No hay terceras personas
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No hay terceras personas - Empar Moliner Ballesteros
EMPAR
MOLINER
NO HAY
TERCERAS
PERSONAS
A C A N T I L A D O
BARCELONA 2011
Para Àlex y Ginebra
LA SESIÓN
DE MAQUILLAJE
El Nobel de Literatura Sigmund Grossman ha aceptado ir al magazine de las mañanas de la televisión pública, aprovechando que está en Barcelona para recoger el premio Memoria Hebrea, que distingue a las personas que trabajan a favor de la divulgación del horror nazi. El hombre se desenvuelve bien en español, porque su segunda mujer—la primera murió en el campo de Birkenau—nació en Tarragona, aunque ha vivido buena parte de su vida en Varsovia. No le hará falta traductor simultáneo, pues.
Cuando termine la entrevista, que le han asegurado que no será muy larga, se irá al hotel a repasar el discurso de aceptación del galardón y a dormir un poco (se cansa mucho, está mayor). Tras el homenaje, cenará con el presidente y con su editor (que tiene los derechos de toda su obra, porque le publicó Canción de cuna en el campo de exterminio antes de que ganara el Nobel, cuando aquí aún no lo conocía nadie). Al día siguiente por la mañana tiene que coger el avión para Bélgica, donde empezará la gira europea.
La azafata lo acompaña del brazo a la sala de maquillaje y peluquería, le indica dónde sentarse y se ofrece a guardarle el bastón mientras tanto. Enseguida, una maquilladora le echa un vistazo profesional y le anuncia que sólo le aplicará un poquito de base en la cara y le tapará los brillos de la calva y de las manos. Y ya le protege el cuello de la camisa con dos servilletas de papel, para que no se le manche. Empieza el trabajo.
—¿Está cómodo?—le pregunta.
—Sí, muchas gracias.
La chica unta una esponja triangular con la pasta marrón de un tubo. Después se la aplica en la cara.
—Y usted ¿de qué viene a hablar?—le pregunta, sin dejar de maquillarle.
—¿Perdón?
El Nobel no la ha entendido. A veces, si el interlocutor habla deprisa y no puede verle los labios, no acaba de saber qué le dice. Además, está sordo del oído derecho.
—Que de qué hablará. —Y con un pincel señala el techo, para que el hombre mire hacia arriba (le quiere tapar las bolsas de los ojos)—. ¿De qué tema viene a hablar al programa?
—¡Ah! De un libro que he escrito, supongo…—Y sonríe con modestia.
Ahora la maquilladora le señala el suelo, para que mire hacia abajo (le quiere repasar los párpados). Él no lo entiende.
—Mire al suelo…—El tono es como un sonsonete. Sol, mi bemol, sol, sol. Sigmund Grossman lo sabe porque antes tocaba el violín.
—¿Y de qué va, el libro?
El premio Nobel vuelve a sonreír. El argumento de El gélido sopor de Auschwitz, su última obra, no es fácil de explicar. En el plató, cuando le pregunten, quizás dirá que es la historia de su vida en el campo de concentración. Y que también es una reflexión sobre el mal.
—Es una novela—contesta finalmente.
—¡Ah! Pues qué bien que le entrevisten, ¿no?—exclama la maquilladora—. Lo va a notar un montón en las ventas. Este programa tiene mucha audiencia. Lo ve mucha gente. No hable ahora.
Moja un bastoncito en un tubo lleno de una pasta brillante y transparente y se lo aplica por los labios.
—Ahora ya puede hablar. ¿Qué me estaba diciendo?
Pero el hombre sólo sonríe y hace un gesto con la mano.
—¿Y es el primer libro que escribe?
—No… Ya llevo unos cuantos.
—¿Ah, sí?—Ella parece muy contenta—. Qué bien, ¿no?
—Sí.
—¿Y cuántos más ha escrito?
Para no tener que responder, Sigmund Grossman finge no recordarlo. Ríe y, al hacerlo, se le marcan unos surcos en la barbilla, como los de la concha de una vieira.
—Uy… No sabría decirle…—Se nota que no es castellanoparlante porque habla con demasiada corrección.
—¿No se acuerda? ¡Eso quiere decir que son muchos! ¿Más de cuatro?
—Sí, sí. Unos cuantos más…
Ha escrito doce novelas y un volumen de poesía: Genocidio concertado.
—¡Hala! ¡Más de cuatro! Pero entonces ya se puede decir que es un profesional. —La mujer tiene una voz infantil—. ¿Cómo se llama usted?
—Eh… Sigmund.
—Sigmund, Sigmund… Pero Sigmund ¿qué más?
—Sigmund Grossman.
—Mmm… No me suena—y menea la cabeza—. Por si acaso, después me lo apunta. No me suena. Pero es que yo para los nombres… Dígame títulos de sus libros. ¿Todos son novelas?
—Sí.
El premio Nobel ha dicho que sí para no tener que extenderse.
—Y ¿están bien?
Él hace un gesto ambiguo.
—Dígame títulos a ver si me suenan. Yo leo mucho. Me encanta leer, pero no tengo tiempo.
—Ah, eso está muy bien. ¿Y qué lee?—El hombre se lo pregunta para tratar de cambiar de tema.
—¡Buá! ¡De todo! Ahora me he bajado uno de crecimiento personal, en pdf. Ah… Lo tengo aquí, en la taquilla. No me acuerdo del título exactamente. Es que yo, para los títulos…
Va hasta la taquilla y vuelve con unos folios encuadernados:
—Éste. Eso: No le llames más. ¿Lo conoce?
—No. No, no.
—Está muy bien. Lo ha escrito una chica que sale en el programa, que es sexóloga.
—Ah.
—A ver. Es muy útil. Te quita la dependencia emocional que puedas tener por una ex pareja.
—Ajá…
—Venga, dígame un título de un libro suyo, que me lo voy a bajar. Para cuando me termine éste.
—Ya se lo enviaré, no se preocupe.
—Pero ¡si no sabe mi nombre! Ahora se lo apunto. Laura Piris, me llamo. Después, después se lo apunto.
—Sí, gracias.
La chica coge una brocha y le colorea las mejillas:
—Pero ¿de qué va el que me enviará?
—Del Holocausto…
—A mí, sobre todo, me gustan los de intriga. ¿Es rollo intriga, éste?
El hombre hace una mueca de dolor que tanto puede querer decir que sí como que no.
—Ahora le maquillaré un poquitín las manos…—anuncia la chica—. ¿Se puede remangar, para que no le manche los puños?
—¡Ah! Sí, sí.
El hombre trata de obedecer pero le tiembla el pulso. Así pues, ella le ayuda. Pero a medio hacer se interrumpe, admirada.
—¡Joder!—y le clava los ojos en el antebrazo izquierdo—. Pero ¡si tiene un tatuaje! Qué moderno.
Él trata de bajarse la manga, de repente muy incómodo. Se atraganta.
—¿Qué es? ¿Qué simboliza?
—Un… número…—murmura con un hilillo de voz.
—Un número. Y qué largo… ¡Qué original!… Yo tengo una mariquita, pero aquí. —Y se aparta la tira del sujetador para que él pueda verla.
—Muy bonita…
—A mí me gusta que los tatus no sean muy grandes. Así, como el que lleva usted, que es superelegante. Que se noten pero que no se noten. ¿Quién se lo ha hecho? ¡Es que me encanta!…
LA PREGUNTA ES: ¿POR QUÉ
ESTE CAMBIO DE REGISTRO?
La actriz que representa este monólogo no puede tener menos de cuarenta y cinco años. De ninguna manera tiene que ser una actriz joven caracterizada. Sería bueno que tuviera entre cincuenta y setenta años, representara los que representara. Puede llevar el pelo canoso o puede llevarlo teñido y con un corte moderno, según el criterio del director o de ella misma. Tiene que ser una mujer magnética, más que guapa. No viste de manera ridícula, pero de ninguna manera debe tener un estilo clásico. Estamos en su casa. De vez en cuando pondrá música. Doy unas indicaciones musicales, que pueden no ser tenidas en cuenta por el director. En todo caso, tendrá una discoteca bien surtida y ordenada alfabéticamente. Y—esto es muy importante—el personaje jamás pondría música contenida en un solo cedé recopilatorio. Cada vez que decida poner una canción buscará el cedé en el que se encuentra y lo tratará con cariño.
En la sala donde estamos se encuentra un chico que ha venido a hacerle una entrevista, probablemente para la revista de la facultad.
(Cuando empieza la acción, la mujer pone la versión de Robert Wyatt de Shipbuilding, original de Elvis Costello).
ELLA:
La pregunta es: ¿por qué este cambio de registro? A ver. Yo, antes, y tú ya lo has dicho y es que es así, escribía cosas muy cínicas, «sin ninguna salvación para los personajes» (cito a los críticos). Pero sí que después, es como que cambié de chip y escribí una novela optimista, pero mala, que se vendió muy bien (y nadie notó que era un churro, excepto tú, que eres muy listo, por lo que veo). Y ahora he hecho una obra maestra, también te doy la razón, que ya vuelve a ser cínica, igual hasta más que las anteriores. Y que yo diría que seguramente se venderá un poco, por influencia de la anterior, pero que no gustará. No, los críticos no lo sé, los críticos no sé qué dirán. Que es amarga, igual. Igual me perdonan la vida. Pero las señoras de los clubes de lectura, cuando lean las «cuestiones tan explícitas» (no te rías), dirán: «Yo seguro que soy muy ignorante» (dirán cosas así) «pero no me parece que haga falta, esto». Y lo dirán con esa humildad tan untuosa, ¿sabes? Esa humildad tan repleta de orgullo de quien te está queriendo decir que si no ha escrito un novelón (un novelón con protagonista llamada Júlia que expresa su sensualidad a través de la comida que cocina) es por culpa de la vida. Lo explico más fácil de lo que es, me da pereza entretenerme. El por qué de este cambio de registro. A ver cómo te lo digo:
La cosa empieza conmigo en la peluquería, hace ocho meses. No sé si tienes tiempo. Ya no soy capaz de ir al grano, ni tengo ganas, ni… Ya soy como esos borrachos de bar, que siempre están en el mismo taburete. Y te piden perdón antes de pegarte la paliza, pero te la pegan, y para compensar, después te pagan la copa. Pues yo lo mismo. O sea que tómate lo que quieras, nene.
(Pone la canción All things must pass, de George Harrison).
Empieza en la peluquería y podría empezar en cualquier otro sitio, pero ahora verás por qué elijo este escenario. Yo aprovechaba que el chico con el que iba (no sé cómo decirlo, si no. ¿Mi pareja? ¿Mi amante? En todo caso, el personaje principal)… Pues él no estaba. Y cuando no estaba, yo aprovechaba para teñirme la raíz. Él no tenía ni idea de mi edad, y creía que yo tenía alguna cana, pero no podía imaginarse la catástrofe que habría sido mi pelo sin teñir, completamente blanco, de abuela, en una circunstancia anómala como por ejemplo naufragar o, no sé…, una guerra. Ingenuamente, un día me preguntó si tenía muchas (muchas canas) y yo lo engañé y le dije que no, que no muchas, que alguna, que sólo alguna. Él era muy tiernecito, se lo creía todo. Digo «era» como si ya no estuviera, pero es que en cierto modo es así, ahora que ya nos hemos dado el pasaporte, digamos, es como si ya no existiera, y hablar en presente se me hace…, me resulta muy extraño. Pues era muy joven, no sabía nada de las mujeres, y todavía menos de las viejas como yo. Nos llevábamos treinta y cinco, treinta y seis años, diría. Igual treinta y cuatro. O sea, entre treinta y cuatro y cuarenta. No es ninguna postura snob no acordarme, te lo juro, pero a lo mejor no te lo crees. Tengo muy mala memoria. Como ya habrás leído, ya hace muchos años que me drogo y bebo con gran persistencia y esto te destroza el cerebro, pero mucho. Si me hiciesen contar a la inversa de tres en tres no sé si podría. (Vi en la tele que ésta es una de las pruebas que les hacen a los enfermos de alzheimer). ¿Me podría desintoxicar? A lo mejor podría. La cosa es que no quiero. Soy tan adicta que espero morirme de un ataque al corazón antes de que me falte el dinero para comprar el vicio. Y si no, consideraría la posibilidad del suicidio. Sí, de verdad, te lo juro. En mis sueños siempre, siempre hay droga y la vez que estuve más tiempo sin, en un viaje a Estados Unidos, que intenté dejarlo, me emborrachaba cada tarde y acabé pegando a mi mejor amigo, que es gay, y adelanté la vuelta porque no podía más. Siempre, cuando en la tele dicen que tal modelo le ha tirado el móvil a la cabeza a su asistenta o que ha montado un numerito en un avión, me hace gracia que la gente lo atribuya a ser rico y malcriado. Lo que pasa es que debe de ser el segundo día que no prueban la cocaína, no hay vuelta de hoja. No es que tengan mala leche. Es que no tienen camello.
Tú no te emociones por la exclusiva, no es que esta noche me esté sincerando. Si me buscas en internet, ya verás que yo, todas mis cosas, excepto la edad, las ventilo en público, lo que pasa es que después tampoco se pueden publicar, supongo. Esto lo sabe todo el mundo. Espera un momento, ahora vengo, voy al lavabo.
(Al volver, pone la canción Exit music (for a film), de Radiohead).
Él, el chico éste. Es que no sabía ni que yo tenía canas en la cabeza y que aquí, aquí abajo, pues también. Le había engañado con mi edad, le