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Charles Dickens
Charles Dickens (Portsmuth, 1812 – Gadshill, 1870) ha llegado hasta nosotros como el autor más importante e influyente de la literatura victoriana. Sus obras y su peripecia personal, íntimamente relacionadas, plasmaron no sólo el pulso social de su época, también el terrible estado moral de una sociedad atrapada en la desigualdad y las convenciones. Dickens experimentó la miseria, el éxito popular, la cárcel, el hambre... sólo logró cumplir con el más íntimo de sus anhelos, la libertad, entregándose a la literatura. Aunque muchas de sus obras gozaron de un extraordinario favor popular, baste decir que muchas de ellas fueron publicadas por entregas, en formato folletín; serían las críticas entusiastas de George Gissing y G. K. Chesterton las que encumbrarían a Dickens como el autor más importante de la literatura inglesa del siglo XIX.
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Oliver Twist - Charles Dickens
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CAPÍTULO UNO
LOS PRIMEROS AÑOS DE OLIVER TWIST
Una fría noche de invierno, en una pequeña ciudad de Inglaterra, unos transeúntes hallaron a una joven y bella mujer tirada en la calle. Estaba muy enferma y pronto daría a luz un bebé. Como no tenía dinero, la llevaron al hospicio, una institución regentada por la junta parroquial de la ciudad que daba cobijo a los necesitados. AE día siguiente nació su hijo y, poco después, murió ella sin que nadie supiera quién era ni de dónde venía. Al niño lo llamaron Oliver Twist.
En aquel hospicio pasó Oliver los diez primeros meses de su vida. Transcurrido este tiempo, la junta parroquial lo envió a otro centro situado fuera de la ciudad donde vivían veinte o treinta huérfanos más. Los pobrecillos estaban sometidos a la crueldad de la señora Mann, una mujer cuya avaricia la llevaba a apropiarse del dinero que la parroquia destinaba a cada niño para su manutención. De modo, que aquellas indefensas criaturas pasaban mucha hambre, y la mayoría enfermaba de privación y frío.
El día de su noveno cumpleaños, Oliver se encontraba encerrado en la carbonera con otros dos compañeros. Los tres habían sido castigados por haber cometido el imperdonable pecado de decir que tenían hambre. El señor Blumble, celador de la parroquia, se presentó de forma imprevista, hecho que sobresaltó a la señora Mann. El hombre tenía por costumbre anunciar su visita con antelación, tiempo que la señora Mann aprovechaba para limpiar la casa y asear a los niños, ocultando así las malas condiciones en las que vivían los pobres muchachos.
-¡Dios mio! ¿Es usted, señor Bumble? -exclamó horrorizada la señora Mann. Y, dirigién se en voz baja a la criada, ordenó:
-Susan, sube a esos tres mocosos de la carbonera y lávalos inmediatamente. -Vengo a llevarme a Oliver Twist -dijo el celador-. Hoy cumple nueve años y ya es mayor para permanecer aquí.
-Ahora mismo lo traigo -dijo la señora Mann saliendo de la habitación.
Oliver llegó ante el señor Bumble limpio y peinado; nadie hubiera dicho que era el mismo muchacho que poco antes estaba cubierto de suciedad. Al poco rato, el celador y el niño abandonaban juntos el miserable lugar
Oliver miró por última vez hacia atrás; a pesar de que allí nunca había recibido un gesto cariñoso ni una palabra bondadosa, una fuerte congoja se apoderó de él. ¿Cuándo volveré a ver a los únicos amigos que he tenido nunca?
, se preguntó. Y, por primera vez en su vida, sintió el niño la sensación de su soledad.
Nada más llegar al nuevo hospicio, Oliver fue llevado ante la junta parroquial y allí, el señor Limbkins, que era el director, se dirigió a él.
-¿Cómo te llamas, muchacho?
Oliver, asustado, no contestó; de repente, sintió un fuerte pescozón que le hizo echarse a llorar, había sido el celador que se encontraba detrás de él.
-Este chico es tonto -dijo un señor de chaleco blanco.
-¡Chist! -ordenó el primero. Y, dirigiéndose a Oliver, dijo-: Hasta ahora, la parroquia te ha criado y mantenido, ¿verdad? Bien, pues ya es hora de que hagas algo útil. Estás aquí para aprender un oficio. ¿Entendido?
-Sí. Sí, señor-contestó Oliver entre sollozos.
En el hospicio, el hambre seguía atormentando a Oliver y a sus compañeros: sólo les daban un cacillo de gachas al día, excepto los días de fiesta en que recibían, además de las gachas, un trocito de pan. Al cabo de tres meses, los chicos decidieron cometer la osadía de pedir más comida y, tras echarlo a suertes, le tocó a Oliver hacerlo. Aquella noche, después de cenar, Oliver se levantó de la mesa, se acercó al director y dijo:
-Por favor, señor, quiero un poco más.
-¿Qué? -preguntó el señor Limbkins muy enfadado.
-Por favor, señor, quiero un poco más -repitió el muchacho.
El chico fue encerrado durante una semana en un cuarto frío y oscuro; allí pasó los días y las noches llorando amargamente. Sólo se le permitía salir para ser azotado en el comedor delante de todos sus compañeros. El caso del insolente muchacho
fue llevado a la junta parroquial; ésta decidió poner un cartel en la puerta del hospicio ofreciend c¡nco libras a quien aceptara hacerse cargo de Oliver.
El señor Gamfield era un hombre de rasgos groseros y gestos rudos, deshollinador de profesión. Una mañana iba paseando por la calle, pensaba cómo podría pagar sus deudas; al pasar frente al hospicio, sus ojos se clavaron en el cartel recién colocado.
-¡Sooo! -ordenó el señor Gamfield azotando a su burro.
El hombre del chaleco blanco estaba en la puerta, y al momento entendió que Gamfield era el tipo de amo que le hacía falta a Oliver; de modo que fue a llamar al señor Limb kins. Éste salió inmediatamente y, al ver el interés que manifestaba el deshollinador por el muchacho, se frotó las manos y dijo con aire apesadumbrado: -Usted quiere al chico para realizar un oficio peligroso; así que cinco libras nos parece mucho dinero.
-Entonces, ¿cuánto me darán si me lo quedo? -preguntó Gamfield.
-Tres libras y diez