Los dos Beune
Por Pierre Michon
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Pierre Michon completa un díptico deslumbrante sobre la pasión entendida como fuerza telúrica.
Michon narra la lucha inútil frente al empuje de la carne, y sigue el camino de una doble fijación: una, el deseo ardiente del protagonista; la otra, su propia fascinación como autor por representar ese anhelo. Empujado por un estilo sensual y tangible, de un lirismo solemne, una tensión permanente y un ritmo veloz como los renos que pueblan ese universo arcaico, Los dos Beune es un logro literario mayúsculo sobre un mundo tan familiar como inquietante, que se debate entre una modernidad incipiente y los tiempos inmemoriales del Homo erectus.
He aquí un díptico compuesto por dos textos publicados con casi treinta años de diferencia, que supone el regreso a la narrativa de un autor esencial. Pierre Michon, una de las principales figuras de la literatura francesa contemporánea, recupera su novela El Beune Grande (que vio la luz originalmente en 1996, y se tradujo en 2012 en Anagrama como El origen del mundo), para darle continuidad y cierre con El Beune Chico.
En El Beune Grande, un joven profesor llega a Castelnau, en la región francesa del Périgord, cuna del arte prehistórico y por la que corren dos afluentes del río Vézère: el Beune Grande y el Beune Chico. Allí, mientras las antiguas tradiciones del lugar traen el eco de su historia de siglos, conocerá a Hélène, que regenta la posada en la que los vecinos se reúnen para tomar copas cada noche. Conocerá también a su hijo, Jean el Pescador, que escudriña incansablemente el río en busca de carpas; a Jeanjean, un granjero local, cuyo granero alberga la entrada a una cueva, al parecer, prehistórica; y, sobre todo, a Yvonne, la estanquera, obsesión del joven profesor, que consagrará su existencia a la fantasía de poseerla abandonándose a los sueños más secretos y turbulentos.
La deslumbrante prosa de Michon, poética y profunda, elusiva y alusiva a un tiempo, despliega un entramado neblinoso de pasiones soterradas, pulsiones oscuras y fulguraciones entrevistas, e invita a bucear por los misterios de una civilización en la que a la naturaleza y la geología se les superponen la historia y la cultura, herramientas del raciocinio destinadas a atemperar, en última instancia en vano, las corrientes sísmicas de las pasiones privadas.
En El Beune Chico el deseo erótico sigue separando dos universos: el de los hombres, cazadores frustrados pero terriblemente astutos, y el de las mujeres, encarnadas todas en Yvonne. Pierre Michon narra la lucha inútil frente al empuje de la carne, y sigue el camino de una doble fijación: una, el deseo ardiente del protagonista; la otra, su propia fascinación como autor por representar ese anhelo.
Empujado por un estilo sensual y tangible, de un lirismo solemne, una tensión permanente y un ritmo veloz como los renos que pueblan ese universo arcaico, Los dos Beune es un logro literario mayúsculo sobre un mundo tan familiar como inquietante, que se debate entre una modernidad incipiente y los tiempos inmemoriales del Homo erectus.
Pierre Michon
Pierre Michon nació en 1945 en Cards, en la Creuse francesa. Estudió letras en Clermont-Ferrand, pero no publicó su primer libro (Vidas minúsculas, que lo consagró de inmediato como uno de los grandes escritores franceses del siglo) hasta 1984, cuando tenía treinta y nueve años. En Anagrama se han publicado Vidas minúsculas, Señores y sirvientes, Rimbaud el hijo, Cuerpos del rey, Los Once y El origen del mundo.
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Los dos Beune - María Teresa Gallego Urrutia
Índice
Portada
Primera parte. El Beune Grande
I
II
III
IV
V
VI
Segunda parte. El Beune Chico
I
II
III
IV
V
VI
Notas
Créditos
La tierra dormía desnuda y brusca como una madre a quien se le hubiera caído a medias la manta.
ANDRÉI PLATÓNOV
Primera parte
El Beune Grande
I
Entre Les Martres y Saint-Amand-le-Petit está la población de Castelnau, a orillas del Beune Grande. A Castelnau me destinaron en 1961: supongo que también dan destino a los demonios en los Círculos de las profundidades; y, de voltereta en voltereta, van avanzando hacia el agujero del embudo de la misma forma que vamos deslizándonos nosotros hacia la jubilación. Yo aún no había caído del todo, era mi primera plaza, tenía veinte años. No hay estación en Castelnau; es un lugar perdido; unos autobuses de línea que salen por la mañana de Brive o de Périgueux lo sueltan a uno allí muy tarde, al final del trayecto. Llegué de noche, no poco atontado, en pleno galope de unas lluvias de septiembre encabritadas contra los faros, entre el golpeteo de unos limpiaparabrisas de buen tamaño; no vi nada del pueblo, la lluvia era negra. Paré en Chez Hélène, que es el único hotel en el borde del barranco en cuyo fondo corre el Beune, el grande; tampoco vi el Beune esa noche, pero por la ventana de mi habitación, asomado a la oscuridad más opaca, intuí un agujero detrás de la hostería. A la sala común se bajaba por unas escaleras de tres peldaños; tenía ese enlucido color sangre de buey, que antes llamaban rojo antiguo; olía a salitre; algunos bebedores sentados hablaban alto, entre silencio y silencio, de disparos y de pesca con caña; se movían en una luz escasa que les ponía sombras en las paredes; alzabas la vista y, encima de la barra, te estaba mirando un zorro disecado, con la cabeza afilada vuelta forzadamente hacia ti, pero con el cuerpo como si corriera siguiendo la pared, escapando. La noche, la mirada del animal, las paredes rojas, el habla ruda de aquella gente, sus palabras arcaicas, todo me transportó a un pasado indefinido que no me dio gusto alguno, sino un inconcreto espanto que se sumaba al de tener que enfrentarme pronto a unos alumnos: aquel pasado me pareció mi porvenir; aquellos pescadores turbios, unos contrabandistas que iban a subirme a bordo de la barca de mala muerte de la vida adulta y, en medio del agua, iban a asaltarme y a tirarme al fondo, riendo en la oscuridad entre las barbas sin edad y el dialecto torpe; luego, en cuclillas al filo del agua, sin decir palabra, les raspaban las escamas a pescados grandes. Las aguas confusas de septiembre golpeaban los cristales. Hélène era vieja y recia como la sibila de Cumas, reflexiva como ella, e igual que ella iba aviada con harapos hermosos y tocada con una pañoleta enroscada; el brazo grueso y arremangado secaba la mesa que tenía yo delante; aquellos ademanes humildes irradiaban orgullo y un júbilo silencioso; me pregunté qué aventura la habría puesto al frente de aquella taberna roja donde reinaba, por encima de su cabeza, un zorro. Le pedí de cenar; se disculpó modestamente por tener apagados los fogones y por su edad avanzada y me sirvió una profusión de esas cosas frías que en los relatos se les pegan al riñón a los peregrinos y a la gente de armas antes de que les pase por el cuerpo el filo de una espada al cruzar un vado negrísimo y muy turbulento en cuchillas y olas. Y vino a mayor abundamiento, en un vaso tosco, para enfrentarse mejor a las turbulencias. Me comí esos malos embutidos de épocas remotas; en la mesa de al lado iban mermando las conversaciones y las cabezas se arrimaban entre sí, con el peso del sueño o el recuerdo de los animales alcanzados en pleno salto y moribundos; aquellos hombres eran jóvenes, su sueño y sus cazas eran antiguos como las fábulas medievales. Esos bandidos valacos se calaron por fin los gorros; helos ya de pie; y se alejaron denodadamente, metidos en chubasqueros de hule más negros que la tinta cuyas rígidas arrugas relucían, camino de su tarea oscura de contrabandistas, de durmientes; uno de ellos remataba aquella cota nocturna y estrellada con un rostro fino y afilado que volvió hacia mí; me lanzó una sonrisa cómplice o apiadada en la que brotaron unos dientes blancos. Se oyó arrancar unas motocicletas. La noche, por la puerta que se había quedado abierta, era turbia, inmóvil: la lluvia galopaba por otra parte, ahora había niebla. «Es Jean el Pescador», dijo Hélène, moviendo brevemente la cabeza hacia aquella niebla donde echaban a correr unos motores quebradizos; era un ademán tan inconcreto que lo mismo podría haberse referido a la niebla. Sonreía. Las arrugas en aquella sonrisa se le ordenaban maravillosamente. Cerró la puerta, hurgó en unos interruptores, todo se apagó, según me levantaba ya me estaba quedando dormido, me hallaba en cualquier parte, en comarcas donde los zorros pasan por los sueños; y, en el corazón de la niebla, unos peces que no vemos saltan fuera del agua y vuelven a caer con un ruido mate en lo más hondo del Dordoña, es decir, en ninguna parte, en Valaquia.
Estuvo lloviendo todo el mes de septiembre.
Mis alumnos no eran monstruos; eran niños que le tenían miedo a todo y se reían sin motivo. Me habían dado la clase de los pequeños, no la de los más pequeños, sino el curso elemental; eran muchos cuerpecitos iguales; aprendía a nombrarlos, a reconocerlos, corriendo bajo la lluvia hacia el agujero ventoso del patio cubierto durante los recreos, mientras yo, desde las ventanas altas, los miraba y luego, de repente, dejaba de verlos, encogidos bajo un alero, detrás del cuerpo múltiple de la lluvia y su galope desenfadado. Estaba solo en el aula. Miraba, en toda una fila de perchas de pared, sus chaquetones colgados, humeando aún de las lluvias de por la mañana, igual que se secan en un vivaque los sobretodos de un ejército enano; les ponía nombre también a esos pingos pequeños, les ponía dueño con cierta emoción. Y, por supuesto, había cuadros grandes en las paredes, con letras, con sílabas, con palabras y con frases, flanqueados de dibujos, de láminas coloreadas, toda la imaginería ingenua que halaga las mentes infantiles, las hace picar y les cuela conjugaciones que hacen llorar con el señuelo de chiquillos gordos que hacen reír, de niñitas con trenzas y de conejitos. Los niños mueven los pies cuando piensan, cuando lloran; veía debajo de las mesas los rastros de aquella danza diligente y triste, un redondel pequeño de barro; y grandes borrones en la madera de pino daban fe del mismo ritmo, de la misma devoción. Sí, todo aquello me enternecía; porque, con mis veinte años, no me pillaba tan lejos; principalmente, me estaba alejando, ya no estaba en eso.
Lo que dormía bajo el polvo, en un mueble con vitrina pegado a la pared del fondo, venía de mucho antes. Venía del siglo anterior, de la época de las barbitas puntiagudas, de la República de los Jules,1 de aquellos tiempos en que unos curas atléticos del Périgord se arrastraban por las cuevas, remangándose la sotana, rumbo a los huesos de Adán, y en que unos maestros, también del Périgord, se arrastraban lo mismo y se manchaban de barro con unos cuantos chiquillos rumbo al hueso que demostrase que el hombre no nació de Adán; de ahí venía lo de la vitrina, como lo atestiguaban las etiquetas pegadas en todos los objetos, en que habían caligrafiado denominaciones científicas con la letra de mano primorosa característica de aquellos tiempos, la primorosa letra vanidosa y vana, redonda, recargada, ferviente, que compartían entonces los ingenuos y los modestos de ambos bandos, los que creían en las Escrituras y los que creían en el porvenir de los hombres. Pero también venía, aunque con menor derroche, de nuestro siglo, de 1920, y para entonces la caligrafía se había dejado ya unas cuantas plumas primorosas en Verdún; y de 1950, y la caligrafía se había achicharrado las alas para siempre y había caído en lluvia de cenizas y en patas de mosca en los infiernos de la Polonia Menor, cerca de Eslovaquia, en los campos célebres no lejos del campamento de Atila, aunque, si se comparaban, el campamento de Atila era una escuela de filosofía, en las llanuras de remolachas y torres de vigilancia en donde Dios y los hombres dejaron de ser de curso legal de una vez por todas; y, pese a Verdún y las nieblas eslovacas, los maestros sin caligrafía de nuestro siglo habían seguido no obstante, heroicamente dentro de un orden, poniéndoles nombres grandes a piedras pequeñas con la fe que les quedaba, la de la costumbre, cosa que es mejor que nada; y más allá de los maestros de cualquier pelaje, venía aquello de otros hombres, que hicieron el objeto y no la etiqueta, hombres de los que no sabemos ya si creían en algo al hacerlo o si no creían en nada y lo hacían por costumbre, pero de los que se piensa con razón que no cayeron nunca tan bajo como los Círculos eslovacos. Eran piedras. Eran armas a lo que dicen; arpones, hachas, cuchillas que se parecían a esos pedruscos que el suelo escupe tras las lluvias de tormenta, y que también lo son; eran los sílex, los fabulosos silicatos a los que pusieron los nombres de aldeas perdidas y que, a cambio,