Más liviano que el aire
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Claustrofóbica y desternillante: una anciana le cuenta su vida a un ladrón adolescente atrapado en un lavabo.
Nada podía salir mal, pero todo salió mal. Un ladrón adolescente de catorce años entra a robar en la casa de una anciana de noventa y tres. Víctima de su exceso de confianza, el ladrón acaba encerrado en el lavabo con la anciana apostada al otro lado de la puerta. Esta mujer sola a la que nadie quiere escuchar se encuentra de pronto con un interlocutor que no puede escabullirse y, durante cuatro días seguidos, se dedica a contarle su vida, con sus hitos y trivialidades: la relación que tuvo con sus padres, sus amores y desamores...
A ratos dramática y a ratos desternillante, la narración consiste en el interminable monólogo que la viejecita le suelta a su atrapado escuchador a través de la puerta. Un tour de force genial y lleno de sorpresas hasta la última página, merecedor del Premio Clarín de Novela 2009.
Federico Jeanmaire
Federico Jeanmaire (Baradero, Argentina, 1957) es licenciado en Letras, profesor universitario y especialista en El Quijote. Como novelista ha obtenido premios muy importantes en su país, como el Rojas, el Emecé y el Clarín. En Anagrama ha publicado Miguel, una biografía ficticia de Cervantes: «Un retrato entintado, ruptural, estudiado y nada académico de Cervantes, y un intento de novela histórica que se salta algunas reglas del género. Un logro y un juego» (Luis Antonio de Villena, El Mundo); Tacos altos: «Ideal para redescubrir a un autor argentino original, capaz de construir un mundo personal con estilo propio y cercano» (Diego Gándara, La Razón); «Bellísima historia sobre la transición de la infancia a la vida adulta, las dudas existenciales, la búsqueda de la identidad individual, el choque cultural entre Oriente y Occidente, y la pulsión de venganza» (Quimera), y Amores enanos (finalista del XXXIV Premio Herralde de Novela): «La novela más divertida del año... Una fábula corrosiva... escrita con una pulcritud de acróbata. Un libro sin duda recomendable» (Alberto Olmos, El Confidencial); «Jeanmaire muestra una solvencia técnica magistral y con ello consigue una de esas narraciones absorbentes que (...) lleva a la lectura de un tirón... Tantos momentos divertidos de la novela enmascaran un implacable retrato sobre la imposible convivencia humana» (Santos Sanz Villanueva, Mercurio).
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Más liviano que el aire - Federico Jeanmaire
Índice
Portada
Jueves 29 de noviembre
Viernes 30 de noviembre
Sábado 1 de diciembre
Domingo 2 de diciembre
Créditos
En el océano del vacío
hay nombres, nombres, nombres.
En el océano de lo perdido,
hay nombres.
¿Quién responde
a este chorro de alma
que los llama? Un oleaje
de nombres, nombres, nombres.
¿Qué los separa de la grande muerte
en brazos ya de lo que fueron?
JUAN GELMAN, «Océanos»
Jueves 29 de noviembre
Siéntese sobre la tapa del inodoro. Si quiere. No vaya a creer que lo estoy obligando. Se me ocurre, nomás, que puede estar más cómodo sentado sobre la tapa del inodoro. Yo también me traje una silla y la puse cerca de la puerta.
Le voy a contar algo.
No refunfuñe. Le va a hacer mal ponerse así y, además, no va a ganar nada. Hasta le puede llegar a subir la presión. Se lo juro. A mí me ha pasado.
Algo. Le voy a contar algo que tengo muchas ganas de contarle.
Por favor. Sea bueno. Cállese de una vez, cálmese, deje de golpear la puerta como un tonto y escuche quietito que no le va a venir nada mal escucharme.
Le conviene, yo sé lo que le digo.
Siempre se aprende de los viejos. Claro que a ustedes, me refiero a los jóvenes, les parece que no, que nada se puede aprender de una vieja tan vieja como yo. Noventa y tres años, tengo. Para noventa y cuatro. Mucho, ¿no?
Da la impresión, no se lo voy a negar, pero la verdad es que se pasa rapidísimo; una casi ni alcanza a darse cuenta de que está viva y ya tiene que morirse. Aunque usted no me crea, está en todo su derecho. Sin embargo, le repito que el tiempo vuela, que pasa volando como dice la gente. Y una ni se entera. A una le parece que todo ocurrió ayer o un rato antes de ayer. Pero no lo quiero entretener con estas cuestiones: si usted me deja, yo le cuento lo que quiero contarle sobre mi madre y listo, ya está, le prometo que no lo molesto más.
Sí, sobre mi madre.
Así me gusta, que sea un poco más dócil, que entienda, que se deje contar. Usted es joven y aunque sea mentira, estoy segura de que todavía cree que tiene toda la vida por delante. Un montón de tiempo por delante. Y eso es mentira, por supuesto. Una mentira tan grande como el tiempo. Pero usted todavía no lo sabe y, cuando lo sepa, créame que ya va a ser demasiado tarde. Como me pasó a mí. De todos modos, le agradezco que ahora tenga ganas de escuchar. Y de aprender, también.
Ah. Entonces no tiene ganas. Ni de una cosa ni de la otra. Y, bueno, puede ser que no tenga ganas. Aunque, claro, yo le voy a contar igual lo que quiero contarle. Mejor es que lo sepa desde ahora. Usted se me queda bien calladito, yo le cuento y, después, ya me dirá si le interesó lo que le conté o no le interesó un comino. De cualquier manera, la verdad es que estoy un poco sorda, qué se le va a hacer, problemas de la edad. Así que.
El asunto es que mi madre se llamaba Delia. Pero le decían Delita. Y aunque no llegué a conocerla, permítame que yo también la llame Delita. Para mí es Delita, siempre será Delita, vio cómo son esas cosas.
¿Tampoco le importa saber cómo se llamaba o cómo le decían a mi madre?
Tendría que importarle, es el asunto del que quiero hablarle y, si usted no registra el nombre de la protagonista, se le va a hacer muy difícil seguirme. Además se trata de mi madre, no sea maleducado, tenga un poco más de respeto.
No, no, no. Así no vamos a llegar a ningún lado: usted no me deja que le cuente y entonces todo se alarga. A mí no me importa, le digo la verdad, estoy muy sola. Todo el santo día, sola. Todos los días de toda la vida, sola. Sin embargo, a usted me parece que sí debería importarle. Usted todavía supone, se le nota, que tiene la vida entera por delante, que tiene muchas cosas por hacer, que tiene futuro, un porvenir. Para mí, creo que ya se lo dije antes, discúlpeme si me repito, usted no tiene nada, ninguna de esas cosas. Pero no por usted mismo, no se piense que le tengo ojeriza o que tengo una cuestión personal en contra suya. No. Nada de eso. Se lo digo a usted porque usted es el que ahora mismo está acá, encerrado en el baño, si fuera otro cualquiera el que estuviera en su lugar, también le diría lo mismo.
Se lo juro.
Así me parece mucho mejor. Que se lo tome con paciencia. La paciencia es la madre de todas las virtudes. ¿De qué sirve ponerse ansioso, desesperarse? No sirve de nada. Y eso también se lo juro: yo sé de paciencia y también sé de desesperación.
Está bien, no me voy más por las ramas. Voy al grano.
Al asunto de mi madre, de Delita quiero decir.
Yo no la conocí. Por eso me cuesta tanto llamarla mamá. Me sale Delita. Así la llamaban todos los que me contaron algo sobre ella cuando me puse más grande. Pobrecita, murió muy joven, apenas tenía veintitrés, a principios de 1916, en marzo, hace una eternidad. Murió justo dos años después de que yo naciera. Por eso es que le digo que no la conocí.
Es cierto. Reconozco que tiene razón. En realidad, la conocí. Pero la realidad es un problema, no se vaya a creer que se trata de una cuestión tan fácil como usted lo acaba de argumentar. La realidad, vaya asunto. Algo muy complicado. Aunque, si me apura, hasta me animaría a afirmarle que la historia de mi madre tiene mucho que ver con la realidad. Creo. No sé. Se me ocurre. Con lo difícil que resulta hablar de la realidad sin caer en la zoncera.
Está bien. Ya empiezo.
Sin embargo, si se fija bien, el culpable de que todavía no haya podido comenzar a contarle lo que quiero contarle es usted.
Se la pasa interrumpiéndome.
Ve lo que le digo. Otra vez me interrumpe. Parecía que se había tranquilizado y nada. Ahora me sale con esto. Le duró un rato, apenas, la paciencia.
Por supuesto.
Eso está mejor.
Tomarse las cosas con paciencia resulta mucho más inteligente de su parte. Incluso, me gustaría avisarle que aunque hace unos minutos usted me haya asegurado que no quería escucharme, que no quería aprender, ya está aprendiendo. Al menos ya está aprendiendo la paciencia y, si aprende a ser paciente, todos los demás aprendizajes de la vida le van a resultar más fáciles. Uno se pone más receptivo, más humano. Menos egoísta.
Me lo va a terminar agradeciendo. Y, quizá, hasta yo misma aprenda algo con usted. Sería raro, estoy demasiado vieja como para todavía tener algo que aprender de un muchacho. Pero, quién le dice, en una de esas.
No, no. Así, no. Así la cosa no va ni para adelante ni para atrás. No le va a servir a usted ni me va a servir a mí. Usted pasa de la paciencia a la impaciencia en un par de segundos. Es una persona sumamente inestable, me da la sensación.
Mejor voy a prepararme un té.
Sí, un té.
Y a usted, mientrastanto, creo que le convendría reflexionar.
Estoy acá nomás, a unos pocos pasos, la cocina está pegada al baño, no sé si se fijó cuando entró. Se lo digo porque como entró tan nervioso, tan entusiasmado por el dinero que me iba a robar, capaz que ni siquiera se dio cuenta de que la cocina está acá al lado.
Si quiere aprovechar para desahogarse, hágalo con toda confianza, yo lo escucho igual desde allá. Aunque, la verdad, le repito que estoy un poco sorda. Pero eso sí, le pido encarecidamente que cuando vuelva hasta acá, después de tomarme el té, usted ya haya entendido todo lo que tiene que entender acerca de la extraña situación en la que, por su culpa, estamos los dos inmersos y, entonces, me deje contarle lo que tengo que contarle sin tantas interrupciones odiosas.
Recapacite.
Por favor.
Y no se ilusione: si grita o si golpea la puerta, por más fuerte que lo haga, nadie más que yo lo va a oír. Se lo aseguro: este es el último piso del edificio y abajo no vive nadie desde hace un montón de años.
Delita quería volar. Soñaba con volar. Y era muy bella. Si usted viera la foto. Después, si quiere, se la muestro. Se la paso por debajo de la puerta. Pero solo si me promete que no la va a ensuciar o a romper, es la única que tengo. Era preciosa, Delita, eso decían todos los que la conocieron. Y tan joven.
Delita, mi madre.
No, por favor. Yo lo escuché gritar un rato larguísimo, sin molestarlo, desde la mesa de la cocina, y ahora usted, apenas comienzo, me vuelve a interrumpir. Creí que habíamos llegado a un acuerdo.
Está bien. No es que fuera un acuerdo. Pero al menos pensé que me había entendido, que después del desahogo de gritos y de golpes contra la puerta con el que me torturó mientras tomaba el té, me iba a dejar contarle lo que quería contarle sobre mi madre.
Sí, por supuesto.
Usted me escucha, aprende, y listo, ya está.
Bueno. Entonces. Le decía que Delita quería volar. Y que era muy linda, extraordinariamente linda. Y eso no lo digo porque sea su hija. No. Si ni la conocí. Ese era el comentario de todos los que la rodeaban, de todos los que la conocieron. Yo no. Yo tuve mala suerte. Salí bien fea. Igual a mi padre, pobre. Usted sabe, tampoco conocí a mi padre. Me crié con una tía. La tía Alcira. Mi padre murió enseguida después de que se muriera Delita. Si le digo que era feo, que yo salí a él, también es por los comentarios que me hicieron los demás. Y por una foto que tengo. Si quiere, después se la paso por debajo de la puerta, también. Pero solo si me promete que no las va a ensuciar ni a romper, a ninguna de las dos.
No. No me estoy yendo por las ramas otra vez. Lo de mi padre tiene que ver. Se murió de vergüenza.
Sí, de vergüenza.
Por lo que le pasó a mi madre.
No se ría, eran otros tiempos, la gente todavía tenía honor y podía sufrir de vergüenza hasta el límite de dejarse morir. Y eso, precisamente, fue lo que le ocurrió a mi padre. Un gran hombre. De una sola pieza. Un caballero de los que ya no quedan. Se dejó morir de vergüenza cuando pasó lo de mi madre.
Está bien. No me crea. Sin embargo, fue así: el hombre se murió de vergüenza. Se encerró en su habitación, se metió en la cama, se tapó hasta las orejas, lloraba todo el día y no quería comer ni hablar con nadie. Ni siquiera quería verme a mí, su única hija, la luz de sus ojos.
Se murió apenas unas semanas después que Delita. Porque vio usted cómo son las cosas, si bien es cierto que el asunto de mi madre se tapó, que no apareció en los diarios ni se abrió ninguna causa judicial, en Belgrano, el barrio donde vivíamos, toda la gente o, al menos, toda la gente como uno, la gente amiga de la familia, los que nos rodeaban, los de nuestra misma condición social, sabían perfectamente lo que había ocurrido en Longchamps y no dejaban de hablar del asunto. Por lo bajo, por supuesto. Lo que se dice chusmeaban. Y a mi padre lo miraban como si miraran a un novillo que acaban de subir al carro que lo va a llevar al matadero. Lo hacían sentir un perfecto desgraciado, lo maltrataban, lo ninguneaban. Y se ve que mi padre no fue lo suficientemente fuerte como para soportarlo. En el fondo, se trataba de un hombre. No sé si me entiende, un hombre como usted, un muchacho, un ser bien débil. No era una mujer, como Delita o como yo, quiero decir.
Discúlpeme, pero no tiene que hacer eso.
Lo de gritar y lo de golpear la puerta como si fuera un orangután.
Yo no me refería a ese tipo de debilidad: cualquiera sabe que un hombre es más fuerte físicamente que una mujer.
No tenía que demostrarme nada.
Sin embargo, lo que termina de hacer demuestra fehacientemente que yo tenía razón: la bestialidad con la que acaba de manifestarse usted no hace más que expresar su completa debilidad frente a mí, que, aunque vieja, en este caso vengo a ser la mujer de la historia. A esa debilidad era a la que me refería. A la del carácter. A la flaqueza absoluta que muestran los varones al tener que enfrentarse con el mundo en general o con una mujer en particular.
Bueno, ya está bien.
Déjeme seguir, por favor, que si no esto se va a hacer interminable.
Así me gusta, se ve que, aunque hombre, usted es bastante menos débil de lo que fue mi padre en aquellos días del otoño de 1916. Mucho más fuerte,