El camino silencioso: Maestros del silencio
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Con un estilo directo y pericia didáctica, el autor, a través de Dan y Miriam, presenta el camino que nos lleva de vuelta a casa hasta nuestra esencia misma y nos conecta con la Fuente. Un camino —la meditación en quietud y silenciamiento— de tradición milenaria, que tuvo su eclosión con los Padres y Madres del desierto de los siglos III y IV, continuando con el nacimiento del monacato occidental, de la mano de Juan Casiano y Benito de Nursia, «La Nube del No Saber», los eremitas del Monte Athos, Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, «El peregrino ruso», y recuperado en la actualidad por John Main o Franz Jalics, entre otros.
Como discípulo y meditador, recoge el legado de quienes considera sus maestros —Main, Jalics y Pablo d'Ors—, concretado en «Amigos del Desierto», para transmitirlo y compartirlo, ofreciendo orientaciones y pautas precisas, con quienes deseen adentrarse en el camino del silencio y la quietud.
La aportación añadida de una guía de lecturas sugeridas y de textos de maestros expertos, constituirán, sin duda, una valiosa ayuda para beber de las aguas originales.
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El camino silencioso - Daniel Villarroya
Prólogo
Bienaventurados los hambrientos de ser,
puesto que solo ellos alcanzarán
la auténtica humanidad.
Bienaventurados los compasivos,
pues han comprendido que el destino
de cualquier persona es el propio.
Bienaventurados los silenciosos,
puesto que han descubierto
su verdadero hogar.
Bienaventurados los pacificados,
porque darán al mundo
lo que el mundo realmente necesita.
Bienaventurados los orantes,
porque han comprendido que si nos preocupamos
por las cosas de Dios,
Él se preocupa por las nuestras.
Bienaventurados vosotros cuando os reprochen
que huis del compromiso
para retiraros a vuestra soledad.
Yo os digo que vuestra recompensa
será grande en este mundo,
pues lo veréis en su verdadero color.
Pablo d’Ors
Mi querida Miriam
Aquí me tienes de nuevo, Miriam, ¡mi Miriam del alma! Yo, tu Dan, principiante, descreído y torpe. Otra vez en línea, tras mil vueltas erráticas por esta vida incierta. Te lo prometí. Recordarás que en las cuatro letras que te envié en mi anterior escrito, la novela «Un viaje al silencio», te decía que algún otro día —y no lo demoraría por mucho tiempo— me sentaría a escribirte de nuevo y te hablaría de mis maestros del silencio y de cómo sigue mi viaje. Pues aquí estoy. Te escribo a ti, Miriam sabia, fiel e iluminada, yo que a duras penas soy un discípulo principiante. Disculpa mi atrevimiento o, tal vez, mi desfachatez. Hasta tal punto las dudas me han asediado en los no pocos intentos por comenzar estas líneas que, al instante, he abandonado. Una y otra vez se me antojaba una impostura escribir de estas cosas, siendo —como sin duda soy— neófito y lego.
Mas al fin me he decidido, alentado por la confianza de que tú, recordada Miriam, me comprenderás y hasta perdonarás mi ignorancia y mi torpeza. Las cosas han cambiado. Podría ahora enviarte cuatro mensajes improvisados por WhatsApp, o incluso crear una historia en Facebook, de modo que cuanto te diré te llegara de inmediato en un solo clic, con la ventaja de que simultáneamente podría compartirlo con mis amigos y con todos mis grupos caso de interesarme, e incluso adornarlo con imágenes o acompañarlo de alguna canción bonita. Lo siento, habrás de esperar un poco, Miriam querida. ¡Querida y añorada! No pasa un día que no me visites. De mil maneras apareces y desapareces, estás y te vas. O, debiera decir mejor, soy yo el que me voy, tú no dejas de estar.
No, me permitirás que ni WhatsApp ni Facebook ni Instagram, tampoco Twitter. Aunque a ti eso —creo— te es indiferente, por mi parte prefiero sentarme, tomar papel, boli y escribirte. Prefiero, de todas todas, la lentitud a la precipitación. Temo que la inmediatez y la urgencia no sobrevuelen más allá de la superficie o de la periferia. A buen seguro que lo sabes mejor que yo, pero tengo para mí que todo lo importante necesita del sosiego, de la calma y, por tanto, necesariamente, de una cierta lentitud. Degustar, saborear, digerir o mostrar no se avienen con la prisa, o con la palabra a medias, ni con la frase construida de cualquier manera, incompleta o abreviada. El respirar lento y el caminar pausado me parecen tan necesarios para vivir —hoy es ya una certeza— como el comer o el dormir. Así es que, mi tesoro, me dispongo a dar cumplimiento a lo que te prometí, escribirte. Y a hablarte, te lo he dicho, de quienes considero mis maestros del silencio y de cómo sigue mi viaje, en qué paisajes me encuentro y hacia dónde me dirijo. Por lo demás, finalizado mi Máster en Energías Renovables en Dublín, y tras aquel año dedicado al silencio —como te relaté— en Almudevas de la Cueva junto al maestro Pavel, pasé temporalmente por un par de empresas del sector, hasta situarme —ahí sigo hoy— en Renova 2050, en Barcelona, dedicado a la supervisión de proyectos de instalación de placas fotovoltaicas.
Tu nota la sigo guardando como un tesoro. Me acompaña día y noche. Nada me apenaría tanto como extraviarla o verme privado de ella. ¿La recuerdas?… ¡Vaya pregunta! ¡Qué tonto soy! Fuiste tú quien la escribió y la pusiste en el regazo de mi mano con una calidez y una atención tan despierta que aún hoy —y de eso hace ya ni me acuerdo— me sobrecoge y me enciende el corazón. ¿Recuerdas? Planta 12, habitación 123, Hospital de Bellvitge. Tú estirada —visiblemente agotada— en tu cama del fondo de la habitación y yo, acompañado por mi madre, hecho un ovillo de sentimientos: apuro, temor, nerviosismo, inquietud, algo de miedo… Apenas nunca antes había pisado un hospital. Era viernes, eso sí lo recuerdo, Semana Santa, mis tres días de vacaciones en Barcelona acabados los exámenes de la «uni» en Dublín. Un día de abril, de primavera, sosegado y apacible. A diferencia de Irlanda, aquí percibía un sol luminoso y claro, diáfano. ¿Qué te diría? ¿De qué hablaríamos? Teniendo en cuenta mi torpeza para la comunicación, y lo embarazosa que me resultaba la situación, no te oculto que esas preguntas me asaltaban —quizá debiera decir asediaban—, hasta el borde de la parálisis.
Lo confieso, me emociona —como tantas veces, como siempre— rememorar aquel encuentro. Un rayo tenue y fino como el hilo de una araña se colaba por los agujeros de la persiana entreabierta, iluminando la habitación de dos camas y tu sufrimiento indecible. ¿Recuerdas, Miriam? Allí estábamos los dos sin pronunciar palabra alguna mano con mano: tú postrada y yo enseguida sentado en la silla que mi madre, sigilosamente, me había acercado. Con qué esfuerzo te volviste de costado sobre tu cama y con qué indescriptible ternura, cogiéndome la mano, acariciaste suavemente mis dedos. No me atreví a preguntarte, Miriam de luz. Tan pronto como pisé tu habitación, intuí que no estabas en condiciones de hablar. Eso era rotundamente visible. Sin el maxilar inferior izquierdo, con la sonda nasogástrica y necesitada de aspiración salival continua pensé que forzarte a hablar hubiera sido de una insensatez imperdonable. Y cogidos de la mano, tesoro, tú en la cama y yo en la silla, permanecimos una eternidad —¿o fueron solo unos minutos o quizá breves segundos?—. Tú, porque te resultaba del todo imposible, no hablaste. Yo, porque no quise forzarte, callé también. En realidad, no era preciso hablar o, para ser exactos, fue mejor no hablar. Sin palabra alguna nos dijimos todo: «Hola, ¿qué tal?, ¿cómo estás?, estoy, me tienes, te quiero, ánimo, confía…». ¡Nos preguntamos todo, nos respondimos todo, nos comunicamos todo! De repente, observé que sin soltarme habías cerrado los ojos, como si quisieras retener para siempre aquel breve encuentro. Quizá por imitación, o creyendo que acaso formara parte de algún ritual, también yo los acabé cerrando. Y así continuamos unidos, en el silencio de aquella habitación blanca con olor a alcohol sudoroso y a pescado hervido, mano con mano, con discretos y cómplices apretones intermitentes. Estábamos los dos el uno para el otro, entregados en exclusiva en cuerpo y alma. Jamás antes, mi Miriam, había vivido una situación semejante. Aun sin mediar palabra, tuve la certeza de que nuestra mutua presencia —el uno para el otro— era total y, por tanto, nuestra comunicación absoluta. Jamás me había sentido más despierto y presente. Aunque creo que todo esto ya te lo había dicho en alguna de las infinitas veces que desde tu partida hablamos a solas, rememorarlo de nuevo vuelve a estremecerme, como volcán en erupción, con no menor intensidad que en aquella mañana plácida de abril pegado a tu cama del hospital.
Permíteme, mi niña —siempre serás mi niña— que me detenga, ¡me falta el aire! Como aquel Viernes de Pasión, entre doce y una del mediodía, los sentimientos, a borbotones y desbocados, vuelven a concitarse en este instante en mi recuerdo. O por mejor decir, no es que te recuerde, mi Miriam, es que te vivo. Y esa vida —te lo confieso— ha acompañado desde aquel encuentro en el Hospital de Bellvitge cada uno de los minutos de la mía. Sigues viva en mí, como una llama perenne que jamás se apaga, por muy intensos que sean los vientos que soplen; incluso en ocasiones —y también te lo confieso— llega al punto de abrasarme. Tu muerte, finalmente, a causa del osteosarcoma que ni la cirugía ni la quimio pudieron detener, no hizo sino avivar tu fuego en mí. No olvido tampoco cómo, de pronto, tal que si se tratara de una súbita visión, sin avisar, dejando ir mi mano con la mayor naturalidad del mundo, te giraste hacia tu mesita blanca y tomaste el bolígrafo y la pequeña libreta que te servían para comunicarte ante la imposibilidad física de articular palabra. Recuerdo cómo te reclinaste, no sin un penoso esfuerzo, sobre la almohada y con cierto rictus de inspiración comenzaste a escribir. ¡Dichoso aquel instante, y dichoso lo que escribiste para mí! Te lo repito, tu nota la guardo como un tesoro, me acompaña día y noche. Y aunque a menudo me despisto y vagabundeo como un poseso, tus palabras acaban devolviéndome a casa —ahora lo llamo el centro—. Al fin he aprendido —y en eso estoy— que alejado de mi centro soy un extraño, un vagabundo sin rumbo, dejo de ser yo mismo, me desoriento y quedo a merced de la dispersión que me zarandea como un muñeco de trapo desvencijado. Mi maestro Pavel solía repetir que sin camino somos vagabundos, pero con él nos convertimos en peregrinos. Volver a casa —bien seguro que tú, Miriam querida, me entiendes— es volver al centro o, se me ocurre decírtelo de otros modos, pasar de la dispersión a la atención, del ruido al silencio, de la prisa a la lentitud. El abad Antonio decía: «Así como el pez debería volver al mar, nosotros hemos de retornar a nuestras celdas, no sea que al permanecer fuera olvidemos la propia vigilancia interior». Presiento que a menudo sustituimos el sentido por la sensación, el horizonte por el instante. Y acabamos, de esta guisa, convirtiendo la felicidad en un acopio frenético de sensaciones momentáneas y fugaces, y nosotros transformados en una suerte de cazadores de instantes, siempre con la escopeta cargada a la caza de la sensación más seductora, de la última experiencia —cuanto más fuerte, mayor experiencia— o del momento más arrebatador. Pero, al fin, siempre hambrientos de plenitud. Y la plenitud, Miriam, no consiste —si mi percepción no me engaña— en una caza de mil piezas coleccionables que están ahí fuera. La plenitud —creo— habita solo en casa. Por eso, el camino definitivo no es otro que el camino de vuelta a casa.
«No conozco tu nombre, pero guardo tus ojos en mi corazón. Así, podré mirarte siempre. Permanece despierto y atento. Calla, mira, admira y ama. ¡Eso es todo! Solo eso es necesario para VIVIR. ¿Cómo hacerlo? Riega cada día tus semillas y cultiva tu jardín interior. Siempre tuya, Miriam».
¡Bendita nota! Y con qué delicada atención —lo estoy viendo— arrancaste la hoja de la pequeña libretita, la doblaste cuidadosamente por dos veces y la depositaste con una ternura luminosa sobre mi mano y, muy poco a poco, uno a uno, fuiste cerrando mis dedos, como si conformaran una preciosa cajita destinada a custodiar un valioso tesoro, que debe ser guardado amorosamente y para siempre. ¡Y vaya si lo guardo!
«Riega cada día tus semillas y cultiva tu jardín interior». No podías decírmelo de manera más simple y hermosa. ¡Qué bello y, a la vez, qué veraz, Miriam de mis entrañas! Pocas cosas tan necesarias y tan definitivas. Me ha costado darme cuenta. Soy muy torpe, ya lo sabes. En eso estoy, querida Miriam. Soy un jardinero o un labrador. Cuidar el propio campo —es decir, cultivarlo— constituye la actividad primordial. Arar, arrancar las hierbas, sembrar, abonar o regar son actividades del camino. Tanto uno como otro —jardinero o labrador, que vienen a ser lo mismo— conforman los oficios más hermosos de cualquier ser humano. Sin el cuidado de sí mismo no es posible el cuidado de los otros. Nadie puede dar lo que no tiene.
EL CAMINO DEL SILENCIO
No es ninguna novedad, aunque sí una determinación. Me limito, mi querida Miriam, como discípulo principiante, a seguir, como Dios me da a entender, el camino que otros más diestros y experimentados que yo han recorrido antes con sus propias vidas. Por tanto, no esperes primicias o aportaciones extraordinarias, todo es —como verás— de una asombrosa simplicidad. Ya te relaté en mi novela «Un viaje al silencio» mis primeros pasos junto al maestro Pavel. Nada en mí que se asemeje a un maestro, ni la ambición de ser original. ¡Discípulo, y justito!
Así pues, recordada Miriam, me veo en la necesidad de dejar hablar a otros —aquellos a quienes considero maestros— y callar yo. Te hablaré, por consiguiente, de mis maestros, más con sus propias palabras —y lo hago intencionadamente— que con las mías. Nada me inquieta tanto como siquiera la posibilidad de traicionar o de pervertir su legado. Trataré, únicamente, de transmitirte con la máxima fidelidad de que sea capaz —o en eso confío— el regalo que yo he recibido y, contando con mi impericia, tal como me ha sido entregado. Espero no defraudarte. Como discípulo, me debo —tanto más sabiéndome principiante y atolondrado— a mis maestros. No albergo otro interés que no sea mostrártelos directamente, con el deseo de que, si así lo prefieres, puedas ponerte en contacto directo con ellos. No te quepa la menor