El gato canoso: Cuentos
Por Leonardo Killian
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Si una historia se va transmitiendo a través de muchas generaciones, bien podríamos imaginar que el tiempo no separa a los lectores de distintas épocas. Una lectura compartida demuele las distancias.
En el fantástico mundo del gato canoso, algunos cuentos nos llegan como segundas versiones de historias repetidas, tantas veces representadas que ya nada nos dicen. No iluminan al que los escucha y se terminan convirtiendo en el ruido de fondo de una herencia imprecisa. No podemos participar de ellas al no reconocerlas como algo vivo.
Esto en cuanto a las historias. Pero las versiones cambiadas abren el panorama del lector para que pueda participar. ¿En qué?
En reconocer todas las posibilidades que se ocultan en el hecho de contar un cuento.
Alguien escucha –o lee– y se pregunta por la verdad; o mejor, por la posibilidad de que todo no sea como nos lo cuentan una y otra vez.
Cualquier cuento puesto a circular nos puede volver con un rostro cambiado. Cualquier cuento nos adivina el futuro si cumplimos la parte que nos toca.
Una obediencia a la historia nos lleva a la repetición y al destino escrito. Varias cosas atentan contra esto. Puede ser la ignorancia de confundir a Papá Noel con la Mazorca; o creerse un druida. O el rescate de una herencia familiar en imágenes o Bogart paseando por Parque Chas…
Los cuentos del gato canoso nos hablan de todas las posibilidades de combinación que existen cuando desconfiamos del final de cualquier historia. O cuando no importa tanto el momento histórico en que transcurren si nos animamos a traerlas al presente y ponemos a conversar cierta lectura del pasado con una de este tiempo.
Alguien está contando algunos secretos. No tiene todos los datos que hacen falta para que sea una verdad revelada, pero una verdad a medias a veces sirve para abrir los ojos.
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El gato canoso - Leonardo Killian
Killian
Agradecimientos
A mi hermano Carlos A. Killian, por el dibujo del gato.
A Susy Galván por la atenta lectura y corrección.
Prólogo
El fantástico mundo del Gato Canoso
Si una historia se va transmitiendo a través de muchas generaciones, bien podríamos imaginar que el tiempo no separa a los lectores de distintas épocas. Una lectura compartida demuele las distancias.
Algunos cuentos nos llegan como segundas versiones de historias repetidas, tan repetidas y tantas veces representadas que ya nada nos dicen. No iluminan al que los escucha y se terminan convirtiendo en el ruido de fondo de una herencia imprecisa. No podemos participar de ellas al no reconocerlas como algo vivo.
Esto en cuanto a las historias. Pero las versiones cambiadas abren el panorama del lector para que pueda participar. ¿En qué?
En reconocer todas las posibilidades que se ocultan en el hecho de contar un cuento. Como Macedo, alguien junta datos sobre personas a las que la realidad y la ficción las cruzan en una herencia.
Nada de todo ese trabajo tiene mucho sentido si uno no termina por contárselo a otro y lo completa tratando de adivinar lo que no sabe.
Un paso más: imaginando.
Alguien escucha –o lee– y se pregunta por la verdad; o mejor, por la posibilidad de que todo no sea como nos lo cuentan una y otra vez.
Cualquier cuento puesto a circular nos puede volver con un rostro cambiado. Cualquier cuento nos adivina el futuro si cumplimos la parte que nos toca.
Una obediencia a la historia nos lleva a la repetición y al destino escrito. Varias cosas atentan contra esto. Puede ser la ignorancia de confundir a Papá Noel con la Mazorca; o creerse un druida. O el rescate de una herencia familiar en imágenes o Bogart paseando por Parque Chas…
Los cuentos que tenemos a continuación nos hablan de todas las posibilidades de combinación que existen cuando desconfiamos del final de cualquier historia. O cuando no importa tanto el momento histórico en que transcurren si nos animamos a traerlas al presente y ponemos a conversar cierta lectura del pasado con una de este tiempo.
Alguien está contando algunos secretos. No tiene todos los datos que hacen falta para que sea una verdad revelada, pero una verdad a medias a veces sirve para abrir los ojos.
Ahora tengo que encontrar como salir de Parque Chas donde no sólo se cruzan las calles sino los tiempos.
Luciano José Ciarlotti
Ilsa Lund
La historia me llegó un domingo por la tarde, aburrido y húmedo, en el bar.
Colón. A esa hora vacío o casi, con la sola presencia de Macedo, dueño, cocinero y mozo, que, junto a la ventana que da a Triunvirato, leía la Quinta, lapicera en mano y anotando vaya uno a saber qué resultados o combinación timbera.
Me hizo señas, sin hablar, para que pasara y, acercando una silla me dispuse a escuchar. Las charlas de Macedo se remitían a un charlante, él, y un escuchante, yo. Pero esa tarde valió la pena.
Todo comenzó cuando le comenté no sé qué cosa sobre la plaza que estaban remodelando en el barrio de su niñez y también de la mía. Ahí me agarró del brazo y con esa mirada entre jodona y alucinada que tan bien le conocía me preguntó ¿Te acordás de Casablanca? ¿Viste cuando el avión se va y Bogart se queda con el petiso? Bueno, ¿a dónde va el avión?
Me quedé mudo y con mi orgullo cinéfilo malherido al no poder contestar.
A Portugal. Bueno, después de idas y vueltas, llegó a Portugal donde la policía de Salazar lo tenía marcado a Lazlo y ahí nomás lo detuvieron. Al pobre tipo lo mandaron a Alemania y hasta allí es lo que se sabe. Contra la rubia no tenían nada, pero le dieron veinticuatro horas para dejar Lisboa y el país.
Un tal Arnaldi, capitán de El Pampero, un barco mercante que salía al otro día para Buenos Aires, la encontró en un café del puerto, adonde había ido a cenar y, no sabemos si por compasión o calentura la invitó a embarcarse.
Cuando llegó traía solo lo puesto, un traje sastre, un sombrero y una valijita. No hablaba castellano, no conocía a nadie y no tenía un centavo.
Da la casualidad que mi tía Ángela había ido al puerto a buscar a unos primos lejanos que venían de España y cuando la vio, parece que se imaginó el cuadro y la invitó a la pensión que tenía en la calle Turín, acá en Parque Chas.
La tía, chismosa y dueña de la lengua más envenenada de los alrededores me contó que sus primeros tiempos fueron difíciles, pero la Argentina de entonces era un paraíso. Dando clases particulares de francés y de inglés, la rubia salió adelante enseguida, debiendo admitir la bruja que a partir de entonces nunca dejó de pagar en término y que jamás le pidió un centavo a nadie. Eso sí, nunca le perdonó que fumara, hábito extraño en una mujer por esos años.
Por lo demás no recibía a nadie y prácticamente no se daba con ningún vecino. Buenos días, buenas tardes, buenas noches y chau; eso era todo.
Su única salida eran unos paseos por el puerto, una o dos veces al mes. Se sentaba a mirar el río y, sin dejar de fumar, paseaba mirando interesada el mundo marinero que inundaba por esos años el bajo y Retiro.
Los años pasaban dulces. Se terminó la guerra y aparecía Perón.
El cine traía en los noticieros imágenes de un horror que descomponía. El mundo y la Argentina cambiaban; Parque Chas cambiaba: polacos, húngaros, judíos, ucranianos y más tanos se instalaban en el barrio. La feria de la esquina parecía una reunión de las Naciones Unidas; todos a los gritos entendiéndose como se podía, pero sin duda, con ganas de entenderse.
Si habían salido de ese horror, peor no podrían estar jamás.
Alguno de