Paraíso: Ensayos sobre América Latina
Por Eduardo Subirats
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Paraíso - Eduardo Subirats
Paraíso
Ensayos sobre América Latina
Eduardo Subirats
Primera edición electrónica, 2013
D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
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ISBN 978-607-16-1339-4
Hecho en México - Made in Mexico
Índice
Introducción. América Latina: continente vacío y paraíso
Primera parte
I. Siete visiones de América Latina
II. Las poéticas colonizadas de América Latina
III. La resistencia estética
IV. Culturas populares y crisis civilizatoria
Segunda parte
I. Una última visión del paraíso
II. Surrealistas, caníbales y los otros bárbaros
III. Modernidades colonizadas
IV. La escritura y las ciudades
V. La globalización y la destrucción de memorias culturales
VI. Arte popular y cultura digital: el artista omitido
VII. Lina Bo: arquitectura en la metrópoli postcolonial
VIII. Arquitectura y humanismo: homenaje a Oscar Niemeyer
Nota bibliográfica
Para Carolina Krushin
INTRODUCCIÓN
AMÉRICA LATINA:
CONTINENTE VACÍO Y PARAÍSO
Quiero señalar tres momentos, tres aspectos, tres categorías que definen, a mi manera de ver, el estado actual de las culturas en América Latina. Y aquí quiero emplear este concepto de cultura en un sentido completamente heterodoxo desde el punto de vista de los paradigmas manufacturados por los cultural studies. Emplearé, por el contrario, un concepto humanista de cultura como esfera autónoma, como espacio social reflexivo y como mediación intelectual de una comunidad nacional y regional, histórica, religiosa o étnica. Además quiero subrayar el significado de cultura como emancipación en un sentido que les hará recordar a Gramsci.
El primero de estos tres aspectos es el colonialismo. Formularé de manera algo sumaria un concepto que he desarrollado con cierta amplitud en una serie de ensayos y, sobre todo, en El continente vacío. Cuando me refiero a este colonialismo no pienso en un pasado histórico cerrado, y en este sentido disiento de las tesis manipuladas por los postcolonial studies anglosajones. Por el contrario, el colonialismo es un proceso civilizatorio continuo que comenzó con la cristianización violenta de los pueblos de América, prosiguió bajo la bandera de la modernización y hoy cristaliza en nombre de la globalización, consideradas como tres expresiones sucesivas de un mismo principio de subalternidad económica, tecnológica y cultural.
Mi segundo motivo es la modernidad
. A este respecto no me cansaré de repetir algo en lo que he insistido quizás obsesivamente desde que ofrecí mi primera conferencia, cuando todavía era estudiante, en el Berlín de los años setenta: las grandes revoluciones espirituales que definen el concepto de modernidad —el humanismo, la reforma del cristianismo, el paradigma científico copernicano y las filosofías del Esclarecimiento, y no en último lugar las revoluciones religiosas, sociales y epistemológicas que las coronaron— no tuvieron lugar en el mundo ibérico, y menos aún en sus colonias, subordinadas al monopolio cultural de la Iglesia católica.
Nadie puede negar, por otra parte, que las consecuencias de esta modernidad truncada llegan hasta nuestro presente. La crítica que José María Blanco White, el exiliado español paradigmático del siglo XIX, dirigió a una sociedad española que en plena ocupación napoleónica no fue capaz de liberarse de su oscuro legado eclesiástico, y la crítica que el viejo Simón Rodríguez, el más sobresaliente de los intelectuales esclarecidos hispanoamericanos, hizo a una Revolución bolivariana asimismo incapaz de asumir un principio radical de soberanía y democracia, son testimonios tan preciosos como silenciados de esta truncada modernidad.
Pero la cuestión no termina aquí. El planteamiento en estos términos de una modernidad incumplida o atrasada no sería otra cosa que una variante de la retórica paternalista e hipócrita de las ayudas al desarrollo
si no plantease la otra cara de la cuestión. He aquí el dilema: ya se trate de la definición de la ciencia moderna en Francis Bacon, del concepto jurídico moderno de tolerancia en Locke, de la visión moderna del progreso de Condorcet o de la moderna celebración del despliegue del Espíritu en la historia de la filosofía de Hegel, siempre nos encontramos con un rechazo del dogmatismo y la tiranía, siempre llegamos a un ideario de la libertad, pero también siempre nos encontramos con una última y definitiva justificación del colonialismo como coronamiento de este ideario de la libertad, de la tolerancia y de la episteme científica. En la práctica esta ambigüedad se ha traducido en hechos crasos: la simple ignorancia de la revolución de Túpac Amaru en el siglo de los derechos humanos o la simple hipocresía de los portavoces de les lumières frente a la revolución de Haití, y la concepción hasta hoy dominante de que la independencia de las naciones hispanoamericanas es un daño colateral de los valores universales de la Revolución francesa y no el rechazo radical de la razón colonial europea. El latinoamericanismo norteamericano neutraliza esta dualidad, esta doble moral o el simple conflicto de una razón esclarecida a la vez revolucionaria y colonial bajo un concepto formalista de modernidad vacío de contenidos sociales, éticos e intelectuales: un vacío seguidamente compensado por el valor añadido de diferencias
gramatológicamente performateadas de modernidades hemisféricas y periféricas, tempranas y tardías, híbridas o líquidas.
El tercer motivo que quiero señalar es contemporáneo. Al menos intencionalmente comprende los momentos centrales del pensamiento latinoamericano del siglo XX. También lo formularé de manera apresurada: desde un punto de vista cultural (y reitero el compromiso gramsciano
de este concepto de cultura como praxis emancipatoria), el siglo XX es un momento de pleno florecimiento y de plena afirmación de América Latina. No importa adónde dirijamos nuestra mirada: la épica de João Guimarães Rosa, la poética de Huidobro o Arguedas, la novela de Roa Bastos o de Juan Rulfo, la música de Villa-Lobos, la antropología de Darcy Ribeiro o Alfredo López Austin, las arquitecturas de Niemeyer o Lina Bo, la filosofía social de Mariátegui o Josué de Castro, la pintura de Diego Rivera, Wifredo Lam o Tarsila do Amaral, el cine de Glauber Rocha o Tomás Gutiérrez Alea… En este universo de expresiones artísticas e intelectuales encontramos un concepto de socialismo y de civilización innovadores, chocamos con una poderosa reflexión histórica y filosófica sobre el pasado y futuro de la región, confrontamos una visión histórica global altamente diferenciada, y nos vemos envueltos en una expresión estética, en una noción de forma, y en un programa intelectual y un proyecto espiritual originales y radicales y fascinantes.
Todo eso es lo que he tratado de formular en los ensayos que he venido escribiendo en los últimos tiempos y que reúno finalmente aquí bajo la metáfora de Paraíso. Y pongo punto final con un cuarto motivo: la cultura. Pero ahora no me refiero a la cultura en el sentido humanista
al que apelaba anteriormente. Me refiero a la cultura real, la cultura manufacturada de los mass media; me refiero a la producción corporativa de conocimiento, a los monopolios de la cultura industrial, a la cultura administrada; una cultura antihumanista; la cultura como espectáculo.
Terminaré con dos recomendaciones mínimas. Primero, la crítica del espectáculo cultural como última figura de la lógica de la colonización. Segundo: recuperar y reformular la tradición crítica latinoamericana y las tradiciones críticas del pensamiento del siglo XX.
Eduardo Subirats
São Paulo, 27 de noviembre de 2008
PRIMERA PARTE
I
SIETE VISIONES
DE AMÉRICA LATINA
1
Decir que la historia moderna de América Latina es una larga sucesión de crisis es formular un enunciado vacío. No porque América Latina no haya atravesado una serie de situaciones extremas a lo largo de los últimos dos siglos: guerras neocoloniales, dictaduras, persecuciones políticas, migraciones forzadas de masas y una acelerada extenuación de sus recursos naturales y humanos. Es un enunciado vacío porque la palabra crisis
ha perdido el sentido fuerte que un día tuvo para la reflexión sociológica y filosófica moderna. Su difusión mediática ha eliminado la intención de cambio, la voluntad de emancipación y la esperanza de lo nuevo que la ha atravesado a lo largo de los movimientos revolucionarios y anticoloniales del siglo XIX, desde la Independencia de Santo Domingo hasta las revoluciones socialistas que coronaron la primera Guerra Mundial. Las nuevas crisis
han sido apropiadas por el contemporáneo espectáculo mediático de catástrofes y violencia, y por un pragmatismo tecnológico y financiero que es intelectual y humanamente irresponsable.
De todos modos: la historia latinoamericana del siglo XX ha sido una sucesión de catástrofes y de violencias; no una historia de emancipaciones o de cambios. Es una sucesión de situaciones de extrema desesperación social cuyas características pueden resumirse en unos cuantos enunciados elementales. Primero, un desordenado crecimiento económico, subordinado, además, a los intereses hegemónicos de los poderes coloniales en decadencia de Europa y del ascendente imperialismo de los Estados Unidos. Un proceso civilizatorio representado con los eslóganes de desarrollo, modernización y progreso, que ha generado grandes desplazamientos poblacionales hacia los centros industriales, ha abandonado a masas humanas de millones en la miseria y la agonía, y se ha coronado con la configuración de megalópolis ecológica y socialmente insostenibles, como México, São Paulo o Lima. Y se ha acompañado de los fenómenos más perniciosos de la globalización: tráficos ilegales, economías sumergidas, piratería corporativa transnacional, destrucción de memorias culturales, y una continua escalada de violencia militar y paramilitar.
La modernidad latinoamericana del siglo XX se puede resumir en dos trazos: por una parte, un concepto de desarrollo de consecuencias ecológicas y sociales devastadoras; por otra, una constante deriva política sin objetivos sociales y civilizatorios precisos. Se han reiterado a lo largo del siglo pasado las tentativas de soberanía nacional democrática, los proyectos de una distribución equitativa de la riqueza, los esfuerzos hacia un desarrollo cultural autónomo. Son los casos representados por proyectos políticos como los de Jango en Brasil, Allende en Chile o la Revolución cubana antes de su atenazamiento bajo la lógica de la Guerra Fría. Pero han sido también sueños de una posible América Latina sucesiva y brutalmente interrumpidos en un ritmo de dictaduras mercenarias sufragadas por el Primer Mundo, y tan corruptas y criminales como lo fueron los propios gobiernos virreinales de la Corona hispánica: Torrijos, Videla, Pinochet, Geisel… Las esperanzas sociales que cristalizaron en los movimientos populares de las Diretas Já en Brasil o el Nunca Más en Argentina, y que provocaron el derrocamiento de esas dictaduras, deben recordarse también en este mismo sentido. Movimientos sociales amplios en busca de una alternativa histórica. Con resultados políticos ostensiblemente limitados.
Decir que la historia moderna de América Latina es una sucesión de crisis es formular un enunciado negativo. Define el lugar geopolítico de América Latina en el nuevo desorden global como proyecto truncado, como los márgenes de la civilización, como un continente vacío: la misma visión que tenían los filósofos de la Encyclopédie o Hegel en la era del colonialismo esclarecido europeo; la misma que los tratadistas de la guerra justa contra indios
en la edad de la monarquía cristiana.[*]
2
Este marco histórico permite comprender las visiones de América Latina expuestas por algunos de sus escritores más importantes en el siglo XX (a los que la industria cultural europea de las últimas dos décadas ha ahogado literalmente en la masa física de una producción literaria superflua de realismos mágicos): José María Arguedas, Miguel Ángel Asturias, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa, Augusto Roa Bastos… Intelectuales que han descrito en sus narraciones y en sus intervenciones públicas el trauma una y otra vez repetido a lo largo de la historia americana: la clara visión de un fracaso de su soberanía política y su integración social; la conciencia de una sociedad que se derrumba tras cada intento de recuperar sus quebradas fuerzas; el dolor humano frente a un poder político que lo somete sin contemplaciones bajo un principio de ilimitada crueldad.
El Señor Presidente de Asturias es un canon a la vez literario y político de toda una época histórica en América Latina: el análisis de una dictadura arcaica, basada en la extorsión y el expolio, indiferente a los efectos socialmente devastadores de su violencia institucional, enmascarada bajo la mediocridad y la ineficacia, y last but not least, apadrinada por el cinismo político de la diplomacia privada y pública del Primer Mundo. Y quiero subrayar, frente a los oídos sordos de la academia, la industria cultural y los mass media del Primer Mundo, que el Señor Presidente de Asturias no ha sido precisamente un caso aislado. Ha sido y sigue siendo un prototipo de los presidentes elegidos y no elegidos de América Latina, y transformados, por un campo de fuerzas locales y globales siniestras, en dictadores criminales.
Pedro Páramo de Juan Rulfo constituye otra obra canónica. Pero, ante todo, esta novela es el grito de agonía de las diosas de la reproducción y la vida que hoy todavía comparten los pueblos aztecas, zapotecas o huicholes, pueblos desplazados a lo largo de siglos de colonialismo, que sobreviven en condiciones de extrema pobreza en los desiertos y cordilleras de México. Pedro Páramo es el relato de la agonía de un pueblo, de sus dioses y sus formas de vida bajo el poder brutal del cacique hispánico y en el marco político de la modernidad mexicana.
El tercer autor que tiene que mencionarse en esta rápida visión es Roa Bastos, quien en una de las novelas más importantes de la literatura del siglo XX, Yo, el Supremo, ha llevado a cabo una deconstrucción crítica de la razón moderna y su principio de subjetividad soberana. Y lo ha hecho desde una perspectiva histórica, política y culturalmente específica. Que no es la de un Doctor Faustus trasladado a una Alemania sucesivamente arrasada por las guerras europeas del siglo pasado. Ni tampoco puede compararse enteramente con el punto de vista de la destrucción interna del sujeto de la dominación racional y moderna que reflejaron Kafka o Beckett en sus novelas.
Yo, el Supremo plantea el desmoronamiento de los ideales modernos de soberanía, igualdad o libertad a partir de la experiencia histórica de un Paraguay que, en el siglo XIX, abandonó la ferocidad colonial hispánica para caer en las sanguinarias estrategias del neocolonialismo británico: con el balance de uno de los genocidios de indígenas más horrendos en la serie de genocidios que atraviesa la historia fundacional de las Américas. En la figura literaria del Dr. Francia, a la vez héroe moderno de la independencia de Paraguay y tirano arcaico, confluyen las fuerzas elementales de esta historia fundacional precisamente. Por una parte, la brutalidad tosca y despiadada del poder español, y el mesianismo fanático que enardeció sus cruzadas cristianas en el continente. Por otra, la esquizofrenia de una independencia soberana que se pronunció en favor de los derechos humanos, el progreso y la democracia, pero al mismo tiempo hundió irreversiblemente a los pueblos de la América ex hispánica en la violencia, el caos y la miseria. Roa Bastos pone de manifiesto los contrasentidos y absurdos que atravesaba este proceso de formación de la modernidad latinoamericana. Y lo hace a partir de la desintegración a la vez política y psicológica del libertador Francia, símbolo de la disolución interna de los postulados elementales que acompañan la constitución epistemológica, ética y política de esta recolonizada independencia latinoamericana.
Pero esta novela se distingue en un aspecto esencial de las deconstrucciones del sujeto moderno en la literatura europea del siglo XX, ya sea en su expresión fáustica, ya en su fórmula cartesiana o en su arquitectura lógico-trascendental. Su diferencia consiste en el carácter fundacional de su fracaso. El protagonista de las novelas de Beckett, en una obra como Molloy, conserva, a pesar de su patética autodisolución espiritual, la consistencia discursiva de un ex sujeto cartesiano o trascendental. El dictador de Roa Bastos habla, por el contrario, en nombre de una voluntad racional y de una soberanía ética y política que nunca han sido otra cosa, en la historia real de las naciones latinoamericanas, que una ficción del método, bajo cuyas seducciones barrocas se han amparado a menudo las mismas prácticas de despotismo y expolio de los peores periodos de la monarquía hispánica.
Todas estas obras literarias comparten, por otra parte, una vocación similar y un mismo destino. Lingüísticamente hablando poseen una extraordinaria riqueza, fruto de un diálogo entre las culturas europeas y americanas que el colonialismo moderno ha enfrentado entre sí como otredades irreductibles o identidades ontológicamente opuestas. Todas ellas están atravesadas por un intachable compromiso intelectual que no se detiene ante las consecuencias más siniestras de la lógica colonizadora de la civilización occidental. Todas ellas han tenido que inventar formas originales de expresión para poder describir una realidad compleja hasta los límites de lo inefable, en la que el escarnio, la corrupción y las formas más extremas de violencia se han cruzado en el camino con expresiones poéticas de la mayor delicadeza. Pero si se puede hablar de un destino común a todos estos ensayos literarios es, sobre todo, porque todos ellos señalan un límite terminal: existencial, político, civilizatorio.
Las novelas y la poesía de Arguedas describen un mundo en que los conflictos espirituales y sociales entre el europeo y el indio
se han vuelto tan extremos e irrefrenables que desbarran lo imaginable: la violencia, renovadas formas de esclavitud, todas las expresiones más siniestras de degradación espiritual y física, los cuadros de las masacres más absurdas y humillantes, la angustia, un vaciamiento sistemático del tiempo y del ser. Guimarães Rosa relata una guerra épica de dimensiones cósmicas, pero que es además una guerra terminal, en el sentido en que en su novela todos se saben, de un modo u otro, prisioneros de un destino de violencia y destrucción. Tudo ali era à maldição, as sementes de matar […] uma guerra de dentro e outra de fora, cada um cercando y cercado
, exclama en este sentido Riobaldo, el jefe jagunço de Grande Sertão: Veredas.[1] Rulfo desentierra a las diosas precoloniales de la vida y de la muerte, sepultadas en un mundo subterráneo sin lugar ni tiempo, bajo el terror despótico de la tradición colonial de Castilla. Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras
; con estas últimas palabras se describe en la novela Pedro Páramo la muerte del cacique mexicano.[2] Esta muerte del tirano, del cacique, del sujeto colonial moderno, arrastra consigo la extinción de Comala, un pueblo miserable de almas en pena que otrora fue un paraíso, a lo largo de una inacabable letanía poética de lamentos y agonía. Y, en un cuadro histórico definido por la parodia de una revolución anticolonial y la caricatura grotesca de su sujeto histórico, el dictador-libertador de las independencias y revoluciones sociales latinoamericanas creado por Roa Bastos se confiesa: "La llama de la Revolución se había apagado en ti, seguiste engañando […] con la astucia más ruin y perversa, la de la enfermedad […] enfermo de ambición y de orgullo, de cobardía y de miedo […] Entronizada en la tramoya del Poder Absoluto, la Suprema Persona construye su propio patíbulo. Es ahorcada con la cuerda que sus manos hilaron. Deus ex machina. Farsa. Parodia. Pipirijaina del Supremo Payaso…"[3] También la novela de Asturias cierra sus páginas bajo el signo de esa misma conciencia dividida y angustiada frente a un cataclismo final que no deja resquicios para ningún tipo de esperanza.
No es difícil reconocer en estas obras las prácticas reales de políticas autoritarias y genocidios, el destino indefinidamente repetido de violencia, persecución y exilio que ha recorrido la historia moderna de América Latina. Y, sin embargo, no todo termina aquí. Es preciso reconocer al mismo tiempo la poderosa dimensión afirmativa que las puebla. Arguedas rescata la metafísica de las grandes culturas precoloniales de los Andes. Recupera y reintegra sus memorias en el medio de su lengua, el quechua, y en el medio de su experiencia chamánica de la naturaleza, que se confunden con su visión poética de las cosas. Y las incorpora a una lengua europea, el castellano, y a la consiguiente construcción teológica y epistemológica del mundo occidental
. Asturias redime con su poética mal llamada surrealista a los indios y mestizos desheredados en los slums de las megalópolis postcoloniales de las Américas. Rulfo resucita a las diosas y los ciclos cósmicos de la vida y de la muerte de las culturas originarias de México.
La obra de Guimarães Rosa destaca muy especialmente en este sentido. Sus historias y personajes están animados por una religiosidad pagana, una vitalidad no quebrantada por la culpa cristiana, una voluntad rebelde, en fin, un deseo inquebrantable de ser. El duelo final en el que culmina Grande Sertão es un enfrentamiento entre temibles titanes. El odio y la venganza, el miedo y la locura, la violencia sanguinaria y la agonía despliegan también aquí una catástrofe de dimensiones apocalípticas. Una catástrofe tanto más aterradora cuanto sus constituyentes poseen al mismo tiempo algo de irrelevante, de gratuito y de absurdo. Pero su novela pertenece al género de los libros de caballerías. Es una celebración del jagunço como guerrero mítico y héroe popular. Y a través de la idealización épica de la nobleza moral del héroe, de su amor ideal y casto, de su respeto a las leyes y costumbres o de su valor ante el peligro, se afirma una poderosa voluntad de ser y de sobrevivir: su profunda dimensión espiritual. Eu somente queria era – ficar sendo! […] Eu queria ser mais do que eu
, son las significativas palabras del jefe guerrero Riobaldo al final de su ciclo heroico.[4]
Esta resistencia del ser, de un ser que es más que la supervivencia de un Yo y que, como epos, trasciende precisamente el horizonte moral y ontológico del sujeto de la narración, se confunde con la resistencia de todo un pueblo. Es la resistencia de los campesinos del sertão de Minas Gerais, de sus sabidurías cósmicas y sus conocimientos supersticiosos, la voluntad de ser de su memoria milenaria y la nobleza inquebrantable de sus formas de vida hasta el día de hoy.
3
Deseo pasar a otro asunto: la Antropofagia brasileira. Esta palabra todavía hoy levanta recelos y escándalos en los recatados escenarios de la cultura mediática postmoderna. ¡Antropofagia! No, no me refiero a su domesticación académica bajo las jergas del hibridismo y los "mambo-montages". Tampoco a la trivialidad aburrida de un surrealismo cannibale
adoptado por las orgías de consumo real-maravilloso en el espectáculo de la cultura global contemporánea. La antropofagia, ni bajo sus carnívoras expresiones indígenas, ni bajo sus variaciones metafóricas para salones y revistas de vanguardias literarias brasileiras, nunca fue la consumación electrónica de los signos consumidos en la cultura-espectáculo-consumo. Tampoco es la chatura abaratada del pop art. La revuelta artística de la Antropofagia ha sido otra cosa. Momento radicalmente reflexivo del arte del siglo XX en América Latina. Metáfora de un pensamiento renovador de todo lo humano, políticamente, espiritualmente, sexualmente.
En 1928, Oswald de Andrade hace público un Manifesto Antropófago. Já tínhamos o comunismo. Já tínhamos a língua surrealista. A idade de ouro. A magia e a vida…
, escribió entre risas y provocaciones en uno de sus aforismos. Ese mismo año, Mário de Andrade publica la novela épica del héroe latinoamericano por excelencia: Macunaíma. El héroe de nuestra gente
, como lo subtituló su autor. Pues bien, tanto esta novela como el Manifesto, y gran parte de los ensayos escritos en torno al grupo de intelectuales y artistas de São Paulo que integraron esta vanguarda antropófaga, pueden y deben entenderse como el relato poético del final de un ciclo histórico. Lo mismo que el cuadro histórico negativo que arrojan los hombres-pantera
de Guimarães Rosa o el dictador perpetuo
de Roa Bastos.
Cierto: Oswald de Andrade reivindicaba la libertad sexual y el comunismo, la armonía con la naturaleza y la igualdad social. Además, Macunaíma es un héroe dionisiaco. Pero esa libertad dionisiaca de la selva se presenta, por lo pronto, como un paraíso ya perdido. Y Macunaíma tampoco es, después de todo, más que un último superviviente de las memorias cosmológicas milenarias que abrigaba Amazonía. Debe subrayarse todavía otra circunstancia: Este sujeto épico realiza un viaje simbólico que comienza en una selva ecuatorial latinoamericana, enfáticamente situada en un lugar incierto entre las fronteras virtuales que separan Venezuela, Colombia y Brasil. Y el relato de sus aventuras termina en el laberinto de la metrópoli postcolonial de São Paulo. Pero Macunaíma debe considerarse como un antihéroe civilizatorio o un héroe anticivilizatorio. Porque su viaje iniciático de la selva a la ciudad no inaugura o revela el orden y esplendor de la civilización en modo alguno. La novela Macunaíma no es una celebración vanguardista de la modernidad en sus expresiones coloniales o postcoloniales, capitalistas o soviéticas. Es más bien una crítica de la sociedad industrial moderna en la que todo son máquinas
. Es precisamente una de las críticas más radicales y poéticas que se hayan escrito contra las utopías del maquinismo formuladas por las vanguardias futuristas y las políticas fascistas y soviéticas de la Europa de los años veinte y treinta.
Se trata, por otra parte, de una crítica dionisiaca en el sentido en que el héroe revela a lo largo de sus peripecias la deshumanización de la civilización industrial: a través de sus fracturas y heridas corporales, de la frustración erótica y de la violencia física inherentes a la vida cotidiana en la metrópoli industrial. El antihéroe Macunaíma muestra la inhumanidad de la civilización moderna a través de la corrupción de su cuerpo y de su alma, y de las sucesivas fracturas de la unidad cósmica que integraba el universo indígena en una armonía paradisiaca.
Macunaíma es un héroe negativo en un doble sentido. Lo es porque no establece un orden, no erige el poder de la ley, no funda una civilización, ni representa ningún tipo de ejemplaridad. Es lo que lo distingue de los héroes clásicos, como Krishna o Heracles. Pero este héroe de Mário de Andrade es negativo también o sobre todo porque, al regresar de la metrópoli a la selva, hambriento, extenuado y malherido, y espiritualmente derrotado por ese mundo de máquinas y leyes deshumanizadas que representa São Paulo, ya no encuentra sus profundidades misteriosas, ni puede hablar con sus seres espirituales, ni juguetear eróticamente con sus libidinosas mujeres. El cosmos paradisiaco de sus orígenes había desaparecido sin dejar rastro. Ya sólo era un páramo.
Sin embargo, la sensibilidad que envolvió a la vanguardia antropofágica
brasileira lo era todo menos romántica. Y lo era todo menos local (contra lo que piensan los latinoamericanistas mejor intencionados). Oswald de Andrade formuló una crítica de la civilización industrial inspirada directamente en la genealogía del cristianismo de Nietzsche, en la crítica del capitalismo de Marx, en la reconstrucción arqueológica de una edad del matriarcado expuesta por Bachofen y en la crítica del racionalismo de Freud. Todo ello lo integraba subsecuentemente a la concepción chamánica de la naturaleza y a la configuración igualitaria de la comunidad indígena. Debe subrayarse además lo que siempre se deja precisamente de lado como un significante superfluo. El Movimento Antropófago articulaba esta crítica de la sociedad patriarcal y capitalista desde la perspectiva de una crítica filosófica y política del colonialismo. Una crítica que no solamente trataba de poner en cuestión su lógica depredadora, sino que estaba dotada además de una dimensión afirmativa, atravesada por una vitalidad espontánea y sin culpa, y envuelta en una seducción poética que marxistas y postmarxistas, colonialistas y postcolonialistas sólo han sabido ignorar. Y la Antropofagia ponía de manifiesto, por encima de todo ello, la superioridad artística y existencial, erótica y metafísica de las formas de vida de la selva frente a la decadencia y el nihilismo que ha herido mortalmente a la sociedad occidental en la era de las guerras industriales y del holocausto atómico y ecológico de la humanidad.
En las últimas páginas de Macunaíma el héroe es golpeado, herido y despedazado. Este final es digno de atención. La tortura, la flagelación y el despedazamiento corporales han sido prácticas comunes que han acompañado la acción civilizadora en América, desde las masacres y violaciones masivas que acompañó el proceso de la Conquista hasta las estrategias genocidas que ha secundado el concepto de modernización bajo los poderes militares y corporativos del siglo XX. El significado espiritual arcaico de este despedazamiento físico es la separación de la unidad cósmica del cuerpo y el alma de la víctima, punto de partida fundamental de la ética negativa de la culpa, y de la subsiguiente subjetivación a través del castigo y el perdón cristianos. Su significado político moderno ha sido la escisión de la unidad ética del intelectual y la sociedad. Por eso la violencia física, la tortura y el despedazamiento ponen de manifiesto de manera ostensible y reveladora en la novela épica de Mário de Andrade la herida constituyente y el punto de partida del orden corporal y político del proceso civilizatorio.
Pero las aguas del río se llevaron los miembros fragmentados del cuerpo de Macunaíma y las pirañas acabaron devorándolos. Es el símbolo sacrificial de un renacimiento. Y el Movimento Antropófago ha sido precisamente este renacimiento artístico latinoamericano que desde la novela dionisiaco-amazónica Macunaíma llega a la fantasía plástica y al misticismo