Evaluación psicopedagógica de 7 a 11 años: Evolución. Autonomía. Comportamiento. Relaciones
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Evaluación psicopedagógica de 7 a 11 años - Vera Barros de Oliveira
1. Comprensión de los sistemas simbólicos
Vera Barros de Oliveira
La inteligencia se construye mediante la organización de lo vivido, en un continuo vaivén, en un volver a empezar incesante donde el sujeto, siempre presionado por la carencia, se abre y se esfuerza por alcanzar el objeto. Al asimilarlo, el sujeto crece, se expande, experimenta nuevas carencias y vuelve a atreverse a actuar.
En esa interacción continua hay, por tanto, dos movimientos opuestos y complementarios: uno de transformación interna de las propias estructuras para acomodarse al objeto (movimiento centrífugo), y otro de integración, asimilándolo (movimiento centrípeto).
Esta dinámica supone un equilibrio entre la coordinación y la flexibilidad crecientes, posible gracias a una organización interna, progresivamente ágil y coherente. El proceso de estructuración mental pretende, en suma, garantizar y optimizar la adaptación al entorno, que se da mediante un equilibrio cada vez mayor, más móvil y constante entre esos dos movimientos básicos de ir y venir.
El niño nace con la posibilidad de llegar a establecer esa relación con el objeto, de modo estructurado e interactivo, pero le corresponde a él construirla mediante la propia acción.
El aprendizaje nace con la vida y con ella se desarrolla. El paso de la acción a la representación se da mediante un hacer práctico e incesante que, poco a poco, al ir organizando el contexto vivido, va internalizando esa acción.
El ir y venir aumenta y se redimensiona con la formación y utilización del símbolo, que funciona como si fuese el objeto aunque sin serlo, sin tener nada de concreto, siendo un vector, un significante-significado. Poco a poco, el niño aprende a organizar sus representaciones verbales e icónicas en sistemas autorregulables y transformables.
Ese es el paso de la acción a la representación, y de ésta a la operación, que constituye el proceso de abstracción reflexiva y se convierte en el gran reto del ser humano.
Esta conquista no se da de modo lineal. La expresión «reflexionar» debería entenderse aquí, según Piaget, en sus dos sentidos: el de «pensar sobre» y el de «reflejar». En la espiral evolutiva, las situaciones significativas se transpondrían así de modo virtual (reflejadas) a planos superiores, donde serían mejor comprendidas (pensadas de modo más abstracto).
Por otro lado, las situaciones vividas, al traer consigo sus «fluctuaciones» constantes, exigirían un esfuerzo continuo de adaptación, de inserción de los «trastornos locales» en el «orden general». El proceso evolutivo se caracterizaría, de ese modo, por un conjunto de constantes rupturas y recuperaciones en planos más amplios y elevados, conjunto siempre regulado por el propio sujeto. Las teorías del orden por el ruido (order from noise), elaboradas por Foerster (1960), habrían hallado, según Piatelli-Palmarini (1983), un simpatizante en Piaget.
A partir de esa perspectiva, los problemas de aprendizaje pueden ser vistos como una dificultad para tratar con orden, autonomía y espontaneidad, los imprevistos del recorrido, los «ruidos».
Por lo tanto, el aprendizaje sería creativo por naturaleza, descubriendo o inventando nuevos medios de reorganizar la realidad, de recuperar el curso del orden derribado, sin perder el carácter personal de su timonel. Su finalidad primordial sería la de conducir al conocimiento de sí mismo, del objeto y, principalmente, de la relación sujeto-objeto.
La problemática del aprendizaje, campo y objeto de estudio de la psicopedagogía, se esfuerza precisamente en deslindar «por qué y cómo» un niño que nace con una herencia genética que le impulsa a ir en busca del conocimiento, llega muchas veces a inhibirse, fosilizarse, cerrarse o desorganizarse ante el entorno.
La finalidad de esta evaluación psicopedagógica, al basarse en la epistemología genética, se esfuerza en acompañar el proceso de desarrollo reflexionando sobre la relación estructural sujeto-objeto.
Mediante una lectura sintáctico-semántica intentaremos analizar la forma (aspecto lógico de las estructuras mentales) en que el niño está organizando su historia de vida (aspecto genético de las estructuras mentales).
A fin de comprender mejor ese momento, el denominado estadio operatorio-concreto, vamos a intentar insertarlo de modo dinámico en el proceso de abstracción reflexiva. A través de una visión sistémica recuperaremos aspectos que consideramos esenciales en el modo de interactuar del niño, en los períodos anteriores y en el período operatorio-formal.
Invitamos al lector, a seguirnos en esta gran y misteriosa ascensión, acompañando más de cerca las grandes transformaciones estructurales que se manifiestan en la conducta infantil en la conquista de estos tres universos, desconocidos al nacer: el de las acciones, el de las representaciones y el de las operaciones.
Universo de las acciones
Al nacer, el bebé no sabe actuar. Aprende a hacerlo a partir de los movimientos reflejos, programados, y poco a poco se libera de una parte de esa programación refleja, pero su acción sigue teniendo características rítmicas, repetitivas y conservadoras, aumentando gradualmente sus exploraciones en el entorno.
El nacimiento de la inteligencia se manifiesta aproximadamente a los ocho meses de vida, poniendo de manifiesto varias conquistas complementarias:
coordinación de los esquemas secundarios, con la clara separación de medios y fines (la transitividad);
intencionalidad de la acción y la noción de objeto permanente.
Por vez primera, la relación sujeto-objeto se constituye de modo más claro, descentralizado, venciendo el no dualismo inicial del bebé (no separación sujeto-objeto). Desde el principio, la inteligencia se pone al servicio de la interacción con el medio.
La organización de la realidad se hace de modo práctico e inmediato
Al interactuar de manera intencionada, el bebé comienza a establecer ciertos vínculos entre su acción y las alteraciones causadas en el objeto. Esas relaciones, denominadas «vínculos causales», son las precursoras de la causalidad operatoria, así como la constitución del objeto permanente es la de la noción de conservación. Del mismo modo, el gatear o el andar del bebé en desplazamientos espaciales prefiguran la reversibilidad operatoria, ya que cuando va desde la cuna hasta la puerta y luego regresa, está aprendiendo a reconocer un mismo camino en dos sentidos inversos.
Igualmente, vivir una rutina diaria (como ser amamantado al pedirlo, ser cambiado de ropa, ir a dar un paseo en el cochecito, etc.), participando de manera activa en una secuencia temporal, hace que vaya registrando esas regularidades, intentando reproducirlas y respetando su orden. El bebé puede notar la falta del paseo después de ser cambiado e, incluso sin hablar, logra expresarse, haciéndose entender mediante una comunicación gestual y pre-verbal significativa para la madre.
Las grandes categorías de lo real (espacio, tiempo, objeto y causalidad) se esbozan, de ese modo, mediante la acción práctica del niño, que aún no pretende comprender el mundo sino conseguir lo que desea, aquí y ahora.
Como pudimos observar (Oliveira, 1992), estas idas y venidas tienen, al principio, un carácter físico porque el cuerpo representa el núcleo de organización de la acción.
Abstracción empírica
La forma en que el niño organiza su entorno es esencialmente práctica y se procesa mediante la experiencia. El bebé, al jugar con su osito o chupar el borde de la sábana, está conociendo esos objetos, percibiendo cómo funcionan en relación a él. Esas primeras «clasificaciones» (classements) son, por tanto, prácticas y están centralizadas en el sujeto, pero son la base estructural de las futuras clasificaciones simbólicas y operatorias.
A partir de esas ideas hasta el objeto y las constataciones empíricas de lo que puede hacer con ello, de qué sabor, olor y peso tiene, el niño inicia su proceso de formación de conceptos.
En esa edad, el bebé piensa, se expresa y se comunica con el cuerpo. Sentirse integrado, inserto en un contexto que reconoce como suyo, es la condición de toda capacidad de abstracción y del consiguiente registro y generalización.
El momento presente funciona como el núcleo primero de toda construcción de lo real, comenzando a esbozarse sus vínculos proactivos y retroactivos.
Cuando el niño percibe que el contexto en que vive se conserva y se mantiene en cierto modo, comienza a atreverse más porque confía en el reencuentro con las personas que le quieren, con su territorio y con sus cosas.
El reencuentro es el gran generador de la representación
Los esquemas motores son predominantemente conservadores al principio. Como pudimos comprobar, el niño tiene necesidad de un lugar seguro, centrado en sí mismo, en su contexto más inmediato, para desde ahí aventurarse en innovaciones. La organización de la realidad concreta sólo puede ser posible si esa realidad se conserva y puede ser revivida, como en los rituales tan queridos por los niños. Los rituales pre-simbólicos, tales como la hora de dormir, cuando la madre canta la misma música y el bebé se agazapa acurrucado en su pequeña colcha, son los que abren el camino para las representaciones simbólicas.
Universo de las representaciones
El movimiento pendular y oscilatorio deja paulatinamente sitio a las ordenaciones simbólicas para que se efectúen las primeras autorregulaciones. El rítmico vaivén de los esquemas motores crea condiciones para que se manifiesten esas primeras autorregulaciones. Todo comportamiento manifiesto supone un período latente de formación. Esa construcción se da con el registro de lo vivido, cada vez mayor y más interiorizado.
La forma de interactuar con el entorno no sólo se amplía de manera considerable, sino que se transforma cualitativamente con el ingreso en la dimensión simbólica. El niño se vuelve capaz de distinguir el significante del significado, consiguiendo relacionarse con el objeto de una manera mucho más amplia y abstracta, no limitándose a una interacción concreta. Aprende a representar los objetos significativos mediante palabras (signos verbales) e imágenes mentales (símbolos de imágenes).
Memoria personal
El símbolo permite al niño conectarse con dimensiones espaciotemporales cada vez más lejanas del momento presente. La memoria de evocación sustituye y engloba a la de reconocimiento. Al plano del movimiento donde el niño actúa (movimiento sincrónico) se añade el de los recuerdos de imágenes (movimiento diacrónico).
Las primeras representaciones anamnésicas, así como las primeras palabras, aparecen al principio de modo disperso e insertas en contextos de acción motriz, conservando su carácter ondulatorio. Sólo poco a poco se amplían en secuencias más estructuradas.
Aparición de las manifestaciones de la función semiótica
Ese paso del ritmo a la autorregulación con una ordenación creciente se observa en las distintas manifestaciones semióticas, como el lenguaje, el juego simbólico, la imitación en ausencia de modelo, la memoria de evocación mediante la imagen mental y la fabulación lúdica.
Esta organización tiene en el lenguaje su instrumento principal. Mantiene una doble orientación de las demás manifestaciones simbólicas, la personal (de expresión propia) y la social (de comunicación), consolidando la formación de la identidad personal y sociocultural, con la creciente toma de conciencia de sí mismo, del otro y de la relación yo-otro. Pero el lenguaje, pese a ser el instrumento principal de la ordenación del pensamiento y de la toma de conciencia, es manifestación de una función más global, el símbolo, que tiene en su base el motor de esa organización, los sistemas lógicos y estructurales que garantizan y ordenan la dinámica de interacción con el