Una muchacha muy bella
Por Julián López
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Con una prosa finísima y una morosidad de detalles propia de la letanía pero también del poeta, Julián López ha escrito un libro inolvidable.
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Una muchacha muy bella - Julián López
JULIÁN LÓPEZ
Una muchacha muy bella
Una estatua del Botánico, un pullover tejido con ochos, unas postales de viajes que se envían del correo de la esquina, chocolatines Jack o Topolino, comida preparada de a dos –¿A quién podría contarle la extraordinaria sensualidad de una cena de salchichas frías y humo de 43/70?
– son las piezas entrañables del tiempo en que una madre sola y su hijo han pasado juntos hasta el secuestro o muerte de ella. Sin embargo, Una muchacha muy bella no es un testimonio sino de una ficción y su narrador. Este narrador no será un H.I.J.O. con puntitos en el medio sino quien narra todo lo que la madre no podría narrar en un campo de concentración ni en los tribunales –a la picana no le interesa Titanes en el ring ni cómo se hace un traje de extraterrestre; esos datos suelen ser irrelevantes para los jueces–: el testigo-narrador no recuerda para evocar la vida de una víctima sino para hacer existir a su madre bajo la luz de su mirada amorosa, con la precisión de sus metáforas, la misa a las pequeñas cosas.
Con una prosa finísima y una morosidad de detalles propia de la letanía pero también del poeta, Julián López ha escrito un libro inolvidable.
MARÍA MORENO
Índice
Cubierta
Sobre este libro
Portada
Dedicatoria
Una muchacha muy bella
Sobre el autor
Página de legales
Créditos
Otros títulos de esta colección
A Francisco, a Elsi, a Delia,
a Oscar, a Guillermito.
Mi madre era una muchacha bella. Tenía la piel pálida y opaca, hasta podría aventurarme a decir que azulina, un destello que la hacía única y de una aristocracia natural, lejana de toda trivialidad mundana. Tenía el pelo negro; claro, ya dije que era una muchacha bella, lacio pero pesado y con un diseño de cabellera como no creo haber visto. No hablo de su peinado, de la manera en que lo dispusiera su pelo caía gracioso y en forma, siempre parecía prolijamente recortado. Hablo del contorno de su pelambre, del dibujo lineal de ese océano de antenas flexibles en el que terminaba el piélago de su cara. Nacía simétrico y visible en el contraste, potente en cada uno de sus hologramas tubulares, y dibujaba un corazón sutil en el inicio de la mollera que a medida que bajaba se hacía cóncavo en las sienes elegantes.
Mi madre era una muchacha bella y voluptuosamente delicada; aun cuando pasáramos la vida que vivimos en una casi absoluta soledad, tenía un modo extraordinariamente sensual de ser para sí y, claro, ahí estaba yo con mis siete años, también para mí.
Hablaba de un modo profundo y a la vez despojado de la pretensión con la que hablan quienes quieren impresionar o quienes querrían ser intelectuales o, incluso, quienes quieren seducir. En medio de alguna palabra poco usual, adoraba acicatear su lenguaje con insectos verbales que lo mantuvieran despierto, tiraba con las manos su pesada cabellera hacia un lado o hacia el otro, como el paño suntuoso de un torero; clavaba sus pupilas brunas en el piso –¿dije ya que mi madre era una muchacha muy bella?– y las ascendía lentamente hasta mis ojos para entonces retomar la velocidad de sus argumentaciones casi siempre indignadas, casi siempre ofensivas, casi siempre ingenuas.
Vivíamos en un departamento de dos ambientes con una cocina luminosa que daba al pulmón de un edificio modesto pero sofisticado, esas construcciones de los 50, de no más de tres pisos sin ascensor, fresca en verano, helada cuando llegaba el otoño. Nuestra casa tenía un baño revestido de mosaicos negros, junturas verde pálido y grifería que alguna vez fue importante pero que envejeció con la premura con que uno pasa las páginas de una revista de moda de temporadas anteriores. El departamento tenía un balcón inutilizable porque con solo abrir la puertaventana se caían a pedazos las molduras del frente. Además mi madre odiaba el hollín que llegaba desde la avenida a dos cuadras y también odiaba el ruido que venía desde más lejos, como del centro de los autos y de la circunvalación de los camiones, y temía a los pájaros que anidaban en los fresnos que daban su verde a nuestras dos ventanas. Una vez la vi refugiarse en mi cuarto por un pichón de calandria todavía sin plumas que la madre pájara habría arrojado del nido por imperfecto y agonizaba en el borde de nuestro balcón. Con un palito terminé de expulsarlo para que mi madre saliera de la madriguera y el pequeño monstruo terminara sus jadeos directamente en la calle.
Durante un rato lo miré para tratar de ver en qué momento terminaba de cuajar esa gelatina, en qué segundo terminaba el estertor. No tenía plumas y tenía los párpados sellados pero había sido desairado por su madre y temido por la mía: ya se podía morir.
La casa era un living con paredes rojas que terminaban en plafones de yeso en los que se escondían los tubos fluorescentes que solían titilar una agonía rítmica más que aclarar el ambiente. Había algunos adornos que colgaban: un sombrero mexicano, de plata, del tamaño de la palma de una mano pequeña, un sol azteca de bronce, con gesto agrio y una barba de colores tejida que terminaba en un puñado de cascabeles, una foto enmarcada de Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant que había mandado mi tío desde París, una foto del Che, a quien mi madre llamaba mi novio
, pegada con una chinche, la reproducción de un grafito de Alonso –una mujer sentada en el suelo, con la espalda encorvada y que parecía desnuda– y unas pocas tarjetas.
A mi madre le gustaban las postales de Holanda en época de tulipanes, ella misma las compraba, les escribía el dorso con pequeños relatos de viaje y las metía en el buzón para que yo las recibiera, más o menos 40 días después. Entonces nos juntábamos en la cocina a tomar el té y comer budín inglés y a que ella me contara todo lo que no había podido escribir en el poco espacio de la tarjeta. Mi madre adoraba describirme los pormenores del periplo: los valles rojos en los que crecían espontáneas las amapolas, las comodidades mesuradas del camarote del tren que llegaba desde los Urales, bordeaba el Danubio o la hacía conocer primero Pest y luego Buda, o los deliciosos caramelos de violetas que vendían en la patisserie Sachel, en Viena. La fascinación agrandaba las pupilas oscuras de mi madre, que aprovechaba el relato para instruirme en materias diversas: desde una especie de geografía de ensueño hasta una antropología de imprecisas exageraciones europeas.
Hasta entonces por lo menos, mi madre no había salido del país y solo conocía Chapadmalal, Embalse Río Tercero, en Córdoba, Necochea, Tandil, La Reja, la ruta 12 y El etrusco, un hotelito de Paraná.
Sin embargo, cada vez que por algún motivo visitaba un barrio nuevo volvía a casa como una Marco Polo agotada por la excitación de la travesía a contarme las extrañas costumbres de los vecinos de Floresta o de Villa Real, los tipos de árboles que tenían las aceras, si había visto jaurías callejeras, o descubierto bibliotecas o museos o algún viejo orinando en un cantero.
Adorábamos viajar y yo aprovechaba para sacar los pedacitos de fruta abrillantada del budín y mirar por los agujeritos que quedaban mientras mi madre, en plena posesión de sus relatos, los recogía con una destreza asombrosa y se los comía sin darse cuenta y sin retarme.
Por las noches el living se convertía en cuarto. Ahí dormía ella, en un sofá que se hacía litera y mentía una comodidad trabajosa y una compleja facilidad de armado. Mi madre se quejaba por no encontrar sábanas que se ajustaran a la medida de su catre, las había enormes o las había grandes, incluso las sábanas chicas resultaban desmedidas para su cama. Una vez llegó con una bolsa con una pieza de percal blanco, una enorme tijera plateada, algunas agujas y un carretel de hilo. Lo primero que hizo fue buscar el dedal, una alhaja de porcelana, un legado que venía de las mujeres diluidas en no se sabía bien qué generación de la familia de su padre. Una joya que nadie usaba, bella pero incómoda, cargada de una potencia insoportable: el dibujo borroneado de la historia de esas mujeres que llegaron a nosotros con todo eso mordiente, vencido y mutilado a través de mi abuelo.
Yo miraba su cara cuando desdoblaba el pañuelito en el que guardaba la miniatura y nunca supe qué palabra era esa que había que deletrearle al aire del momento para entender la escena.
–Mañana las hago –dijo, entusiasta.
La bolsa con el percal blanco se convirtió en un gato, cada nuevo día se iba acomodando entre los almohadones del sofá hasta hacerse un ovillo desapercibido. Cuando llegaba la noche que obligaba a la transformación del living en dormitorio, la escuchaba encontrarla y maullarse por lo bajo: Mañana…
Uno de esos días dejé de ver la bolsa, y el percal se convirtió en un animal embalsamado en lo alto del modular.
Nuestra casa no era un buen lugar para mascotas.
Recuerdo ver alternadamente tres libros sobre la mesita ratona que era su mesa de luz solo después de que su cama estuviera lista y la mata de su pelo reposara ya sobre la almohada. Habría muchos más pero recuerdo solo esos: La rama dorada, un estudio sobre magia y religión de James Frazer, editado por Fondo de Cultura Económica, Cien años de soledad y El varón domado, de Esther Vilar. Del latinoamericano me bastaba el título para convocar toda mi altanería contra el autor, ahí no me iba a meter, ¿cuánto tiempo mi madre lo llevó consigo, cuántas veces la vi meterlo en su cartera antes de salir y cuántas veces al llegar a casa su primera acción era aprontarlo sobre la mesa? Los recuadros azules y las letras rojas de las tapas fueron un motivo impreso que acompañó mucho tiempo de nosotros, mucho. Creo que podría decir que una centuria completa. A ese libro me lo sabía de memoria.
Del de Vilar recuerdo el impacto que me produjo el final de la dedicatoria de la autora a todos los lectores, creo que fue la primera vez, y no sé si no la única, que escuché que un libro me hablaba: a los demasiado viejos, demasiado feos, demasiado enfermos.
Del otro recuerdo que tenía muchas páginas y que el deseo se me iba apagando veloz después de las primeras líneas. La lectura siempre me fascinó pero los libros siempre dejaron de interesarse en mí casi al mismo tiempo en que yo tomaba envión y me decidía a aventurarme. Parecen mujeres los libros. O parecen hombres.
Cuando estábamos en casa mi madre solía pelar chauchas de arvejas, habas, o vainas de frijoles zainos; no recuerdo las comidas que hacía con esos vegetales aunque sí recuerdo que la humedad y el brillo de unas y de otros semejaban perfectamente la piel de los dedos largos y elegantes de las manos de mi madre. Su índice pasaba suave y firme sobre la juntura vegetal y detectaba el lugar exacto en que la estructura cedería ante la presión, un crujido inaudible que destrababa la cerradura natural de las chauchas e instantáneamente hacía caer las perlas verdes o los botones jaspeados al interior del bol donde rebotaban hasta ubicar su lugar definitivo.
Mi madre parecía una perfecta asesina de vegetales, la veía liquidarlos con una natural frialdad de la que ella no era realmente consciente.
Cada tanto paraba un momento y prendía un 43/70, con el que alternaba la tarea. Pero en ella, en esos momentos, no me parecía un placer sensual. Cada bocanada, tal vez por fumar ese tabaco mezcla de negro y rubio, lejos de afirmarla con el you’ve come a long way baby, parecía detenerla como a una chica de provincia que mira asustada los carteles de la ruta, acobardada en su huida, a pocos pasos de la salida de su pueblo.
Creo recordar –aunque, ¿es una cinta de fotogramas sueltos que edito para tener una película magnífica, una historia para contarme?– que las manos de mi madre pasaban tardes enteras desgranando vegetales