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El malestar en la cultura
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Libro electrónico103 páginas2 horas

El malestar en la cultura

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El tema principal desarrollado en El malestar de la cultura es la contradicción permanente entre determinados impulsos y las restricciones que impone la cultura.

En este contexto, el despliegue y la satisfacción de las pulsiones sexuales y agresivas se convierten en sentimientos de culpa, bajo los parámetros de lo no permitido. De esta manera se genera en los individuos, insatisfacción y sufrimiento y por tanto, un "malestar" que no se termina.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2018
ISBN9789569822063
Autor

Sigmund Freud

Sigmund Freud nació en Freiberg en 1856 y recibió una educación judía no tradicionalista, abierta a la filosofía del Iluminismo. Concluyo sus estudios de Medicina en 1882.. Junto a Joseph Breuer, Freud abandonó progresivamente el método de la hipnosis y pasó al de la catarsis –primero– y al de la asociación libre, fundamento del psicoanálisis, después. La obra de Freud se divide generalmente en dos períodos caracterizados por diferentes tópicas del aparato psíquico. La primera abarca el período que va de1900 a 1920 y distingue inconsciente, preconsciente y consciente. En la segunda –de 1920 hasta su muerte– hace intervenir las instancias del ello, el yo y el superyó. Después de una vida de trabajo materializada en veintitrés tomos (sus Obras completas), Sigmund Freud falleció en Inglaterra el 23 de septiembre de 1939, un año después de dejar Viena, ciudad en la que los nazis quemaron sus libros y los de otros intelectuales judíos, también perseguidos por el fascismo.

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    Sigmund Freud uno de los grandes pensadores me encanto el libro mucho que pensar y analizar

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El malestar en la cultura - Sigmund Freud

VIII

Información editorial

El malestar de la cultura

Sigmund Freud

Traducción: Luis López-Ballesteros y de Torres

Imagen de portada: Ulrike Mai

Diseño y digramación de libro: https://librosmoviles.com/

ISBN: 978-956-9822-06-3

I

NO podemos eludir la impresión de que el hombre suele aplicar cánones falsos en sus apreciaciones, pues mientras anhela para sí y admira en los demás el poderío, el éxito y la riqueza menosprecia, en cambio, los valores genuinos que la vida le ofrece. No obstante, al formular un juicio general de esta especie, siempre se corre peligro de olvidar la abigarrada variedad del mundo humano y de su vida anímica, ya que existen, en efecto, algunos seres a quienes no se les niega la veneración de sus coetáneos, pese a que su grandeza reposa en cualidades y obras muy ajenas a los objetivos y los ideales de las masas. Se pretenderá aducir que sólo es una minoría selecta la que reconoce en su justo valor a estos grandes hombres, mientras que la gran mayoría nada quiere saber de ellos; pero las discrepancias entre las ideas y las acciones de los hombres son tan amplias y sus deseos tan dispares que dichas reacciones seguramente no son tan simples.

Uno de estos hombres excepcionales se declara en sus cartas amigo mío. Habiéndole enviado yo mi pequeño trabajo que trata de la religión como una ilusión, me respondió que compartía sin reserva mi juicio sobre la religión, pero lamentaba que yo no hubiera concedido su justo valor a la fuente última de la religiosidad. Esta residiría, según su criterio, en un sentimiento particular que jamás habría dejado de percibir, que muchas personas le habrían confirmado y cuya existencia podría suponer en millones de seres humanos; un sentimiento que le agradaría designar «sensación de eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites ni barreras, en cierto modo «oceánico». Se trataría de una experiencia esencialmente subjetiva, no de un artículo del credo; tampoco implicaría seguridad alguna de inmortalidad personal; pero, no obstante, ésta sería la fuente de la energía religiosa, que, captada por las diversas Iglesias y sistemas religiosos, es encauzada hacia determinados canales y seguramente también consumida en ellos. Sólo gracias a éste sentimiento oceánico podría uno considerarse religioso, aunque se rechazara toda fe y toda ilusión.

Esta declaración de un amigo que venero -quien, por otra parte, también prestó cierta vez expresión poética al encanto de la ilusión- me colocó en no pequeño aprieto, pues yo mismo no logro descubrir en mí este sentimiento «oceánico». En manera alguna es tarea grata someter los sentimientos al análisis científico: es cierto que se puede intentar la descripción de sus manifestaciones fisiológicas; pero cuando esto no es posible -y me temo que también el sentimiento oceánico se sustraerá a semejante caracterización-, no queda sino atenerse al contenido ideacional que más fácilmente se asocie con dicho sentimiento. Mi amigo, si lo he comprendido correctamente, se refiere a lo mismo que cierto poeta original y harto inconvencional hace decir a su protagonista, a manera de consuelo ante el suicidio: «De este mundo no podemos caernos». Trataríase, pues, de un sentimiento de indisoluble comunión, de inseparable pertenencia a la totalidad del mundo exterior. Debo confesar que para mí esto tiene más bien el carácter de una penetración intelectual, acompañada, naturalmente, de sobretonos afectivos, que por lo demás tampoco faltan en otros actos cognoscitivos de análoga envergadura. En mi propia persona no llegaría a convencerme de la índole primaria de semejante sentimiento; pero no por ello tengo derecho a negar su ocurrencia real en los demás. La cuestión se reduce, pues, a establecer si es interpretado correctamente y si debe ser aceptado como fons et origo de toda urgencia religiosa.

Nada puedo aportar que sea susceptible de decidir la solución de este problema. La idea de que el hombre podría intuir su relación con el mundo exterior a través de un sentimiento directo, orientado desde un principio a este fin, parece tan extraña y es tan incongruente con la estructura de nuestra psicología, que será lícito intentar una explicación psicoanalítica -vale decir genética- del mencionado sentimiento.

Al emprender esta tarea se nos ofrece al instante el siguiente razonamiento. En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica -que, por otra parte, aún tiene mucho que decirnos sobre la relación entre el yo y el ello-nos ha enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario, el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada. Pero, por lo menos hacia el exterior, el yo parece mantener sus límites claros y precisos. Sólo los pierde en un estado que, si bien extraordinario, no puede ser tachado de patológico: en la culminación del enamoramiento amenaza esfumarse el límite entre el yo y el objeto. Contra todos los testimonios de sus sentidos, el enamorado afirma que yo y tú son uno, y está dispuesto a comportarse como si realmente fuese así. Desde luego, lo que puede ser anulado transitoriamente por una función fisiológica, también podrá ser trastornado por procesos patológicos. La patología nos presenta gran número de estados en los que se torna incierta la demarcación del yo frente al mundo exterior, o donde los límites llegan a ser confundidos: casos en que partes del propio cuerpo, hasta componentes del propio psiquismo, percepciones, pensamientos, sentimientos, aparecen como si fueran extraños y no pertenecieran al yo; otros, en los cuales se atribuye al mundo exterior lo que a todas luces procede del yo y debería ser reconocido por éste. De modo que también el sentimiento yoico está sujeto a trastornos, y los límites del yo con el mundo exterior no son inmutables.

Prosiguiendo nuestra reflexión hemos de decirnos que este sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una evolución, imposible de demostrar, naturalmente, pero susceptible de ser reconstruida con cierto grado de probabilidad. El lactante aún no discierne su yo de un mundo exterior, como fuente de las sensaciones que le llegan. Gradualmente lo aprende por influencia de diversos estímulos. Sin duda, ha de causarle la más profunda impresión el hecho de que algunas de las fuentes de excitación -que más tarde reconocerá como los órganos de su cuerpo- sean susceptibles de provocarle sensaciones en cualquier momento, mientras que otras se le sustraen temporalmente - entre éstas, la que más anhela: el seno materno-, logrando sólo atraérselas al expresar su urgencia en el llanto. Con ello comienza por oponérsele al yo un «objeto», en forma de algo que se encuentra «afuera» y para cuya aparición es menester una acción particular. Un segundo estímulo para que el yo se desprenda de la masa sensorial, esto es, para la aceptación de un «afuera», de un mundo exterior, lo dan las frecuentes, múltiples e inevitables sensaciones de dolor y displacer que el aún omnipotente principio del placer induce a abolir y a evitar. Surge así la tendencia a disociar del yo cuanto pueda convertirse en fuente de displacer, a expulsarlo de sí, a formar un yo puramente hedónico, un yo placiente, enfrentado con un no-yo, con un «afuera» ajeno y amenazante. Los límites de este primitivo yo placiente no pueden escapar a reajustes ulteriores impuestos por la experiencia. Gran parte de lo que no se quisiera abandonar por su carácter placentero no pertenece, sin embargo, al yo, sino a los objetos; recíprocamente, muchos sufrimientos de los que uno pretende desembarazarse resultan ser inseparables del yo, de procedencia interna. Con todo, el hombre aprende a dominar un procedimiento que, mediante la orientación intencionada de los sentidos y la actividad muscular adecuada, le permite discernir lo interior (perteneciente al yo) de lo exterior (originado por el mundo), dando así el primer paso hacia la entronización del principio de realidad, principio que habrá de dominar toda la evolución ulterior. Naturalmente, esa capacidad adquirida de discernimiento sirve al propósito práctico de eludir las sensaciones displacenteras percibidas o amenazantes.

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