Tres golpes de timbal
Por Daniel Moyano
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Tres golpes de timbal - Daniel Moyano
Tres golpes de timbal
Copyright © 1989, 2022 Daniel Moyano and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726938906
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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1
LOS NACIMIENTOS
Intensidades
A más de cinco mil metros de altura, las mulas andinas trepan dejando señales rojas en la nieve, hechas con las gotas de sangre que se les escapan por la nariz. Mulitas tan livianas y ligeras que parecen nubes; pero dentro de esa aparente liviandad, el corazón les late tan fuerte que los jinetes pueden oír su golpeteo. También las palabras, en el refugio cordillerano donde escribo esta historia, suenan como latidos; y llegan a mí de la misma manera que el ruido del corazón de las mulas al preocupado oído del mulero.
Más arriba de este refugio, llamado Mirador de los vientos, el cielo es permanentemente azul. Las nubes están siempre allá abajo. Las he visto tiritar de frío y deshacerse en lluvias que no me alcanzan. Son algo así como la intensidad que aquí tiene la altura, la que desnuda las palabras y hace sangrar a las mulas. Debajo de ellas viven las aves de vuelo corto, que sólo conocen su reverso. En cambio para el cóndor, que las domina, y cuyo vuelo permite la expansión de la cordillera, casi no existen; son como el polvo de su camino.
El Mirador, integrado a la montaña, es circular, de techo abovedado, con un ventanal que da al abismo. Hay un hogar para el fuego, que alimento con raíces, especies de árboles disminuidos que para no helarse crecen bajo tierra. Cuando están vivas, asoman afuera apenas una pequeña forma que las conecta con la luz. El calor llega hasta el establo contiguo donde duerme la mula que me lleva y me trae. Mi mesa de trabajo está junto al ventanal Sobre ella hay un candelabro, un tintero, un diccionario, la Gramática de don Antonio de Nebrija En un arcón hay alimentos, tinta y hojas que amarillean por sus bordes. En la pared, una guitarra y las sombras de los objetos, incluyendo la mía, permanentemente proyectadas por las llamas del hogar.
El estudio de ese antiguo tratado del lenguaje me ha enseñado a querer a las palabras. Las escribo viéndolas florecer, tocadas por la intensidad o desnudez de la altura; las oigo sonar en el silencio virgen de la expansión. Y son música, como afirma el gramático. Cada vez que escribo una, siento el latido del objeto encerrado por los signos. Las oigo vivir. Las palabras sacan a las cosas del olvido y las ponen en el tiempo; sin ellas, desaparecerían. Los cóndores, por ejemplo, caerían en mitad de su vuelo. Por eso cada vez que escucho el aleteo con que estas grandes aves se lanzan al espacio, digo cuidadosamente cóndor
, de modo que suenen bien todas sus letras, para que la palabra, además de las alas, ayude a sostenerlo.
Los pájaros de abajo, cuando arrastrados por el viento traspasan sus límites y penetran en las grandes alturas, dejan de cantar; es decir, pierden sus palabras. Sin ellas, ya no son aves; se convierten en trapos sucios en el vendaval. Y es una pena verlos rodar en los caprichos del viento, caer entre las rocas donde los devoran las hambrientas hormigas de la montaña Pájaro, pájaro
, les grito viéndolos caer. Pero ya han dejado de serlo: la palabra ha huido de ellos. Y se entregan silenciosos, todavía vivos, al festín de las hormigas.
También están las estrellas, que eruptan escandalosamente. Aquí, más que brillar, cuelgan volumétricas, como frutas a punto de caer. Ponen un cerco a la infinitud, apropiándosela. Para ellas un cóndor o un hombre no son ni siquiera una sombra. Ante su desnudez, la vida y la muerte son simples acciones desesperadas, Estos monstruos lumínicos nos aíslan; nos dejan a solas con el crimen; nos dicen que nadie podrá ayudarnos si caemos. Cada noche, para olvidar o evitar su presencia y estos pensamientos, y sobre todo el miedo, toco la guitarra. Una pieza interminable, que yo mismo compongo, donde hablo de las nubes.
A mis espaldas está el mar, el formidable mar océano. Oculto por la cordillera, no lo veo. Pero puedo sentirlo. Tengo en mi cuerpo terminales nerviosas sensibles a sus pulsiones, que me conectan con él a pesar de las moles de piedra que nos separan. Los nervios de mi espalda son como ojos. En las noches sin viento, concentrándome, alcanzo a percibir su crispación y siento que mi piel se saliniza. Nombrarlo es un placer total. Su palabra es perfecta. Tal como digo cóndor mientras éste vuela, digo mar sintiendo que él sucede a mis espaldas. Esta presencia también forma parte de la intensidad que aquí tiene la altura, la misma que hace sangrar a las mulas y temblar a las palabras.
He venido aquí a poner en sonidos escritos y ordenados las historias recogidas por Fábulo Vega, astrónomo y titiritero, que son la memoria de Minas Altas, su pueblo y el mío. Él ha modelado y fijado en sus muñecos a cuantos vivieron y murieron, para salvarlos del olvido. A lo largo del tiempo, ha ido copiando el mundo. Aparte la historia que tengo que contar, observo en unos globos eólicos la dirección y fuerza de los vientos, que anoto diariamente en unas planillas con rayas convencionales. Cada mes las bajo a Minas Altas. Desde allí mis informes cruzan la cordillera a lomo de mula, llegan al mar y recorren los observatorios astronómicos del mundo ayudando a comprender el comportamiento del planeta en estos apartados rincones de su casi despoblado Sur.
No sé quién soy. Ignoro mi nombre. Fábulo, antes de enviarme aquí, me desmemorió. Seguramente valiéndose de artes hipnóticas. Lo único de mi vida anterior que puedo recordar con claridad es su mirada oscura. El borró todo lo que había en mi memoria, abriéndole espacios para poner en ella la de su pueblo. Y me entregó a las palabras, que son mi única realidad, al menos aquí en este refugio.
Cuando salí de Minas Altas sólo recordaba la mirada profunda de Fábulo y su mandato. No tuve que buscar los senderos que me conducirían a mi destino: la mula ya los conocía. A mitad de camino hay un refugio de piedra, el punto más alto que frecuentan los arrieros. Allí se enrarece la vegetación y aparecen unas hormigas que caminan enfiladas en unas huellas hondas sobre la roca viva, hechas con sus pasos durante años que hay que contar por miles.
Quinientos metros más arriba apareció en la atmósfera una franja azul. Uno se excitaba ante el hecho nuevo de penetrar en un color. Al entrar en la azulosidad sentí disminuir mi peso, seguramente por efectos de la hipnosis. La mula y yo flotábamos en el color, que permitía ver, como si estuviesen muy cerca, los ojos grandes y húmedos de las vicuñas lejanas que nos observaban desde distintas cumbres.
Pasada la franja, sentí que no tenía orígenes conocidos. El tiempo estaba en mí sin punto de partida. Esto y el no saber quién era sucedió simultáneamente. Yo no tenía nombre, y dentro de mí se abría un gran espacio virgen, con un silencio que invitaba a ponerle sonidos. La libertad más pura apareció, o estaba ahí, como un hecho casi físico que me rozaba la piel. Solté la voz a ver cómo sonaba en esa libertad: se llevaba su timbre, flotando por encima de los valles; rebotando contra los ventisqueros, era mi nombre.
Toqué las crines de la mula, como de algas marinas, y miré hacia arriba. El sol, dibujado en el cielo por un pintor de paso, era un perfecto girasol maduro. Me palpé la cara, para reconocerme, recorriendo la nariz y los ojos, las sinuosidades acústicas de las orejas. Mi pelo parecía recién brotado. En ningún momento sentí la necesidad de saber quién era yo. Sentirse era más fuerte que saberse. La mula seguía su camino rozando ya las nubes más altas. Nunca había sido niño, ni adolescente, ni nada relacionado con la edad. Yo era sólo lo de adentro, puro. Dije las primeras palabras, nombrando lo que veía. Como el sol, parecían dibujadas, hechas a mano, y eran casi táctiles; como descubrir el color de los sabores, la suma de reposos que hay en un movimiento.
Al llegar al Mirador, la salida de Minas Altas estaba borrándose, tendiendo a no haber sucedido nunca. Salvo la mirada de Fábulo, dos puntos negros, yo era alguien sin conexión con nadie, como si me hubiera inventado a mí mismo en el camino. Sin parientes ni infancia, ni lugar de origen, me veía como reflejado en una pompa de jabón.
Al calor del fuego que encendí sentí mi plenitud. Cada músculo o vena, la curvatura de los huesos a la vez recónditos y próximos, cada latido impulsando la sangre que llena mis concavidades, tenían la vibración luminosa que se ve en los campos después de las lluvias. Mi cuerpo, acabado de nacer, estaba en el tiempo de la misma manera que el fuego en su color o la nieve en las cumbres.
El primer globo cólico que observé bailoteaba en el frío del anochecer. A la luz del fuego, desparramada por la bóveda, anoté en la planilla la intensidad y orientación del viento. Una rayita de las más finas según los modelos, con los quince grados de inclinación que corresponden a los vientos leves. Como un silencio musical. Durante el trazo, le di la importancia de una palabra.
Amanecí junto al fuego, brasas de raíces andinas como animales vivos. Mi memoria seguía sin orígenes. Yo era un medidor de vientos en el primer día de su existencia.
Limpio de mi memoria antigua y con los primeros vientos encerrados en las planillas, salí para Minas Altas. Las rayas que los representaban eran mi primer intento de escritura. Para los sabios que las leyeran al otro lado del mar, serían palabras. Sus atentos oídos podrían percibir en ellas el sonido de los vientos.
En la pendiente final que da acceso al pueblo hay un breve espacio entre dos cerros, que permite divisar durante unos instantes la extensión de los llanos violentos y el comienzo de las grandes Salinas, un mar afantasmado que de noche, al entrar en contacto con las constelaciones y la luna, vibra entre impulsos de mareas invisibles, donde los peces muertos en otras edades, convertidos en polvo de sal por los milenios, reproducen ante la luz lunar el brillo de sus escamas. Los efectos de la visión duran lo que en la boca el sabor de una fruta.
Minas Altas, con una sola calle de cuatro kilómetros, tiene la forma de una oruga amarilla que trepa curvándose en su centro. Cada eslabón de su cuerpo está separado del otro por un cerco de girasoles. Su calle, de tres metros de hondo, es a la vez río seco o espasmódico, a la espera de las crecientes anuales, que arrastran animales y troncos, restos de instalaciones de minas inglesas abandonadas hace un siglo, piedras de colores con que la gente construye o amplía sus viviendas. La cabeza de la oruga se empina hasta casi rozar las nubes bajas; desde allí en pendiente brusca desciende hasta su cola, perdiéndose en unos peñascales. La realidad que me mostraba era la de un sueño que se recuerda. Uno volvía a lo soñado, y lo soñado era real.
En cuanto entré en la calle se me aproximó un hombre, que intentó abrazarme. Sonrió cuando le esquivé el cuerpo. Me pidió las planillas, las miró con indiferencia, dijo palabras cuyo sentido no entendí. Me preguntó si me había olvidado de él; le dije que no lo conocía
—Soy Ene Vega, un viejo amigo suyo. Vayamos ya mismo para arriba, Fábulo está un poco impaciente, esperándolo. Por si también se ha olvidado del pueblo, allá abajo vivimos los enlazadores; más o menos por el medio están los músicos, y en el alto los astrónomos muleros.
Cabalgaba apropiándose del espacio a medida que avanzaba. En cualquier punto de su desplazamiento, siempre estaba como acabado de hacer, reluciendo en la mañana limpia con su propia limpieza de vivir. Su espléndido sombrero, pese a su pequeñez ante las moles cordilleranas, tenía una dignidad de objeto que superaba sus alcances, seguramente porque era el lugar donde la figura de Ene Vega concluía.
En lo alto del borde de la calle-río se asomó una mujer, al lado de un girasol. Su hechura femenina, como una enorme burbuja que reflejaba el entorno conteniéndolo, se conectó inmediatamente con mi cuerpo en una especie de ensamblaje. La sentí estar en mí como había sentido al fuego estar en su color. Indisolubles.
—Soy la Céfira —dijo—. ¿No te acuerdas de mí?
—A la vuelta —dijo Ene Vega interrumpiendo mis impulsos de detenerme allí— podrá estar con ella todo la que quiera.
Más arriba, recostados contra las fachadas de piedra, aparecieron unos músicos. Arpas indias, charangos de caja, tubos de toda invención. Tocaban música para ayudar a subir; nuestras cabalgaduras parecían ahora más ligeras, como empujadas por un viento.
—Supongo que no se habrá olvidado de Fábulo —me dijo Ene como preguntando.
—Sé que existe —le respondí sintiendo que mi encuentro con el astrónomo titiritero ya había empezado, estaba presente como el mar a mis espaldas a través de la cordillera.
Estábamos ante la casa de Fábulo cuando oímos una explosión y vimos la nube de polvo, muy lejana, hacia el rumbo de las Salinas.
—Ahora están más cerca —dijo.
—Quiénes.
—Los asesinos. Cuando llegue aquí el camino que vienen abriendo con sus dinamitas, borrarán a Minas Altas, como hicieron con Lumbreras.
En la galería de la casa de Fábulo entró una mariposa. Llegó transparente, atravesada de sol, entró a contraluz volando ciega, se posó en la pared y cayó muerta. La muerte y la caída le quitaron toda verosimilitud a sus alas, convirtiéndola en un gusano carnoso.
—Nunca en la vida —dijo Ene— he visto este tipo de mariposas alcanzar Minas Altas. No pueden aguantar los vientos continuos que hay entre el pueblo y las Salinas. Escapan de la dinamita, pero las mata la altura.
Un gorrión escondido junto al techo procuraba no mirar ni ser visto, en deformantes actitudes de murciélago. Sobre las rocas y en los aleros de las casas de los astrónomos había una multitud de pájaros aterrados. Algunos movían la cabeza, otros estaban como disecados. Eran aves del llano mirando por primera vez un paisaje desconocido. Huidas de sus sitios habituales, veían que por encima de las nubes, desde siempre el término de su mundo llanista, el espacio continuaba todavía.
Bordeando las últimas casas de Minas Altas ascendía una pareja de iguanas, y más atrás unas boas aterradas, sin sitio para esconderse. Un conjunto de animalitos que necesitan enterrarse para sobrevivir, escarbaban inútilmente la roca. Por las márgenes del río seco ascendían las especies zoológicas de abajo, miles de ojos en largas filas de luces vacilantes.
Con ritmo de comienzo de lluvia cayeron unos pájaros aislados. Sin truenos ni relámpagos, poco a poco fueron lluvia declarada. Nos refugiamos en la galería, a salvo de esos goterones llenos por dentro de una sangre muerta. Los oíamos caer sobre el techo de zinc como un granizo. Una mezcla de calandrias, tordos y pequeños colibríes escarchados, que huyendo del estruendo habían remontado vientos y alturas equivalentes al cruce de un océano.
Fábulo abrió las cortinas de la puerta, se asomó a la galería, miró la lluvia.
—Pasen, por favor —dijo el astrónomo mulero.
Mientras Ene Vega entraba en la casa, yo, sin poder ver otra cosa, lo hacía en la mirada de Fábulo. Una mirada oscura, a pesar de sus ojos claros, bajo el ala de su sombrero. Calle larga y honda, y como la de Minas Altas, en subida. Como por el interior del cuerpo de la orugas dentro de un tubo negro me iba remontando la mirada que me atraía hacia sus fondos desconocidos. El afuera, desaparecido, sólo existía en el goteo persistente del cántaro del agua, oído desde muy lejos, desde las curvas de las profundas galerías internas de Fábulo con sus paredes repletas de muñecos muertos o dormidos, recorridas por voces que percutían en mis oídos borrando el goteo del cántaro lejanísimo. Un túnel habitado por pergeños de trapo y de papel dotados de media vida, hablando y gesticulando como seres verdaderos, donde flotaban una novia de blanco, mulas de sueño, instrumentos musicales y cometas, la mirada errabunda de un enorme gallo blanco.
Desde sus ojos de reptil memorioso, Fábulo hacía reptar una luz hacia el fondo de mi memoria, a ver si verdaderamente estaba vacía, y apenas encontraba la forma de la Céfira y el girasol, un vuelo de cóndores y algunas palabras extrañas que encontré en la Gramática. Y lo que él veía dentro de mí, también lo estaba mirando yo, reflejado en su mirada oscura, que apagó con un ligero parpadeo.
—No ha podido reconocerme ni a mí ni a la Céfira; y apenas se acuerda de Minas Altas —sonó la voz de Ene Vega junto al retorno del goteo del cántaro.
—Todo lo que saben estos muñecos —me dijo Fábulo— pasará a su memoria, y de allí a las palabras fijas. Las escribirá allá arriba, a salvo de interrupciones y peligros. Bajará una vez al mes trayendo las planillas de los vientos, con lo que podrá ganar un dinerito si lo mandan, y cada vez que lo haga verá nuevas representaciones. Hasta que acabe el manuscrito, usted vivirá solamente para las palabras. Luego podrá seguir haciendo su vida normal, si nos dejan. Ha de saber que en el principio Minas Altas eran unas cuevas donde se escondían los primeros perseguidos. Eligieron este lugar por ser de difícil acceso. Huyeron y se enmontañaron aquí, a la espera de poder regresar al llano que hay más allá de las Salinas, donde están las sierras suaves y fértiles, con ríos tibios y animales mansos. Pero nunca consideraron que Minas Altas fuese pueblo, jamás trazaron una calle ni pensaron otra que no fuese el río seco, que viene a ser como la hondura de una cueva. Siempre creyeron que pertenecían al vergel de abajo y que allá volverían cuando sus vidas no estuviesen amenazadas. La gente, naciendo y muriendo, ha convertido esto en un lugar que podría ser definitivo; pero no pueden verlo así, por culpa de la esperanza que mantienen. Vea, los cóndores, en miles de generaciones, han olvidado los motivos que tuvieron para habitar cuevas que no alcanzan a ser nidos. Los minalteños también estamos en camino de olvidarlos. Ante el peligro de que Minas Altas desaparezca, he querido rescatar nuestra historia, como una forma de descondorarnos; recuperar un pasado que nos permita elegir un camino y prolongarnos en el tiempo, aquí o adonde haya que huir. Los que nos persiguen desde siempre saben que nuestra memoria vale mucho; por eso corren peligro mis muñecos y por eso usted los va a pasar a las palabras, que no pueden romperse. Y en un plazo perentorio, porque los asesinos están cerca, como esa lluvia de pájaros muertos lo demuestra.
Eligió unos títeres, desarrugó sus trajes, los desentumeció y entró en su tinglado de maderas y cortinas. Sonaba un siku mientras el telón se abría.
—Estos pequeños seres —dijo un muñeco amarillo—, que ahora mismo podrá ver en movimientos vivos, no son simples marionetas. Están habitados por las almas de vivos y de muertos. Ellos encierran la memoria amenazada de nuestro pueblo, que es simplemente la historia de una voz. Con estas funciones se despiden de su naturaleza de trapo y de madera para pasar a las palabras que viven en el papel, donde estarán a salvo del furor y la rapiña. Ahora, por favor, préstenos un poco su atención. La historia va a empezar.
El Sietemesino
El Sietemesino y sus hombres llegaron a Lumbreras al amanecer, la hora preferida por él para matar: en esa luz indecisa las muertes parecen de sombras o de sueños. El agua de la acequia regaba unas viñas a punto de brotar, en el cielo no había nubes ni vuelos de pájaros tempranos. Un enorme gallo blanco se paseaba buscando el momento de su canto. Durante el tiempo que duró la matanza, no más de media hora, un perro atado estuvo mezclando sus gemidos a los de los hombres que morían sin estruendos, el Sietemesino tenía predilección por las armas blancas. En la media luz del amanecer, los animales despiertos miraban la matanza sin comprender el hecho, salvo el perro gimiente. Las gallinas empezaban a picotear la tierra, y los cabritos recién nacidos no habían alcanzado a despertarse. Los hombres morían en silencio, sorprendidos en el momento de saltar de sus camas. Las mujeres tampoco hacían ruido: se habían quedado sin voz. Por los ojos que el espanto deformaba se veía que estaban gritando con todas sus fuerzas, pero sólo por dentro, porque las cuerdas vocales, paralizadas por el miedo, no dejaban pasar los impulsos. Y tragaban sus gritos. Hagan callar a ese perro, se oyó decir al Sietemesino, y ninguno de sus hombres le obedeció: nadie quería gastar su tiempo de cuchillo en detalles desdeñables. El gallo blanco le arrastró el ala a una gallina medio dormida, sin decidirse a pisarla, acaso distraído por los hombres que en la media luz se movían como sombras corriendo de una casa a otra. La gallina no se enteró de la actitud del gallo y siguió en su sitio, soñolienta, mientras la mujer que después fue a parir a Minas Altas sentía desprenderse de ella el cuerpo desnudo de su marido, que saltaba hacia afuera, al tiempo que su casa se rodeaba de cuchillos y el niñito que dormía en su cuna despertaba.
El Sietemesino y los suyos, en mitad de la matanza, habían engordado: redondos, hinchados por los objetos metidos entre sus ropas como si los hubiesen devorado, entre vellones de almohadas destripadas. Los que iban a morir veían acercarse a ellos unas bolas humanas deformadas, precedidas por un filo rapidísimo. Bajo la chaquetilla del Sietemesino, pese a las suavidades de un almohadón de plumas, un reloj despertador rozaba contra un mortero de bronce, donde unos anillos matrimoniales tintineaban. Hagan callar a ese perro, gritó antes de entrar en la casa de la mujer todavía húmeda por dentro de los jugos de su marido desprendido, la que después fue a Minas Altas a parir lejos del miedo un niño tan hermoso.
Una gallina que iba hacia la acequia seguida por sus pollitos se encrespó al oír los chillidos de uno que se le extraviaba. Tenía menos plumas que sus hermanos y el lomo picoteado. Iba y venía sin acertar la dirección que llevaban los demás, aunque los tenía a la vista. Se detenía de vez en cuando tratando de envolverse con las plumas escasas de sus alas, como si tuviese frío. El Sietemesino ya estaba dentro de la casa de la mujer, saqueando, cuando el pollito se incorporó al grupo y la gallina lo picoteó sobre lo picoteado hasta sacarle sangre.
Un soldado atravesaba diagonalmente el pueblo de Lumbreras haciendo sonar las pailas y sartenes que llevaba colgado y los tenedores y