El exclaustrado
Por Álvaro Pombo
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Una novela deslumbrante sobre los recovecos del alma humana, sobre la fe, las dudas, los engaños, los autoengaños y los deseos inconfesables.
A sus setenta y dos años, Juan Cabrera vive prácticamente enclaustrado con sus libros en un pequeño piso del barrio de Argüelles. No es algo nuevo para él. Durante años estuvo confinado en un convento benedictino, del que salió con un indulto especial de exclaustración para un profeso de votos perpetuos. En el claustro ya no lograba escuchar a Dios, pero quizá su salida también se vio influenciada por la denuncia que hizo de tres novicios a los que descubrió en una situación impropia, o al menos entonces eso le pareció. Alejado de la familia, Cabrera recibe un día la visita de su sobrino Jaime, quien, poco después, propicia el encuentro entre su tío y Antón Rubial, uno de los novicios expulsados por la acusación del exmonje. Tras dejar la orden, Rubial rehízo su vida y se casó con Petri, con quien mantiene una relación complicada.
Entre estos cuatro personajes se irá tejiendo una enmarañada red de medias verdades, manipulaciones, deseos de venganza y celos, con enclaustramientos voluntarios e involuntarios y una creciente tensión. Álvaro Pombo vuelve a demostrar su virtuosismo para retratar el alma humana y aborda en esta deslumbrante novela temas como la fe, las dudas, la conciencia moral, el peligro de avivar el pasado y la mirada capaz de convertir una escena acaso inocente en pecaminosa.
Álvaro Pombo
Álvaro Pombo (Santander, 1939), miembro de la Real Academia Española, es uno de los maestros indiscutibles de la literatura española contemporánea, con títulos tan destacados como El héroe de las mansardas de Mansard (Premio Herralde de Novela 1983), El metro de platino iridiado (Premio de la Crítica 1990), Donde las mujeres (Premio Nacional de Narrativa 1997), La cuadratura del círculo (Premio Fastenrath de la Real Academia Española 1999), El cielo raso (Premio de Novela José Manuel Lara 2001), Contra natura (Premio Salambó 2005), La fortuna de Matilda Turpin (Premio Planeta 2006) o El temblor del héroe (Premio Nadal de Novela 2012). Es también autor de relatos y artículos, y Protocolos (1973-2003) recoge sus cuatro poemarios. Sus novelas más recientes publicadas en Destino son La casa del reloj (2016) y Retrato del vizconde en invierno (2018).
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El exclaustrado - Álvaro Pombo
1
Don Juan Cabrera, el discreto exclaustrado, desatiende un momento su manuscrito para cerrar la puerta-ventana del despacho de alto techo con las cuatro paredes de librerías abarrotadas. A estas alturas de la vida, cumplidos ya los setenta y dos, el doctor Cabrera no piensa como Flaubert que eso que se llama «conciencia» sea tan solo la vanidad interior. No cree que la conciencia sea vanidad porque la conciencia del doctor Cabrera siempre ha sido la voz de su conciencia, una voz exigente, poco dada a vanidades interiores o exteriores. En este diminuto piso suyo, a excepción de una terracita abalconada que da a poniente, todo es despacho. Como Mallarmé, Cabrera está seguro de que todo existe para convertirse en libro. El único problema, de momento, es que se le resiste la composición de libros propiamente dichos, solo se le ocurren fragmentos, como muchos capítulos de un libro que sería su autobiografía o sus memorias si no fuera porque detesta el género autobiográfico. Pero ¿cómo vive don Juan Cabrera? Vive confinado. Lleva viviendo así muchos años. Pero solo ahora, con el confinamiento del covid, su confinamiento roza la agorafobia, por tratarse ahora no tanto de una voluntad propia como de la voluntad ajena, la voluntad del Estado. No parece que este execlesiástico viva en presencia de Dios o en presencia de sus prójimos. ¿Vive, quizá, solo ante sí mismo? Resulta difícil saberlo, incluso si se tuviese el privilegio de observar, a lo largo del tiempo, su monótona vida, sus rutinas. Resulta difícil saber casi cualquier cosa de Juan Cabrera, porque su reserva se ha vuelto, con los años, una auténtica clausura, otra –nueva– clausura, un claustro de exclaustrado. En presencia de Dios no hay vanidad que valga, porque Dios es un poderoso nombramiento, más nombrado, con frecuencia, que deseado u otorgado. Pero el doctor Cabrera no es teólogo ni, por lo que parece, tampoco un hombre religioso. Se diría que solo es un hombre de estudios y de letras que vive agazapado en un no-lugar. No es, pues, testigo presencial de nada ni de nadie. La única distanciada presencia que le queda es la distanciada presencia de la Iglesia católica, que invariablemente, y también injustamente, él denomina la Secta. Durante muchos años, esa Secta fue su realidad, hasta que su realidad explotó por todas partes. A la mayoría de nosotros, la realidad nos oprime, nos intimida, ser demasiado conscientes de la realidad nos acobarda. Pero al doctor Cabrera le separan, de la realidad y del mundo, cuatro paredes de libros y Fierabrás, su asistenta rumana, que acaba de aparecer en el hueco de la puerta con seis patatas crudas a elegir, para hervir las tres mejores al vapor. La puerta del despacho de Cabrera es una puerta sin puerta, un puro hueco que da, como una capillita lateral, al minúsculo salón del exclaustrado. Una sala de estar donde no se detiene casi nunca.
Que eso que llamamos «conciencia» sea tan solo una vanidad interior es, según Sartre, un cruel pensamiento de Flaubert, cuyo efecto resultante sería, de ser verdad, la desvalorización de todo lo que él, Flaubert, siente. Así que el doctor Cabrera no puede consentírselo a Flaubert ni, muchísimo menos, a sí mismo. Si su propia conciencia hubiese de ser considerada una mera vanidad interior, ¿qué sería del doctor Cabrera? Sin duda, solo se trata de la ocurrencia calumniosa de un literato desaforado. Pero esa idea resulta, sin embargo, indirectamente verosímil, en el sentido del dicho «calumnia que algo queda». Alguna herida debe de haber dejado esa calumniosa ocurrencia, porque el doctor Cabrera se ha conmovido e irritado en exceso al encontrarse el texto en el célebre libro de Sartre El idiota de la familia. No puede ser que la autoconciencia sea simplemente una vanidad interior, porque gracias a esa conciencia de sí mismo, continuamente reactivada, cada vez el doctor Cabrera se siente de nuevo alerta y joven, en lugar de soñoliento toda la mañana, una mera secuela esto del Noctamid nocturno. ¿Sería esa vanidad interior, en todo caso, equivalente a la vanidad masculina de sentirse con frecuencia empalmado, incluso pasados los setenta? ¿Equivalente, quizá, a ser todavía capaz de disfrutar de un desayuno de pan tostado y huevos con tocino? Esa es su comida fuerte del día. Se precia de almorzar vegetariano y de cenar poquísimo entre siete y ocho de la tarde. ¿Se precia acaso el doctor Cabrera de su austeridad, como alguien que contempla su rostro en el espejo y se encuentra guapo?
Acaba de recibir una llamada de un hijo de su hermana, su sobrino Jaime, que quiere verle lo antes posible. El doctor Cabrera pasa meses enteros sin recibir llamadas telefónicas, y menos aún de su familia. Esta le asombra, le inquieta. El sobrino ha insistido en verle. Le recuerda que hace años, cuando todavía era muy joven, pasaron juntos un mes de julio en la playa. Fue en casa de su hermana. El doctor Cabrera, que recuerda ese verano con claridad, no puede no recibir a su sobrino esta tarde o la próxima tarde, así que, fingiéndose encantado, acepta recibir la visita de su sobrino.
Va a hacer ahora veinte años del escándalo, un escándalo, por cierto, que envolvió al doctor Cabrera como parte del mismo, pero que fue en realidad un escándalo ajeno. Recuerda el convento de Ciriego, con su paisaje acantilado, el ondulante mar rompiente, oleaginoso, híspido, rutilante, en todas las estaciones. Ese mar sigue ahí, lo mismo que las celdas, el huerto al abrigo de la ventolera en la pequeña vaguada, el refectorio, la sala capitular, la capilla, el modesto patio de columnas de ladrillo visto, la estricta observancia de la regla de san Benito, los otros frailes, lo ocurrido, que se veía venir, el decisivo papel que Juan Cabrera jugó en todo ello: todo está ahí a diario, sucediendo todavía en su memoria como una extravagante –negativa– experiencia numinosa. Como un malestar cronificado.
¿Cómo será ahora este sobrino carnal, este Jaime? Le recuerda muy pequeño. Quince años atrás. Quizá haya cumplido ya los veinte. Será un incordio, sin duda. Pero el doctor Cabrera siente una ligera curiosidad, ya que de todos modos se presentará en su casa esta tarde o mañana.
De joven, Cabrera se había sentido insuficiente: venía a ser como sentirse innecesario y necesitado. Eso, curiosamente, le confirió un poder especial para seguir y seguir viviendo y siendo fraile. Ganas de vivir no le faltaron nunca, solo echó de menos, de joven, un poder y un querer mayor que el suyo. Llegó a sentirse o a figurarse que estaba poseído por un poder mayor y a la vez impotente. Sentirse así combinaba adecuadamente humildad y suficiencia. Más un plus de astucia que muy pronto le sobrevino con naturalidad y que, desde entonces, desde su más temprana juventud, le vino siempre bien. ¿Se parecerá a él este incómodo sobrino carnal, este Jaime que reaparece ahora? Quince años son muchos años en la vida de un joven. Quizá no tenga nada de que hablar, quizá resulte irreconocible. A propósito de esta intempestiva visita, otra ocurrencia flaubertiana: «Hay que representar lo que uno es, puesto que no se puede serlo». Representar lo que uno es, no pudiendo serlo, ¿no es una impostura? Desde luego que sí. Pero las imposturas, como las percepciones, se dan siempre por grados. Por eso ambas cosas se tornan problemáticas de continuo.
Y todo lo anterior requiere una redorada iluminación escénica: una luz perpetua a la vez irónica y severa que, sin llegar del todo a vanidad interior, sea un interior confirmante y desconfirmante a la vez, negativo y positivo a la vez. Y una cómica voz interior: Vas bien, Juan, vas bien. Porque de eso se trataba: de ir bien, de seguir bien y de llegar por fin bien al mejor final posible.
Le ha dicho que venga. ¿Qué iba a decirle? Después de tanto tiempo, ¿por qué le llama por teléfono? Por un momento, mientras hablaban por teléfono, sintió curiosidad. Esta curiosidad se le apaga entre los dedos como una cerilla. Ahora no siente curiosidad, sino, como mínimo, tedio. O, quizá, miedo. Quizá teme a este sobrino carnal, apenas recordado en estos años, como se teme a una perturbación, un contagio, un recuerdo insospechado.
Desde que el superior general de la orden, con el consentimiento de su consejo, concedió el indulto de exclaustración a un profeso de votos perpetuos –como es el caso de Cabrera–, ha pasado toda una vida. Veinte años no es nada, dice el tango, ni tampoco treinta, solo es toda una vida. Desde entonces, hasta la fecha, el doctor Cabrera se ha ido confinando en el presente, en su pequeño piso encaramado en una confortable área mesocrática de Argüelles. Un tramo de calle encajonado entre Marqués de Urquijo, Princesa, la calle Ferraz y el lado más universitario del Parque del Oeste. A la edad del doctor Cabrera es fácil pasar inadvertido en un sitio así. Fácil, sobre todo, si se cuenta con una diligente asistenta rumana que lleva ya diecinueve años en la casa, que le hace las comidas, la limpieza, los recados, que incluso le representa ante la comunidad de propietarios. El doctor Cabrera acostumbra a dar una vuelta de hora y media a última hora de la tarde. Es lo bastante rutinario para acabar volviéndose invisible. Todo ello, y en concreto la voluntad de pasar desapercibido, ¿no es una manifestación de espiritualidad aguada? Parece una nueva forma de seguir con lo mismo, escapándose a la vez de una formulación rigurosa. Recuerda la ferocidad de los artículos del Derecho Canónico: «Un profeso de votos perpetuos no debe pedir indulto de salida del instituto si no es por causas gravísimas consideradas en la presencia de Dios...». La vida civil, en apariencia al menos, no tiene formulaciones tan feroces. Tiene acomodaciones –sería mejor decir–. Juan Cabrera se acomodó tan bien al convento que, cuando quiso irse, recién cumplidos los cincuenta, y aunque tomó la decisión sin titubeos, supo desde un principio que iba a sentirse muy incómodo. Y ser consciente de esa incomodidad futura, que, dada la monástica manera de ser de Cabrera, irremediablemente le sobrevino, hizo que se sintiera, en pleno desgarre y terremoto, a salvo: satisfecho, por un lado, y, por otro lado, terriblemente sobresaltado e incómodo. ¿Qué le esperaba fuera? Abstractamente imaginó solo que se trataría del demonio, el mundo y la carne, con sus correspondientes clases de ninguneo y despersonalización. Grandes incomodidades, sin duda, que preservarían, sin embargo, su talante ascético y su rigor espiritual: su caso no ofrecía duda ninguna en este aspecto. Nunca pensó que, tras colgar los hábitos, disfrutaría por fin de un buen polvo. No se trataba de eso. ¿De qué se trataba entonces?
–Se trata, en realidad, de teología, padre abad –declaró ante el padre abad, que correspondía al priorato de Ciriego.
El padre abad se mostró desolado, pero, sobre todo, confuso.
–¿De teología? –inquirió–. ¿A qué teología se refiere usted, Cabrera?
–A la suya, padre, lo cierto es que no puedo seguir pensando en Dios aquí. Me siento contrahecho. ¡Enclaustrado, vaya, valga la redundancia!
Al decir esto último, se sintió Cabrera ingenioso, malicioso, flippant. Sintió que faltaba al respeto al abad hablándole así.
Contempló al abad frente a él, al otro lado de su sólida mesa castellana, pensó que no se merecía esta repentina ligereza de Cabrera. Esperó un momento, contando con que el abad añadiría alguna cosa, pero solo dijo:
–Lo siento. Siento mucho que se vaya después de tantos años. Pero lo que dice es muy serio. Yo lo acepto. Todos lo aceptamos. Reconozco que la propia Iglesia de Cristo puede ser un impedimento para llegar a Cristo.
Cabrera lamentó para su capote la humildad del abad. Un buen debate teológico-eclesiástico le hubiera confortado. La sencillez del abad le pareció de pronto demasiado verdadera. No había nada que debatir. Nunca lo hubo. Solo irse o quedarse. El riesgo, la gracia, estaba en esa sencillez. El riesgo es siempre la humildad, la soberbia no corre riesgos nunca. Por fin, con toda amabilidad, el abad dio por terminada la entrevista. Juan Cabrera se sintió entonces mucho más cómodo. Ahora venía el futuro. La incomodidad absoluta, pensó Cabrera satisfecho.
2
Desde el balcón se puede ver el Parque del Oeste al fondo de la calle, como en una vieja diapositiva. En ese balcón ha instalado Cabrera un taburete para sentarse los atardeceres a ver atardecer, protegido de los vecinos de enfrente por el antepecho del balcón como por una trinchera. Los atardeceres madrileños: un final siempre distinto para una vida cada día más monótona y más suya, piensa Cabrera cada vez que se sienta en ese taburete. A cambio de la comunidad monástica del convento, ahora solo le queda una comunidad de vecinos que puede mantenerse alejada fácilmente. Jaime, que acaba de llegar, ocupa ahora ese taburete.
–¿Estás cómodo ahí? –pregunta Cabrera, que se siente muy incómodo en su mesa de despacho, vuelto hacia su sobrino en el balcón, obligado a mantener una conversación insustancial.
Jaime, en cambio, parece sentirse sumamente cómodo contemplando el fondo de la calle, de perfil a su tío, sin dar, de momento, muestras de querer entrar en materia, o de tener, como dijo por teléfono, algo importante que comunicar. Cabrera piensa que la presencia de su sobrino resulta estimulante, sin ser, sin embargo, estimulante. Piensa que de él depende sacar partido a esta pesada situación y acabar pronto con ella. Ahí tiene a Jaime. Un ser-ahí neutral, bien parecido, un detenido casual ante Cabrera, como una ocurrencia. Tal y como aparece ahí de perfil, no tiene el chico ninguna consistencia, ningún interior, ninguna reserva. No da miedo al exclaustrado, porque no teme, viéndole, ser extraído de su propia interioridad clausurada, cuidadosamente asegurada durante todos estos años contra todo riesgo. Pero a la vez, ya que le tiene ahí, algo tendrá que pasar entre los dos, hasta pasar el rato, el tedioso rato. Acostumbrado a rumiar una y otra vez las mismas ideas, Cabrera rumia ahora que no llegó a sacerdote en el convento de Ciriego, porque bastaba con ser monje para alcanzar la pureza del corazón, que la meditación y la liturgia debían provocar y que nunca realmente provocaban. O tal vez porque le faltó energía para ser lo que representaba, un simple monje enclaustrado. Tranquilizado por completo ahora, gracias a la visión de un Jaime inerte, el doctor Cabrera enciende un Camel.
–¡Ah, fumas! Creía que no fumabas.
–Ahora sí, fumo un poco, como decía Henry James, the occasional gasper. Es para recobrar el aliento.
–Querrás decir para perderlo.
–O perderlo, tal vez. Viene a ser como un suspiro.
–Un suspiro de monje...
–Eso, más o menos. ¿Quieres un pitillo?
–No, gracias. No fumo.
Jaime no fuma, tampoco habla gran cosa. ¿Es posible que se sienta intimidado o cohibido por su tío, el monje exclaustrado, excomulgado también, si es que se trata de lo mismo...?
Jaime ha terminado la carrera de Derecho con una gran curiosidad por la gente y una cierta desilusión consigo mismo. Quiere conocer gente. Ha conocido, de hecho, muchísima gente en estos últimos años, pero conocerlos, incluso íntimamente, no le ha servido de gran cosa. Ha venido a visitar a su tío porque recientemente se ha encontrado en el bar de la facultad con un profesor, un auxiliar de Filosofía del Derecho, que declara haber conocido a su tío en el convento de Ciriego. Este profesor, que andará ahora por los cuarenta y tantos, está a cargo de una asignatura mucho menos tediosa que Derecho Administrativo o Civil o Penal, que contiene todo un lado filosófico y ensayístico que Jaime encuentra divertido. Acude a las tutorías de este comunicativo profesor una vez por semana, es un hombre charlatán, afable. Se ve que no es del todo un jurista ni del todo tampoco ninguna otra cosa. Un conversador con un punto bohemio, que tiene éxito con las chicas. Jaime y él han pasado buenos ratos tomando cervezas en el bar. Hablando este profesor, como acostumbra, mucho de sí mismo, salió a relucir lo de Ciriego. Este joven profesor, Antón Rubial, nació allí. Conocía muy bien el convento de Nuestra Señora de Ciriego. Incluso de muy chaval había sido monaguillo. A partir de ahí, para sorpresa de Jaime, salió que había conocido a Juan Cabrera en su juventud. Por lo visto, Antón Rubial había entrado de novicio en el convento.
Juan Cabrera había sido el gran enigma de la familia de Jaime: aquella larga y silenciosa carrera monástica, seguida de una repentina interrupción voluntaria de esa carrera: a la madre de Jaime le pareció una noticia incomprensible y terrible. Al propio Jaime, en cambio, le pareció espectacular. En la familia de Jaime jamás se habían dado semejantes vuelcos narrativos. Una familia de clase media, trabajadora, razonablemente bien organizada –Jaime tenía otros dos hermanos más pequeños, chico y chica–, integrada sin estrépito en esa extensa –ahora amenazada– clase media española. De Jaime se esperaba una agradable no sorprendente ni accidentada continuación de la vida. Su padre esperaba verle convertido en un abogado de compañía, una persona equilibrada, competente. El único desequilibrio notorio de aquella familia fue la estrafalaria bofetada de la exclaustración inesperada del tío Juan. Una vocación monástica no demasiado comprensible, por cierto, en su familia, que, sin embargo, siempre había tratado al tío Juan con un respeto admirativo. Un personaje de otro mundo. El padre de Jaime gruñía en ocasiones acerca de los monjes ociosos. Jaime recordaba aquel único verano que había pasado el tío Juan con ellos, embutido en una atmósfera de solemnidad también. El hábito benedictino que llevaba era, al fin y al cabo, una indumentaria inactual en Ciriego. Juan Cabrera –el monje negro– había tenido que tomarse unas excepcionales vacaciones en familia a causa de un padecimiento nervioso.
Jaime había llamado por teléfono por primera vez en quince años, fascinado por lo que le contó Antón Rubial acerca de su tío. Una historia confusa, sin duda. Un chismorreo paleto que sonaba inadecuado aplicado a Juan Cabrera. La historia, que envolvía al propio Antón Rubial, no era una historia clara. Al parecer, Cabrera había descubierto un comportamiento impropio entre los novicios del convento: una aventura erótica trivial que solo cobraba importancia por la especial condición del convento de clausura. Cabrera les había denunciado. Y él mismo había colgado los hábitos al cabo de un año. A Jaime le había parecido natural, aunque atrevido, llamar por teléfono a su tío Juan, el hermano de su madre, después de oír la historia que Antón Rubial le había contado. Se atrevió a llamar porque le pareció que, al haber su tío colgado los hábitos, se habría alejado de la solemnidad monástica con que aún le recordaba. Se lo consultó a su madre, sin embargo, por teléfono, y a su madre le pareció bien. Jaime era,