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Flor de mayo
Flor de mayo
Flor de mayo
Libro electrónico211 páginas4 horas

Flor de mayo

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Flor de mayo es una novela de corte costumbrista de Vicente Blasco Ibáñez. En la línea de otras novelas sociales del autor, aquí nos presenta las duras condiciones de explotación laboral, injusticias y miserias de parte del pueblo español de su época, en este caso los pescadores y hombres del mar.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento23 abr 2021
ISBN9788726509588
Flor de mayo
Autor

Vicente Blasco Ibáñez

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) was a Spanish novelist, journalist, and political activist. Born in Valencia, he studied law at university, graduating in 1888. As a young man, he founded the newspaper El Pueblo and gained a reputation as a militant Republican. After a series of court cases over his controversial publication, he was arrested in 1896 and spent several months in prison. A staunch opponent of the Spanish monarchy, he worked as a proofreader for Filipino nationalist José Rizal’s groundbreaking novel Noli Me Tangere (1887). Blasco Ibáñez’s first novel, The Black Spider (1892), was a pointed critique of the Jesuit order and its influence on Spanish life, but his first major work, Airs and Graces (1894), came two years later. For the next decade, his novels showed the influence of Émile Zola and other leading naturalist writers, whose attention to environment and social conditions produced work that explored the struggles of working-class individuals. His late career, characterized by romance and adventure, proved more successful by far. Blood and Sand (1908), The Four Horsemen of the Apocalypse (1916), and Mare Nostrum (1918) were all adapted into successful feature length films by such directors as Fred Niblo and Rex Ingram.

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    Flor de mayo - Vicente Blasco Ibáñez

    Saga

    Flor de mayo

    Copyright © 1923, 2021 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726509588

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    AL LECTOR

    Flor De Mayo es mi segunda novela. La produje en 1895, cuando dirigía en Valencia el diario republicano El Pueblo, fundado por mí.

    Lo mismo que mi primera novela Arroz y tartana, fué escrita FLOR DE MAYO para el folletín de dicho periódico. La Barraca, Sónnica la cortesana y Entre naranjos también se publicaron por primera vez en El Pueblo.

    Algunas de estas novelas las escribí fragmentariamente, dando á la imprenta día por día la cantidad de cuartillas necesaria para llenar el folletín. Mi vida de periodista no me permitía un trabajo asiduo y concentrado.

    Fué aquella época de mi existencia la más quimérica, más desinteresada y de mayor pobreza. Me había metido en el difícil empeño de sostener un diario de propaganda revolucionaria que, falto de la ayuda de los anuncios, no contaba con otros ingresos que los cinco céntimos dados por el lector. Como el diario no cubría sus gastos, perdí en mantenerlo toda la fortuna modesta heredada de mis padres, viéndome en una pobreza que casi rayó en miseria. Dediqué muchas veces al sostenimiento de El Pueblo lo que necesitaba para el sustento de mi familia, y además tuve que fingir prosperidades para que nadie se enterase de mi situación.

    Como si esto no fuese bastante, mi republicanismo romántico y temerario me hacía ser objeto casi todos los meses de procesos y encarcelamientos, y cuando volvía á verme libre era para reanudar mi batalla económica, desesperada y dolorosa. En realidad, mis únicos períodos de paz y reposo en aquella época, fueron los que pasé en la cárcel.

    No pudiendo retribuir á mis compañeros de redacción, me abstuve siempre de exigirles trabajos extraordinarios. Eran jóvenes que escribían por entusiasmo lo que querían y cuando querían. Yo me encargaba de realizar puntualmente todas las múltiples labores que exige la confección de un diario, desde el artículo político de la primera columna, que suscitaba la indignación persecutoria de las autoridades, á los sueltos más insignificantes.

    Permanecía hasta altas horas de la madrugada redactando en forma exageradamente amplia los escasos telegramas que podíamos recibir de Madrid y del extranjero, «hinchándolos», como se dice en lenguaje periodístico, y cuando la luz del alba iba blanqueando las ventanas de la redacción, daba por terminada mi vulgarísima labor para ser al fin novelista.

    Arroz y tartana, Flor De Mayo , La Barraca y Entre naranjos han sido escritas de este modo, al apuntar la aurora, en la pobre redacción de un periódico de vida todavía incierta, arrullado su autor por el estrépito de la máquina que rodaba en el piso bajo tirando los primeros ejemplares del diario y oyendo los mil ruidos de una ciudad que despierta para vivir un día más.

    Mi trabajo de novelista se iba prolongando hasta bien entrada la mañana, ó sea hasta que la fatiga física y los avances de un sueño menospreciado acababan por rendirme. Otras veces, antes de acostarme, vagaba por los caminos de la huerta ó por la playa mediterránea para estudiar directamente los tipos y paisajes descritos luego en mis novelas.

    Estos paseos de noctámbulo, que prolongaban una existencia anormal en las esplendorosas mañanas, eran para mí la única ocasión de ver el sol como los demás mortales. Me acostaba ordinariamente cerca de mediodía, y al despertar, la tarde estaba en su ocaso, reanudando, cerrada ya la noche, mi vida fatigosa.

    Por nada volvería á esta existencia de sacrificio, de miseria y de continuo combate por un ideal, estéril hasta el presente. Pero la recuerdo emocionado, como uno de los períodos más interesantes de mi existencia. Amo mis primeras novelas con la predilección que sienten los ricos por los hijos nacidos en su época de pobreza.

    Recuerdo á veces las aventuras á que me arrastró mi entusiasmo juvenil de novelista, ansiando ver de cerca y no de oídas las cosas que pretendía describir.

    Dejando confiada momentáneamente la dirección de El Pueblo al grupo de jóvenes que me reconocía por maestro y director—á pesar de que sólo nos separaba una diferencia de cuatro ó cinco años—, navegué en las barcas del Cabañal, haciendo la vida ruda de sus tripulantes, interviniendo en las operaciones de la pesca en alta mar. Como ya van transcurridos cerca de treinta años, hasta me atrevo á decir que también navegué en una barca de contrabandistas, yendo á «trabajar» con ellos en la costa de Argel.

    Otro recuerdo emotivo guarda para mí Flor de Mayo .

    Muchas veces, al vagar por la playa preparando mentalmente mi novela, encontré á un pintor joven—sólo tenía cinco años más que yo—que laboraba á pleno sol, reproduciendo mágicamente sobre sus lienzos el oro de la luz, el color invisible del aire, el azul palpitante del Mediterráneo, la blancura transparente y sólida al mismo tiempo de las velas, la mole rubia y carnal de los grandes bueyes cortando la ola majestuosamente al tirar de las barcas.

    Este pintor y yo nos habíamos conocido de niños, perdiéndonos luego de vista. Venía de Italia y acababa de obtener sus primeros triunfos.

    Convertido al realismo en el arte y abominando de la pintura aprendida en las escuelas, tenía por único maestro al mar valenciano, admirando fervorosamente su luminoso esplendor.

    Trabajamos juntos, él en sus lienzos, yo en mi novela, teniendo enfrente el mismo modelo. Así se reanudó nuestra amistad, y fuimos hermanos, hasta que hace poco nos separó la muerte.

    Era Joaquín Sorolla.

    V. B. I.

    1923.

    I

    Al amanecer cesó la lluvia. Los faroles de gas reflejaban sus inquietas luces en los charcos del adoquinado, rojos como regueros de sangre, y la accidentada línea de tejados comenzaba á dibujarse sobre el fondo ceniciento del espacio.

    Eran las cinco. Los vigilantes nocturnos descolgaban sus linternas de las esquinas, y golpeando con fuerza los entumecidos pies, se alejaban después de saludar con perezoso «¡bòn día!» á las parejas de agentes encapuchados que aguardaban el relevo de las siete.

    Á lo lejos, agrandados por la sonoridad del amanecer, desgarraban el silencio los silbidos de los primeros trenes que salían de Valencia. En los campanarios, los esquilones llamaban á la misa del alba, unos con voz cascada de vieja, otros con inocente balbuceo de niño, y repitiéndose de azotea en azotea, vibraba el canto del gallo con su estridencia de belicosa diana.

    En las calles, desiertas y húmedas, despertaban extrañas sonoridades los pasos de los primeros transeuntes. Por las puertas cerradas escapábase, al través de las rendijas, la respiración de todo un pueblo en los últimos deleites de un sueño tranquilo.

    Aclarábase el espacio lentamente, como si arriba fuesen rasgándose una por una las innumerables gasas tendidas ante la luz. Penetraba en las encrucijadas, hasta en sus últimos rincones, una claridad gris y fría, que sacaba de la sombra los pálidos contornos de la ciudad; y como un esfumado paisaje de linterna mágica que lentamente fija sus perfiles, aparecían las fachadas mojadas por el aguacero, los tejados brillantes como espejos, los aleros destilando las últimas gotas, y los árboles de los paseos, desnudos y escuetos como escobas, sacudiendo el invernal ramaje, con el tronco musgoso destilando humedad.

    La fábrica del gas lanzaba sus postreros estertores, cansada del trabajo de toda la noche. Los gasómetros caían con desmayo entre sus férreos tirantes, como estómagos fatigados por la nocturna indigestión, y la colosal chimenea de ladrillo lanzaba en lo alto sus últimas bocanadas negras y densas, que se esparcían por el espacio con caprichoso serpenteo, cual un borrón resbalando sobre una hoja de papel gris.

    Junto al puente del Mar, los empleados de Consumos paseaban para librarse de la humedad, escondiendo la nariz en la bufanda. Tras los vidrios del fielato, los escribientes recién llegados movían sus soñolientas cabezas.

    Esperaban la entrada de los vendedores, chusma levantisca, educada en el regateo y agriada por la miseria, que por un céntimo abría la compuerta al caudal inagotable de sus injurias, y antes de llegar á sus puestos del Mercado sostenía un sinnúmero de peleas con los representantes de los impuestos.

    Ya habían pasado en la penumbra del amanecer los carros de las verduras y las vacas de la leche con su melancólico cencerreo. Sólo faltaban las pescaderas, rebaño sucio, revuelto y pingajoso que ensordecía con sus gritos é impregnaba el ambiente con un olor de pescado podrido y un aura salitrosa del mar conservados entre los pliegues de sus zagalejos.

    Llegaron cuando ya era de día, y la luz cruda de un amanecer azulado empezaba á recortar vigorosamente todos los objetos sobre el fondo gris del espacio.

    Oíase, cada vez más próximo, un indolente cascabeleo, y una tras otra fueron entrando en el puente del Mar cuatro tartanas. Iban arrastradas por horribles jamelgos que parecían sostenerse únicamente por los tirones de riendas que daban los tartaneros. Éstos se mantenían encogidos en sus asientos y con el tapabocas arrollado hasta los ojos.

    Eran como negros ataúdes, y saltaban sobre los baches lo mismo que barcos viejos y despanzurrados á merced de las olas. El toldo tenía el cuero agrietado y tremendos rasguños, por donde asomaba el armazón de cañas; pegotes de pasta roja cubrían las goteras; el herraje roto y chirriante estaba remendado con cordeles; las ruedas guardaban en sus capas de suciedad el barro del invierno anterior, y todo el carruaje, de arriba abajo, parecía una criba, como si acabase de sufrir las descargas de una emboscada.

    En su parte anterior lucían, como adorno coquetón, unas cortinillas de rojo desteñido, y por la abertura trasera mostrábanse revueltas con los cestos las señoras de la Pescadería, arrebujadas en sus mantones de cuadros, con el pañuelo apretado á las sienes, apelotonadas unas con otras, y dejando escapar un vaho nauseabundo de marisma corrompida que alteraba el estómago.

    Así iban adelantando las tartanas en perezosa fila, cabeceando, inclinadas á un lado, como si hubiesen perdido el equilibrio, hasta que de pronto, en el primer bache, se acostaban sobre la opuesta rueda con la violencia de un enfermo fatigado que muda de posición.

    Detuviéronse ante el fielato, y fueron descendiendo por sus estribos zapatos en chancleta, medias rotas mostrando el talón sucio, faldas recogidas que dejaban al descubierto zagalejos amarillos con negros arabescos.

    Alineábanse ante la báscula los cestones de caña cubiertos con húmedos trapos, que dejaban entrever el plomo brillante de la sardina, el suave bermellón de los salmonetes y los largos y sutiles tentáculos de las langostas, estremecidas por el estertor de la agonía. Al lado de las cestas se alineaban las piezas mayores: los meros de ancha cola, encorvados por la postrera contracción, con las fauces en círculo, desmesuradamente abiertas, mostrando la obscura garganta y la lengua redonda y blancuzca como una bola de billar; rayas anchas y aplastadas, caídas en el suelo como un trapo de fregar húmedo y viscoso.

    La báscula estaba ocupada por unos panaderos de las afueras, guapos mozos con las cejas enharinadas, cuadrado mandil y brazos arremangados, que descargaban sacos de pan caliente y oloroso, esparciendo una fragancia de vida vegetal en el ambiente nauseabundo del pescado. Aguardando su turno, charlaban las pescaderas con los empleados y los transeuntes que contemplaban embobados á los grandes peces. Otras iban llegando á pie, con cestas en la cabeza y en los brazos, engrosando el grupo. La línea de banastas extendíase hasta cerca del puente. Los empleados se iban irritando á causa de la insolente algarabía de aquellas malas pécoras que les aturdían todas las mañanas.

    Hablábanse ellas á gritos, mezclando entre cada palabra ese inagotable léxico de interjecciones que únicamente puede aprenderse en un muelle de Levante. Al verse juntas, se iban recrudeciendo los resentimientos del día anterior ó la cuestión sostenida al amanecer en la playa. Contestaban los insultos con soeces ademanes, acompañaban sus palabras con cadenciosas palmadas en los muslos ó tremolando las manos con una expresión amenazante. Á lo mejor, estos furores trocábanse en risas semejantes al cloquear de un gallinero, si á alguna de ellas se le ocurría una frase capaz de hacer mella en sus paladares fuertes.

    Enardecíalas la tardanza de los panaderos en dejar libre la báscula; llovían insultos sobre aquellos mocetones, que no se mordían la lengua; y en el derroche de indecencias que se cruzaban entre ambos bandos con acompañamiento de amigables risas, enviábanse á tocarse lo otro y lo de más allá, barajando tranquilamente las blasfemias más monstruosas con los distintivos del sexo.

    En este hervidero de risotadas é insultos, la que más llamaba la atención era Dolores, llamada la del Retor, una buena moza mejor vestida que las otras, que se apoyaba con cierta negligencia en una pilastra del fielato, con los brazos atrás, arqueando la robusta pechuga y sonriendo como un ídolo satisfecho cuando los hombres se fijaban en sus zapatos de cuero amarillo y el soberbio arranque de sus pantorrillas, cubiertas con medias rojas.

    Era una morena cariancha, con el rubio y alborotado pelo como una aureola en torno de la pequeña frente. Sus ojos verdes tenían la obscura transparencia del mar, y en ciertos momentos reflejábase la luz en ellos, abriendo un círculo brillante de puntos dorados.

    Reía como una loca, entreabriendo sus mandíbulas poderosas de hembra de sólida osamenta. Los labios carnosos, de un rojo tostado, mostraban al separarse una dentadura igual, fuerte, y tan brillante, que parecía iluminar la cara con la pálida claridad del marfil.

    Guardábanla consideraciones, como á moza de buenos puños y agresiva insolencia. Influía además en tal respeto el ser mujer de Pascualo el Retor, un buenazo que la obedecía en todo y no chistaba dentro de casa, pero que fuera, en el mar, sabía ganarse la vida mejor que otros, y tenía, según opinión general, un «gato» enorme de duros oculto en los pucheros de la cocina; todo ganado, peseta por peseta, en pescas afortunadas. Por esto se daba ella sus airecillos de reina entre la turba desvergonzada y miserable de la Pescadería, y apretaba los labios con satisfacción cuando admiraban sus pendientes de perlas ó los pañuelos de Argel y los refajos de Gibraltar regalados por el Retor.

    Únicamente se trataba de igual á igual con cierta tía suya, la agüela Picores, una veterana de la Pescadería, enorme, hinchada y bigotuda como una ballena, que hacía cuarenta años tenía aterrados á los alguaciles del Mercado con la mirada de sus ojillos insolentes y las palabrotas de su boca hundida, centro al que convergían como rayos todas las arrugas de su cara.

    ¡Recristo! ¿cuánt acabéu?—gritó Dolores, con los brazos en jarras, dirigiéndose á los panaderos.

    Y éstos, que ya retiraban de la báscula su último saco, contestaron con soeces bromas á las pescaderas, muchas de las cuales, con las manos cruzadas bajo el delantal, aumentaban el volumen de sus vientres, presentando un aspecto grotesco.

    Comenzó el peso del pescado; surgieron las riñas de todos los días sobre á cuál le tocaba ir delante. Amenazábanse, sin llegar nunca á las manos. La tía Picores intervenía con su vozarrón cascado, que disparaba los insultos como cañonazos, pero Dolores dejaba pasar su turno. Miraba fijamente al puente, por encima de cuyas barandas veíase avanzar el busto de una rezagada con los brazos en jarras y encorvándose bajo el peso de las cestas.

    La buena moza sonreía con una expresión diabólica, y cuando aquella mujer estuvo cerca del fielato, lanzó una carcajada insolente, tocando en un brazo á la agüela Picores.

    «¡Mírela, tía! ¡Siempre llega tarde! ¡Claro! ¡con tanta pachorra!... Cualquier día va á caérsele lo que lleva bajo el delantal.»

    La mujer palideció, y con un ademán de cansancio fué dejando en el suelo las pesadas cestas. Miraba á Dolores con expresión de odio, como si al verse renaciesen en ella terribles resentimientos, y las dos se midieron de arriba abajo con ojos iracundos.

    Dolores se pasó una mano por bajo la nariz, aspirando con fuerza, como si tomase rapé. «Podía sentarse. Debía estar cansada y chorreando por la caminata.»

    Estos insultos á media voz irritaron á la rezagada... «¿Sentarse? ¿Habráse visto desvergonzada igual?... Ella no podía gastar tartana, pero iba á pie con remuchísima honra. No era como otras, que engañaban al marido, dándose buena vida.»

    «¿Por quién decía eso?... ¿Por ella?...» Y la insolente pescadera, con sus hermosos ojos verdes moteados

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