Plaza Weyler
Por Ramón Ayerra
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Plaza Weyler - Ramón Ayerra
Plaza Weyler
Copyright © 1996, 2023 Ramón Ayerra and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374597
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Al Coronel Vázquez, que mandó el Regimiento de Santa
Cruz, de guarnición en la plaza.
y al Coronel Benita, del Servicio de Información de la
Guardia Civil, de misión en la isla.
PLAZA WEYLER
Las seis en punto de la tarde. El día va de capa caída y el sol está a punto de hincarla.
En el armonioso edificio de la Comandancia General, presidiendo la plaza Weyler, se destapa la caja del patriotismo y hasta los héroes muertos en combate abandonan el casinillo de los difuntos y atiesan los huesecillos en sus respectivas tumbas.
Dos suboficiales junto al mástil con la bandera revoloteando, y acodados en la baranda, aguardan en el balcón principal a que algo suceda.
La policía militar, con su gozoso casco blanco y el excelente razonamiento de las metralletas, corta el tráfico entre el edificio y los jardines de la plaza. Se está mascando la jugada.
De una puerta accesoria salen en formación ocho soldaditos y un corneta bajo el mando de un sargento. Una tropilla sucinta, pero curiosa. Avanzan en desfile, y de a uno, hasta situarse bajo el balcón de la bandera. Posición de firmes.
El corneta ataca el instrumento y unos sones la mar de tristes apenan el ambiente festivo de la plaza, con sus barrocos jardincillos de colorines, y ordenan parar el jugueteo perpétuo que en la fuente de Canessa se traen los gordezuelos angelotes despertados, los dragoncillos con pinta de besugo, revueltos entre agua y guirnaldas.
Conforme va llorando la corneta, los del balcón, con mimosa lentitud, arrían la bandera y la doblan bien doblada. Concluida la emocionada copla, los del balcón se meten con la patria plegada y la tropilla da la vuelta, contornea una farola, tira por donde ha venido y se cuela en los cuartos de guardia.
A seguir velando por la paz y el orden. En las islas. En la nación.
Es el momento cumbre en las desgalichadas horas de Alejandro Calduch, porque no se lo pierde ni a tiros. Deja el día transcurrir entre bares, escaparates y paseínes, y las seis de la tarde, como un clavo, ya le cogen instalado en el kiosko Weyler dispuesto a gozar con el pequeño acto.
Y no consta que Alejandro Calduch padezca un patriotismo exacerbado, esa furibundez de los tipos que embisten enardecidos con cuanto concierne a los sagrados símbolos. No.
Es más bien cosa del trago. El andar todo el puto día con el danos y danos, y venga de doradas y de whisky y de ponerse como un fudre, es lo que trae. Que a las seis anda modorro. Dispuesto a lagrimear con un perrillo cojo, con un mendigo de los de pata tumefacta, con una niñita bizca y fea a rabiar, con un cortejo fúnebre o, como es el caso, con un arríe de bandera.
O sea que, sereno, la cosa de la patria le trae más bien al pairo. Pero cocido, y si le acompañáse un tambor para marcar bien el paso y dar al asunto el adecuado tono marcial, es capaz de bajar desfilando por la calle Castillo hasta la Candelaria, y de seguir hasta el mismo mar, o de subir —que es más penoso, por eso de la cuesta— por la Rambla de Pulido, e incluso internarse por General Mola, seguir por Obispo Pérez Cáceres, y hasta retrepar la montaña.
Y en la línea de aquellos combatientes que se apuraban por tener que tomar un cerro al día siguiente, y el mando les repartía coñac. Y con un heroísmo sin límites, a pecho descubierto, muriendo como chinches al calorcillo del petroleo ardiendo, el cerro quedaba conquistado al amanecer.
Argüía un luchador timorato, cuando le iban a condecorar.
—No me premie, señor general. El cerro no lo tomé yo, lo tomó el coñac.
De Alejandro Calduch podía pensarse casi todo. Menos que fuese socio y propietario a medias de una industria pirotécnica en Valencia.
No le iba a su aspecto el andar en consejos, oficinas, trasiegos contables, trafullerías con Hacienda y todos esos manejos grises y empapelados que comporta la propiedad, aún compartida, de un negocio.
Lo que le iba era esto. Lucir su pinta de caballero del sur por todas las barras y putiferios de una ciudad con sol. El vagueo a lo grande y dando algún bandazo que otro. Sobre todo al atardecer.
—Mire —le había dicho a Onofre Medina, el arrendatario del kiosko Weyler—, les he mandado a paseo, que se vayan metiendo todos los cohetes por el culo, incluida mi señora. Volveré cuando me salga de cierta parte. Y yo soy el que manda ¿no?
—Pues claro, señor.
—Que vine por seis días y que llevo tres meses, vale. Así me vengo de todos ellos. Ya, hasta rompo los telegramas sin leerlos.
—Muy dueño, señor.
—Tengo que descansar... ah, y olvidarme de Lilí. A quien se le diga. Que me hago una escapada aquí con ella y que se me lía casi nada más llegar con un guaperas, que me lo haga a mí, que la tenía como a una reina...
—Las mujeres, con perdón y sin señalar, son unas zorras, señor.
Con la memoria de su fracaso, a Calduch se le animó el ojo y empezó a lagrimear.
—Ande, póngame otro whisky, a ver si se me pasa el mal rato.
De traje claro y caro, con corbata y toda la pesca, un caballero de gran vitola éste Alejandro Calduch. Cerca de los cincuenta, corpulento pero bien formado, cabello pajizo con su mechoncito blanco en el centro. Cabello que le da elegantes racheos ladeados sobre la frente, con la brisa o con la copa.
Color sonrosado y la mirada clara y glauca de los grandes bebedores o de las almas destinadas sólo a disfrutar de cosas bellas y sutiles. Todo un caballero. Sí señor.
Pero como el esquinazo de las damas no incumbe sólo a los gibosos o mancos o tuertos o granujientos de cutis, sino que es vergajo que puede alcanzar las costillas de los más empingorotados patricios, a Calduch se la jugó Lilí.
La sacó del alterne, la puso piso en Valencia, se la trae unos días de descanso y francachela a la isla, y a las 37 horas justas de aterrizar en el Reina Sofía, zaca, la Lilí que le tira una cerveza a la cara y que coge la puerta con un chorvo.
—Ahí te pudras, mamarracho.
Así de sencillo. Una despedida más bien somera.
Hombre, a él, el clima de la isla, el cambio, le incitó a beber más de lo usual, que ya es decir, hizo el ridi en abundancia y montó numeritos de lo más apañado. A todo esto, el bonito aquel, como una sombra, timándose con la Lilí. Y para colmo, va Calduch, se saca la pieza y orina contra la barra de un club. Un espectáculo.
Pero de todas formas, no parece de recibo el poco aguante de Lilí, y a solo 37 horas de haber desembarcado.
Una vez cogido el tranquillo a la isla, con el cuerpo organizado, huido el primer ventarrón, lo mismo se había portado con ella como un verdadero duque.
Y en esas andaba. Reponiéndose de tanta desdicha y mandando al carajo a la familia y a los socios. Hasta