía que, si Ramón me hubiera oído, casi me habría felicitado, pero a mí no me importaba la opinión de aquel cura en vaqueros: a mí me importaba la opinión de mi padre.
Cuando lo dije creí que él iba a abofetearme, a insultarme o a castigarme sin salir. De hecho, yo estaba preparado para que ocurriera cualquiera de esas cosas. Pero todo fue mucho más fácil, asombrosamente fácil. Mi padre me miró con detenimiento, como examinando cada uno de los rasgos de mi cara, como buscándose a sí mismo en el fondo de mis ojos. Entonces me abrazó. Me pareció que, más que escandalizado, él ya estaba esperando escuchar algo así. Quizás se había preparado desde hacía mucho tiempo; sí, quizás había preparado aquella escena tanto o más que yo.
Después de abrazarme, mi padre me dio un beso en la mejilla. Me dijo que pensara lo que quisiera, que yo tenía derecho a pensar lo que quisiera. También me dijo que rezaría por mí. A partir de entonces decidió ir a misa todos los días. Yo lo conocía y sabía por qué lo hacía. Cuando dijo que rezaría por mí no estaba bromeando: ahora iba a misa cada día para rezar por mí, para pedir a Dios que yo volviera a creer en Él, en el dios personal, el dios del que hablaba Ramón y que, de algún modo, también era el de mi padre, aunque él nunca lo llamaría dios personal, aunque él, de haber conocido a Ramón, le habría cruzado la cara por llenarnos la cabeza con tonterías.
Mi padre mantuvo su nueva costumbre de la misa diaria durante unas cuantas semanas. Luego se cansó y se limitó a ir los domingos, pero ya nunca volvió a pedirme que lo acompañara a la iglesia.
Mi padre y mi madre trabajaban muy duro, pero el fin de semana bebían, bebían hasta perder el sentido. Creo que no podría decirse de otro modo. Seguro que no les habría gustado que yo hablara de todo esto; les parecería injusto e innecesario. Pero decir que bebían demasiado era la verdad, o al menos parte de ella.
Todos los días, mi padre iba a la universidad. Se pasaba el día entero, en un campus del extrarradio, atado a un trabajo de oficinista que, por muchos años que pasaran, nunca dejó de ser eventual. No sé si le espantaba o le gustaba, porque a veces regresaba muy contento y a veces con una sombra de tristeza que oscurecía su frente inclinada. Por las noches, sobreponiéndose al agotamiento que había dejado una larga jornada de trabajo, nos preparaba la cena, cruzaba algunas frases con mi madre, nos acostaba y después se encerraba en su estudio y se ponía a escribir.
Mi madre también iba a la universidad, a una universidad distinta. Trabajaba solo por las mañanas. Pasaba las tardes con nuestra abuela, a bastantes kilómetros de casa. La abuela llevaba años postrada en la cama, con esa obstinación de la gente que no tiene ganas de vivir pero que parece dispuesta a no morirse nunca. Mi madre volvía a casa después de un largo viaje en metro y entonces, agotada, cuando ya era de noche, intentaba ayudarnos con los deberes. Yo creo que mi madre se sentía culpable de algo. Tendrían que pasar algunos años hasta que me diera cuenta de que todas las personas se sienten culpables de algo, de algo que solo ellas conocen, de algo que nunca dirán a nadie, quizás ni siquiera a sí mismas.
A mi padre, a mi madre, les faltaba alguna cosa. A lo mejor alguna cosa no iba exactamente bien, o a lo mejor iba bien, pero no tan bien como debía. Si a lo largo de la semana la nuestra era una familia organizada, los días de fiesta se producía una transformación: mis padres, que salían bastante poco, empezaban a beber. Cuando éramos pequeños, mi hermana y yo nos quedábamos jugando en nuestro cuarto, pero iban pasando las horas y nadie nos llamaba para cenar. De repente nos dábamos cuenta de que se había hecho muy tarde, teníamos hambre y no sabíamos qué hacer. El pasillo oscuro era un túnel que daba miedo. En el otro extremo, un punto de luz surgía de la sala. Era la luz parpadeante e irreal de los televisores, que envían fantasmas imaginarios por los pasillos oscuros de las casas, fantasmas que susurran con voces inconcretas, extraídas de películas antiguas o de canales prohibidos y nocturnos. Asustados, llamábamos en voz alta a nuestros padres, pero ellos no venían. Después de reunir valor, emprendíamos la marcha en su busca, mi hermana y yo, cogidos de la mano, gimoteando, atravesando aquel pasillo interminable, lleno de huecos negros y fantasmas. Y allá los encontrábamos, en el salón, tirado cada uno en un sofá, profundamente ausentes, silenciosamente aletargados.
Cuando me hice mayor llegué a la conclusión de que quedarse dormido es la forma más gentil, más honorable, de concluir una borrachera. No, ellos nunca incumplieron sus obligaciones diarias, pero creo que lo lograban gracias a la expectativa de que, allá donde la semana termina, les esperaba un refugio doméstico y tranquilo, un lugar en el que emborracharse metódicamente, premeditadamente, hasta olvidarlo todo. Nunca rompían nada, nunca se insultaban en voz alta, nunca uno de ellos salió dando un portazo. Ni se arañaban, ni se pegaban, ni se agredían. Yo creo que habían aprendido a hacerse daño en silencio.
Las obsesiones de mi padre. Si ibas a meter en la bolsa de basura algún envase vacío, antes debías llenarlo de más basura para aprovechar bien el espacio. Mi madre decía que aquello era ridículo. A veces discutían por cosas como esa: el uso de las bolsas de basura, el nivel del termostato, las funciones del horno o el microondas. Mi padre insistía en rellenar los envases antes de tirarlos. Mi madre se empeñaba en tirarlos aunque estuvieran vacíos. Nadie levantaba la voz, pero en esos momentos el ambiente en la cocina se volvía trémulo, convulso, electrizante. A mí me hubiera gustado tirar el envase a la basura vacío y lleno al mismo tiempo.
Mi padre escribía por las noches, pero arrastraba un lastre invisible que le impedía convertirse en escritor. No, no era escritor, aunque en casa pasara la mayor parte del tiempo leyendo y escribiendo. Se atareaba construyendo edificios