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El rostro de Gógol
El rostro de Gógol
El rostro de Gógol
Libro electrónico385 páginas8 horas

El rostro de Gógol

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Información de este libro electrónico

 
"Yo estaba en la explanada observando la hoja de roble ocre y reseca. Cuando fui a cogerla, se alejó volando repentina e inexplicablemente. Eché a correr tras ella. Una vez más se me escapó de las manos. Una vez y otra y otra, hasta que por fin la atrapé, la apreté fuerte para, al abrir la mano, descubrir que ¡había dejado de existir! Ese es el comienzo del relato"

Así comienza esta apasionante novela, publicada en Suecia en 1989, que recibió el Gran Premio de Novela y el premio de la prestigiosa revista Vi y, además, fue candidata al Premio August. Tuvo una acogida excelente y se publicó al poco tiempo en francés, alemán y ruso. Johansson realizó para este libro un magnífico trabajo de documentación sobre el genio ruso Nikolái Gógol y el resultado es esta novela autobiográfica en la que el mismo Gógol nos va contando cómo fue su infancia, las relaciones con sus padres y, lo más importante, cómo y por qué empezó a escribir y lo duros que fueron sus comienzos.
Por fin sabremos cómo se gestó su obra maestra, Almas muertas, y conoceremos su relación con los zares y con la censura, además de acompañarlo en sus viajes por Europa En resumen, se trata de un divertido recorrido por la vida y obra de uno de los personajes más fascinantes y desconocidos de la Literatura Universal y por la historia de la Rusia del siglo XIX.
Una joya de la literatura nórdica de los últimos años y todo un descubrimiento que, por fin, podemos disfrutar en castellano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 ago 2021
ISBN9788418930072
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    El rostro de Gógol - Kjell Johansson

    cover.jpg

    Kjell Johansson

    El rostro de

    Gógol

    Traducción de

    Carmen Montes Cano

    019

    Por el ancho mundo

    EL PRINCIPIO DEL RELATO

    Yo estaba en la explanada observando la hoja de roble ocre y reseca. Cuando fui a cogerla, se alejó volando repentina e inexplicablemente. Eché a correr tras ella. Una vez más se me escapó de las manos. Una vez y otra y otra, hasta que por fin la atrapé, la apreté fuerte para, al abrir la mano, descubrir que ¡había dejado de existir!

    Ese es el comienzo del relato… Me gusta utilizar esas palabras. Mi madre siempre las pronunciaba al comenzar su historia sobre mi nacimiento y el icono milagroso de Dikanka.

    —Ese es el comienzo del relato —mi vida presentaba un vínculo con él.

    En mi mano, la hoja se había transformado en un montón de pequeños fragmentos delicados. Algunos cayeron al suelo oscilando despacio, otros permanecieron pegados a la piel. Me quedé mirándolos y, presa de un ansia extraña, los froté entre las manos. Se pulverizaron, se hicieron cada vez más pequeños. Al final, desaparecieron. ¡Nada quedó!

    Mis primeros recuerdos están preñados del terror a los cambios repentinos y a las desapariciones misteriosas. Como la de esta hoja que se esfumó o el charco que, cuando yo volvía de comer, ya no estaba. También los cambios de la naturaleza eran para mí desapariciones. No era que la noche acudiese al atardecer, era que se marchaba el día. E igual veía la luz y la oscuridad, el calor y el frío.

    Piotr Andréievich salió una noche y nunca más volvió. Está muerto, decían. Es el curso de la naturaleza, decían, seguramente para tranquilizarme. Pero pervivía el miedo como algo esencial en aquel caos de desapariciones de origen inexplicable. El miedo no perecería jamás, aunque su intensidad disminuyese cuando la realidad se reguló con el tiempo, cuando los acontecimientos y los objetos adquirieron nombre, como las personas.

    Mi madre se llamaba Maria, mi padre Vasili. Yo, Nikolái y mi hermano, un año menor que yo, Ivan. Más adelante fueron naciendo mis hermanas Anna, Yelizaveta, Maria y Olga. Nacieron más, pero no les fue dado vivir.

    Nuestra hacienda Vasílievka tenía una extensión insignificante, pero los que vivíamos allí éramos significativos. Éramos descendientes de Ostap Gógol, el célebre coronel cosaco cuyas valerosas hazañas premió con tierras el rey polaco en el siglo xvii.

    Doscientas almas pertenecían a nuestros pagos, los siervos de la aldea Soróchintsy. Nuestro pueblo se hallaba en la provincia de Poltava, que formaba parte de la inmensa Ucrania, la cual a su vez integraba un reino más inmenso aún, gobernado por nuestro bien amado Alejandro I, por la gracia de Dios emperador y autócrata de todas las Rusias, Moscú, Kiev, Vladímir, Nóvgorod; zar de Kazán, zar de Astracán, zar de Polonia, zar de Siberia, zar del Quersoneso Táurico, zar de Georgia, Gran Duque de Finlandia…

    Un día hice un gran descubrimiento. ¡Yo también pertenecía a los que llevan el mando!: «Sal conmigo, Ivan», le dije a mi hermano. ¡Y él me obedeció! ¡Me siguió porque yo le había ordenado que lo hiciera! Sentí una felicidad triunfal, arrolladora, cuando comprobé el efecto que mis palabras surtían en él.

    Sucedió a aquello una época de exaltación extrema. ¡Con mis palabras gobernaba un reino infinito de posibilidades! «Este es el principio del relato», me dije repitiendo las palabras que me llenaban de fascinación constante.

    Sin embargo, no tardaría en verme decepcionado. En efecto, sobre las fuerzas de la naturaleza no ejercía ningún poder. Y tampoco las personas hacían siempre lo que yo les indicaba, ni siquiera Ivan.

    Había algo que no cuadraba. En ocasiones, mis palabras surtían efecto, pero no era así con demasiada frecuencia. Probé entonces con otras palabras, modifiqué la potencia de mi voz y cambié el tono. De nada sirvió. «Que así sea», decía. Era la fórmula mágica con la que el zar otorgaba vigencia a sus decisiones. Yo repetía aquellas palabras, pero no surtían ningún efecto. Mis palabras eran insuficientes.

    Sospechaba que había estado manipulando lo prohibido. De alguna manera, había hecho un uso indebido de las palabras. Y sería castigado por ello. Yo, solo yo, que nadie más que yo era el culpable. ¡Yo!

    Fue entonces cuando, por primera vez y de un modo más profundo, tomé conciencia de mi yo. Constituyó para mí un segundo nacimiento y se produjo a partir de una sensación compleja de insuficiencia, de soledad, de miedo y de culpa.

    No mucho después de aquello, caí enfermo con fiebre y dolores. Era un dolor que se concentraba en distintas partes del cuerpo, a veces en la cabeza, a veces en el pecho, a veces en el estómago. Pasé mucho tiempo en cama.

    Estar enfermo era aburrido. Un día me regalaron una muñeca que mi padre le había comprado a un buhonero. Descubrí que dentro de la muñeca había otra igual, solo que más pequeña. Y, dentro de esta, otra más. Y otra, y otra… Me entretenía con las muñecas. La más grande tenía que quedar siempre fuera pero, por lo demás, yo decidía cuáles se quedaban fuera y cuáles dentro. Sentía pena de la más grande. Y también sentía pena de la más pequeña, porque no podía llevar a ninguna en su interior. Y luego me vi obligado a sentir pena por todas las demás, para no ser injusto. Al final, me cansé, las coloqué todas en su sitio y dejé la muñeca en la ventana.

    El invierno se fue y llegó la primavera. Los días empezaban a ser más largos, la oscuridad más breve. Y yo guardaba cama y observaba a las moscas que ya habían despertado. Intentaban salir. Se estrellaban volando contra el cristal, como si quisieran horadarlo con su zumbido iracundo. Finalmente caían al suelo, se quedaban boca arriba agitando las patas. A veces batían las alas y entonces se ponían a dar vueltas y más vueltas sobre el alféizar. Y luego morían. Las moscas grandes morían antes que las pequeñas.

    Me goteaban la nariz y los ojos. El oído izquierdo se me llenó de pus. Más tarde, cuando me curé, había perdido parte de la capacidad auditiva. No me causó ninguna pena. Si no quería oír algo, podía achacárselo a mi sordera. Otro tanto pasaba con mi miopía, lo que no quería ver, no lo veía. Los objetos eran blandas sombras envueltas en una bruma agradable.

    Estuve enfermo mucho tiempo. Me aplicaron sanguijuelas. Yo me quedaba muy quieto por temor a que se me colaran por la oreja o por la nariz o por la boca. Eso sí, movía los ojos todo el tiempo, para que ninguna creyese que estaba muerto.

    Un día Ivan me dijo que alguien había preguntado por mí, una muchacha, que me llamó a gritos. Mi madre lo interrogó y yo sabía por qué. La muerte llamaba a las personas antes de hacerse presente.

    —¿Quién era? —preguntó mi madre.

    —No tenía nombre —respondió Ivan—. Ni cara.

    Mi madre palideció. Ivan mantuvo sus palabras, pese a la paliza que le dio mi padre.

    —Recemos juntos, Nikolái —propuso mi madre. Nos arrodillamos ante el icono. Mi madre empezó a rezar. Rezó entre sollozos, largo rato, con sentimiento. Lloraba. También yo empecé a llorar, probablemente solo porque mi madre querida estaba llorando. Mis lágrimas no eran auténticas.

    —No has de tener miedo —aseguró mi madre—. Eres de salud endeble, como tu padre, pero no vas a morir. Hay niños que nacen muertos. Y los hay que mueren en los primeros días o durante las primeras semanas o meses de vida en la tierra. Pero es raro que mueran tan mayores como tú. No has de tener miedo.

    Así que yo era muy joven, ¡pero demasiado viejo para morir!

    Mi madre me sonreía. Tenía la cara delgada, las cejas largas y oscuras, los ojos bonitos. Y tenía una sonrisa amplia y cálida.

    —Cuando seas viejo, te sentarás aquí en Vasílievka, quizá en el banco de la charca, o junto al roble, o en el porche. Y tu hijo también se sentará aquí, y el suyo, algún día… Y tú y tu esposa veréis a vuestros hijos y a vuestros nietos jugar en el jardín, igual que Ivan y tú. Claro que entonces no estaré yo, ni tu padre tampoco.

    —¡No! —grité.

    —Pero ¿qué pasa, Nikosha?

    No respondí. No sabía.

    —¡Que sea la voluntad de Dios! —dijo mi madre persignándose.

    Me puso la mano en la frente, me dio una palmadita y me besó apasionadamente.

    —No vas a morir —repitió. Me aterrorizó sin querer.

    —Cuéntame la historia de cuando yo nací —le rogué.

    Mi madre miró por la ventana, permaneció inmóvil unos minutos, al cabo de los cuales se dirigió a mí y comenzó a relatarme la historia tal y como hacía siempre: «Una madre había perdido dos hijos poco antes de su nacimiento. Cuando volvió a quedarse embarazada, se encaminó a la iglesia de un pueblo vecino llamado Dikanka. Y ante el icono milagroso de san Nicolás, rogó largo rato y con fervor. Hizo la promesa de que si el hijo que estaba por nacer era un niño, lo bautizaría con el nombre del santo. Ese es el principio del relato…

    »¡Y verás lo que ocurrió! Llegado el momento, su esposo la llevó al mejor médico de toda Ucrania. Él le ayudó a dar a luz sin incidencias, pero parió un niño menudo y endeble. Seis semanas tardó en cobrar la fuerza suficiente para que la mujer pudiera llevarlo a casa.

    »La madre del pequeño contaba a la sazón dieciocho años, el padre tenía treinta y dos. Conforme a la promesa, su hijo primogénito recibió en el bautismo el nombre del santo. Lo llamaron Nikolái».

    A mí me gustaba mucho que mi madre me contara la historia de aquel modo, como si fuéramos otras personas. Y me gustaba su mirada, ensimismada como la de un santo.

    Observaba desde la cama el retrato del zar Alejandro. Tenía la frente ancha y las mejillas bien afeitadas, con hoyuelos. Era de nariz pequeña y labios finos. Y la mirada afable, inocente, casi melancólica. Ivan tenía una mirada similar. Era como el zar. Mi padre también era como el zar, pero, en mi opinión, Ivan y mi padre no se parecían. «Tienen rasgos distintos», solía decir mi madre.

    Junto al retrato había un espejo. En él veía yo el rostro escuálido de un niño con los ojos brillantes y enfebrecidos. Si quería ver el cuerpo también, tenía que retreparme en la cama. Y solo cuando me subía a una silla, flexionaba las piernas y encogía el cuello entre los hombros, veía al niño entero en el espejo. «Ese eres tú», me decía. «Nikolái Vasílievich Gógol.»

    Si me erguía, me quedaba sin cabeza. Si extendía un brazo, me quedaba manco. En la realidad, yo tenía cabeza. Y a pesar de todo, aparecía sin ella. Tenía dos brazos y, a pesar de todo, era manco. Podía crearme de nuevo con el movimiento y con la mirada. Por un instante, experimenté la misma sensación que cuando descubrí el efecto que podían surtir mis palabras. Las posibilidades eran prácticamente ilimitadas. ¡Mirad, ahora soy un dedo meñique! ¡Y ahora la punta de una nariz!

    Y de nuevo contemplaba al niño entero en el espejo. Durante un buen rato y con suma atención, observaba a aquel que, de un modo bastante extraño, era yo. Me quedaba tanto tiempo con las piernas flexionadas que se me dormían. Entonces sucedía que no tenía piernas, pese a que allí estaban, ¡tanto en la realidad como en el espejo! «Anda, mira», me decía, «ya no tienes posibilidad de esconderte».

    Tiré de una pierna para masajearla y sacarla del letargo. De repente, oí unas risas. Era una de las criadas, que me observaba desde la puerta entreabierta. «¡Exactamente igual que un polluelo de cigüeña!», exclamó Varvara.

    Por un segundo me vi con sus ojos, me vi encogido y sobre una pata, exactamente igual que un polluelo de cigüeña…

    Varvara se marchó riendo ruidosamente.

    Detestaba a Varvara, su risa y su mirada —que yo, por cierto, había hecho mía—. Yo iba tras la pista de algo muy significativo, estaba a punto de descubrir un misterioso secreto.

    Han pasado muchos años. Me encuentro delante de otro espejo en otra habitación. Es de noche y está oscuro. Llevo una vela en la mano.

    En el negro cuadro que es el espejo, veo una cara pálida. Ojos en alerta. Resulta aterrador hundir la mirada en el rostro de un hombre asustado, ver sus ojos, lo que expresan, el pesar, la ira y el odio. ¡Una mirada tal también es capaz de petrificar y de destruir! Y pregunto: ¿Quién eres?

    Es un semblante marcado por la insuficiencia, la soledad, el temor y la culpa. Desearía que fuera la máscara de un loco y que fuera posible retirarla.

    ¡Existe otro rostro! ¡Existe otra mirada! Donde se hallan la alegría y el amor, donde se halla el mundo, la sonrisa amplia, cálida, clara.

    Es una mirada inquisitiva. Quiere conocer y comprender incluso lo más difícil. ¡Yo siempre quise comprenderlo todo! Me he adentrado en lo misterioso, lo místico, lo prohibido.

    Tengo miedo. Pero más lo tendría si no buscara, si no relatara, si no aportara orden a un mundo caótico.

    Pienso hablar, desde lo que fue hasta lo que es, de principio a fin. En esos casos no solo opera la memoria.

    Veo en el espejo la cara solitaria de un niño. Tiembla la luz. Ya puedo continuar.

    Desde la ventana veía a mi padre en el jardín. Pasaba allí mucho tiempo cavando, sembrando y desbrozando la tierra. Mi padre amaba su jardín y cuanto él había creado en ese espacio: los rodales de flores, la caseta que había construido en el islote de la charca, las hermosas piedras que plantó a modo de linde en los senderos de grava.

    A los senderos de grava les dio nombre mi padre, Gran paseo de las rosas, Sendero de los ruiseñores, Camino de la noche estival. En cuanto terminaba un nuevo paseo, nos convocaba a una pequeña ceremonia. Lleno de orgullo, nos anunciaba que había construido un nuevo camino y nos revelaba su nombre con voz solemne.

    Mi padre estaba junto al rosal rojo acariciando los pétalos con cuidado. Las flores de Dios, así llamaba él a las rosas. Se inclinaba y les decía algo. Solía hablar con las flores. Yo me agazapaba tras él en el jardín, tan cerca como para oír la caricia del rumor de sus palabras, aunque no tanto como para que él advirtiese mi presencia. Lo disgustaba muchísimo que lo molestaran en esos momentos. Y yo comprendía que el frágil murmullo que se mezclaba con el susurro de mi padre era el habla de las rosas.

    En una ocasión, mi padre me llevó al lindero del jardín, a una cabaña que había construido con ramas y hojas. A través de una rendija se ofrecía una buena vista de los espesos arbustos frecuentados por los ruiseñores.

    Mi padre me habló de ellos con voz queda. Volvían año tras año y los conocía a todos. Era capaz de señalar a los que formaban una familia y a los mejores cantores. Siempre eran los más viejos, explicaba mi padre, pues aprender a cantar exigía mucho tiempo. Los jóvenes aprendían de los mayores de su entorno, de ahí las grandes diferencias entre el canto de los ruiseñores de distintas zonas. En algunos lugares solo había malos cantores, en otros los había buenos y, en otros, se concentraban los magistrales. Entre estos se contaba Vasílievka.

    —Mira —susurró mi padre—. ¡Mira el orgullo y la dignidad con que se mueven! Y la tranquilidad, pese a que estamos cerca. Creerás que no nos ven. Nos ven, pero saben que no queremos causarles ningún daño. Saben quiénes somos, ¡tenlo por seguro!

    Lo que yo no comprendía, en ese caso, era por qué debíamos mantenernos escondidos en la cabaña. Pero no dije nada. Quería seguir allí sentado mucho tiempo, tan cerca de mi padre. Y allí estuvimos sentados mucho tiempo, mientras me contaba historia tras historia.

    En cuanto lo vi en el jardín a la mañana siguiente, salí corriendo hacia él y le pedí que me llevara a la cabaña y me hablase de los ruiseñores.

    —¡Pero si ya lo hice ayer! —me respondió malhumorado—. Ya lo sabes todo. ¡Deja de incordiarme!

    Se volvió hacia el rosal, no dijo una palabra más.

    Era el mismo rosal sobre el que ahora se inclinaba. El sol lucía bajo en el cielo y la sombra de mi padre medía más que él. ¡Tenía un aspecto tan frágil y tan endeble! Cuando tosía, se acurrucaba y se encogía más aún. Tosió varias veces. Mi padre no había estado muy cerca de mí. ¿Lo habría contagiado a pesar de todo? Lo peor que podía suceder era que muriese mi padre. O mi madre o Ivan.

    Cuando cayó la noche, vino Ivan. Nos pusimos a hablar tumbados en la cama. Solo podíamos hablar entre susurros. Aquel de nosotros que lo olvidaba y hablaba en voz alta, se arriesgaba a que los ojos del Inmortal se fijasen en él: en eso consistía nuestro juego. Y lo mismo ocurría si reíamos. Entonces se presentaría de pronto Koschéi el Inmortal, el enemigo de toda la gente buena, terrible en su maldad. El Inmortal odia la risa, odia la alegría.

    —Ivan, dame la mano —le susurré a mi hermano.

    Le rasgué el dedo con una aguja.

    —Si la sangre se pone oscura, es que estás moribundo, querido hermano —continué en voz baja—. Además, no eres mi hermano, perteneces al grupo de los seres oscuros, eres el hijo único de un siervo. Y estás enfermo, muy, muy enfermo.

    Ivan me miró con tristeza. Me arrepentí.

    —Estaba bromeando, Ivan —le aseguré bajito.

    —Lo sé —me contestó en un susurro.

    Estuvimos hablando así tanto tiempo que perdimos la voz y nos quedamos mudos. No oíamos nada, también éramos sordos. Entonces nos pusimos a mirarnos fijamente a los ojos. Me quedé ciego de tanto mirar así en el interior de Ivan. Cuando intenté moverme, descubrí que me había quedado paralítico. Ni el mejor médico de toda Ucrania podría curarme. Y al final, me morí.

    Me hice el muerto con tal pericia que Ivan se asustó y empezó a llorar. Entonces desperté a la vida, me convertí en madre y me puse a consolar a Ivan.

    Interpretábamos distintos papeles, éramos unas veces nuestra madre, nuestro padre otras. Imitábamos sus voces, adoptábamos su tono. De nuevo me encontraba en aquella extraña tierra de nadie entre lo real y lo irreal, donde yo era alguien y nadie al mismo tiempo.

    Estuvimos jugando mucho rato hasta que nos dormimos por fin.

    Me desperté bruscamente, como nos despertamos al resonar de un grito recio. Todo estaba en silencio: nada se oía en la casa ni en el pueblo, ni siquiera el ladrido de un perro. El silencio reforzó la sensación de abandono que siempre experimentaba cuando Ivan dormía mientas yo estaba despierto.

    ¡Ivan dormía tan quieto! No se notaba que respirase. Me asusté. Podría haberlo zarandeado para asegurarme de que no estaba muerto, pero no me atreví. Me levanté aterrorizado de un salto y me dirigí a la habitación de mi madre y de mi padre.

    No estaban allí. Recorrí toda la casa. No había nadie por ninguna parte, tan solo el cachorro del gato, que observaba mi búsqueda con expresión escrutadora.

    Me vestí y me lancé a la oscuridad. Al otro lado del pueblo, el cielo aparecía claro, como iluminado por un fuego. Crucé a la carrera la calle central en dirección al resplandor.

    Cuando ya estaba cerca, me acordé de que eran días de mercado. Mi padre organizaba el mercado en Soróchintsy cuatro veces al año. Naturalmente, mi madre y mi padre habían ido dando un paseo hasta el mercado. ¡Y allí, a escasa distancia del fuego, inclinado sobre una carreta, estaba mi padre! ¿Y mi madre?

    Miré a mi alrededor. Había una veintena de personas. Gente del pueblo, pero la mayoría eran forasteros. Un par de hombres gordos y sombríos comían en silencio. Tenían pan y cebolla, pepino salado, un tarro de miel y una jarra de kvas o de vodka. Cada vez que cogían la jarra para beber, echaban bien atrás la cabeza. La mayoría estaban inmóviles, adormilados, calladamente absortos en el fuego o departiendo sosegados con quien tuvieran cerca. A otros se los veía tumbados boca arriba, contemplando la inmensa profundidad del firmamento.

    Mi madre no estaba allí. Y entonces lo vi: no era mi padre el que se hallaba junto a la carreta, sino un hombre mucho mayor, un tipo menudo y bajito de barba rala, un extraño.

    Al menos me tranquilicé un poco. Mi madre y mi padre habrían ido a otro sitio, pensé. «Cuando llegue a casa, me los encontraré allí.» Eché a andar. En ese momento, el hombre menudo y bajito se levantó de pronto.

    —¿Quién no ha oído hablar de Iliá Múromets? —preguntó al vacío. El hombre sonrió al comprobar la atención que sus palabras despertaron al punto. Se había inclinado y estaba rebuscando algo en la carreta. Reinaban la tensión y la curiosidad y yo me quedé donde estaba.

    —Yo os contaré —dijo el hombre menudo y bajito con una voz distinta, de una fuerza sorprendente.

    Cualquier resto de cansancio había desaparecido, los rostros de todos relucían de expectación. Las personas congregadas alrededor del fuego se irguieron llenas de interés. Con expresión afable, observaban al hombre y el gusli que acababa de sacar.

    —Todos habéis oído hablar de Iliá Múromets, ¿verdad? —preguntó paseando la mirada despacio por los presentes. Y todos asintieron, hasta yo, cuando fijó la vista en mí. El miedo que sentía se había esfumado.

    —Os hablaré de lo que fue —dijo en voz baja, casi susurrante. Guardó silencio, dirigió la mirada hacia el negro bosque—. De Iliá Múromets —repitió, sonrió, tocó las cuerdas del gusli con una lentitud irritante.

    Cuando por fin comenzó, se oyó un suspiro de alivio unánime y sonoro.

    Creció y alcanzó la edad de cinco años, y no era capaz de caminar.

    Creció y alcanzó la edad de diez años, y no era capaz de caminar.

    Creció y alcanzó la edad de treinta años, y no era capaz de caminar.

    Ese era el principio del relato. ¡Ese también!

    LOS CAMINOS HACIA EL ANCHO MUNDO

    Los ruiseñores cantan en el ocaso de comienzos de verano. Día y noche resuena su canto sobre Vasílievka. Es un canto dulce, casi melancólico y, de pronto, lleno de fuerza y alegría. Tonos cálidos, jubilosos, inundan el jardín. «Gracias, te digo», parecen cantar, «Gracias, te digo», como un himno de gratitud que elevaran a Dios.

    Estamos sentados en el porche. Mi padre nos cuenta una historia. De vez en cuando guarda silencio para escuchar a los ruiseñores.

    —¿Cómo puede nadie desearle ningún mal a un ruiseñor? —pregunta como para sí mismo. Nos mira. —El hombre es el peor enemigo del ruiseñor —asegura—. Hay quienes los capturan. Es cosa fácil, porque son muy confiados y piensan bien de todo el mundo. Pero los ruiseñores mueren en cautiverio. Solo los machos muy jóvenes consiguen sobrevivir. Sin embargo, son incapaces de cantar. ¡Es horrendo oírlos emitir sonidos tan raquíticos! Aquel que captura a un ruiseñor es un ser pérfido.

    Ivan y yo asentimos.

    —¿Por dónde iba?

    —Que Baba-Yagá…

    —¡No, la muerte de Koschéi! —exclamé interrumpiendo a Ivan.

    —Todo eso ya lo habéis oído tantas veces, niños… —intervino mi madre—. Empieza a hacerse tarde…

    Se llamaba Koschéi el Inmortal, el brujo malvado, enemigo terrible de los hombres. A todos los buenos condenaba al sufrimiento y a la muerte. Su propia muerte, en cambio, la tenía el Inmortal bien escondida. La puso en el animal que corre, que estaba en el animal que nada, que estaba en el animal pequeño, que estaba en el animal grande, que estaba agazapado en una mirada, que estaba en un grito en la copa del gran roble.

    Había un cuento sobre cómo el hijo del zar Ivan encontró la muerte de Koschéi el Inmortal.

    —Ivan, ¿recuerdas lo que dijo Ivan, el hijo del zar?

    —Mira, Koschéi, aquí está tu muerte —respondió Ivan—. Le había atrapado la mirada y sostenía el grito en la mano. Entonces, el Inmortal cayó de rodillas y suplicó: «No me mates, Ivan, hijo del zar, en lo sucesivo, tú y yo viviremos amistosamente. El mundo entero nos obedecerá…».

    Pero Ivan, el hijo del zar, estranguló el grito. Y en aquel momento, también murió el Inmortal.

    —¡Bien hecho, Ivan! —exclamó mi padre con una sonrisa. A Ivan se lo veía muy orgulloso. Pero, pese a que el Inmortal había muerto, ¡aún seguía vivo! En el siguiente relato apareció tan maligno como siempre. A diferencia de la muerte de los seres humanos, la muerte del Inmortal no era absoluta. El hecho de que el hombre, después de su muerte, pudiese subir al cielo era un asunto totalmente distinto.

    Baba-Yagá era el nombre de la malvada hechicera que comía personas. La cerca que rodeaba su casa estaba construida con huesos humanos. Sobre ellos descansaban las calaveras cuyos ojos brillaban de noche más que la más clara de las lunas. La puerta de la casa de Baba-Yagá estaba sujeta con vértebras a modo de bisagras, la cerradura era una boca llena de dientes afiladísimos. Baba-Yagá tenía a su servicio tres pares de manos misteriosas y a tres caballeros más veloces que el viento. El uno era rojo, el otro era blanco y el tercero era negro. Eran el alba, el día y la noche.

    Yo solía imaginar que el Inmortal y Baba-Yagá estaban casados. La perra Helena era su hija y el ladrón de ruiseñores, su hijo. Era una familia que pertenecía a un linaje ampliamente extendido de miembros a cuál más malvado.

    —Empieza a hacerse tarde —observó mi madre.

    En ese momento, atisbé la figura del caballero negro. Iba vestido de negro, él mismo era negro y negro era su caballo.

    Mi padre se retrepó, cogió el vaso de té y bebió. Paseó la mirada por el jardín, contemplando lo que era a un tiempo la acción de la naturaleza y su propia creación. Su mirada continuó abarcando los campos, el pueblo. Todo aquello le pertenecía.

    Ivan y yo estábamos sentados cada uno a un lado de nuestro padre. Adoraba pasar en el porche las claras noches que anunciaban el verano, aunque también disfrutaba de las primeras noches de otoño. Había más humedad, estaba más oscuro y hacía más frío entonces pero, a cambio, el jardín exhalaba aromas más intensos y profundos.

    Mi madre prefería las mañanas. Solía levantarse temprano, no se sentaba en el banco sino en la escalinata. Y allí se quedaba en calma, como queriendo hacer acopio de fuerzas para afrontar el día. Apreciaba mucho que mi padre le hiciera compañía, pero él sentía una gran desazón cuando tenía el día por delante. En su cabeza, él ya estaba en marcha. Camino del jardín, para trabajar en el huerto. Camino de las plantaciones, para ver cómo iba la siega. O camino del pueblo, para solventar algún pleito entre campesinos. Mi padre ya estaba en algún otro lugar. Pero por la noche se sentaba a descansar tranquilamente después de la jornada. Leía la Biblia en silencio, rara vez en voz alta. Reflexionaba en calma o intentaba hablar con mi madre. Pero para entonces ella ya estaba en marcha, camino de abandonarse a la noche, a los rezos, a la palabra de Dios, y respondía con los mismos monosílabos que usaba mi padre por las mañanas.

    Pero alguna noche aislada, antes de que el ocaso cayese y transformase el mundo, ocurría que mi madre se olvidaba de la hora, de la noche que la aguardaba. Entonces conversaban sin prisas con voz pausada. Y se escuchaban, con atención y con cariñoso respeto. De vez en cuando, volvían la mirada hacia Ivan y hacia mí y sonreían. A mí me gustaban mucho aquellos instantes, y también cuando mi padre nos contaba historias sobre Koschéi el Inmortal, sobre Baba-Yagá o sobre Iliá Múromets.

    —Y aunque tenía treinta años, Iliá no era capaz de caminar… Pero un día llegaron a la casa en que vivía unos peregrinos. Vieron por la ventana que Iliá estaba sentado sobre la estufa. Allí solía pasar los días, mientras que su padre y su madre trabajaban en el campo. Los peregrinos le pidieron cerveza.

    —Os la daría gustoso —respondió Iliá —, pero es que no sé caminar.

    Entonces los peregrinos le dijeron que lo intentara. ¡Y lo consiguió!

    Los peregrinos le dijeron también que debía pedirle a su padre un juego completo de armas. Y su padre se lo dio: una espada, un cuchillo, un látigo y una lanza. Y también le dio un caballo, una yegua joven capaz de saltar sobre bosques,

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