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Hermann Hesse
Hermann Hesse (1877-1962), novelista y poeta alemán, nacionalizado suizo. Premio Nobel de Literatura en 1946, es una figura de culto en el mundo occidental por su celebración del misticismo oriental y la búsqueda del propio yo, muy influenciado por el psicoanálisis junguiano. Abandonó pronto la escuela y fue autodidacta a base de numerosas lecturas. La desesperanza y la desilusión que le produjeron la Primera Guerra Mundial y una serie de tragedias domésticas, y sus intentos por encontrar soluciones, se convirtieron en el asunto de su posterior obra novelística. Sus escritos se fueron enfocando hacia la búsqueda espiritual de nuevos objetivos y valores que sustituyeran a los tradicionales, que ya no eran válidos. Es autor de varias novelas como Peter Camenzind (1904), Bajo las ruedas (1906), Demian (1919), Viaje al Este (1932), Siddhartha (1922), El lobo estepario (1927), quizá su novela más innovadora, Narciso y Goldmundo (1930) y El juego de abalorios (1943), que cada vez se hicieron más simbólicas y cercanas al psicoanálisis.
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Siddhartha - Hermann Hesse
ÍNDICE
ÍNDICE
SOBRE EL AUTOR
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
I EL HIJO DEL BRAHMAN
II CON LOS SAMANAS
III GOTAMA
IV DESPERTAR
SEGUNDA PARTE
V KAMALA
VI CON LOS HUMANOS
VII SANSARA
VIII A ORILLAS DEL RÍO
TERCERA PARTE
IX EL BARQUERO
X EL HIJO
XI OM
XII GOVINDA
FIN
SOBRE EL AUTOR
Hermann Karl Hesse nació en Calw (Alemania) el 2 de Julio de 1877. Descendiente de misioneros cristianos, la familia tuvo desde 1873 una editorial de textos misioneros dirigida por el abuelo materno de Hesse.
En octubre de 1895 empezó una nueva experiencia como librero, en Tubinga. La parte principal del fondo literario era sobre teología, filología y derecho y su tarea consistía en agrupar y archivar libros. Al terminar la jornada, continuaba enriqueciendo su cultura en solitario y los libros compensaban la ausencia de contactos sociales.
En 1898 Hesse llegó a asistente de librero y dispuso de un sueldo respetable que le aseguró independencia económica. En esta época leía sobre todo obras de los románticos alemanes.
A partir del otoño de 1899, Hesse trabajó en una librería de ocasión en Basilea. Sus padres tenían contactos con familias basilenses cultas, por lo que se abrió ante él un reino espiritual y artístico de lo más estimulante. Al mismo tiempo, el paseante solitario que era Hesse encontró la ocasión de retirarse a su mundo interior gracias a las numerosas posibilidades de viajes y paseos, lo que sirvió a su búsqueda artística personal y le ayudó a desarrollar en él la aptitud de transcribir literariamente sus percepciones sensoriales.
Enseguida el editor Samuel Fischer se interesó por Hesse y la novela Peter Camenzind
, publicada 1904, marcó el punto de inflexión, pues Hesse pudo vivir de sus escritos a partir de entonces.
La consagración literaria permitió a Hesse casarse en 1904 con Maria Bernoulli y fundar una familia. Problemas en su hogar le llevaron a viajar en 1911 por Ceilán e Indonesia, donde no encontró la inspiración espiritual y religiosa que buscaba, pero ese viaje impregnó sus obras posteriores, comenzando por Cuadernos hindúes
en 1913.
Hesse sufrió una nueva vuelta de tuerca que le sumió en una crisis existencial más profunda: la muerte de su padre, la grave enfermedad de su hijo Martin y la crisis esquizofrénica de su esposa. Tuvo que dejar la ayuda a los prisioneros y comenzar un tratamiento psicoterapéutico. Hesse fue tratado por el Dr. Joseph Bernhard Lang, un estudiante y discípulo de Carl Gustav Jung. Esto iniciaría en Hesse un gran interés por el psicoanálisis, a través del cual llegaría a conocer personalmente a Jung, quien lo familiarizó con el mundo de los símbolos, latente en Hesse desde los años de su infancia.
En 1922 apareció la novela Siddhartha
, en la que expresa su amor por la cultura y sabiduría hindú. Poco después, con el éxito de su novela, la vida del escritor dio un cambio al iniciar una relación con Ninon Dolbin, que sería su tercera esposa.
Desde mediados los años treinta, ningún periódico alemán se arriesgó a publicar artículos suyos. Su refugio espiritual contra las querellas políticas y más tarde contra la Segunda Guerra Mundial fue trabajar en su novela El juego de los abalorios
, impresa finalmente en 1943 en Suiza. En esta novela propone su ideal de cultura: Una sociedad que recoge y practica lo mejor de todas las culturas y las reúne en un juego de música y matemáticas que desarrolla las facultades humanas hasta niveles insospechados. En gran parte, por esta obra le fue concedido en 1946 el premio Nobel de literatura.
Murió a los ochenta y cinco años, el 9 de agosto de 1962 en Montagnola, a consecuencia de una hemorragia cerebral mientras dormía.
PRÓLOGO
Siddhartha es una novela alegórica escrita por Hermann Hesse en 1922 y relata la vida de un hombre hindú llamado Siddhartha. La obra fue considerada por el propio autor como un «poema hindú» y como la expresión esencial de su forma de vida. Presenta un registro muy original en el que se unifican elementos líricos y épicos, incluyendo narración y meditación, elevación de la más alta espiritualidad, y, al mismo tiempo, descarnada sensualidad.
La novela fue escrita por Hesse, en alemán, en un estilo simple, pero a la vez poderoso y poético. Se publicó por primera vez luego de que Hesse viviera algún tiempo en la India en la década de 1910. La obra relata la búsqueda que realiza Siddhartha para alcanzar la sabiduría; constantemente se incide en la búsqueda de esta sabiduría como la Unidad. La novela está redactada en tercera persona y nos muestra, introspectivamente, sus sentimientos a través de las diversas experiencias que forman su vida, hasta el momento en el que conoce a su maestro final que lo llevará a la perfección tan anhelada. La novela está inspirada en alguna medida en la vida y experiencias de Buda, pero no se trata de la misma historia.
El éxito del libro llegó una veintena de años después de su publicación y pisando los ecos resonantes del Premio Nobel conferido a Hesse en 1946. Fueron sobre todo los jóvenes, los que hicieron de la figura de Siddhartha un compendio de las inquietudes de los adolescentes, del ansia del encuentro con lo esencial de sí mismo, del orgullo del individuo enfrentado al mundo y a la historia.
PRIMERA PARTE
I
EL HIJO DEL BRAHMAN
Siddhartha, el agraciado hijo del brahman, el joven halcón, creció junto a su amigo Govinda al lado de la sombra de la casa, con el sol de la orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío del bosque de sauces y de higueras. El sol bronceaba sus hombros brillantes al borde del río, en el baño, en las abluciones sagradas, en los sacrificios religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en el boscaje de mangos, en los juegos de los niños, en el canto de su madre, en los sacrificios religiosos, en las enseñanzas de su padre y sus maestros, en la conversación de los sabios. Ya hacía mucho tiempo que Siddhartha participaba en las conferencias de los sabios. Con Govinda se entrenaba en las lides de la palabra, en el arte de la contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar quedamente el Om, la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo en silencio, aspirando hacia adentro; aprendió a enunciarlo calladamente, aspirando hacia afuera, concentrando su alma y con la frente envuelta en el brillo de la inteligencia. Ya sabía entender el interior de su atman indestructible en el mundo material.
La alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente, con deseos de saber; observaba cómo crecía en Siddhartha un gran sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.
Una deliciosa sensación llenaba el pecho de su madre cuando le veía andar, sentarse y levantarse. Siddhartha el fuerte, el hermoso, el que caminaba sobre piernas delgadas, el que saludaba con perfectos modales.
El corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando Siddhartha paseaba por las callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con mirada real, con caderas estrechas.
Pero Govinda era el que más amaba a Siddhartha, su amigo, el hijo del brahman. Sentía afecto por la mirada de Siddhartha y por su cálida voz; gustaba de su manera de andar y de sus armoniosos movimientos; apreciaba todo lo que Siddhartha hacía y decía. Pero lo que veneraba más era su inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su férrea voluntad y su vocación sublime. Govinda lo presentía: éste no será un brahman corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios, ni un ávido comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador vano y vacío, o un sacerdote malicioso. Sin embargo, tampoco será una mansa y estúpida oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco él, Govinda, quería ser así, un brahman como hay diez mil. Quería seguir a Siddhartha, el amado, el maravilloso. Y si Siddhartha un día se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la luz, Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su criado, su escudero, su sombra.
Todos querían así a Siddhartha. A todos daba alegría y gozo.
No obstante, el propio Siddhartha no sentía alegría ni gozo de sí mismo. Su corazón no compartía ese júbilo general cuando andaba por los caminos rosados del jardín de higueras, o se hallaba sentado a la sombra azul del bosque de la contemplación, cuando lavaba sus miembros en el diario baño propiciatorio, o hacía sacrificios entre las profundas sombras del bosque de mangos. Incesantemente se le aparecían sueños y pensamientos en que veía la corriente del río, el brillo de las estrellas nocturnas, el resplandor del sol. El ánimo se le intranquilizaba con pesadillas salidas del humo de los sacrificios, de los versos del Rig Veda, de las doctrinas de los viejos brahmanes.
Siddhartha había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó por comprender que el amor de su padre, el cariño de su madre, y también el afecto de su amigo, Govinda, no le harían feliz para toda la vida. No le satisfacía ni le bastaba. Había empezado a presentir que su venerable padre y los otros profesores, junto con los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la parte más importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta la plétora el recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se encontraba lleno. El espíritu no se hallaba satisfecho, el alma no estaba tranquila, el corazón no se sentía saciado. Las abluciones eran buenas, pero eran agua; no lavaban el pecado, no curaban la sed del espíritu, no tranquilizaban el temor del corazón. Los sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes… pero ¿Lo eran todo? ¿Daban los sacrificios la felicidad? ¿Y qué sucedía con los dioses? ¿Realmente era Prajapati el creador del mundo? ¿No era el atman, lo único, lo indivisible? ¿Acaso los dioses no eran unos seres creados como yo y como tú, súbditos del tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a los dioses? ¿A quién más se debían ofrecer sacrificios y mostrar devoción, que no fuera al único, al atman? ¿Y dónde se podía encontrar el atman? ¿Dónde vivía, dónde latía su corazón eterno? ¿Dónde sino en el propio yo, en nuestro interior, en lo indestructible que cada uno lleva dentro de sí? ¿Pero dónde se hallaba este yo, este interior, este último? No es carne ni es hueso, no es pensamiento ni conciencia: así lo enseñan los grandes sabios. Entonces, ¿dónde? ¿Dónde se encontraba? ¿Existía otro camino para llegar al yo, al atman…, un camino que valía la pena buscar?
¡Pero nadie enseñaba ese camino! ¡Nadie lo conocía! ¡Ni el padre, ni los profesores y sabios, ni los sagrados ritos de los sacrificios! Todo