Sandokán
Por Emilio Salgari
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Sandokán - Emilio Salgari
Capítulo I: LOS PIRATAS DE MOMPRACEM
En la noche del 20 de diciembre de 1849 un violentísimo huracán azotaba a Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situada en el mar de la Malasia, a pocos centenares de kilómetros de las costas occidentales de Borneo.
Empujadas por un viento irresistible, corrían por el cielo negras masas de nubes que de cuando en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el bramido de las olas se confundía con el ensordecedor ruido de los truenos.
Ni en las cabañas alineadas al fondo de la bahía, ni en las fortificaciones que la defendían, ni en los barcos anclados al otro lado de la escollera, ni en los bosques se distinguía luz alguna. Sólo en la cima de una roca elevadísima, cortada a pique sobre el mar, brillaban dos ventanas intensamente iluminadas.
¿Quién, a pesar de la tempestad, velaba en la isla de los sanguinarios piratas?
En un verdadero laberinto de trincheras hundidas, cerca de las cuales se veían armas quebradas y huesos humanos, se alzaba una amplia y sólida construcción, sobre la cual ondeaba una gran bandera roja con una cabeza de tigre en el centro.
Una de las habitaciones estaba iluminada. En medio de ella había una mesa de ébano con botellas y vasos del cristal más puro; en las esquinas, grandes vitrinas medio rotas, repletas de anillos, brazaletes de oro, medallones, preciosos objetos sagrados, perlas, esmeraldas, rubíes y diamantes que brillaban como soles bajo los rayos de una lámpara dorada que colgaba del techo.
En indescriptible confusión, se veían obras de pintores famosos, carabinas indias, sables, cimitarras, puñales y pistolas.
Sentado en una poltrona coja había un hombre. Era de alta estatura, musculoso, de facciones enérgicas de extraña belleza. Sobre los hombros le caían los largos cabellos negros y una barba oscura enmarcaba su rostro de color ligeramente bronceado. Tenía la frente amplia, un par de cejas enormes, boca pequeña y ojos muy negros, que obligaban a bajar la vista a quienquiera los mirase.
De pronto echó hacia atrás sus cabellos, se aseguró en la cabeza el turbante adornado con un espléndido diamante, y se levantó con una mirada tétrica y amenazadora.
—¡Es ya medianoche —murmuró— y todavía no vuelve!
Abrió la puerta, caminó con paso firme por entre las trincheras y se detuvo al borde de la gran roca, en cuya base rugía el mar. Permaneció allí durante algunos instantes con los brazos cruzados; al rato se retiró y volvió a entrar en la casa.
—¡Qué contraste! —exclamó—. ¡Fuera el huracán y yo acá dentro! ¿Cuál de las dos tempestades es más terrible?
Se quedó un rato escuchando por la puerta entreabierta, y por fin salió a toda prisa hacia el extremo de la roca.
A la rápida claridad de un relámpago vio un barco pequeño con las velas casi amainadas, que entraba en la bahía.
—¡Es él! —murmuró emocionado—. Ya era tiempo. Cinco minutos después, un hombre envuelto en una capa que estilaba se le acercó.
—¡Yáñez! —dijo el del turbante, abrazándolo.
—¡Sandokán! —exclamó el recién llegado, con marcadísimo acento extranjero—. ¡Qué noche infernal, hermano mío!
Entraron en la habitación. Sandokán llenó dos vasos.
—¡Bebe, mi buen Yáñez!
—-¡A tu salud, Sandokán!
Vaciaron los vasos y se sentaron a la mesa.
El recién llegado era un hombre de unos treinta y tres años, es decir, un poco mayor que su compañero, y de estatura mediana, robusto, de piel muy blanca, facciones regulares, ojos grises y astutos, labios burlones, que indicaban una voluntad de hierro.
—¿Viste a la muchacha de los cabellos de oro? —preguntó Sandokán con cierta emoción.
—No, pero sé cuanto quería saber.
—¿No fuiste a Labuán?
—Sí, pero ya sabes que esas costas están vigiladas por los cruceros ingleses y se hace difícil el desembarco para gentes de nuestra especie. Pero te diré que la muchacha es una criatura maravillosamente bella, capaz de embrujar al pirata más formidable. Me han dicho que tiene rubios los cabellos, los ojos más azules que el mar y la piel blanca como el alabastro. Algunos dicen que es hija de un lord, y otros, que es nada menos que pariente del gobernador de Labuán.
El pirata no habló. Se levantó bruscamente, presa de gran agitación. Su frente se había contraído, de sus ojos salían relámpagos de luz sombría, tenía los labios apretados. Era el jefe de los feroces piratas de Mompracem; era el hombre que hacía diez años ensangrentaba las costas de la Malasia; el hombre que libraba batallas terribles en todas partes; el hombre cuya audacia y valor indómito le valieron el sobrenombre de Tigre de la Malasia.
—Yáñez —dijo—, ¿qué hacen los ingleses en Labuán?
—Se fortifican.
—Quizás traman algo contra mí.
—Eso creo.
—¡Pues que se atrevan a levantar un dedo contra mi isla de Mompracem! ¡Que prueben a desafiar a los piratas en su propia madriguera! El Tigre los destruirá y beberá su sangre. Dime, ¿qué dicen de mí?
—Que ya es hora de concluir con un pirata tan atrevido.
—¿Me odian mucho?
—Tanto que perderían todos sus barcos con tal de poder ahorcarte. Hermanito mío, hace muchos años que vienes cometiendo fechorías. Todas las costas tienen recuerdos de tus correrías; todas sus aldeas han sido saqueadas por ti; todos los fuertes tienen señales de tus balas, y el fondo del mar está erizado de barcos que has echado a pique.
—Es verdad, pero ¿de quién ha sido la culpa? ¿Es que los hombres de raza blanca han sido menos inexorables conmigo? ¿No me destronaron con el pretexto de que me hacía poderoso y temible? ¿No asesinaron a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas? ¿Qué daño les había causado yo? ¡Los blancos no tenían queja alguna contra mí! ¡Ahora los odio, sean españoles, holandeses, ingleses o portugueses, tus compatriotas, y me vengaré de ellos de un modo terrible! Así lo juré sobre los cadáveres de mi familia y mantendré mi juramento. Sí, he sido despiadado con mis enemigos. Sin embargo, alguna voz se levantará para decir que también he sido generoso.
—No una, sino cientos; con los débiles has sido quizás demasiado generoso —dijo Yáñez—. Lo dirán las mujeres que han caído en tu poder y a quienes, a riesgo de que echaran a pique tu barco, llevaste a los puertos de los hombres blancos. Lo dirán las débiles tribus que defendiste contra los fuertes; los pobres marineros náufragos a quienes salvaste de las olas y colmaste de regalos, y miles de otros que no olvidarán nunca tus beneficios, Sandokán. Pero, ¿qué quieres decir con todo esto?
El Tigre de la Malasia no contestó. Se paseaba con los brazos cruzados y la cabeza inclinada. ¿Qué pensaba? El portugués Yáñez no podía adivinarlo, a pesar de conocerlo hacía muchos años.
Ante el silencio de su amigo, Yáñez se dirigió hacia una puerta escondida tras una tapicería.
—Buenas noches, hermanito —dijo.
Al oír estas palabras, Sandokán se estremeció y detuvo con un gesto al portugués.
—Quiero ir a Labuán, Yáñez.
—¡A Labuán, tú!
—¿Por qué te sorprendes?
—Porque es una locura ir a la madriguera de tus enemigos más encarnizados. ¡No tientes a la fortuna! Los ingleses no esperan otra cosa que tu muerte para arrojarse sobre tus tigrecitos y destruirlos.
—¡Pero antes encontrarán al Tigre! —exclamó Sandokán, temblando de ira.
—Sí, pero nuevos enemigos se arrojarán contra ti. Caerán muchos leones ingleses, pero también morirá el Tigre.
Sandokán dio un salto hacia adelante con los labios contraídos por el furor y los ojos inflamados, pero todo fue un relámpago. Se sentó ante la mesa, bebió de un sorbo un vaso colmado de licor, y dijo con voz perfectamente tranquila:
—Tienes razón, Yáñez. Sin embargo, mañana iré a Labuán. Una voz me dice que he de ver a la muchacha de los cabellos de oro. Y ahora, ¡a dormir, hermanito!
Capítulo II: FEROCIDAD Y GENEROSIDAD
A la mañana siguiente, y antes que saliera el sol, Sandokán se alejó de la vivienda dispuesto a realizar el atrevido proyecto que imaginara.
Iba vestido con traje de guerra; calzaba altas botas de cuero rojo; llevaba una magnífica casaca de terciopelo, también rojo, y anchos pantalones de seda azul. En bandolera portaba una carabina india de cañón largo; a la cintura, una pesada cimitarra con la empuñadura de oro macizo, y atravesado en la franja, un kriss, puñal de hoja ondulada y envenenada, arma favorita de los pueblos malayos.
Se detuvo un momento en el borde de la alta roca, recorrió con su mirada de águila la superficie del mar, y la detuvo en dirección del Oriente.
—¡Destino que me empujas hacia allá —dijo al cabo de algunos instantes de contemplación—, dime si esa mujer de ojos azules y cabellos de oro que todas las noches viene a turbar mi sueño será mi perdición! Lentamente descendió por una estrecha escalera
abierta en la roca que conducía a la playa. Abajo lo esperaba Yáñez.
—Todo está.dispuesto —dijo éste—. Mandé preparar los dos mejores barcos de nuestra flota.
—¿Y los hombres?
—En la playa están con sus respectivos jefes. No tendrás más que escoger los mejores.
—¡Gracias, Yáñez!
—No me des las gracias; quizá haya preparado tu ruina.
—No temas, seré prudente. Apenas haya visto a esa muchacha regresaré.
—¡Condenada mujer! ¡De buena gana estrangularía al que te habló de ella!
Llegaron al extremo de la rada, donde flotaban unos quince veleros de los llamados paraos. Trescientos hombres esperaban su voz para lanzarse a las naves como una legión de demonios y esparcir el terror por los mares de la Malasia.
Había malayos de estatura más bien baja, vigorosos y ágiles como monos, famosos por su ferocidad; otros de color más oscuro, conocidos por su pasión por la carne humana; dayakos de alta estatura y bellas facciones; siameses, cochinchinos, indios, javaneses y negritos de enormes cabezas y facciones repulsivas.
Sandokán echó una mirada de complacencia a sus tigrecitos, como él los llamaba, y dijo:
—¡Patán, adelante!
Se adelantó un malayo vestido con un simple sayo y adornado con algunas plumas.
—¿Cuántos hombres tiene tu banda?
—Cincuenta.
—¿Son buenos?
—Todos tienen sed de sangre, Tigre de la Malasia.
—Embárcalos en aquellos dos paraos, y cédele la mitad a Giro Batol, el javanés.
El malayo se alejó rápidamente, volviendo junto a su banda, compuesta de hombres valientes hasta la locura, y que a una simple señal de Sandokán no hubieran dudado en saquear el sepulcro de Mahoma, a pesar de ser todos mahometanos.
—Ven, Yáñez —dijo Sandokán en cuanto los vio embarcados.
Pero en ese momento los alcanzó un feísimo negro, uno de esos horribles negritos que se encuentran en el interior de casi todas las islas de ¡a Malasia.
—Vengo de la costa meridional, jefe blanco —dijo el negrito a Yáñez—. He visto un gran junco que va hacia las islas Romades.
—¿Iba cargado?
—Sí, Tigre.
—Está bien, dentro de tres horas caerá en mi poder.
—¿Después irás a Labuán?
—Directamente, Yáñez.
—¡Adiós, Sandokán, que te guarde tu buena estrella!
—No temas, seré prudente.
Sandokán saltó al barco. De la playa se elevó un entusiasta grito:
—¡Viva el Tigre de la Malasia!
—¡Zarpemos! —ordenó el pirata.
—¿Qué ruta? -preguntó Sabau, que había tomado el mando del barco más grande.
—Derecho a las islas Romades —contestó el jefe. Volviéndose hacia la tripulación, gritó:
—¡Tigrecitos, abran bien los ojos! ¡Tenemos que saquear un junco!
Los dos barcos con los cuales iba a emprender el Tigre su audaz expedición, no eran dos paraos corrientes. Sandokán y Yáñez, que en cosas de mar no tenían competidor en toda la Malasia, habían modificado sus veleros para hacer frente con ventaja a las naves enemigas. Conservaron las inmensas velas, pero dieron mayores dimensiones y formas más esbeltas a los cascos, al propio tiempo que reforzaron sólidamente las proas. Además eliminaron uno de los dos timones para facilitar el abordaje.
A pesar de que ambas naves se encontraban todavía a gran distancia de las Romades, apenas difundida la noticia de la presencia del junco, los piratas empezaron a ejecutar las operaciones necesarias para disponer el combate.
Se cargaron los dos cañones; llevaron al puente balas y granadas de mano, fusiles, hachas y sables de abordaje. Sandokán parecía participar de la ansiedad e inquietud de sus hombres. Paseaba de popa a proa con paso nervioso, escrutando la inmensa extensión de agua, mientras apretaba con rabia la empuñadura de oro de su magnífica cimitarra.
A las diez de la mañana desapareció en el horizonte la isla de Mompracem, pero el mar continuaba desierto. Ni un penacho de humo que indicara la presencia de un vapor, ni un punto blanco que señalara la cercanía de un velero.
Una gran impaciencia comenzaba a apoderarse de las tripulaciones; los hombres subían y bajaban las escalillas maldiciendo.
De pronto, poco después de mediodía, se oyó gritar desde lo alto del palo mayor:
—¡Nave a sotavento!
Sandokán lanzó una rápida mirada al puente de su barco y otra al del que mandaba Giro Batol, y ordenó:
—¡Tigrecitos, a sus puestos!
Los piratas obedecieron con presteza.
—Araña de Ma r—dijo Sandokán—, ¿qué más ves?
—La vela de un junco.
—Hubiera preferido un barco europeo —murmuró Sandokán frunciendo el ceño—. No tengo odio alguno contra las gentes del Celeste Imperio. Pero, quién sabe… Volvió a sus paseos y no dijo nada más.
Al cabo de media hora volvió a oírse la voz de Araña de Mar.
—¡Capitán! Creo que el junco nos ha visto y está virando.
—¡Giro Batol! ¡Impídele la fuga!
Un instante después se separaban los dos barcos y, describiendo un gran semicírculo, se dirigían hacia el buque mercante a velas desplegadas.
Era una de esas naves pesadas llamadas juncos, de formas