Una hija de Eva
Por Honoré de Balzac
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Honoré de Balzac
Honoré de Balzac (geb. 20. Mai 1799 in Tours; gest. 18. August 1850 in Paris) war ein französischer Schriftsteller. In den Literaturgeschichten wird er, obwohl er eigentlich zur Generation der Romantiker zählt, mit dem 17 Jahre älteren Stendhal und dem 22 Jahre jüngeren Flaubert als Dreigestirn der großen Realisten gesehen. Sein Hauptwerk ist der rund 88 Titel umfassende, aber unvollendete Romanzyklus La Comédie humaine (dt.: Die menschliche Komödie), dessen Romane und Erzählungen ein Gesamtbild der Gesellschaft im Frankreich seiner Zeit zu zeichnen versuchen.
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Una hija de Eva - Honoré de Balzac
EVA
UNA HIJA DE EVA
A las once y media de la noche, y en uno de los palacios más hermosos de la calle Neuve-des-Mathurins, estaban sentadas dos mujeres delante de la chimenea de un boudoir tapizado con ese terciopelo azul de suaves reflejos tornasolados, que la industria francesa no ha sabido fabricar hasta estos últimos años. Un artista ha cubierto sus puertas y ventanas con mullidas cortinas de cachemira de un azul semejante al del tapizado. Una lámpara de plata, adornada con turquesas y suspendida por tres cadenas de un hermoso labrado, cuelga de un lindo rosetón colocado en el centro del techo. El estilo decorativo se extiende a los más pequeños detalles e incluso a ese mismo techo cubierto de seda azul con aplicaciones de cachemira blanca, cuyas largas bandas plisadas caen con simetría sobre el tapizado, al que están sujetas por lazos de perlas. Los pies encuentran el cálido tejido de una alfombra belga, gruesa como un césped y con un fondo gris de lino sembrado de ramilletes azules.
El mobiliario, tallado en madera maciza de palisandro, según los modelos más bellos de la época antigua, realza con sus tonos ricos la insipidez del conjunto, un tanto desvanecido, como diría un pintor. El respaldo de las sillas y de las butacas ofrece a la vista lindos estampados de una rica tela de seda blanca, recamada de flores azules y con un amplio marco de follaje delicadamente recortado en la madera.
A cada lado de la ventana, dos repisas muestran sus mil preciosas bagatelas, esas flores de las artes mecánicas que se han abierto bajo el fuego del pensamiento. Sobre la chimenea, de mármol turquí, las porcelanas más caprichosas de la vieja Sajonia, esos pastores que van a unas bodas eternas llevando delicados ramilletes en la mano, especie de figurillas chinescas alemanas, rodean un reloj de platina, nielado de arabescos. Por encima de todo esto, brillan los cortes acanalados de un espejo de Venecia con un marco de ébano lleno de figuras en relieve y procedente de alguna vieja residencia real. Dos jardineras mostraban a la sazón el lujo enfermizo de los invernaderos: unas pálidas y divinas flores, las perlas de la botánica.
En aquel boudoir frío, ordenado y limpio, como si estuviese en venta, no hubieseis podido encontrar ese travieso y caprichoso desorden en el que se revela la felicidad. Allí todo estaba entonces en armonía, ya que las dos mujeres lloraban. Todo parecía, pues, doliente.
El nombre del propietario, Fernando du Tillet, uno de los banqueros más ricos de París, justifica el lujo desenfrenado que adorna la casa y del cual este boudoir puede servir como muestra. Aunque sin familia y aunque advenedizo,
¡Dios sabe cómo!, Du Tillet se había casado en 1831 con la hija menor del conde de Granville, uno de los nombres más célebres de la magistratura francesa, llegado a par de Francia después de la revolución de Julio. Este
matrimonio de ambición fue comprado por medio del reconocimiento en el contrato de una dote no recibida, tan considerable como la de la hermana mayor, casada con el conde Félix de Vandenesse. Por su parte, los Granville habían logrado en su tiempo esta alianza con los Vandenesse mediante la enormidad de la dote. De este modo, la Banca reparó la brecha que la nobleza había hecho a la magistratura. Si el conde de Vandenesse se hubiera podido imaginar, tres años antes, cuñado de un señor Fernando, llamado Du Tillet, no se habría casado quizá con la que era su mujer; pero ¿qué hombre era capaz, a fines de 1828, de prever las extrañas mudanzas que el 1830 iba a traer a la política, a las fortunas y a la moral de Francia? Habría pasado por loco quien le hubiera dicho al conde de Vandenesse que en aquella contradanza perdería su corona de par, que iría a encontrarse en la cabeza de su suegro.
Encogida en una de esas butaquitas llamadas chauffeuses, en la actitud de una mujer que escucha con atención, la señora Du Tillet oprimía contra su pecho con una ternura maternal y besaba de cuando en cuando la mano de su hermana, la señora Félix de Vandenesse. En sociedad se unía al apellido el nombre de pila, para distinguir a la condesa de su cuñada, la marquesa, mujer del ex embajador Carlos de Vandenesse, el cual se había casado con la rica viuda del conde de Kergarouët, una señorita de Fontaine. Recostada a medias en una confidente, con un pañuelo en la otra mano, la respiración entrecortada por sollozos reprimidos y los ojos llenos de lágrimas, la condesa acababa de hacer esas confidencias que sólo se hacen de hermana a hermana, si las dos se quieren; y aquéllas se querían con ternura. Vivimos en una época en la que dos hermanas que habían contraído unos matrimonios hasta tal punto extraños pueden tan fácilmente no quererse, que un historiador está obligado a consignar las causas de aquel cariño, conservado sin mancha ni deterioro en medio del desdén mutuo de sus maridos y de las desuniones sociales. Una rápida ojeada sobre su infancia explicará su situación respectiva.
Educadas en una casa sombría del Marais por una mujer devota y de una inteligencia estrecha que, consciente de sus deberes, según la frase clásica, había cumplido la primera obligación de una madre para con sus hijas, María Angélica y María Eugenia llegaron al momento de su boda, la primera a los veinte años y la segunda a los diecisiete, sin haber salido jamás de la zona doméstica sobre la que se cernía la mirada materna. Hasta entonces, no habían ido a ningún espectáculo, y sus teatros lo fueron las iglesias de París. En suma, su educación había sido tan rigurosa en casa de su madre como hubiera podido serlo en un claustro. Desde que llegaron a la edad de la razón, habían dormido siempre en una alcoba contigua a la de la condesa de Granville, y cuya puerta permanecía abierta durante la noche. El tiempo que les dejaban libre los deberes religiosos o los estudios indispensables a dos niñas de alcurnia, y los cuidados de su persona, pasábanlo en labores de aguja para los pobres y en paseos del género de ésos que se permiten los ingleses los domingos, diciendo:
«No vayamos tan de prisa, pues parecerá que nos estamos divirtiendo». Su instrucción no excedió los límites impuestos por unos confesores elegidos entre los eclesiásticos menos tolerantes y más jansenistas. Jamás fueron entregadas a unos maridos unas jóvenes más puras ni más vírgenes: su madre parecía haber visto en este punto, bastante esencial por otra parte, el remate de todos sus deberes con el cielo y con los hombres. Aquellas dos pobres criaturas, antes de su matrimonio, no habían ni leído novelas ni dibujado otra cosa que figuras cuya anatomía le hubiese parecido a Cuvier la obra maestra de lo imposible, y grabadas de un modo capaz de feminizar al propio Hércules Farnesio. Una solterona les enseñó a dibujar. Un respetable sacerdote les enseñó la gramática, la lengua francesa, la historia, la geografía y lo poco de aritmética que necesitan las mujeres. Sus lecturas, seleccionadas de los libros autorizados, como las Cartas edificantes y las Lecciones de Literatura de Noël, se hacían de noche, en voz alta, pero en compañía del director espiritual de su madre, pues podrían encontrarse pasajes que, sin prudentes comentarios, hubiesen despertado su imaginación. El Telémaco de Fenelón se juzgó peligroso. La condesa de Granville amaba lo bastante a sus hijas para querer hacer de ellas unos ángeles al modo de María Alacoque, pero ellas hubiesen preferido una madre menos virtuosa y más amable. Esta educación dio sus frutos. Impuesta como un yugo, y presentada bajo formas austeras, la religión fatigó con sus prácticas aquellos corazones inocentes, tratados como si hubiesen sido criminales; reprimió sus sentimientos, y, a pesar de echar en ellos profundas raíces, no fue amada. Las dos Marías habían de hacerse imbéciles o anhelar su independencia: desearon casarse en cuanto pudieron entrever el mundo y comparar algunas ideas; pero ignoraban sus propias gracias encantadoras y su valor. Ignorando su candor, ¿cómo podían conocer la vida? Encontrábanse sin armas contra la desgracia y sin experiencia para poder apreciar la felicidad. En el fondo de aquella cárcel materna, sólo de ellas mismas sacaban consuelo. Sus dulces confidencias, por la noche, en voz baja, o las escasas frases cambiadas cuando su madre las dejaba por unos instantes, contuvieron a veces más ideas de las que las palabras podían expresar. Con frecuencia, una mirada hurtada a todos los ojos y por la que se comunicaban sus emociones, fue como un poema de amarga melancolía. La contemplación del cielo sin nubes, el perfume de las flores, una vuelta al jardín cogidas del brazo, les ofrecían placeres inauditos. La terminación de una labor de bordado les causaba un inocente júbilo. La sociedad de que su madre se rodeaba, lejos de ofrecer algunos recursos a su corazón o de estimular su mente, sólo podía ensombrecer sus ideas y contristar sus sentimientos, ya que se componía de viejas rígidas, secas y sin gracia, cuya conversación versaba sobre las diferencias que distinguían a los predicadores o directores de conciencia, sobre sus pequeños achaques y sobre los acontecimientos religiosos más imperceptibles aun para el Quotidiennne o para L’Ami de la Religión. En
cuanto a los hombres, sus rostros eran tan fríos y tristemente resignados que hubiesen podido apagar las antorchas del amor; todos habían llegado a esa edad en la que el hombre es triste o malhumorado, y en la que la sensibilidad no se ejerce más que en la mesa y no se refiere sino a las cosas que conciernen al bienestar. El egoísmo religioso había secado aquellos corazones consagrados al deber y atrincherados tras de la práctica externa. Silenciosas sesiones de juego les ocupaban casi toda la velada. Las dos chiquillas, que se encontraban como desterradas de aquel sanedrín mantenido por la severidad materna, odiaban a aquellos personajes desoladores de ojos hundidos y rostros ceñudos.
Sobre las tinieblas de aquella vida se dibujó vigorosamente una sola figura de hombre, la de un profesor de música. Los confesores habían decidido que la música era un arte cristiano, nacido en la Iglesia católica y desarrollado por ella. Permitióse, pues, a las dos jovencitas que aprendiesen música. Una señorita con gafas, que enseñaba solfeo y piano en un convento vecino, las abrumó a ejercicios. Pero cuando la mayor de sus hijas cumplió diez años, el conde Granville demostró la necesidad de tomar un profesor. La señora de Granville prestó todo el valor de una obediencia conyugal a aquella concesión necesaria, pues entra en el sistema de las beatas el convertir en mérito el cumplimiento de los deberes. El profesor fue un alemán católico, uno de esos hombres que han nacido viejos y que tendrán siempre cincuenta años, incluso a los ochenta. Su rostro chupado, arrugado y moreno, conservaba algo de infantil y de ingenuo en sus negruras. Animaba sus ojos el azul de la inocencia, y la alegre sonrisa de la primavera anidaba en sus labios. Sus viejos cabellos grises, arreglados de un modo natural como los de Jesucristo, añadían a su aire extático algo de solemne que disfrazaba su carácter: era capaz de cometer una tontería con la gravedad más ejemplar. Sus ropas eran una envoltura necesaria a la que no prestaba atención alguna, pues sus ojos se dirigían demasiado alto, a las nubes, para poderse fijar en las cosas materiales. Por ello, este gran artista ignorado pertenecía a la clase amable de los olvidadizos, que entregan su tiempo y su alma a los demás, igual que se dejan los guantes en todas las mesas y el paraguas detrás de todas las puertas. Sus manos eran de esas que están sucias después de lavarlas. Finalmente, su viejo cuerpo, mal sustentado por sus viejas piernas sarmentosas y que demostraba hasta qué punto puede convertirlo el hombre en accesorio de su alma, pertenecía al género de esas extrañas creaciones que sólo han sido descritas por un alemán, Hoffmann, el poeta de lo que carece aparentemente de existencia y que sin embargo tiene vida. Tal era Schmuke, antiguo maestro de capilla del margrave de Anspach, sabio que fue interrogado por un consejo de devoción, el cual le preguntó si ayunaba. Diéronle al profesor ganas de contestar: «¡Contempladme!». Pero ¿cómo bromear con unas beatas y unos directores espirituales jansenistas? Aquel anciano apócrifo ocupó un lugar tan
importante en la vida de las dos Marías, y profesaron ellas tanta amistad a aquel cándido y gran artista que se contentaba con comprender el arte, que, después de su matrimonio, cada una de ellas le señaló trescientos francos de renta vitalicia, cantidad suficiente para que se pagara su alojamiento, su cerveza, su pipa y su ropa. Seiscientos francos de renta y sus lecciones proporcionáronle un edén. Schmuke no había tenido el valor de confesar su miseria y sus anhelos más que a aquellas dos adorables jóvenes, a aquellos corazones que habían florecido bajo la nieve de los rigores maternales y bajo el hielo de la devoción. Este hecho explica por completo a Schmuke, así como la infancia de las dos Marías. Nadie pudo saber, más tarde, qué abate