Escrito en las estrellas
Por Isabel Keats
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Si no hubiera sido por la oportuna intervención de Kors Van Dijken, aquella misteriosa mujer habría muerto ahogada al llegar la pleamar, pero aún es pronto para cantar victoria.
En medio de una de las peores tempestades a las que se ha enfrentado en su vida, el veterano lobo de mar se ve obligado a hacer lo imposible para salvar el barco y a su extraña tripulación.
En lucha contra los elementos y en medio de un sinfín de aventuras que los llevarán desde Tánger hasta una pequeña ciudad de Holanda, lo último que imagina el capitán Van Dijken es que, de la mano de la misteriosa sirena que acaba de subir a bordo, va a descubrir un amor que estaba escrito en las estrellas desde el principio de los tiempos.
Isabel Keats
Isabel Keats, ganadora del Premio Digital HQÑ con su novela "Empezar de nuevo", finalista del I Premio de Relato Corto Harlequín con El protector y finalista también del III Certamen de novela romántica Vergara-RNR con "Abraza mi oscuridad", siempre ha disfrutado leyendo novelas de todo tipo. Hace pocos años empezó a escribir sus propias historias y varios de sus relatos han sido publicados, tanto en papel como en digital. Escribir, hoy por hoy, es lo que más le divierte y espera poder seguir haciéndolo durante mucho tiempo.Isabel Keats is just an ordinary woman who one day felt like writing. A mother of a large family (dog included), she is lucky to have something more valuable than gold: free time, even if not as much as she'd like. She loves romance and loves happy endings, so in short, she writes romance because at this point in her life it's what she most wants to read.Isabel Keats--winner of the HQÑ Digital Prize with Empezar de nuevo (Starting Again), shortlisted for the first Harlequín Short Story Prize with her novel El protector (The Protector) and for the third Vergara-RNR Romantic Novel Contest with Abraza mi oscuridad (Embrace My Darkness)--is the pseudonym concealing a graduate in advertising from Madrid, a wife, and a mother of three girls. To date she has published almost a dozen works, including novels and short stories.
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Escrito en las estrellas - Isabel Keats
CAPÍTULO 1
Costa de Cádiz
El mar estaba cada vez más encrespado y Kors Van Dijken notaba que empezaban a fallarle las fuerzas, pero, como siempre lo había acusado su padre con desprecio, era más terco que una mula y no estaba dispuesto a rendirse. Jadeante, se apartó un mechón de pelo empapado que le dificultaba la visión y siguió nadando sin soltar su preciosa carga.
Todavía le costaba creer que acabara de ser testigo de un intento de asesinato en el interior de una cueva excavada por el mar en medio de un acantilado. La mujer inconsciente a la que trataba de mantener a flote debía de haber nacido con los astros alineados de un modo muy favorable, puesto que sólo una inmensa cantidad de buena suerte explicaba que, justo hoy, él hubiera decidido ir a pescar a ese preciso lugar, en ese preciso momento.
Avistó la embarcación detrás de una ola gigantesca, cuya cresta de espuma lo golpeó en pleno rostro y le hizo perder la máscara de buceo y tragar grandes cantidades de agua salada. Sin dejar de toser, enfiló hacia el barco echando mano de sus últimas energías. Después de unos minutos interminables, consiguió agarrarse a la barandilla de acero de la escalerilla y, con un esfuerzo titánico, logró alzar el torso de la mujer, que seguía inconsciente, hasta el primer escalón.
―¡Balu! ¡Balu! ―Trató de hacerse oír por encima del estruendo del mar y del viento.
Por fortuna, el chico, preocupado por su tardanza, llevaba casi una hora escrutando las aguas turbulentas que sacudían el catamarán con violencia creciente y, al oír su nombre, el rostro oscuro, en el que podía leerse un profundo alivio, se asomó de inmediato por la popa.
―¡Ayúdame a subirla a bordo!
Subir a bordo un cuerpo inerte con la sola ayuda de un niño de diez años mientras el barco se balanceaba sin control no fue tarea fácil y, cuando por fin depositó a la empapada mujer sobre una toalla que el chico se había apresurado a extender encima de su propia cama, Kors se derrumbó en el suelo del camarote unos segundos, casi sin resuello.
―Balu, cierra todas las escotillas y ve soltando el ancla. ¡Y encierra al perro en un camarote!
Mientras Balu salía disparado a cumplir sus órdenes, Kors se apresuró a despojar a la mujer de la ropa empapada antes de que cogiera una pulmonía. Sin miramientos, fue arrojando al suelo las prendas mojadas a medida que se las quitaba. Cuando terminó, envolvió los cabellos chorreantes con otra toalla y la tapó con la sábana. Luego buscó en el armario diminuto hasta dar con una manta de lana; la arropó con ella y remetió bien los extremos para que la mujer no saliera despedida.
El barco cabeceaba cada vez más y, con una maldición, se apresuró a subir a cubierta. Por fortuna, el pequeño había conseguido recoger el ancla sin ayuda, así que Kors se sentó frente al timón, arrancó el motor y puso rumbo al puerto de Barbate, que era el que le quedaba más cerca, confiando en alcanzarlo antes de que la tempestad estallase con toda su furia.
Por la mañana, como hacía cada día, había estudiado el pronóstico del tiempo con atención. Su idea había sido refugiarse en un puerto seguro mucho antes de que las cosas empezaran a ponerse feas. Sin embargo, todo ese asunto del rescate de la mujer que en ese momento estaba inconsciente sobre su cama, más muerta que viva, había desbaratado sus planes por completo, y se dijo que tendrían suerte si lograban esquivar la tormenta, que, a juzgar por las amenazadoras nubes cada vez más negras y las intensas rachas del viento, prometía ser de las fuertes.
Encendió el winche eléctrico, cazó casi la totalidad de la vela mayor y dejó la génova lo más aplanada posible. Con el timón sujeto con fuerza entre las manos morenas, corrigió el rumbo según las indicaciones que marcaba el GPS.
―¡Balu, ve a mi camarote y cuida de la chica, no quiero que se caiga de la cama!
El niño frunció el ceño. Le habría gustado negarse, decirle que prefería mil veces quedarse arriba con él y demostrarle que se había convertido en un buen marinero, pero ya conocía lo suficiente al sahib Kors para saber que sería inútil protestar, así que, de mala gana, obedeció y bajó al camarote.
La mujer no se había movido ni un centímetro. La tensión de la sábana y la manta, bien remetidas, la sostenía sobre la cama, a pesar de los bruscos bandazos que daba la nave. Balu se le acercó con precaución, sus pies descalzos no hacían el menor ruido al pisar el suelo; muy despacio, se inclinó sobre la figura inmóvil con curiosidad y retrocedió a toda prisa con un grito ahogado.
El rostro lleno de contusiones de aquella extraña criatura que el sahib Kors había rescatado de las profundidades marinas estaba tan pálido que, al instante, le vino a la cabeza el día que su propia madre, muy enferma y mal alimentada, había muerto en mitad de una populosa calle de Calcuta ante la indiferencia total de los viandantes que acudían presurosos a realizar sus quehaceres diarios, esquivando con habilidad el cadáver y al niño pequeño que lloraba desconsolado, aferrado a su sari.
Dirigiendo hacia sí mismo los insultos más brutales que conocía, Balu se obligó a controlar su temor y se acercó de nuevo a la cama. Temblando, se arrodilló junto a ella y clavó los ojos en la manta un buen rato, hasta que pudo distinguir el movimiento, casi imperceptible, con el que subía y bajaba al compás de la respiración de la mujer.
Al menos, la nagini no estaba muerta, se dijo aliviado. Con precaución, se acercó un poco más. Llevaba grabados en la memoria los cuentos que le contaba el anciano mendigo con el que había vivido después de morir su madre, antes de que éste lo vendiera al que se convirtió en su siguiente amo a cambio de un puñado de rupias. El viejo, con esa forma sobrecogedora que tenía de contar las historias —que siempre hacía que se estremeciera de espanto—, le había advertido que los nagás, aunque aparenten dormir, nunca están del todo inconscientes. A lo mejor aquella criatura estaba esperando que se confiara para utilizar su magia contra él, antes de morderle e inyectarle su veneno, que, como era bien sabido, resultaba mortal.
Fascinado y aterrorizado a un tiempo, se preguntó si esa nagini, al igual que sus hermanas, tendría una cola de serpiente de mar como decían las leyendas. Entonces la curiosidad triunfó una vez más sobre el temor que sentía. Con mucho cuidado, apartó las sábanas para poder ver las escamas de color verde brillante, y, de nuevo, un pequeño grito de horror escapó de su garganta. Aunque de piel mucho más blanca que la suya, las piernas de la nagini eran normales y corrientes; sin embargo, la sábana en la que yacía estaba empapada de sangre.
Sin perder un segundo, Balu salió del camarote y corrió a cubierta.
―¡Sahib Kors, sahib Kors!
―¿Qué demonios ocurre ahora? ―dijo el aludido con impaciencia, al tiempo que restaba cinco grados a babor para mantener el rumbo.
―La nagini... ―Balu se detuvo jadeante.
El sahib volvió los penetrantes ojos castaños hacia él y el chico tragó saliva antes de continuar.
―¡La nagini está herida, sahib Kors! ¡Hay mucha sangre!
Kors soltó una ristra de coloridas maldiciones y obscenidades en holandés mientras comprobaba que el rumbo era el correcto, antes de conectar el piloto automático.
―¡Ven aquí, Balu! ¿Ves esta aguja? —El niño asintió con la cabeza—. Mírala con mucha atención; si pasa de estas dos rayas, vienes corriendo a avisarme. Si ves otro barco, me avisas también, ¿entendido?
―¡Sí, sahib!
Kors era consciente de que dejar a un niño de diez años al mando de una embarcación en mitad del océano con un temporal de esas características no era la decisión más prudente del mundo, pero cuando venían mal dadas no había más remedio que establecer prioridades. Sin dejar de maldecir, bajó a toda prisa a su camarote, se acercó a la cama y apartó las sábanas de un tirón.
―¡Por las gónadas del gran Drake, al que confío tengas en Tu gloria! ―exclamó estremecido.
Kors Van Dijken tenía la mala costumbre de dirigirse a Dios ―uno que, por cierto, se parecía sospechosamente a su padre― como si ambos estuvieran inmersos en una discusión interminable.
Qué demonios iba a hacer ahora, se preguntó mientras examinaba el cuerpo de la mujer en busca de la herida de la que manaba aquella ingente cantidad de sangre. Sin embargo, a pesar de que le dio la vuelta, no encontró en su piel nada más que unos cuantos arañazos leves. Desconcertado por completo, contempló la figura que yacía en su cama desangrándose y, de pronto, el camarote retumbó con la nueva sarta de maldiciones que salieron de su boca.
¡Aquella mujer estaba sufriendo un aborto!
Miró a su alrededor semienloquecido, tratando de encontrar un remedio para detener aquel desastre, pero lo único que se le ocurrió fue quitarle la toalla del pelo, doblarla y apretarla entre sus piernas en un intento desesperado por detener la hemorragia. A los pocos minutos, también la toalla estaba empapada de sangre, así que repitió la operación con la sábana que acababa de hacer a un lado. Cuando apartó la sábana ensangrentada, observó una masa grisácea llena de coágulos y comprendió que debía de ser el tejido embrionario. No sabía mucho de partos, de fetos ni de placentas, pero era consciente de que, si el cuerpo femenino no expulsaba esos desechos, podría producirse una grave infección.
Por suerte, la hemorragia parecía haberse detenido; lleno de alivio, comprobó que ya sólo fluía un pequeño hilo de sangre. Colocó la última toalla que quedaba limpia entre sus piernas y, con infinito cuidado, la cogió en brazos y la dejó sobre la manta que había caído al suelo. Quitó la sábana ensangrentada y, aunque el colchón estaba manchado también, volvió a hacer la cama con una de repuesto que sacó del armario en el que guardaba la ropa blanca. Apenas había terminado de remeter los extremos de la manta para que la mujer quedara bien sujeta cuando, de pronto, el catamarán sufrió una fuerte sacudida acompañada de un ruido ensordecedor. Kors salió despedido y se golpeó contra una de las paredes del camarote.
―¡¿Qué demo...?!
Ni siquiera se molestó en terminar la frase antes de echar a correr escaleras arriba.
―¡Lo siento, sahib! ―El niño estaba a punto de llorar―. ¡He intentado no chocar, pero lo he visto demasiado tarde!
Kors se asomó por la popa y, a la luz trémula de la mañana tormentosa, distinguió apenas la punta oscura de un enorme contenedor que flotaba a la deriva en el mar embravecido. No era extraño que alguno de los miles de cargueros que recorrían los océanos, trayendo y llevando mercancías de una punta a otra del planeta, perdieran unos cuantos contenedores durante una tempestad, y esos artefactos metálicos de aguzadas esquinas que resultaban casi invisibles entre las olas se convertían a menudo en trampas mortales para otras embarcaciones.
―¡Sahib! ¡Sahib! ―La aguda voz infantil atravesó el fragor de las olas y el viento, y lo hizo reaccionar de inmediato―. ¡La aguja! ¡Se ha vuelto loca!
El holandés se abalanzó sobre el panel y desconectó el piloto automático. Tomó la rueda del timón entre sus manos para tratar de enderezar el rumbo, pero fue inútil; la embarcación no respondía. Al intentar esquivarlo, el contenedor semihundido debía de haber rozado el timón y lo más seguro era que hubiera roto las dos palas y, probablemente, también las hélices del motor.
―¡No me...!
La situación no podía ser más catastrófica, pero, a esas alturas, Kors Van Dijken ya había agotado su abundante repertorio de tacos y blasfemias. De un salto, se metió en la cabina, encendió la radio y conectó el canal 16.
―¡Mayday! ¡Mayday! ¡Mayday! Aquí Sea Bitch, ¿me recibe? Cambio.
Se oyó un ruido estático, seguido de una voz metálica:
―Sea Bitch, Sea Bitch, Sea Bitch, aquí salvamento marítimo, copiado canal 27.
―Aquí Sea Bitch, acabo de chocar contra un contenedor medio sumergido. Timón y motor inutilizados, estamos sin gobierno.
―Díganos su posición, Sea Bitch.
―35 grados, 55 minutos norte, 5 grados, 56 minutos oeste. A unas quince millas de Barbate rumbo 180.
De nuevo se oyó el desagradable ruido estático antes de la decepcionante respuesta:
―Sea Bitch, en estos momentos todos nuestros efectivos están ocupados con un carguero de trescientas mil toneladas afectado por una vía de agua en mitad del Estrecho. ¿Cree que puede llegar a puerto por sus propios medios?
«Jodido —se dijo el holandés—, más que jodido»; sin embargo, se encogió de hombros con fatalismo.
―Haré lo que pueda. ―Manténganos informados, Sea Bitch, cambio y corto.
Con el emisor todavía en la mano, Kors se quedó mirando la radio, ahora muda, hasta que un violento bandazo lo sacó de su abstracción. No había tiempo que perder.
—Esto va a ser un festival —dijo entre dientes.
Rebuscó frenético en el interior de un arcón oculto bajo los asientos del pequeño salón, sacó dos chalecos salvavidas y le lanzó uno de ellos al niño.
―¡Balu, ponte esto y engánchate a la línea de vida!
El pequeño obedeció en el acto.
―¡Prepárate, Balu, haz todo lo que te diga! ―A pesar de sus gritos, la voz del holandés apenas se oía por encima del estruendo.
Kors era un lobo de mar experimentado y sabía de sobra que lo mejor sería tratar de ganar fondo; acercar el barco a tierra en esas condiciones técnicas y climáticas sería una maniobra suicida. Decidió que lo mejor sería correr el temporal, una maniobra que venían realizando los barcos en circunstancias similares desde hacía siglos. De esa manera, aunque les haría estar más expuestos a sus efectos, navegarían con la tempestad por la popa, es decir, dejándose arrastrar por ésta, y centrando el protagonismo sobre la génova, en la proa, para conseguir mayor estabilidad.
Escudriñó el horizonte con atención y juzgó que quedaban suficientes aguas libres a sotavento, así que se concentró en dar con el equilibrio adecuado entre el trapo de las dos velas. Consultó el Tridata una vez más; la velocidad del viento era de ocho nudos en la escala de Beaufort. Con un viento tan duro, determinó que sería conveniente utilizar algún tipo de estacha que pusiera la popa a las olas.
En cuanto comprobó que el niño se había colocado el arnés y que había enganchado éste al cabo de seguridad que le impediría caer por la borda, ladró una nueva orden:
―¡Balu, ata los cubos que usamos para pescar a esos dos cabos! ¡Hazlo con uno de los nudos que te enseñé!
El muchacho obedeció con diligencia y no tardó mucho en tener las asas de ambos baldes amarradas al extremo de cada una de las cuerdas.
―¡Tíralos por la borda, a popa!
Balu echó el brazo hacia atrás y lanzó primero un cubo y luego el otro con todas sus fuerzas a las aguas revueltas del color del plomo. Enseguida, las dos estachas empezaron a ofrecer resistencia, reduciendo así la velocidad de la embarcación. Con un profundo sentimiento de alivio, Kors comprendió que el invento aguantaría, al menos por el momento.
―¡Ahora quiero que vuelvas abajo!
―¡Pero, sahib...! ―Balu no quería dejar al sahib solo, saltaba a la vista que la cosa se estaba poniendo cada vez más fea.
―¡Haz lo que te digo! ―bramó Kors, ajustando de nuevo la génova―. ¡Quiero que le des de beber a la mujer! ¡Es muy importante! ¡Apáñatelas como quieras, pero cuando vaya a echar un vistazo espero que se haya bebido al menos un vaso entero del caldo que compramos! ¡¿Lo has entendido?!
El chico asintió con la cabeza y, sin más protestas, desapareció en el interior del barco. En ese momento empezó a caer un diluvio de proporciones bíblicas, y el holandés, que apenas distinguía el contorno de su mano si se la ponía frente a los ojos, acabó calado hasta los huesos en menos de un minuto.
Las olas batían la popa sin cesar y, en un momento dado, un violento golpe de mar penetró por la bañera hasta el interior de la nave. El agua lo empapó todo y el sistema eléctrico de la embarcación se apagó de golpe.
Kors alzó el puño hacia el cielo y gritó furioso:
―¡¿Qué va a ser lo próximo?! ¡¿Una ballena azul en el puto medio?!
A modo de respuesta, un potente rayo cayó a pocos metros de la proa, ramificándose en todas las direcciones, y lo obligó a entornar los párpados deslumbrado.
―¡Era broma, Tronco! ¡Hay que ver qué poco sentido del humor tienes!
Se apartó un mechón empapado del rostro y siguió concentrado en la tarea, casi sobrehumana en aquellas condiciones, de lograr un buen equilibrio con el aparejo para mantener el barco más o menos parado mientras trataba de cortar las olas sin chocar contra ellas, a pesar de la escasa visibilidad y de tener las manos entumecidas por el frío.
Las horas se sucedían con lentitud pavorosa y cayó la noche, pero el holandés no bajó la guardia ni un minuto, atento a esquivar a toda costa las olas de través mientras rogaba en silencio para que la bañera, la parte más vulnerable del catamarán, siguiera resistiendo el embate continuo del oleaje.
―¡Toma, sahib!
La voz infantil lo sobresaltó. Volvió la cabeza con rapidez y descubrió a Balu a su lado, cubierto con un inmenso impermeable amarillo que arrastraba por todos lados y con una taza de plástico en la mano. Kors se abalanzó sobre ella, la rodeó con torpeza con los dedos congelados, agradecido por el calor que desprendía, y se la llevó a la boca con ansia, sin importarle que el líquido ardiente le abrasara la lengua.
―Mmm. Café. Estás en todo, Balabhadra el Afortunado.
Encantado con aquella alabanza, el niño sonrió y los pequeños dientes blancos relucieron en la semioscuridad, aliviada tan sólo por el débil resplandor proveniente de algún que otro relámpago cada vez más aislado.
Un par de horas más tarde, Kors se dijo que lo peor había pasado y, por fin, pudo relajarse mientras la aurora empezaba a teñirlo todo con una suave luz rosada, que permitía apreciar el agreste contorno de la costa africana a pocas millas. El viento había ido amainando poco a poco hasta convertirse en una brisa fuerte. El holandés parpadeó un par de veces; notaba los ojos irritados por el aire, la sal y la falta de sueño, pero aún no había llegado el momento de descansar.
―¿Qué hacemos ahora? ―Una vez más, el pequeño hindú había abandonado la seguridad del camarote y se encontraba a su lado.
―¿Cómo está tu paciente? ―preguntó a su vez con voz ronca.
―La nagini está igual. ―Kors había oído hablar de los nagás, unas criaturas de la mitología india parecidas a las sirenas, y no le extrañó que Balu, que además de supersticioso tenía una gran fantasía, hubiera tomado a la mujer inconsciente por uno de ellos―. He conseguido que bebiera casi un vaso de caldo con una pajita.
―¿Se ha despertado? ―Alzó una ceja sorprendido.
―No, lleno la pajita de caldo, tapo la punta con un dedo y, cuando la he metido en su boca, suelto.
―Chico listo.
El holandés le dio un cariñoso pescozón, y el niño se hinchó como un pavo. Admiraba con toda su alma al sahib Kors. Era cierto que no era el tipo más amable del mundo, pero tampoco había conocido mucha amabilidad en su corta vida, por lo que ésta no le parecía una cualidad indispensable.
El sahib se había portado muy bien con él desde el principio. No sólo no lo había arrojado por la borda cuando lo había descubierto escondido debajo de un rollo de cuerda en uno de los camarotes de proa, sino que se había ocupado de alimentarlo, curarle las heridas más recientes y enseñarle un montón de cosas interesantes sobre los barcos, el mar y la navegación. Balu estaba decidido: cuando fuera un hombre, sería capitán de un velero como el sahib.
Kors entornó los párpados para protegerse de los primeros rayos de sol y escrutó con intensidad el horizonte hasta que distinguió una abertura entre las paredes escarpadas del acantilado y, más al fondo, lo que parecía una minúscula ensenada