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Doña Perfecta
Doña Perfecta
Doña Perfecta
Libro electrónico435 páginas

Doña Perfecta

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Información de este libro electrónico

"Doña Perfecta" de Benito Pérez Galdós profundiza en las complejidades de la sociedad, la religión y la moral española. Ambientada en la conservadora localidad de Orbajosa, la novela explora el choque entre los valores tradicionales y la modernidad. La narrativa se desarrolla con la llegada de Pepe Rey, desencadenando una dramática serie de acontecimientos que exponen la hipocresía y el fanatismo. Galdós teje magistralmente una crítica social, desentrañando las consecuencias de creencias y expectativas sociales rígidas. Los personajes lidian con la moralidad, el amor y el poder, haciendo de "Doña Perfecta" una exploración atemporal de la naturaleza humana en el contexto de la España del siglo XIX.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 abr 2021
ISBN9781787362956
Autor

Benito Pérez Galdós

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843 – Madrid, 1920) fue novelista, dramaturgo y cronista, y una de las personalidades más importantes de la historia de la literatura española. Entre sus obras destacan Doña Perfecta, La desheredada, Fortunata y Jacinta, Miau o La razón de la sinrazón. Además fue autor de la monumental serie Episodios nacionales.

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    I could have read it in one afternoon, had I the time. Maybe is a biased view of the people that live in small towns, but nevertheless it was engaging.
    I loathe false modesty, totally hate it, and there was a part on the book were I almost threw it away, I was so enraged!

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Doña Perfecta - Benito Pérez Galdós

I VILLAHORRENDA!... CINCO MINUTOS!...

Cuando el tren mixto descendente número 65 (no es

preciso nombrar la línea), se detuvo en la pequeña estación

situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros

de segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando

dentro de los coches, porque el frío penetrante de la5

madrugada no convidadas a pasear por el desamparado

andén. El único viajero de primera que en el tren venía

bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntóles

si aquél era el apeadero de Villahorrenda. (Este

10nombre, como otros muchos que después se verán, es

propiedad del autor.)

—En Villahorrenda estamos—repuso el conductor, cuya

voz se confundió con el cacarear de las gallinas que en

aquel momento eran subidas al furgón.—Se me había olvidado

15llamarle a usted, Sr. de Rey. Creo que ahí le esperan

a usted con las caballerías.

—¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios!—dijo el

viajero envolviéndose en su manta.—¿No hay en el apeadero

algún sitio donde descansar y reponerse antes de

emprender un viaje a caballo por este país de hielo?

20No había concluído de hablar, cuando el conductor,

llamado por las apremiantes obligaciones de su oficio,

marchóse, dejando a nuestro desconocido caballero con la2

palabra en la boca. Vió éste que se acercaba otro empleado

con un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíase

al compás de la marcha, proyectando geométricas series de

ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso del

5andén, formando un zig zag semejante al que describe la

lluvia de una regadera.

—¿Hay fonda o dormitorio en la estación de Villahorrenda?—preguntó

el viajero al del farol.

10—Aquí no hay nada—respondió éste secamente, corriendo

hacia los que cargaban y echándoles tal rociada de

votos, juramentos, blasfemias y atroces invocaciones, que

hasta las gallinas, escandalizadas de tan grosera brutalidad,

murmuraron dentro de sus cestas.

—Lo mejor será salir de aquí a toda prisa—dijo el

caballero para su capote.—El conductor me anunció que15

ahí estaban las caballerías.

Esto pensaba, cuando sintió que una sutil y respetuosa

mano le tiraba suavemente del abrigo. Volvióse y vió una

obscura masa de paño pardo sobre sí misma revuelta y por

cuyo principal pliegue asomaba el avellanado rostro astuto20

de un labriego castellano. Fijóse en la desgarbada estatura

que recordaba al chopo entre los vegetales; vió los sagaces

ojos que bajo el ala de ancho sombrero de terciopelo viejo

resplandecían; vió la mano morena y acerada que empuñaba

una vara verde y el ancho pie que, al moverse, hacía sonajear25

el hierro de la espuela.

—¿Es usted el Sr. D. José de Rey?—preguntó, echando

mano al sombrero.

—Sí; y usted—repuso el caballero con alegría—será

el criado de doña Perfecta, que viene a buscarme a este30

apeadero para conducirme a Orbajosa.

—El mismo. Cuando usted guste marchar... La jaca

corre como el viento. Me parece que el Sr. D. José ha de ser

buen ginete. Verdad es que a quien de casta le viene...

3—¿Por dónde se sale?—dijo el viajero con impaciencia.

—Vamos, vámonos de aquí, señor... ¿Cómo se llama

usted?

—Me llamo Pedro Lucas—respondió el del paño pardo,5

repitiendo la intención de quitarse el sombrero; pero me

llaman el tío Licurgo. ¿En dónde está el equipaje del

señorito?

—Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dos maletas

y un mundo de libros para el Sr. D. Cayetano. Tome10

usted el talón.

Un momento después señor y escudero hallábanse a

espaldas de la barraca llamada estación, frente a un caminejo

que partiendo de allí se perdía en las vecinas lomas

desnudas, donde confusamente se distinguía el miserable

15caserío de Villahorrenda. Tres caballerías debían transportar

todo, hombres y mundos. Una jaca de no mala

estampa era destinada al caballero. El tío Licurgo oprimiría

los lomos de un cuartago venerable, algo desvencijado,

aunque seguro; y el macho, cuyo freno debía regir

20un joven zagal de piernas listas y fogosa sangre, cargaría

el equipaje.

Antes de que la caravana se pusiese en movimiento,

partió el tren, que se iba escurriendo por la vía con la parsimoniosa

cachaza de un tren mixto. Sus pasos, retumbando

25cada vez más lejanos, producían ecos profundos bajo

tierra. Al entrar en el túnel del kilómetro 172, lanzó el

vapor por el silbato y un aullido estrepitoso resonó en los

aires. El túnel, echando por su negra boca un hálito

blanquecino, clamoreaba como una trompeta, y al oír su

30enorme voz, despertaban aldeas, villas, ciudades, provincias.

Aquí cantaba un gallo, más allá otro. Principiaba

a amanecer.

II UN VIAJE POR EL CORAZÓN DE ESPAÑA

Cuando empezada la caminata dejaron a un lado las

casuchas de Villahorrenda, el caballero, que era joven y de

muy buen ver, habló de este modo:

—Dígame usted, Sr. Solón...

5—Licurgo, para servir a usted...

—Eso es, Sr. Licurgo. Bien decía yo que era usted un

sabio legislador de la antigüedad. Perdone usted la equivocación.

Pero vamos al caso. Dígame usted, ¿cómo

está mi señora tía?

10—Siempre tan guapa—repuso el labriego, adelantando

algunos pasos su caballería.—Parece que no pasan años

por la señora doña Perfecta. Bien dicen que al bueno

Dios le da larga vida. Así viviera mil años ese ángel del

Señor. Si las bendiciones que le echan en la tierra fueran

15plumas, la señora no necesitaría más alas para subir al cielo.

—¿Y mi prima la señorita Rosario?

—¡Bien haya quien a los suyos parece!—dijo el aldeano.

—¿Qué he de decirle de doña Rosarito, sino que es el vivo

retrato de su madre? Buena prenda se lleva usted, caballero

20D. José, si es verdad, como dicen, que ha venido para

casarse con ella. Tal para cual, y la niña no tiene tampoco

por qué quejarse. Poco va de Pedro a Pedro.

—¿Y el Sr. D. Cayetano?

—Siempre metidillo en la faena de sus libros. Tiene

25una biblioteca más grande que la catedral, y también escarba

la tierra para buscar piedras llenas de unos demonches de

garabatos que dicen escribieron los moros.

—¿En cuánto tiempo llegaremos a Orbajosa?

—A las nueve, si Dios quiere. Poco contenta se va a

30poner la señora cuando vea a su sobrino.... Y la señorita

5Rosarito que estaba ayer disponiendo el cuarto en que usted

ha de vivir.... Como no le han visto nunca, la madre y la

hija están que no viven, pensando en cómo será o cómo no

será este Sr. D. José. Ya llegó el tiempo de que callen

5cartas y hablen barbas. La prima verá al primo y todo

será fiesta y gloria. Amanecerá Dios y medraremos, como

dijo el otro.

—Como mi tía y mi prima no me conocen todavía—dijo

sonriendo el caballero,—no es prudente hacer proyectos.

10—Verdad es; por eso se dijo que uno piensa el bayo y

otro el que lo ensilla—repuso el labriego.—Pero la cara

no engaña... ¡qué alhaja se lleva usted! ¡Y qué buen

mozo ella!

El caballero no oyó las últimas palabras del tío Licurgo,

15porque iba distraído y algo meditabundo. Llegaban a un

recodo del camino, cuando el labriego, torciendo la dirección

a las caballerías, dijo:

—Ahora tenemos que echar por esta vereda. El puente

está roto y no se puede vadear el río sino por el cerrillo de

20los Lirios.

—¿El cerrillo de los Lirios?—dijo el caballero, saliendo

de su meditación.—¡Cómo abundan los nombres poéticos

en estos sitios tan feos! Desde que viajo por estas tierras,

me sorprende la horrible ironía de los nombres. Tal sitio

25que se distingue por su yermo aspecto y la desolada tristeza

del negro paisaje, se llama Valleameno. Tal villorrio de

adobes que miserablemente se extiende sobre un llano árido

y que de diversos modos pregona su pobreza, tiene la insolencia

de nombrarse Villarica; y hay un barranco pedregoso

30y polvoriento, donde ni los cardos encuentran jugo, y

que sin embargo se llama Valdeflores. ¿Eso que tenemos

delante es el Cerrillo de los Lirios? ¿Pero dónde están esos

lirios, hombre de Dios? Yo no veo más que piedras y

yerba descolorida. Llamen a eso el Cerrillo de la Desolación

6y hablarán a derechas. Exceptuando Villahorrenda, que

parece ha recibido al mismo tiempo el nombre y la hechura,

todo aquí es ironía. Palabras hermosas, realidad prosaica

y miserable. Los ciegos serían felices en este país, que

5para la lengua es paraíso y para los ojos infierno.

El Sr. Licurgo o no entendió las palabras del caballero

Rey o no hizo caso de ellas. Cuando vadearon el río, que

turbio y revuelto corría con impaciente precipitación, como

si huyera de sus propias orillas, el labriego extendió el brazo

10hacia unas tierras que a la siniestra mano en grande y desnuda

extensión se veían, y dijo:

—Estos son los Alamillos de Bustamente.

—¡Mis tierras!—exclamó con júbilo el caballero, tendiendo

la vista por los tristes campos que alumbraban las

primeras luces de la mañana.—Es la primera vez que veo15

el patrimonio que heredé de mi madre. La pobre hacía

tales ponderaciones de este país y me contaba tantas maravillas

de él, que yo, siendo niño, creía que estar aquí era

estar en la gloria. Frutas, flores, caza mayor y menor,

montes, lagos, ríos, poéticos arroyos, oteros pastoriles, todo20

lo había en los Alamillos de Bustamente, en esta tierra bendita,

la mejor y más hermosa de todas las tierras....

¡Qué demonio! La gente de este país vive con la imaginación.

Si en mi niñez, y cuando vivía con las ideas y con

el entusiasmo de mi buena madre, me hubieran traído aquí,25

también me habrían parecido encantadores estos desnudos

cerros, estos llanos polvorientos o encharcados, estas vetustas

casas de labor, estas norias desvencijadas, cuyos cangilones

lagrimean lo bastante para regar media docena de

coles, esta desolación miserable y perezosa que estoy mirando.30

—Es la mejor tierra del país—dijo el señor Licurgo—y

para el garbanzo es de lo que no hay.

—Pues lo celebro, porque desde que las heredé no me

han producido un cuarto estas célebres tierras.

7El sabio legislador espartano se rascó la oreja y dió un

suspiro.

—Pero me han dicho—continuó el caballero—que algunos

propietarios colindantes han metido su arado en estos

grandes estados míos, y poco a poco me los van cercenando.5

Aquí no hay mojones, ni linderos, ni verdadera propiedad,

Sr. Licurgo.

El labriego, después de una pausa, durante la cual parecía

ocupar su sutil espíritu en profundas disquisiciones, se expresó

de este modo:10

—El tío Pasolargo, a quien llamamos el Filósofo por su

mucha trastienda, metió el arado en los Alamillos por encima

de la ermita, y roe que roe, se ha zampado seis fanegadas.

—¡Qué incomparable escuela!—exclamó riendo el caballero.—Apostaré

que no ha sido ese el único... filósofo.15

—Bien dijo el otro, que quien las sabe las tañe, y si al

palomar no le falta cebo no le faltarán palomas.... Pero

usted, Sr. D. José, puede decir aquello de que el ojo del

amo engorda la vaca, y ahora que está aquí ver de recobrar

su finca.20

—Quizás no sea tan fácil, Sr. Licurgo—repuso el caballero,

a punto que entraban por una senda a cuyos lados se

veían hermosos trigos que con su lozanía y temprana madurez

recreaban la vista.—Este campo parece mejor cultivado.

Veo que no todo es tristeza y miseria en los Alamillos.25

El labriego puso cara de lástima, y afectando cierto desdén

hacia los campos elogiados por el viajero, dijo en tono

humildísimo:

—Señor, esto es mío.

—Perdone usted—replicó vivamente el caballero—ya30

quería yo meter mi hoz en los estados de usted. Por lo

visto, la filosofía aquí es contagiosa.

Bajaron inmediatamente a una cañada, que era lecho de

pobre y estancado arroyo, y pasado éste, entraron en un

8campo lleno de piedras, sin la más ligera muestra de vegetación.

—Esta tierra es muy mala—dijo el caballero, volviendo

el rostro para mirar a su guía y compañero que se había

quedado un poco atrás.—Difícilmente podrá usted sacar5

partido de ella, porque todo es fango y arena.

Licurgo, lleno de mansedumbre, contestó:

—Esto... es de usted.

—Veo que aquí todo lo malo es mío—afirmó el caballero,

riendo jovialmente.10

Cuando esto hablaban, tomaron de nuevo el camino real.

Ya la luz del día, entrando en alegre irrupción por todas

las ventanas y claraboyas del hispano horizonte, inundó de

esplendorosa claridad los campos. El inmenso cielo sin

nubes parecía agrandarse más y alejarse de la tierra para15

verla y en su contemplación recrearse desde más alto. La

desolada tierra sin árboles, pajiza a trechos, a trechos de

color gredoso, dividida toda en triángulos y cuadriláteros

amarillos o negruzcos, pardos o ligeramente verdegueados,

semejaba en cierto modo a la capa del harapiento que se pone20

al sol. Sobre aquella capa miserable el cristianismo y el

islamismo habían trabado épicas batallas. Gloriosos campos,

sí, pero los combates de antaño les habían dejado horribles.

—Me parece que hoy picará el sol, Sr. Licurgo—dijo el

caballero, desembarazándose un poco del abrigo en que se25

envolvía.—¡Qué triste camino! No se ve ni un solo árbol

en todo lo que alcanza la vista. Aquí todo es al revés. La

ironía no cesa. ¿Por qué, si no hay aquí álamos grandes

ni chicos, se ha de llamar esto los Alamillos?

El tío Licurgo no contestó a la pregunta, porque con toda30

su alma atendía a ciertos lejanos ruidos que de improviso se

oyeron, y con ademán intranquilo detuvo su cabalgadura,

mientras exploraba el camino y los cerros lejanos con sombría

mirada.

9—¿Qué hay?—preguntó el viajero, deteniéndose también.

—¿Trae usted armas, D. José?

—Un revólver.... ¡Ah! ya comprendo. ¿Hay

ladrones?5

—Puede...—repuso el labriego con mucho recelo.—

Me parece que sonó un tiro.

—Allá lo veremos... ¡adelante!—dijo el caballero

picando su jaca.—No serán tan temibles.

—Calma, Sr. D. José—exclamó el aldeano deteniéndole.10

—Esa gente es más mala que Satanás. El otro día asesinaron

a dos caballeros que iban a tomar el tren.... Dejémonos

de fiestas. Gasparón el Fuerte, Pepito Chispillas,

Merengue y Ahorca Suegras no me verán la cara en mis

días. Echemos por la vereda.15

—Adelante, Sr. Licurgo.

—Atrás, Sr. D. José—replicó el labriego con afligido

acento.—Usted no sabe bien qué gente es esa. Ellos

fueron los que en el mes pasado robaron de la iglesia del

Carmen el copón, la corona de la Virgen y dos candeleros;20

ellos fueron los que hace dos años robaron el tren que iba

para Madrid.

Don José, al oír tan lamentables antecedentes, sintió que

aflojaba un poco su intrepidez.

—¿Ve usted aquel cerro grande y empinado que hay allá25

lejos? Pues allí se esconden esos pícaros en unas cuevas

que llaman la Estancia de los Caballeros.

—¡De los Caballeros!

—Sí señor. Bajan al camino real, cuando la Guardia

civil se descuida, y roban lo que pueden. ¿No ve usted30

más allá de la vuelta del camino una cruz, que se puso en

memoria de la muerte que dieron al alcalde de Villahorrenda

cuando las elecciones?

—Sí, veo la cruz.

10—Allí hay una casa vieja, en la cual se esconden para

aguardar a los tragineros. A aquel sitio llamamos las

Delicias.

—¡Las Delicias!...

—Si todos los que han sido muertos y robados al5

pasar por ahí resucitaran, podría formarse con ellos un

ejército.

Cuando esto decían, oyéronse más de cerca los tiros, lo

que turbó un poco el esforzado corazón de los viajantes,

pero no el del zagalillo que, retozando de alegría, pidió al10

Sr. Licurgo licencia para adelantarse y ver la batalla que

tan cerca se había trabado. Observando la decisión del

muchacho, avergonzóse D. José de haber sentido miedo, o

cuando menos un poco de respeto a los ladrones, y exclamó,

espoleando la jaca:15

—Pues allá iremos todos. Quizás podamos prestar auxilio

a los infelices viajeros que en tan gran aprieto se ven, y

poner las peras a cuarto a los caballeros.

Esforzábase el labriego en convencer al joven de la temeridad

de sus propósitos, así como de lo inútil de su generosa20

idea, porque los robados robados estaban y quizás muertos,

y en situación de no necesitar auxilio de nadie. Insistía el

señor a pesar de estas sesudas advertencias, contestaba el

aldeano, poniendo la más viva resistencia, cuando la presencia

de dos o tres carromateros que por el camino abajo tranquilamente25

venían conduciendo una galera, puso fin a la

cuestión. No debía de ser grande el peligro, cuando tan

sin cuidado venían aquéllos, cantando alegres coplas; y así

fué en efecto, porque los tiros, según dijeron, no eran disparados

por los ladrones, sino por la Guardia civil, que de30

este modo quería cortar el vuelo a media docena de cacos

que ensartados conducía a la cárcel de la villa.

—Ya, ya sé lo que ha sido—dijo Licurgo, señalando

leve humareda que a mano derecha del camino y a regular

11distancia se descubría.—Allí les han escabechado. Esto

pasa un día sí y otro no.

El caballero no comprendía.

—Yo le aseguro al Sr. D. José—añadió con energía el

legislador lacedemonio,—que está muy retebién hecho;5

porque de nada sirve formar causa a esos pillos. El juez

les marea un poco y después les suelta. Si al cabo de seis

años de causa, alguno va a presidio, a lo mejor se escapa,

o le indultan y vuelve a la Estancia de los Caballeros. Lo

mejor es esto: ¡fuego en ellos! Se les lleva a la cárcel,10

y cuando se pasa por un lugar a propósito... «¡ah!

perro, que te quieres escapar... pum, pum».... Ya

está hecha la sumaria, requeridos los testigos, celebrada la

vista, dada la sentencia.... Todo en un minuto. Bien

dicen, que si mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.15

—Pues adelante, y apretemos el paso, que este camino,

a más de largo, no tiene nada de ameno—dijo Rey.

Al pasar junto a las Delicias, vieron, a poca distancia del

camino, a los guardias que minutos antes habían ejecutado

la extraña sentencia que el lector sabe. Mucha pena causó20

al zagalillo que no le permitieran ir a contemplar de cerca

los palpitantes cadáveres de los ladrones, que en horroroso

grupo se distinguían a lo lejos, y siguieron todos adelante.

Pero no habían andado veinte pasos, cuando sintieron el

galopar de un caballo que tras ellos venía con tanta rapidez,25

que por momentos les alcanzaba. Volvióse nuestro viajero

y vió un hombre, mejor dicho, un Centauro, pues no podía

concebirse más perfecta armonía entre caballo y ginete, el

cual era de complexión recia y sanguínea, ojos grandes,

ardientes, cabeza ruda, negros bigotes, mediana edad y el30

aspecto en general brusco y provocativo, con indicios de

fuerza en toda su persona. Montaba un soberbio caballo

de pecho carnoso, semejante a los del Partenón, enjaezado

según el modo pintoresco del país, y sobre la grupa llevaba

12una gran balija de cuero, en cuya tapa se veía en letras

gordas la palabra Correo.

—Hola, buenos días, Sr. Caballuco—dijo Licurgo, saludando

al ginete, cuando estuvo cerca.—¡Cómo le hemos

tomado la delantera! pero usted llegará antes si se pone5

a ello.

—Descansemos un poco—repuso el señor Caballuco,

poniendo su cabalgadura al paso de la de nuestros viajeros,

y observando atentamente al más principal de los tres.—

Puesto que hay tan buena compaña....10

—El señor—dijo Licurgo sonriendo,—es el sobrino de

doña Perfecta.

—¡Ah!... por muchos años... muy señor mío y

mi dueño....

Ambos personajes se saludaron, siendo de notar que15

Caballuco hizo sus urbanidades con una expresión de altanería

y superioridad que revelaba cuando menos la conciencia

de un gran valer o de una alta posición en la comarca.

Cuando el orgulloso ginete se apartó y por breve momento

se detuvo hablando con dos Guardias civiles que llegaron20

al camino, el viajero preguntó a su guía:

—¿Quién es este pájaro?

—¿Quién ha de ser? Caballuco.

—¿Y quién es Caballuco?

—¡Toma!... ¿pero no le ha oído usted nombrar?—25

dijo el labriego, asombrado de la ignorancia supina del

sobrino de doña Perfecta.—Es un hombre muy valiente,

gran ginete, y el primer caballista de todas estas tierras a la

redonda. En Orbajosa le queremos mucho; pues él es...

dicho sea en verdad... tan bueno como la bendición de30

Dios... Ahí donde le ve, es un cacique tremendo, y el

Gobernador de la provincia se le quita el sombrero.

—Cuando hay elecciones...

—Y el Gobierno de Madrid le escribe oficios con mucha

13vuecencia en el rétulo.... Tira a la barra como un San

Cristóbal, y todas las armas las maneja como manejamos

nosotros nuestros propios dedos. Cuando había fielato no

podían con él, y todas las noches sonaban tiros en las

puertas de la ciudad... Tiene una gente que vale cualquier5

dinero, porque lo mismo es para un fregado que para

un barrido.... Favorece a los pobres, y el que venga de

fuera y se atreva a tentar el pelo de la ropa a un hijo

de Orbajosa, ya puede verse con él.... Aquí no vienen

casi nunca soldados de los Madriles; cuando han estado,10

todos los días corría la sangre, porque Caballuco les buscaba

camorra por un no y por un sí. Ahora parece que vive en

la pobreza y se ha quedado con la conducción del correo;

pero está metiendo fuego en el Ayuntamiento para que haya

otra vez fielato y rematarlo él. No sé cómo no le ha oído15

usted nombrar en Madrid, porque es hijo de un famoso

Caballuco que estuvo en la facción, el cual Caballuco padre

era hijo de otro Caballuco abuelo, que también estuvo en la

facción de más allá.... Y como ahora andan diciendo que

vuelve a haber facción, porque todo está torcido y revuelto,20

tememos que Caballuco se nos vaya también a ella, poniendo

fin de esta manera a las hazañas de su padre y abuelo, que

por gloria nuestra nacieron en esta ciudad.

Sorprendido quedó nuestro viajero al ver la especie de

caballería andante que aún subsistía en los lugares que25

visitaba, pero no tuvo ocasión de hacer nuevas preguntas,

porque el mismo que era objeto de ellas se les incorporó,

diciendo de mal talante:

—La Guardia civil ha despachado a tres. Ya le he dicho

al cabo que se ande con cuidado. Mañana hablaremos el30

Gobernador de la provincia y yo....

—¿Va usted a X?

—No, que el Gobernador viene acá, señor Licurgo; sepa

usted que nos van a meter en Orbajosa un par de regimientos.

14—Sí—dijo vivamente el viajero, sonriendo.—En Madrid

oí decir que había temor de que se levantaran en este país

algunas partidillas... Bueno es prevenirse.

—En Madrid no dicen más que desatinos...—exclamó

violentamente el Centauro, acompañando su afirmación de5

una retahíla de vocablos de esos que levantan ampolla. En

Madrid no hay más que pillería... ¿A qué nos mandan

soldados? ¿Para sacarnos más contribuciones y un par

de quintas seguidas? ¡Por vida de!... que si no hay

facción debería haberla. Con que usted—añadió, mirando10

socarronamente al joven caballero,—¿con que usted es el

sobrino de doña Perfecta?

Esta salida de tono y el insolente mirar del bravo

enfadaron al joven.

—Sí, señor. ¿Se le ofrece a usted algo?15

—Soy amigo de la señora y la quiero como a las niñas

de mis ojos—dijo Caballuco.—Puesto que usted va a

Orbajosa, allá nos veremos.

Y sin decir más picó espuelas a su corcel, el cual, partiendo

a escape, desapareció entre una nube de polvo.20

Después de media hora de camino, durante la cual el Sr.

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