El teatro secreto
Por Víctor Conde
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El teatro secreto - Víctor Conde
Saga
El teatro secreto
Copyright © 2021 Víctor Conde and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726831771
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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SINOPSIS
Una novela de magia y misterio ambientada en un Londres oculto, lleno de secretos y puertas a otros lugares. Luna es una joven bohemia que siempre ha sentido afinidad por el mundo oculto, pero ninguna de sus experiencias anteriores podría haberla preparado para lo que le espera: un enigma se destapa en las tenebrosas callejuelas londinenses, en sus casas cerradas y sus museos perdidos, en sus túneles victorianos y sus ríos sepultados bajo tierra, cuyos nombres nadie recuerda. Un asesino anda suelto, y nadie que no viva a caballo entre los dos mundos podrá detenerlo…
Para Thais, que está llena de magia.
Para Esteban, Eomer, Vanth, Gaimbeli, Calean,
Kevin, Bradley, y el resto de los guardianes del tiempo.
Si analizamos con detenimiento los cuentos que nuestra madre
nos leía de niños, advertiremos que están llenos de las mayores atrocidades: decapitaciones, laceraciones, torturas, despellejamientos... generalmente
practicados sobre animales supuestamente nefastos, como el lobo que
disfruta enseñando sus colmillos a la protagonista. Si algún día me pidieran
que escogiera la más atroz leyenda de horror de la historia, sin duda mencionaría algunos de los relatos de los hermanos Grimm, el cuento de los
siete cabritillos, o el más espantoso de todos: la Caperucita original.
Jammu Pradesh,
La metonimia del cuento.
Holding a fantasy that changes you a way through the door,
As the sunlight shines through the window,
will you remember the night,
The night, that crazy starlight.
Mike Oldfield
Pictures in the Dark
PRÓLOGO: EL CUENTO DEL LOBO
-3...
La joven se esforzó por no mirar hacia abajo, agarrándose del brazo de su compañero para no caer. El viento y la lluvia habían convertido la fachada en una trampa resbaladiza, y sus pies no hacían más que trastabillar.
El hombre se volvió para localizar a sus perseguidores. Nada. Agarrando la mano de Luna, la elevó hasta el muro que separaba los edificios y la sentó. Luego, se sentó a descansar. Sus jadeos sonaban a sirena vieja, a una máquina no engrasada que estuviera a punto de explotar. La joven del pelo violeta posó una mano sobre su cabeza y él la premió con una sonrisa. Se conocían desde hacía apenas unas semanas, pero sabía perfectamente lo que estaba pensando.
Sacó el espejito de la cesta de mimbre y lo miró, reflejando parte de su rostro y parte del paisaje urbano que se alzaba detrás. La imagen era turbia y llena de pequeños seísmos, pero dejaba entrever una forma aterradora que avanzaba entre la lluvia.
—Maldición —susurró—. Está muy cerca.
La joven se arriesgó a echar una mirada y creyó ver a la aberración, lejos, entre los edificios. Los gritos que cabalgaban las ráfagas de viento llegaban cuarteados, encerrados en trampas conceptuales. El cielo era una plancha gris sucia. Las cascadas de agua que caían sobre sus cabezas ya habían resbalado por inverosímiles superficies allá arriba, sobre cosas que la cordura no aceptaba por temor a quedar dañada.
Al principio no logró discernir qué era, pero la sensación de que algo había cambiado la hostigaba. Un detalle del entorno que los había acompañado durante el viaje había sido suprimido en el último tramo.
Los sonidos, descubrió. Solo los muy agudos llegaban hasta ellos, como si el viento suprimiera el resto de las longitudes de onda. Una ráfaga de viento puntiaguda, con la consistencia de un pellizco, sembró una marca rojiza en su piel.
Laberintos sólidos. El viento adquiere formas definidas.
—Debemos encontrar otro cristal —sugirió la joven. El viento se enredó en su cabello—. Hay que llegar a la mansión de Fareast Lot, o estamos perdidos.
El hombre asintió y reanudaron la marcha por los tejados de Londres, evitando pensar en lo que les esperaba si lograban alcanzar su destino.
A su espalda, acortando distancias, se acercaba el monstruo.
Volver a la vida no es como nacer, como todo el mundo se imagina, sino más parecido a beber un trago de bourbon seguido de unas pastas de chocolate.
Ese pensamiento fue lo primero que brotó de la cabeza de Lázaro Feijoo nada más abrir los ojos. Un intenso dolor contradecía las expectativas que durante toda su vida se había hecho a propósito del Más Allá. No era agradable, ni aséptico, sino doloroso.
Además, había alguien mirando.
Lázaro pestañeó. Se encontraba en un sótano lleno de tuberías, hogar de ratas que habían perdido el respeto hacia los seres de índole superior. Un ventanuco permitía que entrara un rayo de luz, filtrado por las enredaderas que reptaban desde una balconada. Rinconeras y baúles se apretujaban con una confusión de palustres, horquillas y utensilios para limpiar las tuberías.
Y una mujer lo estaba mirando.
—Buenos días... —saludó Lázaro, aunque no tenía ni idea de qué hora debía ser.
—Hola —respondió ella. Llevaba el cabello apilado sobre la cabeza como un rollo de cuerda vieja.
—Sé que puede sonar un tanto absurdo, pero lo cierto es que... no recuerdo nada.
—¿Nada sobre qué?
—Nada sobre nada.
—¿Está seguro? Mire otra vez.
Lázaro giró en redondo, sintiendo llegar el primer recuerdo. Sí, allí estaban los restos de la cápsula, con las placas aún dilatadas por el calor. Había penetrado en el edificio taladrando los pisos superiores. Tras muchos metros de caída, yacía medio enterrada en una montaña de escombros.
Se miró a sí mismo. Aún llevaba puesto el traje espacial, pero la escafandra había desaparecido.
—¿Qué... qué ha ocurrido?
La mujer señaló el techo.
—Cayó por ahí. El edificio se derrumbó. Mucha sangre.
Lázaro se examinó. El costado de su traje y gran parte de la pernera izquierda estaban quemados, y había manchas rojas por todas partes, como si un torrente de algo pegajoso hubiese manado desde su cintura en dirección a las botas. Pero él estaba bien. No sentía las heridas, ni había líquidos bañando sus pies.
—¿Cómo es posible?
Meditó en silencio unos minutos. Al final, cuando todas las teorías desembocaron en la misma duda, preguntó:
—¿Yo... sobreviví al aterrizaje?
Ella sonrió.
Lázaro rodeó la cápsula, buscando cualquier detalle que pudiera ofrecer una explicación. La escotilla había reventado por los cierres, empotrándose contra la maraña de tuberías. Los cuerpos de los demás tripulantes habían desaparecido. El interior estaba carbonizado, desde los asientos de compensación gravitatoria a las mamparas del habitáculo de plegarias. No quedaba nada en un estado mínimamente funcional. Por los restos de espuma, los procedimientos de emergencia habían funcionado, aunque la temperatura debió ser tan extrema que los pernos de algunas lumbreras se habían derretido.
Entonces, descubrió las huellas.
Serpenteaban entre los escombros, acercándose al lugar donde había descansado su cuerpo. Y no iban a ninguna parte desde allí. Llegaban hasta él, dos depresiones gemelas en el polvo confirmaban que su dueño se había acuclillado... y luego nada. Era como si se hubiera volatilizado, o desandado el camino pisando de manera absolutamente perfecta sobre sus pasos.
—¿Había alguien más aquí?
La mujer negó con la cabeza.
—¿Nadie? —insistió Lázaro—. ¿A quién pertenecen estas huellas?
Bajó la vista. Había dos impresiones de manos tatuadas en el polvo de su pecho, ambas con seis dedos. Aquello era demasiado extraño. La cápsula se había estrellado, él debió haber muerto junto a sus compañeros, pero... estaba vivo, y una persona con doce dedos le había realizado algún tipo de masaje cardiovascular.
Bourbon con chocolate.
—No —dijo la mujer—. No hizo nada de eso.
—¿Cómo?
—Las huellas se manifestaron. Se hundieron en el polvo hasta alcanzar tu cadáver. Después se realizó el prodigio.
—¿Aparecieron de la nada?
—De la nada, no. Él las dejó, pero no lo pude ver. Solo vi sus manos apoyadas contra tu pecho, y entonces despertaste.
—Esto es absurdo —concluyó el astronauta. Se acercó al ventanuco por el que entraba la luz. Alongándose, pudo mirar al otro lado. No reconoció la ciudad.
—¿Cómo se llama este sitio?
—Sótano.
—Me refiero a la ciudad.
—Te he entendido, pero te has expresado mal. Este edificio no pertenece a la ciudad que lo rodea. Son lugares diferentes, aunque uno incluya al otro. A eso de ahí fuera —hizo un gesto hacia el ventanuco— lo llaman Aradise.
—Aradise... No tengo recuerdos de ese lugar.
—Claro, caíste del cielo.
Lázaro dio por zanjada aquella estúpida conversación. Escaló la pared hasta la balconada y usó uno de los picos para derribar la tapia. Cuando estaba a punto de abandonar el sótano, la vieja canturreó una melodía que se le antojó familiar.
—¿Qué ha sido eso?
—¿El qué?
—Esa melodía.
—Oh... mi voz a veces hace cosas raras. Es la primera vez que la oigo entonar estas notas. Me pregunto qué estará haciendo al fondo de mi garganta, la muy desvergonzada...
Irritado, el astronauta desapareció por la abertura. Si no estuviera atontado por el accidente, habría jurado que empezaba a escuchar rugidos en el interior de su cabeza.
-2...
Abel Cornelius no era un hombre propenso a los resfriados, pero aquella noche decidió calarse la gabardina hasta el cuello y cerrar el último botón.
Un individuo giboso apareció chapoteando en la calzada. Cruzó sin comprobar si se acercaban vehículos y llegó hasta donde esperaban él y su novia, que jugueteaba nerviosa con los cierres de su impermeable. La noche estaba tranquila; un silencio sobrenatural dominaba los callejones de Avalon Falls. La arcilla que se amontonaba para dar forma a las mansiones de buhardillas sonrientes destilaba olores de otro tiempo, evocando tesoros de anticuario y enseres curiosos cincelados en alcanfor.
Sin pronunciar palabra, el hombre extendió la mano y esperó a que Abel le pagara. Era bajo de estatura, de mejillas rubicundas y mentón huidizo. En los encuentros que había mantenido con ellos había exhibido los modales escuetos pero refinados de un esteta poco amigo de desplegar comentarios desenvueltos y joviales.
Abel le enseñó un sobre.
—¿Ha llegado ya? —preguntó. El otro no pareció entenderle—. El desafiado.
—Nos está esperando.
Señaló la entrada. Lexington Park era un recinto delimitado por una reja que alzaba su solera hasta la altura de un caballo, acorde con el estilo que aún sobrevivía en aquella zona de la ciudad, pero que había sido desterrado paulatinamente de las demás como si fuera un cáncer, un tumor gótico que indignaba a los albaceas de las nuevas sensibilidades. Desde luego, Abel no se consideraba uno de ellos. Desde temprana edad había sentido fascinación por las callejas de casas torcidas que desembocaban allí, aunque le diera reparo adentrarse en su arcaica verticalidad, con las gárgolas que vomitaban lluvia, los derrames espectrales de gastado arcaísmo, las escaleras a las que recurría la calle para subir la ladera y los accesos a torreones desconocidos. Fueron demasiados misterios entonces, para un niño de doce años al que todavía no le sonaban familiares apellidos como Stern, Mast, Mending o Keel, ni sabía por qué pervivían solo en aquella parcela de Londres. Y seguía sin entenderlo ahora que era adulto.
—¿Cómo cruzaremos?
—Saltando.
Rodearon la esquina y accedieron a la zona más frondosa del parque. El rubio saltó la verja no sin cierta dificultad y se dispuso a ayudarlos. Su rostro tenía la extraña peculiaridad de parecerse a alguien que Abel y Cleo conocían. Les había dicho su nombre en un par de ocasiones, pero no recordaban si sonaba como Prady o Pradush, o algo así. Sus ojillos no cesaban de moverse de un lado a otro como alevines encerrados en una canica de agua.
Llegaron al hemiciclo más escondido del parque. Su contrincante los esperaba acompañado por otro par de hombres de aspecto amenazador.
—Han llegado tarde —protestó.
Cleo miró asustada la pistola que sostenía en la diestra, pero su novio no se dejó amedrentar.
—Hemos llegado justo cuando queríamos, ni antes ni después. ¿Cuáles son las reglas del duelo?
El organizador se adelantó y señaló una funda de contrabajo que descansaba a los pies del desafiado. Guardaba distintos tipos de pistolas de diseño arcaico y algunas espadas.
—Elijan sus armas, caballeros. Luego, les explicaré cómo nos organizaremos para los turnos de fuego.
La joven apretó con fuerza el brazo de Abel. Todo el valor que había demostrado la pasada noche y su confianza en que su defensor ganaría el duelo se esfumaron de repente.
Abel señaló la empuñadura de un sable.
—¿Es necesario que ambos elijamos el mismo tipo de arma?
—Eh... —El organizador dudó. Nunca le habían hecho esa pregunta—. Para serle sincero, no hay ninguna ley que lo prohíba. Pero creo que ambos deberían contar con las mismas posibilidades.
—Me batiré con esta. —Desenvainó el sable. Su novia le clavó las uñas—. Tranquila, cariño, no pasará nada.
Sir Malcolm retrocedió, encogiéndose de hombros. No había renunciado a su pistola, una espingarda de mecha corta. Abel sopesó el sable y comprobó que estaba bien equilibrado. Había combatido con espadas antes, generalmente más pesadas. El artesano que había forjado aquella la había hecho ligera y penetrante, con una punta aguzada.
No creyó que fuera a necesitarla.
El organizador se alejó unos pasos y explicó:
—Señores, en la vida real los duelos no son lentos y hermosos. Si se retrasan más de diez segundos en hacer su movimiento, se les retirarán las armas. El primero que hiera a su contrincante impidiéndole usar la suya en respuesta, vencerá. No habrá padrinos ni albaceas. —Alzó un dedo—. Y otra cosa: está terminantemente prohibido el asesinato. Si alguno de los dos se extralimita, yo mismo llamaré a la policía. ¿Está claro este punto?
Los dos asintieron. Cleo vigilaba a los guardaespaldas de su contrincante. Por lo poco que habían podido averiguar, sir Malcolm era un aristócrata de abolengo indiscutible, pero desvirtuado por una cantidad excesiva de deslices con la servidumbre. Era el clásico hombre con un tono más añil que azul en la sangre, pero convencido de que sus derechos de cuna seguían prevaleciendo sobre la burguesía del siglo XXI. Era moreno, de edad indeterminada y boca fina, caída en las comisuras.
Cleo estaba convencida de que no era una persona honorable, y con toda seguridad habría impartido instrucciones sobre qué hacerles a ellos en el eventual caso de que perdiera. Abel, sin embargo, no prestaba atención más que a los ojos de su enemigo. No los perdió de vista ni por un segundo, ni siquiera cuando la besó a ella en los labios para tranquilizarla. Diligentemente, la apartó unos metros y se colocó de perfil.
De reojo, controló cómo uno de los guardaespaldas se desabotonaba el impermeable y deslizaba una mano en su interior. Se encontraba detrás de Malcolm y a su izquierda, a unos doce pasos. El segundo se situó a idéntica distancia junto a los árboles.
—Estoy listo. Empecemos.
—¿Seguro que no prefieres arrepentirte de haberme desafiado, chico? —preguntó el aristócrata—. Todavía puedo perdonarte si imploras clemencia.
—Ni lo sueñes —replicó Abel, dando unos sablazos de desentumecimiento al aire—. Defenderé el honor de mi dama. Te concedo empezar primero.
El organizador retrocedió otro paso y sacó un penique. Un relámpago precedió al trueno en cuatro segundos.
—¡Muy bien! —exclamó—. Como privilegio de desafiado, primero disparará sir Malcolm. Luego le tocará a usted, en caso de que aún pueda responder. Las ambulancias ya vienen hacia aquí, así que tendremos el tiempo justo para resolver esto en cuanto la moneda toque el suelo.
Las sirenas rebotaron en los sotos de árboles. Cleo suplicó por última vez con los ojos, pero su novio la ignoró.
—¡Atentos! —previno el organizador. Los hombres de Malcolm se tensaron. Abel y su contrincante no habían parpadeado a lo largo del último minuto—. Enuncien sus brindis, por favor.
—Te voy a destrozar —dijo el aristócrata.
—«Sintiéndome más brillante que el sol, más sonoro que el trueno —entonó Abel—; cierta clase de gema pálida que son los ojos de mi dama. Esta noche, mi espada verterá una gota de sangre, el trigo cubrirá nuestro cenotafio, y ya no habrá más lunas llenas en el cielo...».
El organizador lanzó la moneda al aire.
-1...
Tras la siguiente página del libro de cuentos apareció un dibujo que hizo estremecerse a los niños: representaba a un lobo vestido con enaguas y delantal. Acostado en una cama, tricotaba en espera de que la ingenua Caperucita usara su llave para entrar en la casa. La madre rio al ver la expresión de sus hijos.
—No os preocupéis, que al final del cuento llega el leñador con su hacha —reveló.
Su hija se arrellanó en la cama, cubriéndose la cabeza.
—¡No quiero que toque en la puerta! —exigió—. ¡Dentro está el lobo!
—Eres una miedica —se mofó su hermano.
—¿Queréis que siga contando la historia o preferís dormiros ya?
Los niños se miraron. El mayor se armó de valor y se dispuso a escuchar el espeluznante relato hasta el final. Cualquier cosa antes que dejarse dormir tan pronto. La madre continuó:
—Así pues, Caperucita introdujo su llave en la cerradura oxidada, con cuidado de no cortarse. Su abuelita era muy mayor y hacía tiempo que no se ocupaba de las cosas de su hogar. —Hizo el ademán de girar un pomo—. La puerta crujió de lo vieja que era y se abrió lentamente, mostrándole a la niña el interior de la casa.
Los chiquillos se ocultaron bajo las sábanas, el miedo mezclado con la expectación.
—¿Dejo de leer?
—¡No! —gritaron al unísono.
—Vale. Pues resulta que había unas huellas muy recientes en el suelo...
—¡Son del lobo!
—En efecto, pero Caperucita era una niña muy tonta y no sospechó nada. Ignorante del peligro, fue hasta la cocina y metió el pastel en el horno. A continuación se dispuso a saludar a su abuelita.
Su hijo mayor salió enfadado de debajo de las sábanas.
—Esa Caperucita es una boba —se burló—. ¿Por qué no llama a la policía?
—Porque su abuelita no tenía teléfono. Ni Internet.
—¿Y por qué no sale corriendo a buscar al leñador?
—Porque si hay algo que el lobo sabe hacer muy, pero que muy bien, es hacerse pasar por otras personas. Puede entrar en cualquier casa si se le deja pasar, aunque siempre preguntará primero.
—¿Como en los tres cerditos? —preguntó la niña.
La madre asintió.
—En efecto. Y tiene muchos otros poderes, como su gran soplido que puede derribar casas enteras. Pero el lobo es estúpido, y en todas las ocasiones acaba siendo vencido por el astuto leñador. Solo actúa por instinto, sin pensar.
—¿En este cuento lo va a vencer también, mamá?
—Si me dejáis terminar de contarlo, tal vez.
—Llámalo, mamá —pidió de repente el niño—. ¡Haz que venga el lobo!
—¡No! —chilló su hermana—. Nos comerá.
—No, si yo estoy aquí. —Su madre les guiñó un ojo—. ¡Lobo, ven! —gritó al techo, donde refulgían adhesivos de estrellas.
—¡No, mamá!
—Tranquila, Shelley, cariño. —Le acarició la mejilla—. Verás cómo vamos a llamarlo, y el lobo no aparecerá porque nos tiene miedo; sabe que no puede meterse en la habitación de los niños porque podríamos llamar al leñador, que le abrirá el estómago y lo llenará de piedras.
—¡Lobo, ven! —gritaron contentos—. Te vamos a llenar la barriga de piedras.
—¡Te vamos a rellenar hasta que explotes!
Rieron y saltaron encima de la cama un buen rato, hasta que su madre ondeó bandera blanca. Los arropó y se despidió de ellos con sendos besos.
—Hasta mañana, hijos. Y si en vuestros sueños aparece ese ser malvado, avisadme y traeré unas cuantas piedras del jardín.
—Hasta mañana, mamá.
Apagó la luz. No prestó excesiva atención al sonido que provino de debajo de la cama, un imperceptible levantar de astillas que evocaba un gato grande arrastrando sus uñas por el suelo.
Entró en la cocina y se sirvió un vaso de whisky. Leer cuentos le secaba la garganta, sobre todo cuando alzaba la voz en el capítulo final para conferirle más emoción a la escena. En un papel apresado entre un imán y la nevera estaba anotada la lista de la compra. En la última línea, su marido había apuntado bajo postres y productos de limpieza la palabra «caña».
Chasqueó la lengua. Apenas tenían dinero para llegar a fin de mes y él solo pensaba en comprarse su maldita caña de pescar. Y no una de las baratas, no; el señorito había seleccionado un modelo con carrete automático y sedal de calidad. Tal vez no pudieran comprar una lavadora nueva, pero todo lo que fuera aparentar ante los amigos que su vida era un continuo derroche, siempre era prioritario.
Y el mes que viene toca la vuelta al colegio de los chicos, pensó, resignada.
—Bueno... al menos tú sí que me comprendes, ¿verdad? —le preguntó a la botella.
Un ruido sordo llegó desde el cuarto de los niños, como si algún trasto se hubiese caído del mueble de los juguetes. Pero lo que comenzó a preocuparla fue un olor inclasificable, a medio camino entre el almizcle y las deposiciones de pájaros, que emanaba de la habitación. Bebió un sorbo de la copa para mojar los labios en un avance de lo que vendría después, y regresó junto a sus hijos.
Al abrir la puerta, cuyos goznes rechinaron como charnelas oxidadas, su corazón dio un vuelco.
Sentado en la cama, royendo lo que quedaba de los brazos de sus hijos, un monstruo recubierto de pelo animal la miraba con ojillos circulares, pequeños y blancos. Su boca, un amasijo de carne y restos de huesecillos machacados, se abrió ansiosa, mostrando dos hileras paralelas de colmillos y una lengua correosa como un cinturón de cuero. La cosa medía tres metros, y estaba acuclillada en una posición tan inverosímil que hacía difícil adivinar dónde estaban situadas las articulaciones de sus miembros y hacia qué dirección se doblaban de manera natural.
El Lobo miró a la madre, y dijo con el tono de voz exacto que ella había usado para describirlo minutos antes:
—Estoy a punto de acabarme a tus hijos, zorra. Ya puedes traer las piedras.
Antes del siguiente latido, la mujer había muerto de miedo.
PRIMER ACTO
ALA NEGRA QUE SOBREVUELA LOS CAMPOS,
CONVOCANDO DE LA GUERRA
SUS ESPADAS Y TIMBALES...
¿Que te diga por qué
el mundo es tan caótico?
¿Pero qué clase de pregunta
absurda es esa?
El mundo no es caótico en absoluto;
todos saben
que en realidad no existe.
I NTERREGNO
¿Era extraño o surrealista? Son cosas diferentes. Lo extraño puede no tener sentido. Lo surrealista lo tiene siempre, aunque no se aprecie a simple vista.
James Joyce,
Finnegan’s