Casa frente al mar
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Esta novela de Carlos Castillo Foncerrada es la búsqueda por una melodía que acalle la más terrible soledad y hastió de una existencia vacía. Es la carrera contra el destino, un viaje en el que el lector constatará que el conocimiento del otro magnifica el encuentro con uno mismo.
La vida, los sueños, la melancolía, el amor, la pasión, las caricias prohibidas, la violencia y la tragedia se entretejen en un encadenamiento de matices y perspectivas que nos revelan la sensualidad y el deseo que se esconden en el alma.
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Casa frente al mar - Carlos Castillo Foncerrada
Primera edición
D.R. © 2019,Carlos Castillo Foncerrada
Editorial Página Seis, S.A. de C.V.
Teotihuacan 345, Col. Ciudad del Sol,
C.P. 45050, Zapopan, Jalisco.
Tel. (52 33) 3657 3786 y 3657 5045
www.pagina6.com.mx p6@pagina6.com.mx
Se editó para publicación digital en octubre de 2019
ISBN 978-607-8676-24-8
Hecho en México
Al fantasma de Boulevard Jourdan.
A mi querida familia.
En memoria de mis padres.
A los «gamberros leclubianos».
Esta es, desde luego, una obra de ficción;
aunque ficción no sea la maravilla del océano,
ni el sueño de tener, algún día,
una casa frente al mar.
«Hay un principio matemático aplicado a las leyes
del universo físico, según el cual dos cuerpos de magnitudes sentimentales similares tienden a hundirse en las aguas de
cualquier río a una velocidad directamente proporcional a la cantidad de sus intereses compartidos».
CARLOS MARZAL.
«Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua».
JULIO CORTÁZAR.
PRIMERA PARTE
«Tempest»
UNO
no sabría cómo llamarle a esto. Mario me diría «eso es un diario, chamuca», pero Carlos seguramente lo llamaría bitácora, que es una de sus palabras favoritas y que a mí siempre me lleva a los tiempos de los viajes de ultramar, de los grandes navegantes. Entonces pienso en esos grandes barcos plagados de ventanitas y en vientos terribles y en mares picados; mares de tormenta que veo interminables y lejanos, siempre uniéndose al horizonte. Desde que era pequeña me encantaba sentarme sola en una piedra junto al lago e imaginar que era un mar interminable. Me gustaba hacerlo en el atardecer, cuando los vientos levantaban más olas en su superficie. Eso me llevaba a sentir una profunda soledad y nostalgia que no puedo decir que me disgustaba.
En realidad, soy un poco patética, o eso decía Eugenio cuando me acompañaba. Yo no sabía cómo hacerlo a un lado. Él no entendía por qué me quedaba observando en silencio la superficie del lago, que a esas horas adquiría un tono plateado. Me molestaba hablar o que alguien me hablara. Eso lo sacaba de sus casillas y a veces prefería retirarse, alejarse en silencio, moviendo la cabeza como diciendo «estás loca». La verdad, a mí no me importaba. Ese era para mí un momento importante, un ritual que consideraba algo íntimo, algo personal, y el tiempo pasaba rápidamente mientras pensaba en mil cosas de la vida, la existencia, el futuro. Me preguntaba cómo sería la vida en otro lugar, cómo estaba la gente en ese mismo instante en otros lugares de otros países que solo había visto en fotos.
Pensaba que en ese mismo momento, en el que yo me entregaba a ese ejercicio de imaginación, alguien estaba llegando al mundo; una pareja enamorada se abrazaba y disfrutaba de su compañía; alguien moría rodeado de sus seres queridos; un anciano pegaba la cara al vidrio helado de un tren ante un paisaje nevado; un joven lleno de ilusiones subía las escaleras del metro en una ciudad europea y descubría ante sí un nuevo mundo; alguien era golpeado por una noticia terrible; un desgraciado consumaba un acto de traición; una mujer enferma veía la televisión en soledad, en una silla de ruedas, sin mayor esperanza que la espera de la muerte; alguien se desnudaba y admiraba su figura frente a un espejo enorme; alguien era espiado sin que se diera cuenta; un sujeto cualquiera era perseguido sin saberlo; un soñador escribía un poema en solitario a la luz de una lámpara y escuchando un trío de piano; alguien le decía a sus hijos que los amaba; un aprendiz de poeta escribía su bitácora, pensando que era el único en el mundo… Era un ejercicio mental divertido que nunca terminaba.
No entiendo por qué escribo esto, porque la verdad no es para que alguien lo vea. En realidad, es para que yo lo vea nuevamente o para que en el futuro pueda entender lo que siento, o para que yo me dé a mí misma una explicación de las cosas que vivo. No lo sé, simplemente debo hacerlo y lo demás no importa.
Este cuaderno me gusta. Siempre me han gustado los cuadernos, el olor del papel y la tinta. Desde niña colecciono libretitas y cuadernos en los que tengo historias pequeñas, dibujos, listas de propósitos, reclamos a mí misma o a mis amigos o a mis padres. Es una manera de entenderme y entender el mundo que me rodea, sobre todo cuando me he sentido o me siento perdida, como si fuera uno de los pasajeros en uno de esos enormes galeones a la deriva en medio de una terrible tormenta en mar abierto.
Esta es sin duda mi propia historia, desnuda y sin ocultar nada, sin ocultarme nada, para ver si algún día entiendo todas las cosas que he hecho, algunas de ellas totalmente contradictorias e inexplicables para cualquier otra persona, pero no me importa. Estoy convencida que los seres humanos, hombres y mujeres, somos por naturaleza contradictorios, traicioneros, mentirosos, amorosos, complicados y necios, todo eso en diferentes momentos de nuestra vida o incluso algunas de esas cosas al mismo tiempo.
El ser humano es complicado y desde muy pequeña lo entendí así. La tentación, el egoísmo, el engaño, la soledad, el abuso, la traición, los adioses, son algunos de los fantasmas que nos persiguen eterna y sistemáticamente todos los días de nuestra vida. Tratamos infructuosa y continuamente de alejarlos y de olvidarlos de forma constante.
Afortunadamente, en contrapunto, existen el amor, la belleza, la suavidad de una piel, el erotismo, nuestra capacidad para ayudarnos y ayudar a los demás cuando queremos, los abrazos, los besos, las caricias, los perdones, los reencuentros, los amaneceres, los atardeceres soleados y hermosos, que son las luces que nos guían y nos animan a seguir gozando y viviendo la hermosa vida, como dice Sabines.
DOS
de enero, «día de su cumpleaños», pensó Máriam al escuchar la voz. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho; ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno… rítmicamente se movía siguiendo las indicaciones de la instructora, una mujer de una edad indefinida, perdida en la cuarentena, que se mantenía en forma, con una figura aún esbelta y flexible gracias al constante ejercicio y a la rutina que se había impuesto al haber formado parte de una compañía de danza en Nueva York durante más de diez años y que ahora, después de haber estado casada y divorciada, había formado su propio grupo con el que estaba logrando magníficos resultados, según las críticas de los principales diarios a raíz de su última aparición en el Festival Cervantino en Guanajuato.
Uno, dos, tres, cuatro… Máriam obedecía las indicaciones y veía su propia figura reflejada en los espejos del salón, ese gran salón acondicionado en un gran caserón viejo de la colonia Roma de la calle de Atlixco. Ahí practicaban y sudaban un grupo de jóvenes que, como ella, trabajaban duro buscando hacer realidad el sueño de convertirse en alguna celebridad de la danza moderna, conseguir algún puesto en alguna compañía famosa del extranjero y viajar.
Para Máriam, viajar era uno de sus sueños siempre perseguidos y hasta ahora casi incumplidos. Quería conocer el mundo, ver personalmente todas las cosas que había leído en los libros que le habían prestado o que ella se había prestado en sus frecuentes visitas a la Librería Gandhi o El Ágora, donde acostumbraba seleccionar una novela o un libro de cuentos que no podía comprar y se sentaba en el pasillo a leer un buen rato. Al terminar, ponía una pequeña señal y lo escondía para que nadie la descubriera, así podía seguir donde se había quedado en su siguiente visita. Esa era una costumbre que había copiado de Carlos, con quien desde hace tiempo compartía gustos y disgustos, además de sus sueños, su cuerpo, y sus ilusiones.
Uno, dos, tres… se veía en medio de ese grupo de jóvenes haciendo su rutina y compartiendo un mismo sueño. Máriam brincaba y hacía los diferentes ejercicios con fuerza, tratando de imitar los movimientos de su maestra, viendo en el espejo otros cuerpos cubiertos como el de ella, con esa fina tela apretada y humedecida en diferentes partes del cuerpo por el sudor. Se divertía observando las diferentes maneras de sudar. Había algunas de sus compañeras que casi no humedecían el traje. Si salieran a la calle en ese momento, nadie adivinaría que habían estado dos o tres horas haciendo esas rutinas, más bien pensarían que apenas se dirigían a hacerlo. Sin embargo, otras, después de apenas quince o veinte minutos, tenían empapada la espalda y la tela bajo los brazos. Ella siempre humedecía su traje en medio de los pechos y entre las piernas.
Al mismo tiempo que hacía su rutina, recordaba el momento en el que decidió decirles a sus padres que lo único que deseaba era bailar. «Piénsalo bien, muy bien», le dijo su padre, quien a pesar de ser un agricultor poco afecto a las bellas artes, quería lo mejor para su hija. «Si quieres puedes hacerlo, pero nada de hablar chillando o regresarte en cuanto tengas un problema, acuérdate que en esta vida nada es fácil». Su madre no había abierto la boca, pero ella siempre supo que en el fondo ambos pensaban que eso era una locura, un impulso adolescente. Su madre había construido en su mente la vida que su hija tendría quedándose en el pueblo. Le gustaba que se llevara con la gente de bien y con los hijos de las mejores familias locales. Pensaba que seguro encontraría ahí un buen marido con quien podría tener hijos y ser una mujer feliz. Conocía a varios de sus amigos, con los que no sabía bien qué relación tenía, y algunos le gustaban para su hija. Pero nunca se imaginó que su hija se fuera de ese ambiente y menos a la Ciudad de México, llena de peligros y de tentaciones, donde seguramente se perdería y olvidaría sus raíces y los buenos principios que le habían inculcado desde pequeña.
Máriam no dejó de sorprenderse cuando su padre decidió apoyarla. Aunque siempre se había mostrado liberal o, cuando menos, indiferente, pensó que nunca aceptaría que su hija saliera de un lugar como Pátzcuaro para vivir en la gran ciudad en una casa de asistencia y no en un internado de monjas, como era la costumbre en esos tiempos. Sin embargo, así fue, y desde entonces se había dado la ruptura entre ella y su madre, quien pensaba que estaría perdida solo por el hecho de vivir en una casa de asistencia y dedicarse a la danza moderna. El hecho de que una parte de la familia de ella y de su marido viviera en la gran ciudad y hubiera prometido apoyarla no la convencía en absoluto.
Seguía brincando, haciendo su rutina y sintiendo la tela de ese traje que tanto le gustaba y excitaba a Carlos, se le pegaba al cuerpo