Episodios nacionales II. 7 de julio
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En el año 1822, el gobierno liberal impuesto al rey Fernando VII a raíz de la sublevación de Riego se ve acosado a dos bandos tanto por absolutistas como por los radicales. Las fricciones entre la guardia y los milicianos son continuas, hasta que se produce una sublevación de la guardia rápidamente sofocada por las milicias ciudadanas.
Como narra Galdós: "El rey era absolutista, el gobierno moderado, el congreso democrático, había nobles anarquistas y plebeyos serviles. El ejército era en algunos cuerpos liberal y en otros realista y la Milicia abrazaba en su vasta muchedumbre a todas las clases sociales".
En medio de todos estos continuos altercados de unos y otros, nuestro héroe, don Salvador Monsalud, continúa protegiendo a la joven Soledad, la hija de don Gil de la Cuadra, conspirador absolutista a quien Salvador había salvado de la cárcel y de una muerte segura, a finales de la anterior novela El Grande Oriente.
Soledad, "Solita", termina enamorándose del protagonista, el cual no le presta mucha atención, ya que la ve simplemente como una hermana; en cambio sí le interesa una antigua amante ya casada.
Benito Pérez Galdós
Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843 – Madrid, 1920) fue novelista, dramaturgo y cronista, y una de las personalidades más importantes de la historia de la literatura española. Entre sus obras destacan Doña Perfecta, La desheredada, Fortunata y Jacinta, Miau o La razón de la sinrazón. Además fue autor de la monumental serie Episodios nacionales.
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Episodios nacionales II. 7 de julio - Benito Pérez Galdós
Benito Pérez Galdós
Episodios nacionales II
7 de julio
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Episodios nacionales II. 7 de julio.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua-ediciones.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-327-6.
ISBN rústica: 978-84-9007-286-8.
ISBN ebook: 978-84-9007-248-6.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La obra 9
I 11
II 14
III 23
IV 30
V 36
VI 44
VII 48
VIII 54
IX 58
X 61
XI 66
XII 72
XIII 80
XIV 88
XV 93
XVI 102
XVII 108
XVIII 112
XIX 117
XX 121
XXI 125
XXII 130
XXIII 136
XXIV 137
XXV 145
XXVI 149
XXVII 153
XXVIII 158
Libros a la carta 163
Brevísima presentación
La obra
7 de julio es la quinta novela de la segunda serie de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós.
En el año 1822, el gobierno liberal impuesto al rey Fernando VII a raíz de la sublevación de Riego se ve acosado a dos bandos tanto por absolutistas como por los radicales. Las fricciones entre la guardia y los milicianos son continuas, hasta que se produce una sublevación de la guardia rápidamente sofocada por las milicias ciudadanas. Como narra Galdós: «El rey era absolutista, el gobierno moderado, el congreso democrático, había nobles anarquistas y plebeyos serviles. El ejército era en algunos cuerpos liberal y en otros realista y la Milicia abrazaba en su vasta muchedumbre a todas las clases sociales.»
En medio de todos estos continuos altercados de unos y otros, nuestro héroe, don Salvador Monsalud, continúa protegiendo a la joven Soledad, la hija de don Gil de la Cuadra, conspirador absolutista a quien Salvador había salvado de la cárcel y de una muerte segura, a finales de la anterior novela El Grande Oriente. Soledad, «Solita», termina enamorándose del protagonista, el cual no le presta mucha atención, ya que la ve simplemente como una hermana; en cambio sí le interesa una antigua amante ya casada.
I
Parece que no ha pasado el tiempo. Todo está lo mismo. Ved la calle, la casa, los peces de colores nadando y revolviéndose con incesantes curvas en sus estanques; ved las jaulas de grillos colgadas en racimos a un lado y otro de la puerta; fijad la atención en la ventana de la escuela y oíd el rumor de moscardones que por ella sale. Nada ha cambiado, y don Patricio Sarmiento, puntual e inmutable en su silla como el Sol en el firmamento, esparce la luz de su sabiduría por todo el ámbito del aula. Lo mismo que el año pasado, está explicando la desastrosa historia y trágica muerte de Cayo Graco; pero su voz elocuente añade estas fatídicas palabras: «Terribles días se preparan. Roma y la libertad están en peligro.»
Entonces estábamos en febrero de 1821;¹ ahora estamos en marzo de 1822. Durante este año de anarquía, durante estos trescientos sesenta y cinco motines, la calle de Coloreros no ha experimentado variaciones importantes. Don Patricio no parece más viejo: al contrario, creeríasele rejuvenecido por milagrosos filtros. Está más inquieto, más exaltado, más vivaracho: su pupila brilla con más fulgor y la contracción y dilatación de las venerables arrugas de su frente indican que hay allí dentro hirviente volcán de ideas.
Cuando suena la hora del descanso y salen los chicos, atropellándose unos a otros, golpeando el suelo con sus pies impacientes y llenando toda la calle con su desaforado infierno de chillidos, payasadas y cabriolas, que afortunadamente duran poco, don Patricio limpia sus plumas, se arregla el gorro, para que ninguna parte de su cráneo quede en descubierto, y unas veces con la regla en la mano, otras con las manos en los bolsillos, sale al portal entonando entre dientes patriótica cancioncilla.
Si Lucas está en su puesto, padre e hijo hablan un rato antes de subir a comer. Otras veces don Patricio planta su pintoresca figura majestuosa en el umbral, mira al cielo, husmea la temperatura y dirección del viento, y, si sus remos se han entumecido, da un paseo hasta el arco de San Ginés, sentando los pies con fuerza y estruendo para que entren en calor. Algunas palabras sonoras salen de su pecho, mientras mira de nuevo el cielo, como si en la inalterable grandeza de este viera una imagen de la inmortalidad.
Un día don Patricio cantaba:
Para arreglar todito el mundo
tengo un remedio singular,
y es un martillo prodigioso
que a un nigromante pude hurtar.
Cuando pretendan los malvados
el despotismo entronizar,
este martillo puede solo
entronizar la libertad.
Una joven se acercó a él con intención de hablarle.
—Hola, madamita —dijo Sarmiento, deteniéndose junto a la puerta de su casa y echando las manos a la espalda—. ¡Cuánto bueno por aquí! Hoy ha venido usted tarde, y el pájaro ha volado.
—¿No está? —preguntó la joven con desconsuelo.
El semblante de la que se expresó de este modo no indicaba una salud perfecta, ni su vestido un bienestar mundano digno de envidia. Pálida y triste, Solita decía a todo el mundo, con solo mirar, que el año transcurrido había sido un fardo de bastante peso. Mas al mismo tiempo podía observar en ella quien supiera hacerlo, una firme resolución de resistir cuantas cargas le echara Dios encima, aunque tuvieran toda la pesadumbre imaginable. ¡Y en la forzosa modestia de su atavío había tanto anhelo de parecer bien, una decencia tan escrupulosa, una dignidad tan bien sostenida...! En suma, Solita sabía ser pobre, cualidad rara en todos los tiempos.
—No está —repitió con cierta displicencia Sarmiento, cual si quisiera mortificar a su antigua vecina—. Los hombres de ocupaciones no pueden estar todo el día en casa esperando a las niñas que van a buscarles.
—¿Sabe usted si ha ido ya a la oficina? —preguntó Soledad sin hacer caso de la grosera observación del maestro.
—¿A casa del señor duque?
—Sí señor. Aunque es temprano...
—Allí estará sin remedio.
—Pues voy. Muchas gracias, don Patricio.
La madamita partió, y Sarmiento, encarándose con su ilustre hijo que acababa de soltar la aguja para subir a comer, le dijo:
—Ahí tienes otra vez a la hija de cabra, a la niña del señor Gil, a esa loca y traviesa muchacha, visitando a nuestro don Salvador. Ya ha venido cuarenta veces en lo que va de año.
—Lo menos.
—Es una buena pieza. ¡Quién lo había de decir viéndola tan mortecina, tan suavecita, tan humildota que su voz parece música de los ángeles del cielo! Pero la miseria todo lo corrompe, y Solita no ha podido menos de entrar en el camino de la perdición para encontrar un pedazo de pan que ponerle en la boca al tunante de Cuadra. Justo castigo ¡vive Dios! de las ideas contrarias a la libertad de los pueblos... Subamos, hijo.
—Me da lástima de ese pobre señor —manifestó Lucas dando el brazo a su padre para ayudarle a subir.
—A mí no —repuso Sarmiento—. Si nos andamos con sensibilidades peligrosas, que lejos de amansar, dan mayores alientos a los enemigos de la patria, llegará un día en que se ensoberbezcan demasiado y se nos pongan por montera. Es preciso ser inexorables, es preciso que cerremos a la compasión mujeril nuestros corazones generosos. ¿Lo entiendes bien? Esto te sorprenderá, pues has visto siempre en tu padre la mayor mansedumbre y templanza; pero has de saber que los tiempos hacen a las personas, y yo soy un hombre que predica constantemente a sus amigos el rigor y la crueldad, porque estamos en días de exterminio, querido hijo, estamos en la alternativa de cortar cabezas o dejar que nos la corten...
—¡Pobre señor Gil! —repitió Lucas—. Yo no le creo capaz de cortar cabezas.
—¡Fíate del agua mansa!... ¡Chilindrón! Esos pícaros no escarmientan. Le viste reducido a prisión; le viste salvado de milagro; le viste errante por aldeas y despoblados; le ves al fin refugiado de nuevo en Madrid al amparo de Naranjo, otro bribón, para quien la horca no se ha levantado todavía, pero se levantará, se levantará, descuida... pues bien, ¿ves a Gil de la Cuadra arrinconado, miserable, enfermo, olvidado? Pues está conspirando.
Lucas manifestó sus dudas con una especie de gruñido.
—Tú eres un inocentón —dijo Sarmiento—. Como no tienes hiel, crees que todos son lo mismo. Pues sí; yo te aseguro que Gil de la Cuadra sigue conspirando. Pero vaya usted a decir esto a los amigos. Se ríen, le llaman a uno mentecato, soñador de conjuras, hombre oficioso que anda buscando el pelo al huevo. Añade a esto que el Ministerio del señor Martínez protege a todos los pillos absolutistas, y comprenderás si el alma de un patriota ferviente como yo puede estar dispuesta a los sentimientos dulces, a los fililíes de lastimillas y consideraciones. ¡Ay! —añadió dando un gran suspiro—. Si yo pudiera... Si yo pudiera decir un solo día: «¡hoy mando yo, y baje todo el mundo la cabeza!» ¿Sabes que es pesadita esta escalera? ¡Malditas sean mis piernas! Cualquiera me tomaría por un vejete achacoso al ver que no puedo subir seis escalones sin morirme de fatiga... Te digo, querido Lucas, que si llegara el día... puede que llegue... que si llegara ese día, verías a un hombre. No aseguro yo que no pueda ser, y otras cosas más raras se han visto. ¡Por la vida de la Chilindraina!... Figúrate tú que las cosas se arreglaran de modo que yo... ¡Caracoles! ¿pero cuándo se acaba esta escalera? ¡Pobres piernas mías y pobres pulmones míos!... En tal caso yo arreglaría fácilmente este desconcertado país, limpiándole de tanta mala sangre que hay en él... ¿Pero todavía quedan escalones? ¡Ah!... Gracias a Dios: ya estamos arriba... Pues, cortando cabezas y más cabezas... Bendito sea Dios ¡qué apetito tengo! A comer.
1 Véase El Grande Oriente. (N. del A.)
II
Solita, después de andar breve rato por las calles de Madrid llegó a casa del duque del Parque y penetró en las oficinas, que estaban en el piso bajo a la izquierda del portal o vestíbulo, cuadra tan ancha, que los coches de Su Excelencia podían dar la vuelta para detenerse ante la gran escalera principal. La joven conocía tan bien aquellos lugares donde se albergaba el personal administrativo de la casa, que no necesitó ser guiada ni menos anunciada por el portero. Penetró resueltamente y al final del oscuro pasillo empujó con suavidad una puerta y miró hacia dentro... Estaba.
—Entra, Solilla —dijo Monsalud riendo—. Entra y siéntate.
—¿Tienes mucho que hacer hermano? —preguntó la muchacha, corriendo a sentarse junto a la mesa en que Salvador escribía.
—No: puedes acompañarme un rato. ¿Y el señor Gil?
—Lo mismo. Le he dejado durmiendo. Siempre consumido de tristeza y cada vez más decaído. No hay duda que le atormenta la idea de quitarse la vida. Si yo no tomara tantas precauciones ya nos habría dado un susto.
Soledad hablaba con agitación. Sus mejillas ligeramente se coloreaban, mas no puede asegurarse si este fenómeno tenía por causa el cansancio o la satisfacción de verse allí, tan cerca de su antiguo vecino y amigo de siempre. Miraba a todos lados, demostrando interés cariñoso por los varios objetos de la estancia, desde el archivo que ocupaba un testero, hasta los cuadros viejos y malos, que cubrían el otro. Eran retratos desechados por carecer de condiciones artísticas, algunos paisajes a la flamenca, cacerías y también batallas absurdas en que se veían caballos muertos que parecían cerdos blancos, arcabuceros apuntando al cielo, culebrinas que vomitaban bermellón, y torres muy pulidas por cuyas almenas asomaban lindos arqueros empenachados con plumas de distintos colores.
A Sola le parecía hermosísimo aquel museo. Después que lo observó todo con claras muestras de placer infantil, fijó los ojos en la mesa y vio con sorpresa que no estaba, como otros días, llena de papeles amarillos y empolvados, de expedientes, cuadernillos, cartas y libros de asiento, sino hermosos volúmenes con canto de oro y finísimas pastas; vio también que su hermano tenía delante varios pliegos donde no había como otras veces grandes filas de números semejantes a ejércitos en disposición de entrar en batalla, sino renglones de prosa seguida y corriente.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Sola a su hermano con amable confianza.
—Para ti no hay secretos —repuso el joven separando la vista del papel—. Esto no es una cuenta, es un discurso que me ha encargado el señor duque.
—¿Un discurso?
—Sí; para pronunciarlo pasado mañana en las Cortes. Ya me falta poco —añadió tomando un libro y hojeándolo—. Veamos lo que dice Voltaire sobre este punto, porque has de saber que Su Excelencia quiere que en el discurso haya muchas citas y que en cada párrafo hablen por su boca dos o tres filósofos.
La muchacha se echó a reír, aunque no comprendía bien la gracia de aquella observación. Pero se había acostumbrado a ser eco fiel de las ideas y de las sensaciones de su hermano, y su hermano en aquella ocasión parecía contento. Al escribir un párrafo, mostraba con sonrisas y gestos, burlescos orgullo y satisfacción de sus dotes literarias.
En tanto Soledad, fijos los ojos en el semblante del confeccionador de discursos y en la mano con que escribía; apoyando sus codos en uno de los lados de la mesa, no cesaba de tocar, mover y dar vueltas a los objetos que más cerca tenía. Experimentaba la pueril necesidad de enredar que sentimos cuando en momentos de vagas contemplaciones y de serenidad de espíritu, cae algún cachivache bajo la acción de nuestras ociosas manos. Solita cogía un libro para volverlo a colocar por el otro lado; levantaba un pedazo de plomo destinado a cortar plumas, y con él tocaba cadenciosamente sobre la mesa una especie de marcha; acariciaba las barbas de una pluma rozándolas a contrapelo, y por último, tomando un lápiz hizo varias rayas y círculos sobre el forro de un cuaderno. ¡Extraña fuerza que hace describir a las manos acompasado vaivén, siguiendo el misterioso ritmo de las ideas!
—Vamos, atrévete a decirme que no sé hacer discursos —indicó Salvador jovialmente disponiéndose a leer—. Escucha y tiembla: «¿De qué sirve, pues, que un caudillo esforzado estableciera la libertad, si el Gobierno hace ilusoria tan gran conquista? ¿De qué sirven tanto penar, tan formidables luchas y el sacrificio de nuestro reposo, si con las cadenas rotas forja la perfidia nueva esclavitud?...» Pero dejemos estas tonterías y pensemos en otra cosa. Esta mañana estuve esperándote en mi casa, creyendo que irías por allá.
—Ya sabes que no puedo salir cuando quiero. Desde anteayer estoy proyectando el viaje; pero no he tenido ocasión hasta hoy. Una vez por semana me has mandado que te vea. Si dejo pasar diez días es porque no puede ser de otra manera.
—Ya tendrás falta de dinero. ¡Diez días y hombre enfermo en la casa!... —dijo Monsalud abriendo una gaveta.
—No, no —exclamó Sola vivamente, deteniéndole—, otro día me darás. Todavía tenemos.
—Ya le he dicho a usted, señora hermana —manifestó el secretario del duque con jovial gravedad—, que no me gustan remilgos. Hicimos un trato, un trato solemne. Yo había de darte todo lo que necesitaras, y tú habías de tomar lo que yo te diera. Yo soy el juez de tus necesidades; yo, como hermano mayor, soy quien te arregla las cuentas, quien te marca los gastos. Yo