París-Brest
Por Tanguy Viel
3.5/5
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Información de este libro electrónico
"'París-Brest' es una novela de una gran libertad, que toca todos los registros. Una historia para todo el mundo".
Norbert Czarny, 'La Quinzaine Littéraire'
"La agilidad y la soltura son virtudes poco habituales en la literatura y Tanguy Viel las emplea de maravilla, con una inteligencia seductora".
Thierry Clermont, 'Le Figaro'
"Esta admirable novela confirma el talento de Tanguy Viel".
Augustin Trapenard, 'Elle'
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París-Brest - Tanguy Viel
TANGUY VIEL
PARÍS-BREST
TRADUCCIÓN DEL FRANCÉS
DE CARLOS OLLO RAZQUIN
ACANTILADO
BARCELONA 2011
I.
CON VISTAS
A LA RADA
1
Al parecer, después de la guerra, mientras Brest estaba en ruinas, un arquitecto audaz propuso, puestos a reconstruir, que todos los habitantes pudieran ver el mar: se habría construido la ciudad en hemiciclo, aumentado la altura de los edificios, avanzado la ciudad al borde de la playa. De alguna manera todo habría sido reinventado. Se habría reinventado todo si no hubiera habido algunos ricos gruñones que querían recuperar sus bienes, o más que sus bienes, ya que la ciudad estaba en cenizas, el lugar que ocupaban sus bienes. Entonces en Brest, como en Lorient, como en Saint-Nazaire, no se reinventó nada, solamente se apilaron piedras sobre ruinas. Cuando se llega a Brest, lo que se ve es la ciudad blanquecina detrás del puerto, algo luminosa, pero sosa, cúbica y aplastada, cortada como una pirámide azteca por un golpe horizontal de guadaña. Ésta es la ciudad a la que llaman, junto con otras, la más horrible de Francia, por culpa de esta reconstrucción torpe que provoca corrientes de aire en las calles, por culpa de una vocación de balneario fallida (incluso completamente fallida, ya que la única playa de la ciudad al fondo de la rada se encuentra allí abandonada, al final de las cuatro vías de salida que desatascan la ciudad), por culpa de la lluvia frecuente, de la lluvia persistente que no saben compensar las grandes luces del cielo, de tal manera que Brest parece el cerebro de un marino, desligado del mundo como una península. «Sí, como una península—me decía Kermeur hijo—, y si te quedas aquí, tú acabarás igual, acabarás como tu abuela».
Sentado frente a ella en el bus que nos traía de vuelta a la ciudad, recuerdo cómo podía leer en su piel la fatiga que surcaba su rostro, ella, los ojos fijos en el exterior y el mar bajo nuestros pies, mientras que el bus se dirigía hacia la rada, sobre el puente por encima de la rada, ella como cada vez al regresar del paseo, posaba su dedo índice en el cristal y me decía: «Mira». Entonces yo miraba a lo lejos las ventanas de su casa, en lo alto del bulevar que dominaba el puerto, las cinco grandes ventanas de su nuevo apartamento, su nuevo apartamento con vistas a la rada, no dejaba nunca de precisar, ciento sesenta metros cuadrados con vistas a la rada, repetía como si fuera una sola palabra, una sola expresión que ella había pronunciado miles de veces, dejando deslizarse todas las imágenes que conllevaba, es decir, el mar azul de la rada, los reflejos de la luna en el agua, las silenciosas mareas de agosto, los reflejos de las rocas y las horas grises del invierno, es decir, la transformación incesante del humor marítimo. Y yo ya sabía que en cuanto hubiera bajado del autobús le daría el brazo en la acera, ya que ella insistiría para que fuéramos a cenar juntos a su restaurante preferido, «Vamos—decía—, tú puedes venir al Círculo Marino conmigo y después me acompañarás de regreso, no tendrás que andar mucho». Y era verdad que no tendría que andar mucho ya que yo vivía debajo de ella. Y en el fondo yo no me decía más que una cosa: que yo me lo había buscado.
«Sí, tú te lo has buscado—me decía Kermeur hijo—, no había por qué venir a vivir debajo de ella, no había por qué aceptar este negocio inaceptable pero tú, evidentemente, tú lo has aceptado, has sido lo bastante burro para aceptarlo», me asestaba cuando venía a mi casa de noche, hacia las nueve, puntual como un reloj. Dejábamos el Círculo Marino a las nueve menos veinte, mi abuela subía a su casa a las nueve menos diez y yo estaba seguro de que a las nueve Kermeur hijo llamaría, con una botella de vino en una mano, un cigarrillo en la otra, siempre dispuesto a darme una palmada en el hombro, «En el hombro de mi viejo amigo», decía. Porque de alguna manera es cierto, Kermeur hijo era un viejo amigo. Y al mismo tiempo que me volvía a servir un vaso como si estuviera en su casa, él también se servía uno y se lo bebía de un trago, después se apoyaba en el radiador bajo la ventana, afuera la noche contradicha por la claridad de las farolas, la bruma anaranjada que controlaba la ciudad, y el casi silencio que él interrumpía con el ruido seco de su vaso en el fregadero. Después miraba la gaviota posada en el alféizar del balconcillo y le decía al mismo tiempo, un poco borracho como estaba a esa hora avanzada de la noche, le decía: «¿Tú también querrías cenar con la anciana señora, eh?», con el tono zalamero e irónico con el que hablaba a la gaviota y se reía solo.
Pero adónde había ido a buscar una expresión semejante tan cristalina y eficaz que yo no podía hacer como si nunca la hubiera oído: «la anciana señora». En cierto modo él había ganado: para mí también mi abuela se había convertido en «la anciana señora», a medida que yo iba con ella por la ciudad en nuestros paseos habituales, de la iglesia al cementerio y a la pastelería, sí, paseos, así llamaba ella a las tardes pasadas en visitar las tumbas, en desempolvar las piedras, ya que durante todo el tiempo que viví en Brest debajo de ella fue necesario que la acompañara al cementerio todas las semanas, a ella y a la señora Kermeur, porque a veces llevaba a su asistenta al cementerio.
—¿Y no estás harto—empezaba de nuevo Kermeur hijo—, de ir a jalar todos los días a su restaurante de marinos?
Pero si apenas se le puede llamar al Círculo Marino restaurante, es más una especie de club en el que hay que justificar la pertenencia a la Marina para ir a comer, lo que quiere decir que todo el mundo o casi todo el mundo puede acceder: ¿quién no tiene en Brest, por matrimonio o parentesco, relación con un marino? Así que ella, que era viuda de un oficial de la Marina, venía todos los días a ese lugar que ella creía de alto copete, por los quince escalones de la escalinata de entrada, por las banderas republicanas francesas que colgaban, por los lugares reservados para los oficiales de más alto rango, por su chiquillería innumerable y por la pinta seca y recta del servicio.
Sé de qué hablo, he ido miles de veces, acompañándola tanto al mediodía como a la noche, saludando sin quererlo a las flacas figuras de los oficiales que allí comían, en su santuario de vidrieras. Se diría que en la Marina los reclutan por la forma del esqueleto, o bien que un cierto tipo de ejercicios físicos, o un cierto régimen alimenticio, ha acabado por esculpir sus cuerpos con el mismo corte longilíneo y curiosamente aviar, sí, es eso, es exactamente eso, se parecen a ocas, a pavos o a patos, y los hijos por decenas, ya que se tienen muchos hijos en la Marina, parecen pequeños patitos, cuando franquean, con el trasero un poco levantado, la pesada puerta de vidrio ahumado.
Y para ella ese lugar era como su caparazón, donde no había que temer la menor mota de polvo del exterior, donde se encontraba entre la gente de su mismo mundo, con las mismas ropas y las mismas ideas políticas, garantizando a cada uno la tranquilidad del prójimo, de ese tipo de prójimo al que a ninguno de ellos le cuesta amar como a uno mismo, ya que es él mismo. Vestidos todos igual, peinados todos igual, comiendo todos lo mismo en el Círculo Marino, los hombres con el pelo rapado en la nuca y las mujeres ataviadas con una diadema, componen un grupo caprichoso, irrupción de un pasado que seguramente nunca ha existido pero al que ellos están seguros de representar e incluso transmitir, una especie de Francia antigua y monárquica, y como aún sacudida por el caso Dreyfus.
—Es que en Francia—me decía Kermeur hijo—, en Francia huele a rancio. —Y se reía solo.
«Pero yo no he tenido elección—le decía—, mi madre no me ha dejado elección, era esto o el sur, y qué hubieras hecho en mi lugar, lo mismo que yo, seguro, todo excepto el sur». Y oía la voz de mi madre repitiéndome unos meses atrás: «O vas a vivir con tu abuela, o vienes con nosotros al sur, me has oído bien, es eso o vienes con nosotros al sur de Francia». Y levantando los ojos al techo, mi madre unía las manos como una madona italiana implorando a un dios escondido en su interior, para repetir incansablemente que no era posible, «Dios mío, qué le he hecho yo al cielo, qué le he hecho yo al cielo para tener que partir hacia allá abajo, hacia la región más fea de Francia», se lamentaba mi madre.
Es verdad que el Languedoc-Rosellón es bastante feo. Yo nunca he vivido allí, pero no me gusta esa región. No me habléis de su garriga, ni de sus toros, ni de sus flamantes rosas, no me habléis de las viejas piedras de Montpellier ni del mistral bajo el puente del Gard, estoy demasiado de acuerdo con mi madre y me compadezco del que vive en el Languedoc-Rosellón, con más razón del que vive allí contra su voluntad. Y