Respuesta a Job
Por Carl Jung
4.5/5
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Renunciando a la fría objetividad y sin pretensiones exegéticas, sino dejando precisamente que el afecto tome la palabra, el creador de la Psicología analítica se ocupa en este ensayo de las oscuridades divinas que traslucen en el relato bíblico a fin de comprender por qué Yahvé, en su celo, abatió a Job. La lectura del Libro de Job sirve así de introducción, de manera paradigmática, a la psicología de lo inconsciente y de los arquetipos.
Carl Jung
C.G. Jung was one of the great figures of the 20th century. He radically changed not just the study of psychology (setting up the Jungian school of thought) but the very way in which insanity is treated and perceived in our society.
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Respuesta a Job - Carl Jung
1
Al discurso de Yahvé contesta Job:
Me siento pequeño, ¿qué replicaré?
Me taparé la boca con la mano;
he hablado una vez, y no insistiré;
dos veces, y no añadiré nada1.
De hecho, en la inmediata presencia del poder infinito del Creador, ésta es la única respuesta posible para un testigo al que el terror a ser definitivamente aniquilado le corre todavía como un escalofrío por todos sus miembros. ¿De qué otro modo podría responder, en las actuales circunstancias, un gusano humano que se arrastra sobre el polvo aplastado a medias? A pesar de su miserable insignificancia y debilidad, este hombre sabe que se halla frente a un ser sobrehumano en extremo susceptible a título personal y que, por ello, lo mejor que puede hacer es guardarse toda observación crítica, para no hablar de ciertos derechos morales a los que uno creería estar también en disposición de acogerse frente a un Dios.
Se alaba la justicia de Yahvé. Ante él, el juez justo, Job podría seguramente presentar su queja y encarecer su inocencia. Pero Job duda de que tal cosa sea posible: «... ¿cómo puede un hombre ser justo ante Dios?... Aunque lo citara, no recibiría respuesta... Si es en un juicio, ¿quién lo hará comparecer?». Sin motivo Yahvé «multiplica [sus] heridas... (Dios) destruye igual al inocente y al culpable. Si un azote mata de improviso, se ríe de la angustia del inocente... Sé», le dice Job a Yahvé, «que no me absolverás. Y si resulta que soy culpable (¿a qué fatigarme en vano?)». Si Job se purificara, «Yahvé» le «restregaría en el lodo... Pues no es un hombre, como yo, para decirle: Comparezcamos juntos en un juicio»2. Pero Job quiere explicarle a Yahvé su punto de vista, elevarle su queja, y le dice que sabe muy bien que él, Job, es inocente y que «nadie va a arrancarme de tus manos»3. Job quiere «hablar con Dios»4. Su idea es defenderse «a su cara»5. Job sabe que «es inocente». Yahvé tendría que citarle y responderle, o por lo menos permitirle que presentara su causa. Apreciando en lo que vale la desproporción entre Dios y el hombre, Job dirige a Yahvé la siguiente pregunta: «¿Por qué asustas a una hoja que vuela?, ¿por qué persigues la paja ya seca?»6. Dios ha «torcido su derecho»7. Dios le «niega sus derechos». No repara en la injusticia. «... hasta el último aliento persistiré en mi inocencia. Me aferraré a mi justicia sin ceder»8. Su amigo Elihú no cree en la injusticia de Yahvé: «Dios no obra mal, el Todopoderoso no tuerce el derecho»9, y contra toda lógica fundamenta esta opinión haciendo referencia al poder; ¿llamaremos «canalla» al rey?, ¿trataremos a los nobles de «bandidos»? Hay que tener preferencia por el «príncipe» y estimar en mayor medida al grande que al débil10. Pero Job no se deja amedrentar y pronuncia una significativa sentencia: «Pues tengo en el cielo mi testigo, mi defensor habita en lo alto... ante quien vierto mis lágrimas. Que él juzgue entre el hombre y Dios»11; y en otro pasaje Job dice: «Yo sé que vive mi Defensor, que se alzará el último sobre el polvo»12.
De las palabras de Job se desprende claramente que, a pesar de que dude que un hombre pueda llevar razón contra Dios, sólo con dificultad puede renunciar a la idea de comparecer ante Dios en el terreno de la justicia y, por tanto, en el de la moral. A Job le resulta difícil asumir que el arbitrio divino tuerza el derecho, porque, a pesar de todo, no puede abandonar su fe en la justicia divina. Pero, por otro lado, Job se ve obligado a confesarse a sí mismo que nadie más que Yahvé le hace injusticia y violencia. Job no puede negar que se encuentra frente a un Dios que no repara en juicios morales, o, lo que es lo mismo, que no se siente obligado por consideraciones éticas de ningún tipo. Ahí radica también la verdadera grandeza de Job, es decir, en que, aun en presencia de esta dificultad, no se engaña con respecto a la unidad divina, y ve claramente que Dios se contradice a sí mismo, de hecho tan radicalmente como para que su siervo pueda estar seguro de que encontrará en Dios a quien le ampare y defienda de Dios mismo. La misma certeza que Job tiene de la maldad de Yahvé la tiene de su bondad. De un hombre que nos hiciera daño no deberíamos esperar a la vez que nos ayudara. Pero Yahvé no es un hombre; es ambas cosas, fiscal y defensor a una, y cada uno de esos aspectos es tan real como el otro. Yahvé no está escindido, sino que es una antinomia, una antítesis interna radical, presupuesto indispensable de su enorme dinamismo, de su omnipotencia y omnisciencia. Sabiéndolo, Job se mantiene firme en el propósito de «exponerle sus caminos», es decir, de explicarle su manera de ver las cosas, pues, hecha abstracción de su cólera, Yahvé es también, frente a sí mismo, el abogado defensor del hombre que tiene una queja que presentar.
Uno podría asombrarse todavía más del conocimiento que Job tiene de Dios si ésta fuera la primera vez que tuviera noticia de la amoralidad de Yahvé. Pero los imprevisibles humores y los devastadores ataques de cólera de Yahvé venían siendo ya conocidos desde antiguo. Yahvé había demostrado ser un celoso guardián de la moral; y había dado prueba de una especial sensibilidad en lo tocante a la justicia. De ahí que fuera preciso alabarle constantemente como el «justo», cosa que, al parecer, significaba no poco para él. Gracias a esta circunstancia, es decir, a esta singularidad, Yahvé era propietario de una personalidad definida, la cual sólo se diferenciaba en términos cuantitativos de la de un monarca más o menos arcaico. La naturaleza celosa y susceptible de Yahvé, que sondeaba desconfiada el corazón desleal de los hombres y sus pensamientos secretos, hizo inevitable que el hombre y Dios asistieran al nacimiento de una relación personal entre ambos, y de esta suerte el hombre no pudo por menos de sentirse llamado personalmente por la divinidad. Este hecho introdujo una diferencia esencial entre Yahvé y el todopoderoso padre Zeus. Éste cuidaba, bienintencionada y un tanto asépticamente, de que la economía del mundo discurriera por los cauces santificados desde antiguo, y se limitaba a castigar el desorden. Zeus no moralizaba, sino que gobernaba de forma instintiva. De los hombres no deseaba otra cosa que los sacrificios que eran de ley presentarle; con ellos no quería nada, porque tampoco formaban parte de sus planes. El padre Zeus es sin duda una figura, mas no una personalidad. Yahvé, en cambio, estaba interesado en los hombres. De hecho, estaba incluso extraordinariamente interesado en ellos. Los necesitaba en iguales términos que ellos a él, perentoria y personalmente. Zeus, por supuesto, podía también dejar caer de vez en cuando alguno de sus rayos, pero sólo en casos aislados, sobre los causantes de desórdenes particularmente graves. Contra la humanidad en cuanto tal no tenía nada que objetar. Tampoco ella despertaba especialmente su interés. Yahvé, en cambio, podía irritarse de forma desmesurada con los hombres tanto a título individual como genérico cuando no se comportaban como él esperaba y deseaba; pero, al hacerlo, en ningún momento entraba a considerar que su omnipotencia le hubiera permitido alumbrar criaturas bastante más perfectas que estas «malas cacerolas de barro».
Una relación hasta tal punto personal con su pueblo tenía por fuerza que desembocar en el establecimiento de una alianza en el sentido pleno de la palabra, una alianza por la cual se vieron también afectadas personas particulares, como, por ejemplo, David. El salmo 89 da cuenta de las palabras que Yahvé dirigió en su día a David:
... no fallaré en mi lealtad.
Mi alianza no violaré,
no me retractaré de lo dicho;
por mi santidad juré una vez
que no había de mentir a David13.
Pero lo que luego sucedió fue que él, es decir, ese mismo Dios que tan celosamente vigilaba el cumplimiento de leyes y contratos, rompió su juramento. Al sensible hombre de nuestros días el mundo se le habría convertido en un negro abismo y el suelo se le habría esfumado bajo las plantas, porque lo menos que él esperaría de su Dios es que éste aventajara a los mortales en todos los sentidos, sí, pero en bondad, elevación y nobleza, y no en una deslealtad y volubilidad morales que no vacilan ni ante el perjurio.
Como es natural, uno debe cuidarse de confrontar a un Dios arcaico con las exigencias de la ética moderna. Para el hombre de los primeros tiempos las cosas eran un tanto diferentes: en sus dioses florecía y prosperaba absolutamente todo, vicios y virtudes. De ahí que también fuera posible castigarlos, atarlos, engañarlos y azuzarlos a unos contra otros sin que tal cosa redundara en menoscabo de su prestigio —o, por lo menos, no a largo plazo—. El hombre de aquellos eones estaba tan acostumbrado a que los dioses fueran inconsecuentes, que, cuando lo eran, eso no era para él causa de una excesiva inquietud. En el caso de Yahvé, sin embargo, las cosas eran distintas, porque en la relación religiosa con él los lazos morales y personales desempeñaron una función preponderante desde muy pronto. En semejantes circunstancias, era suficiente con que Yahvé violara lo pactado en una sola ocasión para que el hombre se sintiera necesariamente vulnerado en sus derechos tanto en un sentido personal como moral. Lo primero puede apreciarse en la manera en que David responde a Yahvé. En efecto:
¿Hasta cuándo, Señor, te esconderás?
¿Arderá siempre como fuego tu furor?
Recuerda, Señor, lo que dura la vida,
para cuán poco creaste a los hombres.
...
¿Dónde están, Señor, tus primeros amores,
aquello que juraste con fidelidad a David?14.
De haberse dirigido a un ser humano, David se habría expresado probablemente en estos términos: «Tente de una vez y deja ya de encolerizarte. Porque no tienes motivo para hacerlo y porque, en realidad, es grotesco que seas precisamente tú el que tanto se irrite contra unas plantitas que, si se empeñan en crecer torcidas, lo hacen en gran medida bajo tu responsabilidad. En lugar de pisotear tu huertecillo, podrías haberte mostrado más razonable tiempo atrás, y haberte ocupado como era debido de lo que en él sembrabas».
Quien así toma la palabra, no obstante, no se atreverá a discutir el incumplimiento del contrato con su omnipotente interlocutor y socio. Sabe lo que tendría que oír si el quebrantador del derecho hubiera sido un miserable como él. Este hombre tiene que retroceder al plano superior de la razón, pues no hacerlo así resultaría peligroso para su integridad física, pero con ello, sin saberlo ni pretenderlo, demuestra que sin hacer ruido se halla por encima de su socio divino tanto en términos intelectuales como morales. Yahvé no se da cuenta de que es «manipulado», del mismo modo que tampoco comprende por qué ha de ser alabado sin cesar por su justicia. Necesita de forma acuciante que su pueblo le «alabe»15 de todas las maneras posibles y le presente todo tipo de ofrendas propiciatorias con el manifiesto fin de congraciarse a cualquier precio con él.
El carácter que de este modo se torna visible encaja en una personalidad que sólo puede percibir su propia existencia por mediación de un objeto. La dependencia del objeto es absoluta siempre que el sujeto carece de toda suerte de autorreflexión y, por ende, de toda capacidad de introspección. En apariencia, el sujeto existe únicamente debido al hecho de que posee un objeto que le asegura que está ahí. Si Yahvé fuera realmente consciente de sí mismo, cosa que es lo menos que cabría esperar de un hombre inteligente, tendría que haber puesto fin, a la vista de cómo son realmente las cosas, a las alabanzas de su justicia. Pero Yahvé es demasiado inconsciente como para ser «moral». La moralidad presupone la consciencia. Con ello no está diciéndose, por supuesto, que Yahvé sea, por ejemplo, imperfecto o malvado a la manera de un demiurgo gnóstico. Yahvé es toda propiedad en su totalidad y, por ende, entre otras, la justicia por antonomasia, pero también su contrario, y esto, una vez más, en su suprema manifestación. Así hemos de concebirlo, por lo menos, si realmente queremos formarnos una idea uniforme de su esencia. Pero en este caso no podemos perder de vista que, con ello, todo lo que hemos perfilado es solamente una imagen antropomórfica que ni siquiera resulta especialmente esclarecedora. La manera en que se manifiesta la esencia divina permite apreciar que sus diferentes atributos guardan entre sí una insuficiente relación, por lo que se desintegran en actos contradictorios. Así, por ejemplo, Yahvé se arrepiente de haber creado al hombre, aun cuando lo cierto es que su omnisciencia sabía perfectamente desde un principio lo que pasaría con hombres como éstos.
2
Puesto que el omnisciente sondea todos los corazones y los ojos de Yahvé «recorren toda la tierra»1, es mucho mejor que el interlocutor del salmo 89 no tome consciencia con excesiva rapidez de su secreta superioridad moral sobre la mayor inconsciencia de su Dios, o que se la oculte a sus ojos, pues Yahvé no es amante de ningún pensamiento crítico que pudiera disminuir de algún modo la afluencia de reconocimiento que reclama. Por más fuerte que retumbe su poder en los espacios cósmicos, la base de su ser es muy pequeña, por lo que necesita un reflejo consciente para existir realmente. Como es natural, el ser sólo tiene validez cuando alguien tiene consciencia de él. De ahí, en efecto, que el Creador necesite el hombre consciente, aunque Dios, por inconsciencia, preferiría impedir que el hombre se tornase consciente. Por ello, Yahvé necesita la aclamación de un pequeño grupo de seres humanos. Cualquiera puede figurarse lo que sucedería si esta asamblea tuviera la ocurrencia de poner fin a su aplauso: se produciría un estado de irritación, acompañado de un ciego deseo de destrucción, y luego un hundimiento en una infernal soledad y una torturadísima inexistencia, seguido a continuación por una nostalgia inexpresable, cada vez más acusada, de eso que hace que Me perciba a Mí mismo. Seguramente, ésta es la razón de que, en su origen, todas las cosas, incluido el ser humano que todavía no ha devenido canaille, sean de una belleza cautivadora y aun conmovedora, pues in statu nascendi «cada una en su especie» representa lo más precioso, el objeto del más íntimo anhelo, la más tierna de las semillas, una imagen de la bondad y el amor infinitos del