La leyenda del santo bebedor
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Joseph Roth
Joseph Roth (1894-1939) nació en Ucrania y fue oficial del Imperio austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial. En 1933, después del triunfo nazi, tuvo que exiliarse de Alemania, donde residía; murió en París. Entre su obra narrativa figuran "La marcha de Radetzky", "La cripta de los capuchinos" y, publicados por Anagrama, "La noche mil dos", "La leyenda del Santo Bebedor", "A diestra y siniestra" y "Confesión de un asesino". Está considerado, con Broch y Musil, como uno de los mayores escritores centroeuropeos de este siglo.
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La leyenda del santo bebedor - Joseph Roth
Joseph Roth
La leyenda
del santo bebedor
Traducción de
Juan Andrés García Román
1
Una tarde de primavera del año 1934, un señor de edad avanzada descendía los peldaños de piedra que conectan uno de los puentes del Sena con la orilla. Ese es el lugar —todo el mundo lo sabe, pero nunca está de más recordarlo— donde los indigentes de París acostumbran a dormir o, mejor dicho, a tirarse en el suelo.
Uno de aquellos indigentes salió por casualidad al paso de un señor de edad avanzada, que iba por cierto muy bien vestido y daba la impresión de ser uno de esos viajeros que pretenden pasar revista a las curiosidades de las ciudades que visitan. En realidad, tenía el mismo aspecto de descuido y abandono que los demás que convivían con él; en cambio, en el señor trajeado y de avanzada edad despertó, ignoramos por qué, una especial curiosidad.
Era ya por la tarde, como se ha dicho, y bajo los puentes, a la orilla del río, había más oscuridad que a cielo abierto o en el muelle. El indigente con aspecto descuidado titubeó un poco, sin advertir la presencia del señor con traje. En cambio, este, que no titubeaba y dirigía sus pasos con seguridad y en línea recta, sí había visto desde lejos la figura vacilante del otro. Por fin, el señor de edad avanzada le cortó el paso al otro hombre, al desaliñado, y los dos se quedaron uno frente al otro.
—¿Adónde va, hermano? —preguntó el hombre trajeado y de avanzada edad.
El otro lo miró un instante y dijo:
—No sabía que tuviera un hermano y tampoco sé dónde me llevan mis pasos.
—Pues yo se lo mostraré —dijo el señor—, pero le ruego que no se enfade si le pido un favor inusual.
—Estoy dispuesto para el trabajo que sea —respondió el indigente.
—Ya veo que tiene sus defectos, pero es Dios quien lo ha puesto en mi camino. Seguramente tendrá usted, ¡no me lo tome a mal!, necesidad de dinero. Yo en cambio tengo demasiado. ¿Querría decirme francamente cuánto necesita, al menos para salir del paso?
El otro se quedó pensando unos segundos y luego respondió:
—Veinte francos.
—Pero eso es muy poco —repuso el señor—, seguro que necesita doscientos.
El desaliñado dio un paso atrás y dio la impresión de desmayarse; sin embargo, se mantuvo en pie, aunque titubeante, y dijo:
—Por supuesto que prefiero doscientos francos a veinte, pero soy un hombre honrado. Parece que me subestima. No puedo aceptar el dinero que me ofrece por las siguientes razones: primero, no tengo el placer de conocerle; segundo, no sé ni cuándo ni cómo podría devolvérselo; tercero, usted no podría venir a reclamarlo porque no tengo domicilio. Vivo bajo un puente distinto casi cada día. Y, sin embargo, soy, como ya le he dicho, un hombre de honra, eso sí, sin domicilio.
—Tampoco yo tengo domicilio —respondió el hombre de edad avanzada—, yo también vivo cada día debajo de un puente distinto; no obstante, le ruego tenga la amabilidad de aceptar los doscientos francos, una suma, por otra parte, ridícula para un hombre como usted. En cuanto a la devolución, me llevaría mucho tiempo explicar por qué no puedo indicarle un banco donde devolver el dinero. Solo le diré que me he convertido al cristianismo después de leer la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux. Tengo especial devoción por esa pequeña imagen suya que se encuentra