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Cuentas pendientes
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Cuentas pendientes
Libro electrónico157 páginas2 horas

Cuentas pendientes

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Información de este libro electrónico

Cuenta Vivian Gornick que un día comenzó a releer Howards End y con gran asombro descubrió que su interpretación de la novela, años después de su primera lectura, era ahora radicalmente distinta. Consciente de que no hay nada como regresar a un lugar que no ha cambiado para descubrir en qué ha cambiado uno mismo, decidió retomar aquellos libros cruciales que la convirtieron en la mujer que es, y releerlos, con el propósito de redescubrirse a sí misma. El resultado es Cuentas pendientes, en el que Vivian Gornick combina sus dos géneros literarios favoritos, la crítica literaria y las memorias, entrelazando las enseñanzas de las lecturas que marcaron su vida con el relato de sus propias experiencias vitales.

En nueve paradas, la autora de Apegos feroces relata cómo a lo largo del tiempo fue identificándose con distintos personajes de la novela Hijos y amantes de D. H. Lawrence, analiza el concepto de feminidad en las novelas de Colette, se cuestiona la veracidad de la memoria en El amante de Marguerite Duras, y explica por qué siempre que lee a Natalia Ginzburg ama un poco más la vida.

Cuentas pendientes es la celebración de la pasión de Vivian Gornick por la literatura, un homenaje a la lectura como forma de conocerse a uno mismo, una y otra vez, y sentir «el poder de la Vida con mayúsculas». Pero, ante todo, es la oportunidad de reencontrarnos con la Gornick de siempre, con esa voz que tanto amamos y admiramos: perspicaz, sabia y valiente, que sabe mirarse a sí misma sin artificios.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento3 nov 2021
ISBN9788418342691
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    Vista previa del libro

    Cuentas pendientes - Vivian Gornick

    Coberta_cuentas_pendientes.jpg

    VIVIAN GORNICK

    Cuentas pendientes

    Reflexiones de una lectora reincidente

    TRADUCCIÓN DE JULIA OSUNA AGUILAR

    logo_sexto_piso

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

    Copyright © VIVIAN GORNICK, 2020

    Publicado con el permiso de FARRAR, STRAUS AND GIROUX, LLC,

    Nueva York

    Primera edición: 2021

    Traducción

    © JULIA OSUNA AGUILAR

    Imagen de portada

    © JOSH LIBATIQUE / WINDHAM-CAMPBELL PRIZES

    Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S.A. DE C.V., 2021

    América, 109,

    Parque San Andrés, Coyoacán

    04040, Ciudad de México

    SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.

    c/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierdo

    28014, Madrid, España

    www.sextopiso.com

    Diseño

    ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO

    Formación

    GRAFIME

    ISBN 978-84-18342-69-1

    Le dedico este libro a Randall Jarrell,

    el hombre que creía que nos consagramos

    al acto de hacer literatura porque lleva al acto de leer

    NOTA DE LA AUTORA

    En este libro hay frases, párrafos, pasajes enteros incluso, que en su origen aparecieron en otras publicaciones mías. Me he tomado la libertad de «fusilarme» a mí misma, por así decirlo, precisamente porque el tema de este volumen es la relectura, y me ha resultado útil «releerme» al haber cambiado el contexto en el que aparecieron por primera vez los pensamientos grabados en estos pasajes. Deseo sinceramente que esta práctica no desconcierte a los lectores.

    INTRODUCCIÓN

    En mi experiencia, releer un libro que fue importante para mí en épocas pasadas se parece a tenderse en el diván del psicoanalista. De pronto, la narrativa que durante años he atesorado en la memoria se ve puesta en tela de juicio, y de manera alarmante. Por lo visto, mis recuerdos sobre este u otro personaje, esta u otra trama, son, cuando menos, imprecisos: se conocieron aquí en Nueva York, cuando yo estaba convencida de que había sido en Roma; corría la década de 1870, cuando yo pensaba que sucedía a principios del siglo XX; ¿y que la madre le hace qué a la protagonista? Con todo y con eso, cuando leo, el mundo sigue pasando a un segundo plano y no puedo evitar maravillarme, porque si esto lo he recordado mal, incluso eso o aquello otro, ¿cómo es posible que el libro siga atrapándome de esa manera?

    Como la mayoría de lectores, a veces creo que nací leyendo. No recuerdo época en que no haya tenido un libro en las manos y la cabeza abstraída del mundo que me rodea. De vacaciones con parientes o amigos, soy más que capaz de acomodarme, libro en mano, en el sofá del salón de una bonita casa de campo y apenas despegarme de él para disfrutar del bendito verdor que habíamos ido buscando. En cierta ocasión, en un tren que atravesaba los Andes peruanos, mientras el resto de pasajeros iba admirando el paisaje, que si «ooh», que si «aah», me vi incapaz de apartar la vista de La dama de blanco. En una playa del Caribe, torrándome al sol con el Lesser Lives de Diane Johnson apoyado en las rodillas (una biografía imaginada de la primera esposa de George Meredith), cuál fue mi sorpresa al levantar la vista del libro y no verme envuelta en la niebla y el frío de la Inglaterra de la década de 1840. ¡Qué compañía me hicieron esos libros! Y todos los libros. Nada se le puede comparar. Es el anhelo de coherencia labrado en la obra (ese extraordinario intento de dar forma a lo embrionario mediante palabras): brinda paz y emociona, reconforta y consuela. Sin embargo, por encima de todo lo demás, lo que procura la lectura es un alivio puro y duro del caos mental. A veces creo que me infunde por sí sola valor para vivir, y lo ha hecho desde mi más tierna infancia.

    Yo me crie en un barrio de clase obrera inmigrante del Bronx donde todas las necesidades se veían cubiertas gracias al auspicio de alguna de las muchas tiendas que se alineaban a lo largo de una sola calle comercial. La carnicería, la panadería, el colmado, el banco, la farmacia, el zapatero: todos comercios pequeños a pie de calle. Un día, siendo todavía bastante pequeña, tendría unos siete u ocho años, mi madre me llevó de la mano a una tienda en la que yo nunca me había fijado: la sucursal de la Biblioteca Pública de Nueva York en el barrio. Era una estancia alargada, sin alfombras sobre los tablones de madera y con las paredes tapizadas de libros del techo al suelo. En medio de la sala habían plantado una mesa a la que se sentaba Eleanor Roosevelt (en esa época todas las bibliotecarias se parecían a la esposa del presidente Roosevelt): una mujer alta y de pecho abundante que lucía una mata de pelo cano amontonada en lo alto de la cabeza al estilo eduardiano, gafas sin montura sobre el arco de una nariz imposiblemente recta y una mirada de interés reposado. Mi madre se acercó a la mesa, me señaló con la cabeza y le dijo a Eleanor Roosevelt: «A la niña le gusta leer». La bibliotecaria se puso en pie, me dijo «vente» y me llevó de vuelta hasta la parte delantera de la tienda, donde estaba la sección de libros infantiles. «Empieza por aquí», me dijo, y eso hice. Entre ese momento y el verano que terminé el instituto, me leí la habitación entera. Si me pidieran ahora que recordara qué leí en aquel despacho de libros, solo logro evocar que pasé de los cuentos de los hermanos Grimm a Mujercitas y de ahí a Del tiempo y el río. Después ingresé en la facultad, donde descubrí que todos esos años había estado leyendo literatura. Yo diría que fue entonces cuando empecé a releer, porque en lo sucesivo regresaría una y otra vez a esos libros que se habían convertido en íntimos compañeros para mí, y no solo por el placer arrebatador de la historia en sí, sino también para comprender aquello por lo que estaba pasando en cada momento y cómo pensaba tomármelo.

    Me había criado en un bullicioso hogar de izquierdas en el que tanto Karl Marx como la clase obrera internacional eran artículos de fe: creer de todo corazón en la injusticia social era algo que venía dado. De modo que, desde muy temprano, la naturaleza política de la vida impregnó para mí casi toda vivencia tangible, entre las que por supuesto se incluía la lectura. Leía siempre y con la única intención de sentir el poder de la Vida con mayúsculas, tal y como se manifestaba (y con qué emoción) en el combate del o la protagonista con esas fuerzas externas que escapaban a su control. Así, sentí con la misma intensidad la obra de autores tan dispares como Dickens, Dreiser y Hardy, además de la de Mike Gold, John Dos Passos o Agnes Smedley. No pude evitar reírme cuando, hace unos años, me topé con un pequeño ensayo de Delmore Schwartz en el que llama a capítulo a Edmund Wilson por su pasmosa falta de interés por la forma literaria. Para Schwartz la forma era consustancial al significado de una obra literaria; para Wilson lo que importaba no era cómo se escriben los libros, sino de qué hablan y en qué sentido afectan al conjunto de la cultura; era un hombre que tenía la costumbre de situar siempre los libros en su contexto político y social. Esta perspectiva le daba libertad para perseguir una línea de pensamiento que le permitía hablar de Proust y Dorothy Parker en una misma frase o comparar a Max Eastman con André Gide sin que el primero saliera mal parado. A Schwartz, en cambio, eso le dolía en el alma. A mí me procuraba una satisfacción inenarrable. ¿Y había algo más natural que empezar a escribir de la misma manera en que leía?

    Una noche, a finales de la década de 1960, asistí a una sesión de denuncia a micro abierto en el Vanguard, un club de jazz bastante popular del Greenwich Village. La velada se anunciaba como de «Arte y Política», y en el escenario se dieron cita el dramaturgo LeRoi Jones (quien tiempo después pasaría a llamarse Amiri Baraka), el saxofonista Archie Shepp y el pintor Larry Rivers. Entre el público, todo liberal blanco de clase media de Manhattan que se preciase. Pronto quedó claro que el Arte nada tenía que hacer frente a la Política. Jones acaparó la atención del público en cuanto proclamó, al poco de tomar la palabra, que no era solo que el movimiento de los derechos civiles estuviera harto de lo que él llamaba «la injerencia blanca», sino que además pronto correría la sangre en el patio de butacas del Teatro de la Revolución e instaba a adivinar quiénes estarían sentados en él. El local se convirtió en un polvorín, todos gritaban y chillaban a la vez su versión del «¡Qué injusticia!», y había una voz que se oía por encima del resto y que decía: «Yo ya he saldado mis deudas, LeRoi. ¡Y tú lo sabes mejor que nadie!». Pero Jones, impertérrito y sin dejarse impresionar por las protestas airadas, siguió explicando que nosotros los «ofays» nos lo habíamos cargado todo, pero que cuando ellos, los negros, llegaran al mismo punto, harían las cosas de una forma muy distinta: destrozarían el mundo tal y como lo conocíamos y empezarían de cero. Recuerdo haber pensado: «En realidad él no quiere destruir el mundo tal cual es, lo que quiere es ocupar el lugar que le corresponde por derecho en él tal cual es, lo que pasa es que ahora mismo el rencor lo tiene tan cegado que no lo ve».

    Yo me moría de ganas de chillarle eso mismo, al igual que los demás le gritaban lo más hiriente que se les ocurría, pero me daba auténtico pavor (cuesta imaginar cuánto imponía Baraka en público en esos días tan inspirados como dolorosos), de modo que me quedé callada, me fui a mi casa y, con una apremiante quemazón interior que no sabía a qué respondía, me pasé media noche describiendo en su integridad el acto desde la perspectiva de ese único discernimiento que había tenido y descubriendo, conforme escribía, el que estaba llamado a ser mi estilo natural. Al utilizarme a mí misma como narradora interna, me vino por instinto armar la historia como si escribiera ficción («La otra noche en el Vanguard…»), con la idea de situar a mis lectores tras mis ojos y conseguir que vivieran la noche como la había vivido yo, que la sintieran con la misma visceralidad que yo («¡Yo ya he saldado mis deudas, LeRoi! ¡Y tú lo sabes mejor que nadie!»), para luego salir de allí emocionados e instruidos por la conturbación, no del Arte y la Política, sino de la Vida y la Política. Aunque por entonces yo no era consciente, lo que empecé a practicar en aquel momento era periodismo personal.

    A la mañana siguiente metí lo que había escrito en un sobre, bajé al buzón de la esquina y mandé el artículo a The Village Voice. A los pocos días me sonó el teléfono. «¿Diga?», respondí, y contestó una voz de hombre: «Soy Dan Wolf, editor del Voice, ¿quién porras eres tú?». Sin siquiera pensarlo, le respondí: «No sé, dímelo tú». Wolf rio y me invitó a enviarle cualquier cosa en la que estuviese trabajando. Un año después le mandé otro artículo. Y creo que pasó casi otro año antes de que le enviara un tercero.

    Al decirle que no sabía quién era, yo no mentía. Aunque a la primera de cambio era capaz de ponerme a charlar por los codos sobre cualquier cosa –y a menudo entre quienes me escuchaban alguien me decía «deberías escribirlo»–, cuando me ponía manos a la obra, sufría casi siempre un acceso paralizante de autocuestionamiento. Solo muy de vez en cuando aquella quemazón de necesidad me permitía concluir satisfactoriamente un texto. El caso es que allí estaba, tras la noche en el Vanguard, con una clara invitación a hacerle frente a esa dolorosa discapacidad y empezar a ser consciente de la ambición que había tenido siempre, la de vivir de la escritura. ¿Y qué hice? Casarme. Me casé y me fui de Nueva York para mudarme a la América profunda, donde todo vínculo que pudiera tener con la escritura se vio drásticamente cercenado. No tardé sin embargo en divorciarme y regresar a Manhattan, pero no hice más que vagar de aquí para allá, de un trabajo ocasional a otro en el mundo de la edición y sus aledaños: la eterna adolescente talluda que se negaba a hacerse adulta.

    Hasta que un día me planté en

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