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La Gran Bestia - Victoria Moura
Para Luz.
Muchas gracias:
A Patricia Leborans,
Gloria López Lecube,
Sebastián García Uldry.
A Daniel Guebel, el otro mago.
Capítulo 1
—¿Usted es usted? —me preguntó.
—Sí —contesté—. ¿Y usted?
—Yo soy Aleister Crowley, mago. Tenemos que hablar —dijo él ese mediodía en el cafecito coqueto de Marcelo T. y Esmeralda.
Un señor alto, bien vestido y con ojos negros penetrantes afirmaba ser alguien que para mí había sido sólo la cara de una tapa de disco, fuera o no un corazón solitario, y que ya debía de estar muerto.
La nota que alguien deslizó debajo de mi puerta decía con letra caligráfica: «Tenga la amabilidad de aceptar una charla de la mayor importancia. Ha sido elegida. Miércoles doce horas en Esmeralda… firmado: A. C.».
Ese verano me habían invadido el sopor de la ciudad y un aburrimiento peligroso. Traté de enamorarme pero con resultados muy magros. El cafecito quedaba a una cuadra de casa. ¿Por qué no?
La imagen del señor misterioso resultaba envolvente, de sus ropas se desprendía un perfume de agua de colonia amaderado y tranquilizador. Parecía haber sido un buen deportista en años pasados. Al quitarse la boina de hilo clarito quedó expuesta su pelada lustrosa y del color del bronce, con algunas pecas. Rechazó amable el cigarrillo que le ofrecí.
Me contó que la historia vulgar lo situaba como un inglés nacido en el seno de una familia puritana de Warwickshire; que desde muy niño su madre lo había llamado La Gran Bestia; que había ingresado en la Orden Hermética de la Aurora Dorada, pero chocó con el ego desmesurado de Yeats, el poeta.
Rememoró con algo que pareció melancolía las liturgias que celebraban en la sede de la Aurora Dorada, en el 36 de Blythe Road, Londres. Ceremonias durante las cuales, vestidos con túnicas, invocaban a Osiris, dramatizaban ahorcamientos, y estudiaban la lengua de los ángeles, la Cábala y el hebreo, entre sarcófagos y calderos, con gran pompa masónica.
Reclamó al mozo los cafés que había pedido. Para madame, cortado en jarrito por favor, dijo.
Yo lo escuchaba atenta, prendí otro cigarrillo.
—Ingresé en la Orden en 1898, a los veintitrés años, y encontré que había muchos poetastros aficionados a la magia, de los que invocan súcubos.
Dijo que Yeats lo odió desde el primer día. Advirtió en los poemas de Crowley un contrincante peligroso por su escritura. Que el famoso poeta echó mano de todo lo que tuvo para deshacerse de él; convocó súcubos, intentó los más bajos ataques astrales para quitarlo del medio. Pero era una historia larga que me contaría en otro momento.
Agregó que en lo personal, le gustaba conocer lugares con mística, y que Buenos Aires tenía mucha.
Ah, y que era inmortal.
Yo tenía cierto entrenamiento para disimular mi desconfianza, mi incredulidad, mi risa oculta por el otro. Una técnica familiar que fuimos perfeccionando con mis hermanos y también con mis padres. Nos reíamos de todo y de todos. Lo miré sin decir palabra mientras me enrulaba un mechón de pelo con mi dedo índice.
Pedimos otra vuelta de café. Cortados los dos por favor, dijo, y propuso tutearnos.
—Ya sé que no creés ni una palabra. No importa. Todo es cuestión de tiempo.
Me habló de genealogías de magos. Que me había estudiado desde hacía tiempo. Que mi nombre no era casual. Que al fin y al cabo el destino existe. Agregó que, ya que me gustaba leer, me dejaba unos libros. Y fue sacando de un bolso que no había advertido El misterio de las catedrales, de Fulcanelli; Más que humano, de Sturgeon, «Le Réquisitionnaire», de Balzac.
—Más que humano ya lo leí —dije.
—Eras más chica, leelo otra vez.
Se puso de pie y propuso volver a encontrarnos en una semana. Misma hora. Mismo lugar.
Salió del café y me quedé pensando. ¿Quién es este raro y cómo dio conmigo? No parece querer levantarme. ¿Por qué no pregunté? ¿Por qué nunca pregunto?
Capítulo 2
El siguiente miércoles volví con los tres libros. Me estaba esperando con las piernas cruzadas y después de saludarme propuso cambiar de café y caminar hasta el Florida Garden, que estaba a sólo dos cuadras. «Todo bien a mano, como a vos te gusta», dijo. Tenía razón. Él tenía razón y a mí me inquietó. ¿De dónde había sacado eso tan mío que no le había dicho? Del encuentro anterior quedaba un casi monólogo suyo conmigo asintiendo y algún gracias. No mucho más.
Buscó una mesa muy cerca de otra donde había un grupo de personas. Apenas echó una mirada a sus integrantes. Se sentó de espaldas a ellos, y mirándome fijo: «Observemos», propuso. Observamos.
Comentaban una película y un libro. Mucho Fellini se oía. La mesa la componían una mujer y tres señores. Digamos varón número uno, varón número dos y varón número tres. Todos mayores de cuarenta. El señor número uno desplegaba muchos conocimientos acerca de Fellini.
Al hablar dirigía sus ojos hacia la audiencia y ponía énfasis en su última frase con la mirada fija en la mujer. Los demás escuchaban y, cuando trataban de opinar, el experto en Fellini interrumpía sus frases y las anulaba haciendo una pregunta pertinente, a modo de profesor tomando examen, en una jugada que sólo pretendía poner de relieve la respuesta que él sí conocía y la ignorancia del contrincante. Todo bien cubierto de civilidad y compañerismo. La mujer hablaba poco. Más bien escuchaba. Resultó que parecía ser la depositaria del interés del señor número uno y del número dos, que hacía chistes y festejaba como un niño si la dama en cuestión le sonreía. Sobrevolaba un galanteo a ojos vista entre los dos gallitos que cacareaban por obtener su favor, hasta que, saludando cortés, ella se retiró de la mesa.
—Ajá —exclamó Aleister mientras me miraba y sorbía su café estirando el meñique. Un anillo de oro con un escarabajo turquesa brillaba en su dedo anular.
—¿Qué notaste? —preguntó.
—Noté el cortejo medio berreta de los señores número uno y dos para conquistar a la deseada. El número tres no abrió la boca —opiné.
—Pero el que más dijo fue el que no dijo. El número tres —aseguró—. Movía las piernas cada vez que la señora en cuestión cambiaba de postura. Se le cayó la lapicera cuando ella se la pidió prestada. Fue el único que estiró el cuello para tratar de entender lo que el mozo murmuró en voz baja y al oído de la mujer. El falso experto en Fellini quería sobresalir por él mismo, no por la morocha. Es de los que leyeron media hora antes eso que exponen como si lo supieran de toda la vida. El número dos jugó el juego de los galanes, tampoco le importa demasiado la mujer. El que no dijo parece estar cautivado. El tercer hombre. Lo sorprendió la salida apurada de ella. No la esperaba y se le notó el desagrado. Se puso tenso cuando le dio un beso al despedirse y la vio bajar las escaleras con cierto brillo triste en las pupilas. No dijo una palabra pero está perdido por ella. Claramente se esconde.
Agregó que en el lenguaje verdadero, el interés habla por otros canales. Sin palabras, sin paredes, que el canon de la certeza existe y casi siempre se presenta en lo que no se pronuncia, en lo escondido.
Quedé pensativa, sin otorgarle la razón y sin notar lo visible de la situación invisible que Crowley describió con lujo de detalles. Sentí un gusto por el descubrimiento que advertí en todo eso que no había percibido. Me mantuve callada. Pensando.
—¿Leíste los libros? —dijo como para sacarme del estado silencioso.
—Fulcanelli me aburrió, el de Balzac quiero leerlo en castellano y Más que humano ya te dije que lo había leído.
—Tanta síntesis no ayuda a sacudir esa pereza espiritual que cargás desde hace tiempo. Fundamentá qué te aburrió de Fulcanelli.
—No es pereza espiritual, es insomnio —me defendí—. Me distraigo cuando me aburro. Así de fácil. Y no lo voy a leer de nuevo. El estado de aburrimiento acontece y no se explica.
Agregué que lo mismo sucede con el amor, que llega sin que uno lo espere y cuando aburre desespera y entonces aparecen las fugas mentales, sin el otro claro, pero las fugas suplen esa garantía de tedio tan difícil de superar. Luego le agradecí con mucha corrección que me hubiera prestado los libros pero que ya tenía muchos en casa para leer.
—No estoy interesada en sabidurías perdidas ni en el esoterismo anterior a las religiones ni en problemas abstrusos. Y para aprender magia puedo consultar a mi sobrino, que está haciendo un curso por correspondencia.
Mientras yo me explicaba, él reía, como si lo entusiasmara mi desdén.
Y sin embargo. ¿Por qué permití un siguiente café en Los 36 Billares? Cierta curiosidad me revoloteaba con el inglés, con sus artificios para detectar cosas que a mí se me escapaban. ¿Por qué acepté como suyo el nombre y la persona de alguien que figuraba muerto hacía años? ¿Por qué no le dije de inmediato que la suya era la actitud de un farsante?
Capítulo 3
La tarde que nos encontramos en Los 36 Billares fue gris, de luces prendidas mucho antes del anochecer. En esas tardes me trepaba por el cuerpo una electricidad que sólo presagiaba eventos maravillosos, escondidos, listos para presentarse como salidos de las nubes plomizas. Los verdes eran más brillantes, los plátanos de la Avenida de Mayo parecieron abrirse a mi paso hasta que entré en el café y elegí una mesa pegada al vidrio.
Llegué un rato antes, así que maté el tiempo escuchando la conversación de una pareja ubicada en la mesa vecina. Decidida a aplicar las técnicas del inglés y su lenguaje no dicho, observé que al arribo del mozo a la mesa de al lado y su pregunta «¿A la señora qué le gustaría? ¿Algo dulce o salado?», la dama expresó una gratificación que pareció recorrer su espina dorsal por saberse reconocida como señora, condición esta que el caballero parecía escatimarle; miró tres o cuatro veces su reloj, como queriendo estar ya en otro lado y (sospeché) sin ella.
El inglés llegó con su gabardina elegante, sus movimientos seguros, prolijos, llenos de benevolente autoridad. Ni bien tomó asiento y sin mirar a la pareja de al lado, dijo: «Él se muere de aburrimiento, ella espera todo. Están condenados».
Pidió un Baileys y comenzó a hablar de Azul; el monasterio trapense ofrecía un entorno purificador para aquellos que van a pasar unos días. Él lo frecuentaba para sus prácticas, allí podía levitar, comunicarse con magos del más allá y desarrollar algunas otras actividades que en la ciudad se veían continuamente interrumpidas por bocinazos o marchas al Congreso.
—Te haría bien cortar con tanto Buenos Aires. Ahí podrías aprender a meditar, a conocerte un poco mejor. También me conocerías mejor a mí —propuso.
Prometí pensarlo. No sonó tan descabellada la propuesta del retiro en Azul. Por momentos sentía pena por él. ¿Por qué siguió insistiendo para convencerme de lo atinado que sería hacer el retiro en la abadía? Tal vez no fuera una extravagancia suya.
¿Qué sabía del Aleister Crowley que en su momento aparecía en los diarios y del que se seguía escribiendo en algunos libros?
En busca de información me había tomado el trabajo de ir a la sede del Buenos Aires Herald, en la avenida San Juan. Una señora muy amable, con cara de institutriz, me atendió suponiendo que buscaba denuncias por violaciones de derechos humanos (yo me había presentado como profesora de Historia), de las tantas que había escrito Robert Cox durante los tiempos de la dictadura militar. Y aunque ya habían pasado quince años, seguía siendo un tema para investigar, pudo suponer la institutriz. Explicada mi inquietud, el motivo, el sujeto de mi búsqueda, me indicó con cierta extrañeza y por fechas dónde podría encontrar algo, si es que había. Había.
Aleister Crowley figuraba muerto en el 47, de neumonía, en Inglaterra. Cremado. Supo ser espía durante la Segunda Guerra Mundial y le atribuyeron haberle sugerido a Churchill hacer la V de la victoria; colocando los dedos índice y mayor en tijera se podría detener el movimiento de la cruz gamada.
Yo imaginé a Churchill considerando esa posibilidad disparatada