Devórame otra vez
Por Alex Peraita
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Un arqueólogo busca ruinas del imperio Inca, en las tierras de su infancia y se enamora de una adolescente lugareña. Su hermano y financista cae en un espiral de reproche y celos. Un Dios odia a los seres humanos. Un caminante se extravía y aparece en 1978, en plena dictadura militar y es confundido con un comunista. Una perrita abandonada recibe el apoyo de una gata sabía y un perro diplomático, y juntos buscan una familia de humanos para adoptar.
Un intelectual debe rendir cuentas ante el omnipotente líder de la nación. Un ministro de Educación encerrado en su despacho, durante una protesta estudiantil descubre un libro de historia que explica, desde el punto de vista antropológico, la violencia de los habitantes del país, desde antes de la conquista española. Un vaquero llega a un pueblo a consumar su venganza ante un grupo de forajidos. Un grupo de pobladores sobrevivientes de la dictadura de Pinochet visita a un antiguo líder en su ahora elegante oficina gubernamental.
Un estudiante secundario canta la canción equivocada en el momento y lugar indebido y sufre terribles consecuencias que determinan su vida. Una pareja decide aprender a bailar salsa y cae en un enamoramiento sazonado por el ritmo caribeño. Un joven decide ponerse en forma y en el gimnasio conoce a una instructora brasileña que tiene muchas sorpresas. Un fantasma recorre el campo acosando a los jinetes que cruzan por un bajo en determinado camino.
Para alivio de los lectores, todo es acción y no aparece ninguna pareja en silencio, mientras afuera llueve y las gotas chocan contra la ventana.
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Devórame otra vez - Alex Peraita
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© Alex Peraita
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1144-742-3
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EL PARQUE
Un día, como a los ocho años, caminaba con mi padre hacia el parque O’Higgins. Me sentía muy alegre, porque él no acostumbraba sacarme a pasear. Cruzando San Ignacio, se detuvo un auto con un señor de bigotes. A su lado, una rubia princesa. Ella me sonrió; después se alejaron. Mi padre me dijo: «¿Qué miras? Olvídalo. No son como nosotros». Y me apuró del brazo. Después se desvió al primer bar que encontramos, pidió una cerveza para él y una Bilz para mí. Luego se tomó otra y otra. Nunca llegamos al parque.
Cuento ganador del concurso Santiago en 100 Palabras, 2001
Fundación Plagio, Metro de Santiago.
LA IMPOSTORA
Ahora veo la influencia de Michael Jackson en nuestra foto del colegio. En primera fila, los sentados, con calcetines blancos y esos mocasines con chasquilla tan feos.
Ahora veo, aunque la foto está algo ajada, que tu cabello no era tan rubio ni tus facciones tan finas. Ese día recuerdo que me esforcé por aparecer a tu lado, pero te cambiaste para quedar junto a Sánchez que, aunque era un perfecto idiota, tenía moto. Una Yamaha de cartero que derretía a las mujeres. Decías que yo era buenmocito, pero sin futuro. A mí me sonaba a buen-mocito, como para atender mesas y recibir propinas toda mi vida. No ibas a esperar seis años para que estudiara en la universidad para que luego quizás si es que tuviera un buen empleo. Mientras te pudrías en la mediocridad del barrio. No, eso no era para ti. Marido rico o nada.
La vida es corta y yo era como ese candidato de izquierda, a quien todos admiran, pero nunca obtiene más del cinco por ciento de los votos. Yo me hubiera conformado con un cinco por ciento de ti. Tu lengua, tu oreja y algún cariño, pero estabas obsesionada con que tu hermana se casó con un perdedor y sufría para comprarle zapatos a las niñas.
En fin, yo sí esperé. Estudié, trabajé y pasaron muchos años de un eterno lunes, y yo incompleto, un fragmento de persona, como ese viejo ajedrez al que le faltan piezas y en lugar de peones tiene unos corchos, con mi sonrisa de buen mocito, siempre dispuesto a servirte y a esperar tu propina.
Entonces me pregunto qué hago aquí tomando café con esta otra persona que lleva tu nombre, pero tiene otros ojos y otra piel. Esta mujer madurada a la fuerza, prisionera en el pequeño mundo de la carnicería, del almacén de la esquina, de la chauchera y la colación del colegio de los hijos. Casada con un tal Sánchez cuyo dinero desapareció, pero no así su estupidez. Y me toca con esa mano, áspera de Omo y Clorinda, con una pulsera de santitos plásticos tan ordinaria que tú jamás habrías usado. Y me habla de recuerdos que no recuerdo. No sé qué pretende; tal vez deba decirle a todo que sí y prometerle vernos otro día. Pedirle el número de teléfono y después botarlo por ahí junto con la boleta del café, en uno de esos basureros en la calle que tienen más basura afuera que adentro, por todos los que jugaron a encestar el envase del helado.
No sé por qué estoy divagando esto, tal vez sea para no fijarme que sus dientes tampoco se parecen a esos blancos y derechitos que mostrabas cuando te reías a carcajadas que aceleraban mi corazón. Cuando te vea, te contaré que a esta mujer incluso le falta un premolar.
DEVÓRAME OTRA VEZ
«¡Azúuuucaaaaa!», gritaba Celia Cruz.
Descoordinación es la marca de nuestro pueblo. Me refiero a bailar. Como si se tuviera dos pies izquierdos. Nos avergüenza lo corporal, y eso es por la Iglesia católica y el pecado. Por otra parte, somos bastante silenciosos y discretos. Y fue así desde mil quinientos cuarenta y uno, año en que se fundó Santiago, hasta mil novecientos noventa, cuando comenzó el retorno de los exiliados por la dictadura desde países como Cuba, Venezuela o Nicaragua. Una cadencia tropical se apoderó de nuestros cuerpos y como locos quisimos bailar salsa y merengue (ahora me doy cuenta de que esos ritmos tienen nombres relacionados con comida). En mi caso, al principio me resistí un poco por vergüenza, pero al constatar que si me mantenía al margen de esta ola disminuiría mi actividad sexual, decidí tomar un curso. Casualmente, la amiga de un amigo tenía la misma idea y acordamos asistir juntos como pareja a unos talleres en una salsoteca de Bellavista. Ahí un profe con acento de Fidel nos explicó los movimientos básicos, un pie para acá y el otro para allá y luego uno adelante y después atrás, y después en diagonal, uno y después el otro, algo en verdad bastante cartesiano, incluso se podría hacer un gráfico en Excel con la técnica salsera. Pero lo más interesante fue cuando nos enseñó a tomar a la mujer y nos dijo que la salsa es un baile machista, donde el hombre aprieta a la mujer contra su cuerpo y la conduce en una cópula virtual a través de la pista. Hace calor, los cuerpos húmedos se rozan una y otra vez; entonces suena la canción de Lalo Rodríguez: «En mi cama nadie es como tú, no he podido encontrar la mujer…». Lo que quiero decir es que con todos esos estímulos hasta el más imperturbable se calienta. Pisotones más, pisotones menos, en algún minuto ya estábamos bastante sincronizados y, tomado de su cintura, fui presa de eso que llaman química. Ahí me empezó a gustar la amiga de mi amigo, no porque fuera muy bella, era más bien baja, morena, de cabello corto, delgada, sin muchas curvas, como millones de latinoamericanas desde Texas hasta la Patagonia, pero tenía un meneo tan erótico que me paraba los pelos de la nuca. Su nombre: Flor.
Ella puso un casete de Juan Luis Guerra cuando la llevé a su casa. Se sabía todas las letras de amor, que sonaban aún mejor en su voz tan femenina. Nos quedamos en el auto conversando y escuchando «Te