Barcos a la deriva
Por Víctor Conde
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Barcos a la deriva - Víctor Conde
Barcos a la deriva
Copyright © 2021 Víctor Conde and SAGA Egmont
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ISBN: 9788726831788
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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SINOPSIS
Moni y Juan son dos treintañeros que llegan a un punto crucial en sus vidas en el que se plantean todo lo hecho hasta ahora. Son dos barcos que navegan a la deriva en un ancho mar de dudas. Ella ha escuchado una teoría en boca de un psicólogo que habló por la radio: las personas se replantean la vida cada diez años, y deciden si cambiar o si seguir adelante con lo mismo. En el transcurso de unos pocos días, ese binomio llamado Moni-Juan deberá averiguar si la palabra «amor» sigue significando lo mismo que cuando se conocieron, y si realmente les compensa intentar salvar su historia.
PROPUESTA DE PORTADA PARA EL LIBRO:
Dos barcos de vela en el mar que navegan próximos, y que dejan estelas que no son de espuma, sino hechas de huellas de pisadas sobre arena.
Para Irene, a cambio de tu sonrisa.
Recuerdo mejor aquella sonrisa que algunos años enteros de mi vida.
Peter Lamark, La rosa blanca.
¿Podrías darme mi último primer beso?
Cenicienta.
1. A PROPÓSITO DE MONI.
Algunas canciones te llegan desde el mar abierto, libres del polvo de los caminos. Esta es una de ellas. No puedo recordar en qué momento exacto decidí que la historia de Moni y Juan merecía ser volcada en palabras, pero seguro que fue después de que sucediera. Conocer gente no implica necesariamente querer saber cosas de esa gente: la mayor parte de las personas con las que nos cruzamos no son más que adendas en nuestro anecdotario personal, y no te acuestas por la noche pensando que te han dejado más a ti que tú a ellas. Hay una cierta reciprocidad entre los seres humanos, de cosas que se entregan y otras que se piden a cambio, pero solo te pasa una o dos veces que ese intercambio de favores se vuelve tan importante que acaba definiendo tu existencia.
Para que dos personas de mediana edad como Moni y Juan se conocieran y acabaran llegando a ese punto sin retorno en el que solo ves dos caminos frente a tu puerta, y ambos parten en direcciones opuestas, tuvieron que darse muchas casualidades. Es lo que yo llamo «la alta probabilidad de lo improbable», y eso que quien les habla es una persona que basa su idea de la estadística en que un número concreto no aparecerá jamás porque te odia. Es algo poco matemático, la verdad, pero en el caso de la pareja de Tenerife resultó ser cierto: todos los dados cayeron de canto, en perfecto equilibrio sobre sus aristas. Y fueron lanzados muchos.
Los dos trabajaban en el entorno de Puerto Azul, una ciudad turística que parecía un trasunto de Las Vegas pero en el Atlántico meridional. Miles de turistas acudían desde decenas de países para pasar sus vacaciones en un lugar con una intensidad y una pureza de luz distintas a las que estaban acostumbrados. Puede que tras su paso por las playas o los casinos o las avenidas llenas de puestos ambulantes recordaran eso como lo más emblemático de sus vacaciones: la arena, las ruletas y las tiendas —junto con la quemazón en plan barbacoa que les dejó la piel de un insano color cangrejo, y que generó más de un cáncer—, pero en el fondo, en lo más profundo de su mente, lo que realmente les impactaba era la luz. Los ingleses, acostumbrados a un acuoso zarco saturado de grises, veían por primera vez lo que significaba un añil intenso, tan puro que hacía daño mirarlo, y se daban cuenta de que la naturaleza también tenía colores primarios en su paleta. Los alemanes, criados bajo un celeste moribundo y con tonos azufrados en sus cielos de Brunswick, se protegían las asombradas pupilas cuando el cobalto del mar les devolvía estallidos de espuma y cánticos cristalinos de ballenas. Los objetos que llenaban la isla no eran más que prismas que servían para reconducir aquella luz, lo cual, en la mayoría de las ocasiones, se aplicaba también a las personas. También eran prismas, solo que algunas resultaban más opacas que otras. O estaban rotas.
Moni era una mujer que tenía esa clase de rostro alegre que sirve para enmarcar una mirada triste. No guardaba relación con ninguna historia previa, sino que cada día parecía despertar al mundo completamente virgen de experiencias anteriores, sin prólogos que justificaran sus manías. Tenía costumbres que debieron poseer un punto de partida, una razón concreta, pero que ella ignoraba sistemáticamente. Hacía lo que hacía porque le gustaba, porque le parecía la mejor manera de comportarse, y punto. En algún pasado del que no solía hablar había unas manos llenas de una tosca ternura y un diario que recogía sus propias ceremonias para los días que no estaban marcados en el calendario. Festividades personales. Pero aquellas manos se habían marchado sosteniendo maletas, y el diario se metió en el fondo de una gaveta, y tenía tantas revistas y objetos viejos encima que ni siquiera Indiana Jones habría podido desenterrarlo. Moni tampoco, y eso que se había comprado un látigo.
Su mejor amiga, Susana, era la única que, con espíritu de entomólogo, había logrado desenterrar ciertos detalles de ese pasado oculto en las profundidades de su compañera, a base de pico y pala. Fragmentos de una foto en sepia, esquinas del fotograma medio quemado de una película… lo suficientemente claros como para ver la cara de un hombre que pudo haber sido su primer amor, o no, y cuya piel morena era un talismán que mostraba secretos. Pero algo fue mal, una pata se metió en un momento dado, y ella le deseó autobuses con ruedas y largas carreteras asfaltadas que partieran de terminales en otoño. Antes de ser mujer, Moni fue espada, y cortó cosas muy duras sin que se le mellara el filo.
Yo, como su cronista, aprendí a ver en ella una predisposición a aceptar las cosas como vinieran e intentar cambiarlas lo menos posible, como si de esa forma pudiera experimentarlas de manera más honesta. Durante su etapa de adolescente combinaba dos chicas muy diferentes dentro de la misma piel: por un lado estaba la joven pizpireta y alegre que se reía por todo y no hacía más que bailar y brillar, como si el mundo fuera una gigantesca escuela de danza. Y luego estaba la otra Moni que compartía su cuerpo, cuyo melancólico sentido de lo trágico se combinaba con unos pensamientos errantes, a veces trágicos, más propios de un poeta que le doblara la edad. Alguien más viejo que ya hubiese tenido tiempo de perder más cosas valiosas de las que el destino pudiera hacerle descubrir.
Después de hacer el amor con aquel chico, él empezaba a hablarle de sus locos proyectos, como que quería levantar un hotel hecho de arena en medio de la playa —si los escandinavos tenían uno de hielo, ¿por qué no iba a poseer él uno de arena?—; o que iba a reclutar a veinte playmates de abundante «pechología» para montarse su versión tinerfeña de Los vigilantes de la playa. Ella lo escuchaba en silencio, y aguardaba el momento preciso para soltar sus carcajadas y sus pfffff. El hombre se sentía un poco ofendido por su actitud y le preguntaba si no confiaba en él, si no confiaba en que pudiera ser el cabeza de familia una vez se casaran.
…Y era esa última palabra, más que ninguna otra, la que mataba la alegría y lograba sumir a Moni en el silencio.
—¿Qué te pasa, por qué te pones así cada vez que te nombro lo del compromiso? —le preguntó su novio de aquel entonces en una ocasión.
—No me gustan los anillos, eso es todo. Ya te he dicho varias veces que no quiero hablar de eso.
Él suspiró y se frotó las sienes. Estaban acostados en una cama revuelta, un tornado de fuerza cinco de sábanas y almohadas, tan desordenado que hasta el somier se había dado la vuelta durante la última escena de violencia genital.
—Moni, sabes que soy una persona muy tradicional para estas cosas. No creo que podamos seguir juntos si no formalizamos esto en algún momento. No te digo que sea ahora, ni la semana que viene, pero hay un altar en la distancia y un cura con cara de John Wayne cuya estola lleva nuestros nombres.
—No sé, cariño, yo… No lo veo. Para serte sincera, y a pesar de que lo paso muy bien contigo, no creo que seas el definitivo.
Recordó su cara cuando le dijo eso. Recordó cuánto le dolió.
—¿No soy el definitivo? —Se sentó sobre los codos—. ¿Entonces qué haces aquí, conmigo? ¿Qué haces desnuda en mi cama?
Ella percibió la incomodidad post-coito, una turbulencia desacostumbrada. Y tuvo que decírselo.
—Tienes cosas muy buenas. Eres un buen hombre y un excelente amante. Me llevas hasta cotas de placer que no he logrado alcanzar con ningún otro chico. Sin embargo, hay un ser dentro de ti que no logro rozar ni hacer que toque la superficie. Una parte oculta que te transformaría en ese caballero perfecto que toda mujer ansía conocer, pero que en tu caso está enterrada bajo mil nombres de bares. Y no me gusta. —Lo miró a los ojos—. Para mí, la palabra que te define es «divertido». Pero la diversión no es lo que más valoro en una relación a larga distancia.
Ya está, eso era. Se lo había dicho. Ambos pudieron oír el choque contra el suelo de algo que acababa de hacerse añicos.
—Lo que hay que oír… —bufó su novio con desdén—. Me vas a decir ahora que cuando sales de mi piso y te quedas sentada en la parada esperando el autobús, y te tapas la cara con las manos (no creas que no te he visto), no es para que se te baje el rubor del coito y que la gente no vea que estás roja como un tomate.
—Pues no, la verdad.
—¿Ah, no? ¿Y qué haces con la cara tapada, entonces?
Ella se cubrió los pechos pudorosamente con la sábana.
—Lloro.
—¿Qué? ¿Lloras? —se sorprendió su novio.
—Sí. A veces amargamente. Lo hago hasta que llega el autobús o hasta que se me secan las lágrimas, lo primero que ocurra. Y pienso en lo