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Zebraland - Marlene Röder
Estoy parado sobre el techo del gimnasio y hago un grafiti de una cebra en la pared trasera de mi exescuela.
Me rodea el olor a pintura fresca. Mi lata de aerosol sisea mientras trazo con negro los últimos contornos. La grava cruje debajo de mis tenis. Doy un paso hacia atrás para admirar mi obra terminada.
La cebra es enorme, sus rayas son coloridas.
Parece como si la cebra volviera su cabeza hacia mí. No puedo interpretar su expresión. ¿Mira con tristeza? ¿Acusando? ¿O me mira sonriendo burlona?
Pensamientos oscuros se arrastran desde sus agujeros. Tiran violentos a mi lado ahí arriba sobre el techo del gimnasio. Mis piernas vacilan. Lentamente, dando la espalda a la pared pintada, me dejo hundir en la grava. Allí me quedo en cuclillas, la cabeza sobre las rodillas, y respiro hondo.
Lo que escucho después es la voz del conserje que me grita.
La escuela no hace ninguna denuncia por vandalismo. En lugar de eso, debo pintar con pintura blanca encima de mi cebra.
Aún así, el conserje está lleno de satisfacción por la captura. Viene de vez en vez para verme trabajar. Después de dos días de trabajo ya no puede verse nada. Como si la cebra nunca hubiera existido. Sólo cuando el sol pega sobre la pared se puede entrever.
El conserje gruñe conforme y por fin me libera.
—Hay algo que me llama la atención, muchacho —dice antes de que me esfume—. ¿Por qué lo hiciste durante la tarde? Hasta podría pensarse que querías que te pescaran.
No respondo y él me examina con sus ojos pequeños y astutos.
—Pues bien, no es de mi incumbencia.
Desearía que Claudia, mi mamá, también lo viera así. Obviamente monta todo un número.
—¿Pero qué es lo que te pasa, Fridolin?
—No soporto mi nombre. Todos me llaman Ziggy. Claudia es la única que no lo hace.
—¿No tienes otra cosa que hacer además de estar de vago y grafitear malditas cebras?
—Pero sí trabajo —me defiendo.
—¡En el almacén del supermercado!
Quisiera saber porqué sí está bien su trabajo en la droguería y el mío no.
—Además le ayudo a Elmar en el taller mecánico.
Fue un error mencionar a Elmar. Claudia refunfuña, ahora sí se enfurece.
—Tu primo, aunque tenga veintiséis años, es un niñote. Es un milagro que su dichoso taller no haya quebrado todavía. ¡Pero tú! Ya tienes el bachillerato, podrías conseguir un buen empleo, quizá incluso ir a la universidad —añade negando con la cabeza—. Si por lo menos estuvieras feliz con tu vida.
Ambos sabemos que no lo estoy, aunque intento ocultarlo.
La voz de Claudia suena extraña en ese repentino silencio, el enojo se rompe y se transforma en una súplica, la cual me parece mil veces peor.
—¡Bueno, pues ya di algo, Fridolin! Me preocupo mucho por ti, ¿que no entiendes? —tiene lágrimas en los ojos y yo sólo quiero irme—. Has cambiado tanto durante el último año. Parece que ya nada te alegra, ¡ni siquiera tocar la guitarra! Tal vez deberías hablar con alguien…
Pero para entonces ya casi me iré de la casa.
A veces me pregunto por qué no lo he hecho, como los demás.
Como Philipp, Anouk y Judith. Tal vez hubiera tenido que haberle dado la espalda a este maldito pueblo y debí haber intentado olvidar.
Pero creo que nadie puede irse tan lejos como para poder olvidar.
Como siempre, cuando no sé qué es lo que debo hacer, voy al taller de Elmar. Elmar no es sólo mi primo, sino mi mejor amigo. Desde el día, ya muy tarde, en que adoptamos a Bob Marley.
Entonces acababa de cumplir dieciséis años y el inútil de mi papá había olvidado mi cumpleaños otra vez.
Mi papá nos había abandonado a Claudia y a mí cuando entré a la escuela. Pasaba con frecuencia que olvidara mi cumpleaños. Creo que incluso olvidaba con frecuencia el hecho de que tuviera un hijo. En realidad ya tendría que estar acostumbrado. Eso ya no debería importarme.
Pero no funcionaba. En vez de eso me ponía triste.
—¿Qué pasa, amapola? —me preguntó Elmar.
Él le dice amapola a todo mundo desde que leyó la entrevista en la que Bob Marley le dice amapola
al entrevistador. Elmar es el más grande fan de Bob Marley sobre la Tierra. La única razón por la que no habla patois, el lenguaje de los guetos jamaiquinos, es porque nadie le entendería ni un pepino.
—Es por tu viejo, ¿verdad?
Preguntó ahora con insistencia.
Encogí los hombros. En el fondo retumbaba Exodus
una y otra vez en la grabadora.
De repente, Elmar declaró en un tono serio:
—Creo que deberíamos adoptar a Bob Marley.
—Bob Marley está muerto.
—¡No seas siempre tan negativo! —respondió Elmar—. En caso de que estuviera vivo. Y nos lo encontráramos de casualidad en el camino. ¡Sólo entonces! Entonces el viejo Bob nos reconocería de inmediato como sus hijos.
Miré boquiabierto a Elmar. Su cara se veía tan poco jamaiquina como la mía.
Elmar se lamentó.
—¡Hijos en un plano espiritual, amapola! Es decir, Bob reconocería de inmediato: "Ey, estos chicos tienen el flow. Están bien los dos". ¿Okey?
Asentí lentamente.
Elmar siguió diciendo tonterías:
—¿Sabías que Bob aprendió suizo? Durante esa época descubrió su talento. ¡El resto es parte de la historia de la música!
En el rostro de Elmar apareció una expresión soñadora, parecía como si su barba pelirroja de chivo ardiera.
—¡Imagínate que el viejo Bob te lleva en sus giras! ¡Toda clase de guitarras y grupis… y dinero a montones!
—A mí me bastaría con que mi papá se ocupara de mantenerme —gruñí.
Elmar hizo un gesto negativo con la mano.
—Vamos, olvida a ese inútil. ¡Adoptemos a Bob! Prácticamente es como un padre sin riesgos ni efectos secundarios.
—Y encima muerto —mencioné.
—Muerto, pero jamaiquino —reafirmó Elmar—. ¡Y con ideales! ¿Cómo te suena: Elmar Marley?
—Loco.
Nos reímos.
—No tan loco como tu nombre, amapola.
Elmar torció su cara, como si mi nombre estuviera sobre su lengua como algo incomible.
—Fridolin… nooo, eso no está nada bien. Es urgente que te cambiemos el nombre… Uno de los hijos de Bob se llama Ziggy. También es músico. Ziggy, es un nombre genial, ¿no?
De repente Elmar dio un salto:
—Ah sí, ¡tengo algo para ti! Pero no está envuelto.
Desapareció en su tugurio de al lado y regresó poco después con mi regalo.
—Es sólo del mercado de pulgas, pero ya no habrá obstáculos en tu carrera musical…
Era una guitarra ligeramente arañada.
—Mira, para ti, Ziggy —dijo Elmar.
Así que el mismo día recibí una guitarra y un nombre nuevo.
Poco después, Elmar y yo fundamos nuestra banda, Sons of the Rastaman.
Ziggy Radinski, guitarra.
Elmar Marley, bongó y voz.
De hecho Elmar quería que yo cantara. Él está convencido de que tengo una gran voz que sólo espera a ser descubierta por el mundo.
—Para nada espera a ser descubierta. Eso lo sabría yo muy bien —digo siempre cuando empieza con eso—. El único lugar en el que cantaré es en mi regadera.
—Pero ahí se va a mojar la guitarra, amapola —me responde Elmar afligido—. ¿Por qué ocultas así tus talentos? Tal vez deberías llevarte tu patito de hule al escenario para vencer tu timidez.
Así es Elmar. Totalmente loco. Claudia tiene razón, es un niñote.
Pero una cosa sé bien: de las seis mil millones de personas que corretean sobre este planeta, él es a quien puedo contarle mi historia de una vez por todas. Después de todo Bob Marley nos adoptó a los dos. Aunque él no sepa nada y por desgracia ya esté muerto.
De Elmar mismo sólo se ven los viejos tenis en este momento porque está acostado sobre su plataforma con ruedas y atornilla algo en el piso de un Volvo.
Me conoce muy bien, se da cuenta de inmediato de que algo no está bien. Pero a diferencia de mi mamá, sabe cómo lograr hacerme hablar: simplemente me deja en paz, hasta que mi propio silencio ya no soporta estar dentro de mi cabeza.
Durante el último mes, el silencio se ha vuelto tan pesado que lentamente me entierra y me sofoco debajo de él. Me quiebra. La verdad tiene que salir ya, sin importar lo que pase después.
¿Pero por dónde debo empezar, qué hilo debo jalar para desenredar este ovillo revuelto que llevo adentro? ¿Cómo debo contar la historia, la historia de nuestra desafortunada hoja de trébol?
Se trata de personas que respiran, que se besan, que lloran, que sudan sangre y sudor. No se trata de personas cualquiera.
Se trata de nosotros cuatro: Judith, Philipp, Anouk y yo.
Elmar se desliza de debajo del Volvo y me mira disgustado.
Ahora o nunca.
Respiro profundo y comienzo.
JUDITH
—Judith, ya llegaron tus amigos a recogerte —me llama mi mamá desde el primer piso.
Ellos son puntuales. Incluso llegaron cinco minutos antes. La mayoría de las personas no prestan atención a esos detalles, pero para mí son muy importantes. Es importante poder confiar en los demás. Y puedo confiar al cien por ciento en Phil.
—¡Sííí, ya voy!
Escupo los últimos restos de pasta de dientes, me enjuago y lanzo una mirada al espejo: piernas largas, una nariz larga que mi papá describe como una orgullosa nariz aguileña.
—Narizota —murmuro resignada—. Una narizota como de bruja. Qué demonios.
Le sonrío rápidamente a mi reflejo en el espejo, después bajo ruidosamente por las escaleras.
Mi mamá está abajo.
—¿No puedes bajar con velocidad normal como otras personas? —me pregunta negando con la cabeza—. ¡Siempre tienes que correr! ¡Vas a llegar corriendo a tu propio entierro!
Tal vez alguna otra mamá le hubiera dado un apretón a su hija para despedirse si ésta se va durante algunos días. Pero entre nosotras no es así.
—Bye, nos vemos pasado mañana —digo, pero hablo al vacío. Mi mamá ya se dio la vuelta. Algo se contrae dentro de mí.
Por suerte veo a Phil que está parado junto a la puerta del jardín y me saluda con la mano. Todo se despeja y aligera en mí. Como cuando corro, cuando llevo buen ritmo. No, esto es mejor que correr.
Le devuelvo el saludo. Después agarro la colchoneta y la mochila y salgo corriendo por la puerta de la casa.
—Ey, bruja —dice Phil cuando llego hasta él y sonríe.
Hago como si me ofendiera que me llame así, pero en realidad me gusta. Porque me recuerda nuestra historia en común.
—Hola, Phil —le respondo. Caminamos juntos hacia el viejo Mercedes blanco que espera al margen de la calle. Anouk, la novia de Phil, está sentada frente al volante.
Phil abre la cajuela del coche.
—Qué bien que puedas pasar dos días de tu lista de-cosas-por-hacer con nosotros en el festival —dice y esboza esa sonrisa tan típicamente suya, en la que sólo tuerce la boca burlonamente. Siempre se burla de mi lista.
—Me ayuda a mantener a la vista el panorama. A separar lo importante de lo que no es importante —me defiendo.
—Fantástico, bruja —dice irónicamente y guarda mi colchoneta en la cajuela.
Además, la cosa con la lista fue de hecho su idea. Entonces teníamos catorce años y nos habíamos entrevistado el uno al otro sobre lo que queríamos lograr en diez años. Cuando tengamos veinticuatro años y hayamos crecido vamos a hacer cuentas y comprobar si luchamos por nuestros sueños y si se hicieron realidad. Ése es el plan.
La lista de Phil, en mi letra ordenada de niña, aguarda en el cajón de mi buró el día de la verdad. No tengo idea de dónde tiene él la mía. Pero de cualquier manera me la sé de memoria.
Lo que la bruja quiere lograr en diez años:
1) Ganar el campeonato juvenil alemán de cien metros planos.
2) Mudarse con Phil a una ciudad muy lejana y vivir allí en un departamento bonito.
3) Estudiar periodismo junto con Phil.
4) ¡Luchar contra la injusticia y la falsedad!
5) Ya no sentirse mal por sus papás.
—En vez de criticar mi lista, deberías alegrarte de que a fin de cuentas los acompaño —respondo indignada y