Doña Perfecta
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Benito Pérez Galdós
Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843 – Madrid, 1920) fue novelista, dramaturgo y cronista, y una de las personalidades más importantes de la historia de la literatura española. Entre sus obras destacan Doña Perfecta, La desheredada, Fortunata y Jacinta, Miau o La razón de la sinrazón. Además fue autor de la monumental serie Episodios nacionales.
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- Calificación: 3 de 5 estrellas3/5I could have read it in one afternoon, had I the time. Maybe is a biased view of the people that live in small towns, but nevertheless it was engaging.
I loathe false modesty, totally hate it, and there was a part on the book were I almost threw it away, I was so enraged!
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Doña Perfecta - Benito Pérez Galdós
I VILLAHORRENDA!... CINCO MINUTOS!...
Cuando el tren mixto descendente número 65 (no es
preciso nombrar la línea), se detuvo en la pequeña estación
situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros
de segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando
dentro de los coches, porque el frío penetrante de la5
madrugada no convidadas a pasear por el desamparado
andén. El único viajero de primera que en el tren venía
bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntóles
si aquél era el apeadero de Villahorrenda. (Este
10nombre, como otros muchos que después se verán, es
propiedad del autor.)
—En Villahorrenda estamos—repuso el conductor, cuya
voz se confundió con el cacarear de las gallinas que en
aquel momento eran subidas al furgón.—Se me había olvidado
15llamarle a usted, Sr. de Rey. Creo que ahí le esperan
a usted con las caballerías.
—¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios!—dijo el
viajero envolviéndose en su manta.—¿No hay en el apeadero
algún sitio donde descansar y reponerse antes de
emprender un viaje a caballo por este país de hielo?
20No había concluído de hablar, cuando el conductor,
llamado por las apremiantes obligaciones de su oficio,
marchóse, dejando a nuestro desconocido caballero con la2
palabra en la boca. Vió éste que se acercaba otro empleado
con un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíase
al compás de la marcha, proyectando geométricas series de
ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso del
5andén, formando un zig zag semejante al que describe la
lluvia de una regadera.
—¿Hay fonda o dormitorio en la estación de Villahorrenda?—preguntó
el viajero al del farol.
10—Aquí no hay nada—respondió éste secamente, corriendo
hacia los que cargaban y echándoles tal rociada de
votos, juramentos, blasfemias y atroces invocaciones, que
hasta las gallinas, escandalizadas de tan grosera brutalidad,
murmuraron dentro de sus cestas.
—Lo mejor será salir de aquí a toda prisa—dijo el
caballero para su capote.—El conductor me anunció que15
ahí estaban las caballerías.
Esto pensaba, cuando sintió que una sutil y respetuosa
mano le tiraba suavemente del abrigo. Volvióse y vió una
obscura masa de paño pardo sobre sí misma revuelta y por
cuyo principal pliegue asomaba el avellanado rostro astuto20
de un labriego castellano. Fijóse en la desgarbada estatura
que recordaba al chopo entre los vegetales; vió los sagaces
ojos que bajo el ala de ancho sombrero de terciopelo viejo
resplandecían; vió la mano morena y acerada que empuñaba
una vara verde y el ancho pie que, al moverse, hacía sonajear25
el hierro de la espuela.
—¿Es usted el Sr. D. José de Rey?—preguntó, echando
mano al sombrero.
—Sí; y usted—repuso el caballero con alegría—será
el criado de doña Perfecta, que viene a buscarme a este30
apeadero para conducirme a Orbajosa.
—El mismo. Cuando usted guste marchar... La jaca
corre como el viento. Me parece que el Sr. D. José ha de ser
buen ginete. Verdad es que a quien de casta le viene...
3—¿Por dónde se sale?—dijo el viajero con impaciencia.
—Vamos, vámonos de aquí, señor... ¿Cómo se llama
usted?
—Me llamo Pedro Lucas—respondió el del paño pardo,5
repitiendo la intención de quitarse el sombrero; pero me
llaman el tío Licurgo. ¿En dónde está el equipaje del
señorito?
—Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dos maletas
y un mundo de libros para el Sr. D. Cayetano. Tome10
usted el talón.
Un momento después señor y escudero hallábanse a
espaldas de la barraca llamada estación, frente a un caminejo
que partiendo de allí se perdía en las vecinas lomas
desnudas, donde confusamente se distinguía el miserable
15caserío de Villahorrenda. Tres caballerías debían transportar
todo, hombres y mundos. Una jaca de no mala
estampa era destinada al caballero. El tío Licurgo oprimiría
los lomos de un cuartago venerable, algo desvencijado,
aunque seguro; y el macho, cuyo freno debía regir
20un joven zagal de piernas listas y fogosa sangre, cargaría
el equipaje.
Antes de que la caravana se pusiese en movimiento,
partió el tren, que se iba escurriendo por la vía con la parsimoniosa
cachaza de un tren mixto. Sus pasos, retumbando
25cada vez más lejanos, producían ecos profundos bajo
tierra. Al entrar en el túnel del kilómetro 172, lanzó el
vapor por el silbato y un aullido estrepitoso resonó en los
aires. El túnel, echando por su negra boca un hálito
blanquecino, clamoreaba como una trompeta, y al oír su
30enorme voz, despertaban aldeas, villas, ciudades, provincias.
Aquí cantaba un gallo, más allá otro. Principiaba
a amanecer.
II UN VIAJE POR EL CORAZÓN DE ESPAÑA
Cuando empezada la caminata dejaron a un lado las
casuchas de Villahorrenda, el caballero, que era joven y de
muy buen ver, habló de este modo:
—Dígame usted, Sr. Solón...
5—Licurgo, para servir a usted...
—Eso es, Sr. Licurgo. Bien decía yo que era usted un
sabio legislador de la antigüedad. Perdone usted la equivocación.
Pero vamos al caso. Dígame usted, ¿cómo
está mi señora tía?
10—Siempre tan guapa—repuso el labriego, adelantando
algunos pasos su caballería.—Parece que no pasan años
por la señora doña Perfecta. Bien dicen que al bueno
Dios le da larga vida. Así viviera mil años ese ángel del
Señor. Si las bendiciones que le echan en la tierra fueran
15plumas, la señora no necesitaría más alas para subir al cielo.
—¿Y mi prima la señorita Rosario?
—¡Bien haya quien a los suyos parece!—dijo el aldeano.
—¿Qué he de decirle de doña Rosarito, sino que es el vivo
retrato de su madre? Buena prenda se lleva usted, caballero
20D. José, si es verdad, como dicen, que ha venido para
casarse con ella. Tal para cual, y la niña no tiene tampoco
por qué quejarse. Poco va de Pedro a Pedro.
—¿Y el Sr. D. Cayetano?
—Siempre metidillo en la faena de sus libros. Tiene
25una biblioteca más grande que la catedral, y también escarba
la tierra para buscar piedras llenas de unos demonches de
garabatos que dicen escribieron los moros.
—¿En cuánto tiempo llegaremos a Orbajosa?
—A las nueve, si Dios quiere. Poco contenta se va a
30poner la señora cuando vea a su sobrino.... Y la señorita
5Rosarito que estaba ayer disponiendo el cuarto en que usted
ha de vivir.... Como no le han visto nunca, la madre y la
hija están que no viven, pensando en cómo será o cómo no
será este Sr. D. José. Ya llegó el tiempo de que callen
5cartas y hablen barbas. La prima verá al primo y todo
será fiesta y gloria. Amanecerá Dios y medraremos, como
dijo el otro.
—Como mi tía y mi prima no me conocen todavía—dijo
sonriendo el caballero,—no es prudente hacer proyectos.
10—Verdad es; por eso se dijo que uno piensa el bayo y
otro el que lo ensilla—repuso el labriego.—Pero la cara
no engaña... ¡qué alhaja se lleva usted! ¡Y qué buen
mozo ella!
El caballero no oyó las últimas palabras del tío Licurgo,
15porque iba distraído y algo meditabundo. Llegaban a un
recodo del camino, cuando el labriego, torciendo la dirección
a las caballerías, dijo:
—Ahora tenemos que echar por esta vereda. El puente
está roto y no se puede vadear el río sino por el cerrillo de
20los Lirios.
—¿El cerrillo de los Lirios?—dijo el caballero, saliendo
de su meditación.—¡Cómo abundan los nombres poéticos
en estos sitios tan feos! Desde que viajo por estas tierras,
me sorprende la horrible ironía de los nombres. Tal sitio
25que se distingue por su yermo aspecto y la desolada tristeza
del negro paisaje, se llama Valleameno. Tal villorrio de
adobes que miserablemente se extiende sobre un llano árido
y que de diversos modos pregona su pobreza, tiene la insolencia
de nombrarse Villarica; y hay un barranco pedregoso
30y polvoriento, donde ni los cardos encuentran jugo, y
que sin embargo se llama Valdeflores. ¿Eso que tenemos
delante es el Cerrillo de los Lirios? ¿Pero dónde están esos
lirios, hombre de Dios? Yo no veo más que piedras y
yerba descolorida. Llamen a eso el Cerrillo de la Desolación
6y hablarán a derechas. Exceptuando Villahorrenda, que
parece ha recibido al mismo tiempo el nombre y la hechura,
todo aquí es ironía. Palabras hermosas, realidad prosaica
y miserable. Los ciegos serían felices en este país, que
5para la lengua es paraíso y para los ojos infierno.
El Sr. Licurgo o no entendió las palabras del caballero
Rey o no hizo caso de ellas. Cuando vadearon el río, que
turbio y revuelto corría con impaciente precipitación, como
si huyera de sus propias orillas, el labriego extendió el brazo
10hacia unas tierras que a la siniestra mano en grande y desnuda
extensión se veían, y dijo:
—Estos son los Alamillos de Bustamente.
—¡Mis tierras!—exclamó con júbilo el caballero, tendiendo
la vista por los tristes campos que alumbraban las
primeras luces de la mañana.—Es la primera vez que veo15
el patrimonio que heredé de mi madre. La pobre hacía
tales ponderaciones de este país y me contaba tantas maravillas
de él, que yo, siendo niño, creía que estar aquí era
estar en la gloria. Frutas, flores, caza mayor y menor,
montes, lagos, ríos, poéticos arroyos, oteros pastoriles, todo20
lo había en los Alamillos de Bustamente, en esta tierra bendita,
la mejor y más hermosa de todas las tierras....
¡Qué demonio! La gente de este país vive con la imaginación.
Si en mi niñez, y cuando vivía con las ideas y con
el entusiasmo de mi buena madre, me hubieran traído aquí,25
también me habrían parecido encantadores estos desnudos
cerros, estos llanos polvorientos o encharcados, estas vetustas
casas de labor, estas norias desvencijadas, cuyos cangilones
lagrimean lo bastante para regar media docena de
coles, esta desolación miserable y perezosa que estoy mirando.30
—Es la mejor tierra del país—dijo el señor Licurgo—y
para el garbanzo es de lo que no hay.
—Pues lo celebro, porque desde que las heredé no me
han producido un cuarto estas célebres tierras.
7El sabio legislador espartano se rascó la oreja y dió un
suspiro.
—Pero me han dicho—continuó el caballero—que algunos
propietarios colindantes han metido su arado en estos
grandes estados míos, y poco a poco me los van cercenando.5
Aquí no hay mojones, ni linderos, ni verdadera propiedad,
Sr. Licurgo.
El labriego, después de una pausa, durante la cual parecía
ocupar su sutil espíritu en profundas disquisiciones, se expresó
de este modo:10
—El tío Pasolargo, a quien llamamos el Filósofo por su
mucha trastienda, metió el arado en los Alamillos por encima
de la ermita, y roe que roe, se ha zampado seis fanegadas.
—¡Qué incomparable escuela!—exclamó riendo el caballero.—Apostaré
que no ha sido ese el único... filósofo.15
—Bien dijo el otro, que quien las sabe las tañe, y si al
palomar no le falta cebo no le faltarán palomas.... Pero
usted, Sr. D. José, puede decir aquello de que el ojo del
amo engorda la vaca, y ahora que está aquí ver de recobrar
su finca.20
—Quizás no sea tan fácil, Sr. Licurgo—repuso el caballero,
a punto que entraban por una senda a cuyos lados se
veían hermosos trigos que con su lozanía y temprana madurez
recreaban la vista.—Este campo parece mejor cultivado.
Veo que no todo es tristeza y miseria en los Alamillos.25
El labriego puso cara de lástima, y afectando cierto desdén
hacia los campos elogiados por el viajero, dijo en tono
humildísimo:
—Señor, esto es mío.
—Perdone usted—replicó vivamente el caballero—ya30
quería yo meter mi hoz en los estados de usted. Por lo
visto, la filosofía aquí es contagiosa.
Bajaron inmediatamente a una cañada, que era lecho de
pobre y estancado arroyo, y pasado éste, entraron en un
8campo lleno de piedras, sin la más ligera muestra de vegetación.
—Esta tierra es muy mala—dijo el caballero, volviendo
el rostro para mirar a su guía y compañero que se había
quedado un poco atrás.—Difícilmente podrá usted sacar5
partido de ella, porque todo es fango y arena.
Licurgo, lleno de mansedumbre, contestó:
—Esto... es de usted.
—Veo que aquí todo lo malo es mío—afirmó el caballero,
riendo jovialmente.10
Cuando esto hablaban, tomaron de nuevo el camino real.
Ya la luz del día, entrando en alegre irrupción por todas
las ventanas y claraboyas del hispano horizonte, inundó de
esplendorosa claridad los campos. El inmenso cielo sin
nubes parecía agrandarse más y alejarse de la tierra para15
verla y en su contemplación recrearse desde más alto. La
desolada tierra sin árboles, pajiza a trechos, a trechos de
color gredoso, dividida toda en triángulos y cuadriláteros
amarillos o negruzcos, pardos o ligeramente verdegueados,
semejaba en cierto modo a la capa del harapiento que se pone20
al sol. Sobre aquella capa miserable el cristianismo y el
islamismo habían trabado épicas batallas. Gloriosos campos,
sí, pero los combates de antaño les habían dejado horribles.
—Me parece que hoy picará el sol, Sr. Licurgo—dijo el
caballero, desembarazándose un poco del abrigo en que se25
envolvía.—¡Qué triste camino! No se ve ni un solo árbol
en todo lo que alcanza la vista. Aquí todo es al revés. La
ironía no cesa. ¿Por qué, si no hay aquí álamos grandes
ni chicos, se ha de llamar esto los Alamillos?
El tío Licurgo no contestó a la pregunta, porque con toda30
su alma atendía a ciertos lejanos ruidos que de improviso se
oyeron, y con ademán intranquilo detuvo su cabalgadura,
mientras exploraba el camino y los cerros lejanos con sombría
mirada.
9—¿Qué hay?—preguntó el viajero, deteniéndose también.
—¿Trae usted armas, D. José?
—Un revólver.... ¡Ah! ya comprendo. ¿Hay
ladrones?5
—Puede...—repuso el labriego con mucho recelo.—
Me parece que sonó un tiro.
—Allá lo veremos... ¡adelante!—dijo el caballero
picando su jaca.—No serán tan temibles.
—Calma, Sr. D. José—exclamó el aldeano deteniéndole.10
—Esa gente es más mala que Satanás. El otro día asesinaron
a dos caballeros que iban a tomar el tren.... Dejémonos
de fiestas. Gasparón el Fuerte, Pepito Chispillas,
Merengue y Ahorca Suegras no me verán la cara en mis
días. Echemos por la vereda.15
—Adelante, Sr. Licurgo.
—Atrás, Sr. D. José—replicó el labriego con afligido
acento.—Usted no sabe bien qué gente es esa. Ellos
fueron los que en el mes pasado robaron de la iglesia del
Carmen el copón, la corona de la Virgen y dos candeleros;20
ellos fueron los que hace dos años robaron el tren que iba
para Madrid.
Don José, al oír tan lamentables antecedentes, sintió que
aflojaba un poco su intrepidez.
—¿Ve usted aquel cerro grande y empinado que hay allá25
lejos? Pues allí se esconden esos pícaros en unas cuevas
que llaman la Estancia de los Caballeros.
—¡De los Caballeros!
—Sí señor. Bajan al camino real, cuando la Guardia
civil se descuida, y roban lo que pueden. ¿No ve usted30
más allá de la vuelta del camino una cruz, que se puso en
memoria de la muerte que dieron al alcalde de Villahorrenda
cuando las elecciones?
—Sí, veo la cruz.
10—Allí hay una casa vieja, en la cual se esconden para
aguardar a los tragineros. A aquel sitio llamamos las
Delicias.
—¡Las Delicias!...
—Si todos los que han sido muertos y robados al5
pasar por ahí resucitaran, podría formarse con ellos un
ejército.
Cuando esto decían, oyéronse más de cerca los tiros, lo
que turbó un poco el esforzado corazón de los viajantes,
pero no el del zagalillo que, retozando de alegría, pidió al10
Sr. Licurgo licencia para adelantarse y ver la batalla que
tan cerca se había trabado. Observando la decisión del
muchacho, avergonzóse D. José de haber sentido miedo, o
cuando menos un poco de respeto a los ladrones, y exclamó,
espoleando la jaca:15
—Pues allá iremos todos. Quizás podamos prestar auxilio
a los infelices viajeros que en tan gran aprieto se ven, y
poner las peras a cuarto a los caballeros.
Esforzábase el labriego en convencer al joven de la temeridad
de sus propósitos, así como de lo inútil de su generosa20
idea, porque los robados robados estaban y quizás muertos,
y en situación de no necesitar auxilio de nadie. Insistía el
señor a pesar de estas sesudas advertencias, contestaba el
aldeano, poniendo la más viva resistencia, cuando la presencia
de dos o tres carromateros que por el camino abajo tranquilamente25
venían conduciendo una galera, puso fin a la
cuestión. No debía de ser grande el peligro, cuando tan
sin cuidado venían aquéllos, cantando alegres coplas; y así
fué en efecto, porque los tiros, según dijeron, no eran disparados
por los ladrones, sino por la Guardia civil, que de30
este modo quería cortar el vuelo a media docena de cacos
que ensartados conducía a la cárcel de la villa.
—Ya, ya sé lo que ha sido—dijo Licurgo, señalando
leve humareda que a mano derecha del camino y a regular
11distancia se descubría.—Allí les han escabechado. Esto
pasa un día sí y otro no.
El caballero no comprendía.
—Yo le aseguro al Sr. D. José—añadió con energía el
legislador lacedemonio,—que está muy retebién hecho;5
porque de nada sirve formar causa a esos pillos. El juez
les marea un poco y después les suelta. Si al cabo de seis
años de causa, alguno va a presidio, a lo mejor se escapa,
o le indultan y vuelve a la Estancia de los Caballeros. Lo
mejor es esto: ¡fuego en ellos! Se les lleva a la cárcel,10
y cuando se pasa por un lugar a propósito... «¡ah!
perro, que te quieres escapar... pum, pum».... Ya
está hecha la sumaria, requeridos los testigos, celebrada la
vista, dada la sentencia.... Todo en un minuto. Bien
dicen, que si mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.15
—Pues adelante, y apretemos el paso, que este camino,
a más de largo, no tiene nada de ameno—dijo Rey.
Al pasar junto a las Delicias, vieron, a poca distancia del
camino, a los guardias que minutos antes habían ejecutado
la extraña sentencia que el lector sabe. Mucha pena causó20
al zagalillo que no le permitieran ir a contemplar de cerca
los palpitantes cadáveres de los ladrones, que en horroroso
grupo se distinguían a lo lejos, y siguieron todos adelante.
Pero no habían andado veinte pasos, cuando sintieron el
galopar de un caballo que tras ellos venía con tanta rapidez,25
que por momentos les alcanzaba. Volvióse nuestro viajero
y vió un hombre, mejor dicho, un Centauro, pues no podía
concebirse más perfecta armonía entre caballo y ginete, el
cual era de complexión recia y sanguínea, ojos grandes,
ardientes, cabeza ruda, negros bigotes, mediana edad y el30
aspecto en general brusco y provocativo, con indicios de
fuerza en toda su persona. Montaba un soberbio caballo
de pecho carnoso, semejante a los del Partenón, enjaezado
según el modo pintoresco del país, y sobre la grupa llevaba
12una gran balija de cuero, en cuya tapa se veía en letras
gordas la palabra Correo.
—Hola, buenos días, Sr. Caballuco—dijo Licurgo, saludando
al ginete, cuando estuvo cerca.—¡Cómo le hemos
tomado la delantera! pero usted llegará antes si se pone5
a ello.
—Descansemos un poco—repuso el señor Caballuco,
poniendo su cabalgadura al paso de la de nuestros viajeros,
y observando atentamente al más principal de los tres.—
Puesto que hay tan buena compaña....10
—El señor—dijo Licurgo sonriendo,—es el sobrino de
doña Perfecta.
—¡Ah!... por muchos años... muy señor mío y
mi dueño....
Ambos personajes se saludaron, siendo de notar que15
Caballuco hizo sus urbanidades con una expresión de altanería
y superioridad que revelaba cuando menos la conciencia
de un gran valer o de una alta posición en la comarca.
Cuando el orgulloso ginete se apartó y por breve momento
se detuvo hablando con dos Guardias civiles que llegaron20
al camino, el viajero preguntó a su guía:
—¿Quién es este pájaro?
—¿Quién ha de ser? Caballuco.
—¿Y quién es Caballuco?
—¡Toma!... ¿pero no le ha oído usted nombrar?—25
dijo el labriego, asombrado de la ignorancia supina del
sobrino de doña Perfecta.—Es un hombre muy valiente,
gran ginete, y el primer caballista de todas estas tierras a la
redonda. En Orbajosa le queremos mucho; pues él es...
dicho sea en verdad... tan bueno como la bendición de30
Dios... Ahí donde le ve, es un cacique tremendo, y el
Gobernador de la provincia se le quita el sombrero.
—Cuando hay elecciones...
—Y el Gobierno de Madrid le escribe oficios con mucha
13vuecencia en el rétulo.... Tira a la barra como un San
Cristóbal, y todas las armas las maneja como manejamos
nosotros nuestros propios dedos. Cuando había fielato no
podían con él, y todas las noches sonaban tiros en las
puertas de la ciudad... Tiene una gente que vale cualquier5
dinero, porque lo mismo es para un fregado que para
un barrido.... Favorece a los pobres, y el que venga de
fuera y se atreva a tentar el pelo de la ropa a un hijo
de Orbajosa, ya puede verse con él.... Aquí no vienen
casi nunca soldados de los Madriles; cuando han estado,10
todos los días corría la sangre, porque Caballuco les buscaba
camorra por un no y por un sí. Ahora parece que vive en
la pobreza y se ha quedado con la conducción del correo;
pero está metiendo fuego en el Ayuntamiento para que haya
otra vez fielato y rematarlo él. No sé cómo no le ha oído15
usted nombrar en Madrid, porque es hijo de un famoso
Caballuco que estuvo en la facción, el cual Caballuco padre
era hijo de otro Caballuco abuelo, que también estuvo en la
facción de más allá.... Y como ahora andan diciendo que
vuelve a haber facción, porque todo está torcido y revuelto,20
tememos que Caballuco se nos vaya también a ella, poniendo
fin de esta manera a las hazañas de su padre y abuelo, que
por gloria nuestra nacieron en esta ciudad.
Sorprendido quedó nuestro viajero al ver la especie de
caballería andante que aún subsistía en los lugares que25
visitaba, pero no tuvo ocasión de hacer nuevas preguntas,
porque el mismo que era objeto de ellas se les incorporó,
diciendo de mal talante:
—La Guardia civil ha despachado a tres. Ya le he dicho
al cabo que se ande con cuidado. Mañana hablaremos el30
Gobernador de la provincia y yo....
—¿Va usted a X?
—No, que el Gobernador viene acá, señor Licurgo; sepa
usted que nos van a meter en Orbajosa un par de regimientos.
14—Sí—dijo vivamente el viajero, sonriendo.—En Madrid
oí decir que había temor de que se levantaran en este país
algunas partidillas... Bueno es prevenirse.
—En Madrid no dicen más que desatinos...—exclamó
violentamente el Centauro, acompañando su afirmación de5
una retahíla de vocablos de esos que levantan ampolla. En
Madrid no hay más que pillería... ¿A qué nos mandan
soldados? ¿Para sacarnos más contribuciones y un par
de quintas seguidas? ¡Por vida de!... que si no hay
facción debería haberla. Con que usted—añadió, mirando10
socarronamente al joven caballero,—¿con que usted es el
sobrino de doña Perfecta?
Esta salida de tono y el insolente mirar del bravo
enfadaron al joven.
—Sí, señor. ¿Se le ofrece a usted algo?15
—Soy amigo de la señora y la quiero como a las niñas
de mis ojos—dijo Caballuco.—Puesto que usted va a
Orbajosa, allá nos veremos.
Y sin decir más picó espuelas a su corcel, el cual, partiendo
a escape, desapareció entre una nube de polvo.20
Después de media hora de camino, durante la cual el Sr.