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Regalo de boda
Regalo de boda
Regalo de boda
Libro electrónico418 páginas6 horas

Regalo de boda

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Información de este libro electrónico

Antes de la boda
Tyrell Brown quería largarse de Houston y volver a su casa. En su lugar, se vio atrapado en un avión destino a Francia para asistir a la boda de su mejor amiga. Para rematarlo, descubrió que compartía asiento con Victoria Westin, la abogada de ojos azules y zapatos de tacón de aguja que llevaba meses fastidiándole.
En la boda
¡Victoria no podía creérselo! ¿Cómo podía estar en la misma boda que aquel hombre atlético de sonrisa devastadora? ¿Y qué si habían compartido algunos cócteles en el avión, habían flirteado y habían estado a punto de tener sexo en las alturas? ¡Seguía sin poder soportarlo!
Después de la boda
El desastre de la boda había quedado atrás, pero la chispa entre ellos dos seguía encendida. Habían intentado comportarse bien en Francia, pero, de vuelta en Estados Unidos, cualquier cosa podría suceder…
"La trama está muy bien estructurada. El ritmo de lectura es bastante ágil, con una prosa amena que consigue que el lector disfrute del libro de manera ininterrumpida.
Los personajes están muy bien delineados, sobre todo ambos protagonistas y sus más allegados. Por último, los escenarios están de igual manera bien delineados, transportando sin problemas al lector de un lado a otro del Océano Pacífico, nexo de unión entre las diferentes escenas."
Cientos de miles de historias
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 oct 2015
ISBN9788468773056
Autor

Cara Connelly

Award-winning author Cara Connelly writes sexy romantic comedies featuring smart sassy women and the hot alpha men who love them. Her internationally bestselling Save the Date series has been described as “emotionally complex,” “intensely passionate,” and “laugh out loud hilarious.” A recovering attorney, Cara recently relocated to Florida with her rock ‘n roll husband Billy and their blue-eyed rescue dog Bella. Catch up with her at www.CaraConnelly.com, sign up for her news, and follow her on Bookbub, Goodreads, Facebook and Instagram.

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    Regalo de boda - Cara Connelly

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2013 Lisa Connelly

    © 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Título español: Regalo de boda, nº. 197 - octubre 2015

    Título original: The Wedding Favor

    Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

    Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

    Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A. or HarperCollins Publishers Limited, UK.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ®Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y TM son maracas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Traductor: Carlos Ramos Malave

    Imágenes de cubierta: Dreamstime.com

    I.S.B.N.: 978-84-687-7305-6

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Dedicatoria

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Agradecimientos

    Si te ha gustado este libro…

    Dedicatoria

    Para Billy, mi amor, el centro de mi vida

    Capítulo 1

    —Esa mujer —dijo Tyrell apuntando con el dedo como si fuera una pistola hacia la rubia situada al otro lado de la sala— es una auténtica zorra.

    Angela le puso una mano en el brazo para tranquilizarlo.

    —Por eso está aquí, Ty. Por eso la han enviado.

    Se alejó de Angela y después volvió a acercarse sin apartar la mirada del objeto de su ira. La mujer estaba hablando por el móvil, de medio lado, de modo que lo único que podía ver de ella era su moño francés y el sencillo pendiente de aro dorado que llevaba en el lóbulo derecho.

    —Tiene hielo en las venas —murmuró—. O arsénico. O lo que sea que usen para embalsamar a la gente.

    —Solo está haciendo su trabajo. Y, en este caso, es un trabajo desagradecido. No pueden ganar.

    Ty miró a Angela poniendo los ojos en blanco. Habría vuelto a darle su opinión sobre los abogados mercenarios de la ciudad de Nueva York que iban a Texas pensando que lo único que tenían que hacer era mentir a un puñado de buenazos que no habían pasado de octavo curso, pero en ese preciso momento la secretaria salió de la estancia del juez.

    —Señorita Sánchez —le dijo a Angela—, señorita Westin —le dijo a la rubia—, tenemos un veredicto.

    Al otro lado de la sala, la rubia cerró su teléfono, lo guardó en el bolso, levantó su maletín del suelo de baldosas y, sin mirar a Angela o a Ty, ni a ninguna otra persona, atravesó velozmente las puertas de roble y entró en la sala. Ty la siguió varios pasos por detrás, clavándole la mirada en el traje azul marino como si fueran balas.

    Veinte minutos más tarde, volvieron a salir. Un periodista de Houston Tonight le puso un micrófono a Ty en la cara.

    —Obviamente el jurado le ha creído a usted, señor Brown. ¿Siente que se ha hecho justicia?

    «Tengo ganas de matar», quiso responder él. Pero la cámara estaba grabando.

    —Solo me alegro de que haya acabado —dijo—. Jason Taylor ha alargado esto durante once años intentando agotarme. Pero no lo ha conseguido.

    Siguió caminando por el ancho pasillo y el periodista se mantuvo a su lado.

    —Señor Brown, el jurado le ha concedido hasta el último centavo de los daños causados, como usted pidió. ¿Qué cree que significa eso?

    —Significa que entienden que ni siquiera todo el dinero del mundo puede resucitar a los muertos. Pero puede causarles mucho dolor a los vivos.

    —Taylor quedará en libertad la semana que viene. ¿Cómo se siente sabiendo que será libre?

    Ty se detuvo en seco.

    —¿Mientras mi esposa yace enterrada bajo tierra? ¿Cómo cree que me siento? —el periodista pareció encogerse bajo su mirada y decidió no seguir a Ty mientras este atravesaba las puertas del juzgado.

    En el exterior, la hora punta de Houston era como encontrarse a las puertas del infierno. Pavimento abrasador, cláxones atronadores, atascos eternos.

    Ty no se fijó en nada de eso. Angela lo alcanzó en la acera y le tiró del brazo para que fuese más despacio.

    —Ty, no puedo seguirte con estos tacones.

    —Perdona —aminoró la velocidad. Por enfadado que estuviera, llevaba la cortesía de Texas en su interior.

    Le quitó el abultado maletín de la mano y le dirigió una sonrisa para intentar imitar su habitual carácter tranquilo.

    —Angie, cariño —le dijo—, vas a dislocarte el hombro si vas cargando con esto por ahí. Y, créeme, un hombro dislocado no es ninguna broma.

    —Estoy segura de que sabes de lo que hablas —lo miró de forma sugerente y recorrió sus hombros fuertes con la mirada. Inclinó su cuerpo esbelto hacia él, echó su melena negra hacia atrás y lo agarró del brazo con más fuerza.

    Ty captó el mensaje. El viejo truco del pecho pegado al brazo era la señal más fácil de interpretar.

    Y no le sorprendió. Durante los días que habían pasado juntos preparando el juicio, con las íntimas cenas para llevar en su despacho mientras repasaban su testimonio, Angela le había lanzado diversas indirectas. Dadas las circunstancias, él no la había alentado. Pero era una belleza y, para ser sincero, tampoco la había desalentado.

    Ahora, con un torrente de adrenalina provocado por el veredicto que probablemente le diese ganas de sexo, tenía la palabra «disponible» escrita en la cara. En aquel preciso momento estaban pasando por delante del hotel Alden. Si se dirigía hacia allí, ella lo seguiría sin dudar. Cinco minutos más tarde estaría penetrándola y borrando los recuerdos que había revivido aquella mañana en el estrado. Recuerdos de Lissa, destrozada, rogándole que le permitiera ir, que le permitiera morir. Que le permitiera dejarlo atrás para que siguiera viviendo sin ella.

    Angela aminoró la marcha. Él estaba tentado, muy tentado.

    Pero no podía hacerlo. Angela había sido su roca durante seis meses. Sería vergonzoso y rastrero utilizarla esa tarde y después dejarla por la noche.

    Porque dejarla, la dejaría. Había visto demasiado de él y, al igual que las legiones que la precedían, había encontrado su dolor y estaba ansiosa por curarlo. Pero no tenía cura. Ty no quería curarse. Solo quería follar y olvidar. Y ella no era la chica adecuada para eso.

    Por suerte, tenía la excusa perfecta para darle esquinazo.

    —Angie, cariño —su acento era profundo y fuerte, incluso aunque no estuviera usándolo para suavizar el golpe. Le salía solo—, nunca podré agradecerte lo suficiente todo lo que has hecho por mí. Eres la mejor abogada de Houston y pondré un anuncio a toda página en el periódico para que todo el mundo lo sepa.

    Angela se inclinó hacia él.

    —Formamos un buen equipo, Ty —le dirigió una mirada abrasadora y señaló con la cabeza hacia el Marriott—. Vamos dentro. Puedes… invitarme a una copa.

    —Ojalá pudiera, cielo —contestó él con arrepentimiento, no del todo fingido—, pero tengo que tomar un avión.

    Ella se detuvo en seco.

    —¿Un avión? ¿Adónde vas?

    —A París. Tengo una boda.

    —¡Pero si París está a tiro de piedra! ¿No puedes irte mañana?

    —Francia, cariño. París, Francia —miró el reloj de la esquina y después la miró a ella a los ojos—. Mi vuelo sale a las ocho, así que tengo que irme. Deja que te pare un taxi.

    Angela le soltó el brazo y dio otro golpe de melena, desafiante en esa ocasión.

    —No te molestes. Tengo el coche detrás del juzgado —le arrebató el maletín y miró su reloj—. Tengo que irme, tengo una cita —se dio la vuelta para marcharse.

    Y entonces le falló la valentía. Miró por encima del hombro y le dirigió una sonrisa indecisa.

    —Tal vez podamos celebrarlo cuando regreses.

    Ty sonrió también, porque era más fácil.

    —Te llamaré.

    Se sentía culpable por darle una impresión equivocada, pero, Dios, estaba deseando alejarse de ella, de todos, y lamerse las heridas. Y era cierto que además tenía que tomar un avión.

    Supuso que sería más rápido que encontrar un taxi en hora punta, de modo que recorrió andando las seis manzanas hasta su edificio y acabó sudando como solo suda un hombre con traje. Ignoró el ascensor, subió los cinco tramos de escaleras, al fin y al cabo ya estaba empapado, abrió la puerta de su apartamento y dio gracias a Dios al sentir la bofetada del aire acondicionado.

    El apartamento no era su casa, eso sería su rancho, solo un piso alquilado, un lugar donde dormir durante el juicio. Con pocos muebles y pintado en un blanco roto deprimente, hacía juego con su estado de ánimo sombrío.

    Y tenía un electrodoméstico que estaba deseando usar de inmediato. Se fue directo a la cocina, se quitó las partes del traje que aún llevaba puestas, la camisa, los pantalones y los calcetines, e hizo una pelota con eso y con la chaqueta y la corbata. Después lo metió todo en el compactador de basura y lo puso en marcha; era la primera satisfacción que tenía en todo el día.

    El reloj situado sobre la encimera indicaba que llegaba tarde, pero no podía hacer frente a catorce horas de avión sin una ducha, así que se la dio de todos modos. Y, por supuesto, aún no había hecho la maleta.

    No le gustaba ir con prisa, iba en contra de su naturaleza, pero corrió más de lo habitual. Aun así, con el tráfico que había, para cuando aparcó la camioneta y llegó hasta su terminal, los pasajeros ya habían embarcado y estaban a punto de retirar la pasarela.

    Aunque no estaba de humor, se obligó a deslumbrar y seducir a la chica de la puerta de embarque para que le dejara pasar, después recuperó su mal humor mientras recorría la pasarela hacia el avión. Bueno, al menos no tendría que ir con las piernas encogidas hasta París. Había comprado un billete de primera clase y pensaba aprovecharlo al máximo. Empezando con un Jack Daniel’s doble.

    —Tyrell Brown, ¿no puedes darte más prisa? Tengo un avión lleno de gente esperándote.

    A pesar de su mal humor, no pudo evitar sonreír al ver a la mujer de pelo plateado que lo miraba con odio desde la puerta del avión.

    —Loretta, cariño, ¿trabajas en este vuelo? ¿Cómo puedo tener tanta suerte?

    Ella puso los ojos en blanco.

    —Ahórrate conmigo las zalamerías y mueve el culo —apartó el billete que él le ofreció—. No necesito eso. Solo queda un asiento libre en todo el avión. Le preguntaré a Dios el próximo domingo por qué tiene que ser en mi zona.

    Ty le dio un beso en la mejilla y ella un golpe en el brazo.

    —No hagas que se lo cuente a tu madre —murmuró mientras lo empujaba por el pasillo—. Hablé con ella la semana pasada y me dijo que no la has llamado en un mes. ¿Qué clase de hijo desagradecido eres? Después de que ella te diera los mejores años de su vida.

    Loretta era la mejor amiga de su madre y era como de la familia. Había estado pinchándole desde que era pequeño y era una de las pocas personas inmunes a su encanto. Señaló el único asiento vacío.

    —Siéntate y ponte el cinturón para que podamos despegar.

    Ty había reservado el asiento de ventanilla, pero ya estaba ocupado, de modo que no le quedaba más que el pasillo. Tal vez hubiera tenido algo que objetar si la ocupante no hubiese sido una mujer. Pero, una vez más, la cortesía de Texas le obligaba a callarse, así que eso hizo, sin dejar de mirarla mientras guardaba la maleta en el compartimento superior.

    La mujer estaba inclinada hacia delante, rebuscando en la bolsa que tenía entre los pies, y aún no lo había visto, lo que le daba la oportunidad de observarla.

    Se había puesto para viajar una elegante camiseta negra y unos pantalones de yoga, su figura era esbelta, medía en torno al metro sesenta y siete y debía de pesar unos cincuenta y cinco kilos. Tenía los brazos y los hombros bronceados y firmes como los de una atleta, su pelo era rubio y liso, le caía hacia delante como una cortina alrededor de un rostro que, esperaba, estuviese a la altura del resto de su cuerpo.

    «Parece que las cosas mejoran», pensó. «Puede que este no sea el peor día de mi vida después de todo».

    Entonces la mujer lo miró. La auténtica zorra.

    Se lo tomó como un puñetazo en la cara, se dio la vuelta y se chocó con Loretta.

    —Por el amor de Dios, Ty, ¿qué te pasa?

    —Necesito otro asiento.

    —¿Por qué?

    —¿A quién le importa por qué? Lo necesito —echó un vistazo a su alrededor—. Cámbiame por alguien.

    Ella colocó los puños en sus caderas y dijo en voz baja, aunque mortal:

    —No, no voy a cambiarte. La gente va en parejas y ya están todos sentados, esperando a que les sirvan la cena para poder irse a dormir, que es la razón por la que pagan un dineral por ir en primera clase. No pienso pedirles que se cambien. Y tú tampoco vas a hacerlo.

    Tenía que ser Loretta, la única persona del planeta a la que no podía encandilar.

    —Entonces cámbiame por alguien de turista.

    Loretta se cruzó de brazos.

    —No querrás que haga eso.

    —Sí que quiero.

    —No quieres, y te diré por qué. Porque es una petición extraña. Y, cuando un pasajero hace una petición extraña, estoy obligada a informar al capitán. El capitán está obligado a informar a la torre de control. La torre se lo comunica a las autoridades y, poco después, te encuentras con un dedo metido por el culo en busca de explosivos —lo miró con la cabeza ladeada—. ¿De verdad quieres eso?

    No quería.

    —Mierda —murmuró entre dientes. Miró por encima del hombro hacia la zorra. Tenía la nariz metida en un libro, ignorándolo.

    Catorce horas era mucho tiempo para pasárselo sentado al lado de alguien a quien quería estrangular. Pero era eso o bajarse del avión, y no podía perderse la boda.

    Le dirigió a Loretta una última mirada de amargura.

    —Quiero un Jack Daniel’s cada quince minutos hasta que pierda el sentido. Que no paren de venir, ¿entendido?

    Capítulo 2

    «Esto no puede estar pasando». Victoria Westin cerró los ojos, contó hasta diez, volvió a abrirlos y… él seguía allí. Realmente había creído que su día no podía ser peor, pero ahora Tyrell Brown estaba sentado a su lado, peleándose con su cinturón de seguridad y maldiciendo en voz baja.

    De cerca parecía mucho más grande que en el juzgado. Tal vez fueran los vaqueros y las botas, o la camiseta de la universidad de Texas que se ajustaba a su torso, mostrando sus brazos. Solo lo había visto con traje y, aunque imponía con su metro ochenta y cinco, no había tenido aquel aspecto, como si pudiera romperla por la mitad sin despeinarse. Ahora parecía más que capaz de hacerlo.

    Y, a juzgar por su lenguaje corporal, eso era exactamente lo que deseaba hacer.

    Aunque tampoco lo culpaba. La persona a la que culpaba era a su madre. Adrianna Marchand, de Marchand, Riley y White, el principal bufete de defensa civil de la ciudad de Nueva York. Adrianna, socia mayoritaria, le había encasquetado a ella, una simple socia, un caso horrible imposible de ganar y después le había impedido llegar a un acuerdo.

    —El demandante no tiene nada más que su propia palabra para demostrar que la fallecida recuperó la consciencia antes de morir —había dicho su madre con su tono más pedante—. Victoria, seguro que puedes convencer a seis miembros del jurado de dudosa inteligencia de que tiene motivos para mentir. Nueve millones son muchos motivos para un ranchero paleto. Confúndelo. Líale. Si no se te ocurre otra cosa, entonces sonríele. Tu sonrisa atonta a cualquier idiota con pene. Y, francamente, después de gastarnos cinco mil dólares en ortodoncias, es lo mínimo.

    Pero Adrianna se había equivocado en todo. Los miembros del jurado eran dos doctores, un profesor de universidad, un periodista, un juez jubilado y un estudiante de postgrado, y todos poseían una inteligencia indudable. La «fallecida», como había llamado Adrianna eufemísticamente a Lissa Brown, era una mujer brillante, joven, simpática y de buen corazón que rescataba animales maltratados.

    Y el «demandante», que ahora mismo estaba sentado a su lado, tenía un rancho de ganado de veinte mil hectáreas, con un doctorado en Filosofía y los ojos más tristes que había visto jamás. El compasivo jurado se había tragado cada una de sus palabras. Como resultado, cuando la semana próxima Jason Taylor hubiera cumplido la sentencia de cinco años de prisión por conducir ebrio y por homicidio involuntario, tendría que vender casi todas sus posesiones para cumplir con el veredicto.

    Su madre iba a matarla.

    Si Tyrell Brown no lo hacía primero.

    Mientras ella meditaba, habían alcanzado altitud de crucero. Ahora la auxiliar de vuelo, que al parecer era amiga de Tyrell, estaba preguntándole qué deseaba beber.

    —Soda con lima —consiguió responder.

    Ty emitió un sonido de desprecio y le dijo a Loretta:

    —Sigo esperando mi Jack Daniel’s.

    —Y seguirás esperando —respondió ella. La palmadita que le dio en el hombro al pasar contradecía su tono arisco. Vicky se estremeció. Tal vez Loretta le ayudase a deshacerse de su cuerpo. Probablemente pudieran meterla en una bolsa de basura si la doblaban bien.

    Cuando Loretta regresó con las bebidas, le entregó a Ty su whisky sin decir palabra. Al pasarle a Victoria su soda, sonrió y preguntó:

    —¿Qué te trae por Texas, cielo?

    A Victoria le tembló la mano. Lo disimuló dando un trago, después respondió:

    —Trabajo —con la esperanza de que Loretta captara la indirecta y dejara de intentar conversar. No entendía a los texanos; hablaban con cualquiera, metían la nariz en todas partes.

    —¿En qué trabajas? —continuó Loretta con decisión.

    Ty se bebió su copa de un trago y agitó el vaso vacío frente a la nariz de Loretta.

    —Azafata —murmuró—, ¿me lo rellena? No le pagan por hablar.

    Loretta arqueó una ceja y ambos se quedaron mirándose durante unos segundos. Después agarró el vaso con determinación.

    —Enseguida vuelvo, cielo —le dijo a Victoria sin dejar de mirar a Ty. Después se dio la vuelta lentamente y se alejó.

    Por un instante, solo un instante, Victoria y Ty coincidieron en su sensación de alivio.

    Después ella abrió su libro y fingió sumergirse en él. Tyrell ojeó el catálogo de venta de productos durante el vuelo con la misma concentración.

    Claro, ella no estaba leyendo de verdad. ¿Cómo iba a hacerlo, cuando le alcanzaban constantemente las oleadas de resentimiento emitidas por Ty? Había revivido su peor pesadilla en el estrado y era evidente para todos los presentes en la sala, incluida ella, que nunca había superado la muerte de su esposa. A pesar de haber ganado el caso, le habían rastrillado el corazón durante el proceso. Y ella era la que había sujetado el rastrillo.

    Lo observó nerviosamente por el rabillo del ojo. Realmente estaba atiborrándose de whisky. ¿Y si se emborrachaba y perdía los papeles? Ella sería la primera damnificada.

    De pronto él giró la cabeza como si hubiera notado que estaba observándolo. Ella se estremeció.

    ¿De verdad le había parecido que tenía los ojos tristes? Bonitos, sí, de un tono zarzaparrilla mezclado con dorado. Pero daban miedo. Victoria devolvió la mirada al libro y rezó para no haberlo provocado.

    Ty tampoco estaba leyendo de verdad, claro. ¿Cómo iba a hacerlo cuando Victoria Westin estaba sentada en su asiento, tan fría y controlada? Aquella mujer no tenía corazón ni compasión. ¿Estaría viva? Tal vez fuera un vampiro.

    Aun así, tampoco estaba del todo orgulloso por haber hecho que se encogiera de miedo. Como si fuese a golpear a una mujer. En sus treinta años de vida, había participado en más peleas de las que recordaba; con puñetazos, cuchillos e incluso pistolas en alguna ocasión, y le gustaba pensar que había inspirado miedo en algunos.

    Pero nunca en una mujer.

    Si no la hubiese odiado tanto, tal vez se hubiera disculpado. Pero no lo hizo, y no lo haría. Se cruzó de brazos. Mejor dicho, ella debería disculparse con él por pensar que podría ponerle la mano encima. Cierto, deseaba retorcerle la cabeza como si fuera el tapón de una botella, pero no lo haría realmente.

    Victoria tenía el atrevimiento de hacer que se sintiera un maltratador.

    Al fin apareció Loretta con un segundo Jack Daniel’s, esperó a que se lo bebiera de un trago y después se alejó con el vaso vacío. La observó con el ceño fruncido mientras se alejaba. Por supuesto, le haría esperar para llevarle el siguiente.

    —Ternera para ti —Loretta dejó la comida de un golpe sobre la bandeja de Ty—, y aquí tiene su entrante vegetariano, señorita Westin.

    Ty le dirigió una sonrisa.

    —Vaya, gracias, Loretta, cariño —ella lo ignoró, pero no le importó. Llevaban dos horas de vuelo y sus nervios se habían calmado considerablemente. Se había quitado de en medio lo del regalo de boda, dos sillones de masaje a juego del catálogo de venta durante el vuelo, y entre tanto se había tomado otros dos Jack Daniel’s. Ya iba por el quinto y se sentía más filosófico sobre la vida en general, y sobre su situación en particular.

    Contempló las verduras al vapor de Victoria y se preguntó por qué alguien iba a sustituir un filet mignon por brócoli con arroz.

    Hizo la pregunta en voz alta sin pretenderlo.

    Victoria dejó caer sus cubiertos y giró la cabeza para mirarlo.

    —Perdón, no he oído lo que has dicho.

    Su desconfianza le hizo sentir como un imbécil. Y, ahora que había abierto su enorme bocaza, volver a callarse solo empeoraría las cosas. Así que intentó emplear su habitual manera de hablar relajada.

    —He dicho que por qué masticar hojas y brotes cuando mi filete se deshace como mantequilla.

    —La ternera no es buena para la salud —respondió ella antes de sonrojarse intensamente.

    Ty contuvo una sonrisa. Obviamente Victoria acababa de recordar que poseía un rancho de ganado. Enarcó una ceja y dijo:

    —Eso en Texas es pelea, pero, como veo que estamos al este de Texarkana, lo dejaré correr.

    Se metió otro trozo de carne en la boca y lo pasó con un trago de whisky. Después, al ver que ella lo miraba como si esperase más, señaló su soda con el tenedor.

    —¿El alcohol también es malo?

    —No bebo cuando vuelo. Disminuye la toma de oxígeno.

    Ty abrió los ojos de par en par y sonrió.

    —Vaya, entonces yo a estas alturas debería estar boqueando como un pez fuera del agua —se terminó las últimas gotas de su vaso, captó la mirada de Loretta y lo señaló con el dedo.

    Victoria contuvo la sonrisa antes de que se le notara. No confiaba en aquel nuevo y simpático Tyrell Brown. Cierto, el whisky parecía haberlo suavizado, pero era impredecible. Podía atacarla en cualquier momento.

    Aun así, no podía apartar la mirada de él. Su sonrisa, que nunca había visto en el juzgado, era un atractivo destello de labios carnosos y dientes blancos que le hacía arrugar los ojos y transformaba su atractivo rostro en algo asombroso. Con su cabello rubio oscuro, cortado como el de un surfista, un poco demasiado largo y normalmente despeinado, no era de extrañar que su abogada estuviese descaradamente colgada de él.

    Loretta reapareció con su bebida.

    —Loretta, cariño —le dijo—, dile a esta joven que tienes suficiente oxígeno en este avión.

    Loretta ladeó la cabeza.

    —Tyrell, ¿voy a tener que cortarte el chorro?

    —Hablo en serio. Ella… —señaló con el vaso a Victoria— piensa que, si toma un poco de vino con sus brotes y sus hojas, se quedará sin aire o algo así.

    Loretta se volvió hacia Victoria.

    —Tenemos mucho oxígeno en este avión —le dijo desconcertada.

    —¡Qué alivio! —respondió ella con una sonrisa.

    —Entonces —le dijo Ty—, ¿qué vas a tomar?

    Victoria estuvo a punto de decir que no quería nada, pero decidió que sería más fácil rendirse.

    —Tomaré un Cabernet —le dijo a Loretta. Al fin y al cabo, podía fingir que bebía. Al menos no parecería una idiota. «La ternera no es buena para la salud… el alcohol disminuye la toma de oxígeno». Dios mío.

    —Lo sabía —dijo Ty—. Sabía que elegirías vino tinto. Antioxidantes, ¿verdad?

    Ella levantó un hombro a modo de admisión silenciosa. Dios, realmente era una idiota.

    Él asintió con arrogancia.

    —Sí, lo pillo —comenzó a contar con los dedos—. Yoga dos veces a la semana para la flexibilidad. Pilates los fines de semana para los abdominales. Meditación a diario, quince minutos por la mañana y por la noche, para mantenerte centrada. Un masaje mensual para liberar toxinas y estimular el sistema inmune —bajó entonces la voz—. O eso es lo que te dices a ti misma. La verdad es que lo disfrutas y ya está.

    Ella se rio. Era divertido. Guapo y divertido, peligrosa combinación.

    Había clavado sus rutinas. Sonaban tan… reglamentadas cuando las enumeraba con ese acento relajado.

    Loretta le llevó el Cabernet. Victoria tomó un buen trago de forma deliberada y después otro. ¿Y qué si las compañías aéreas reducían el porcentaje de oxígeno en el aire para ahorrar dinero? No había más que ver a Tyrell. Estaba completamente borracho y respiraba con normalidad.

    Otro trago y reunió el valor para decir:

    —Abdominales y meditación a diario. Has estado leyendo la revista de Oprah.

    Él levantó una mano.

    —Solo por los artículos. Juro que nunca miro las fotos.

    Ella soltó una risita, cosa que nunca hacía. No había comido nada en todo el día y el vino ya se le había subido a la cabeza. Comió apresuradamente un poco del salteado, un poco demasiado tarde.

    Ty dio un trago a su whisky.

    —La vi una vez. A Oprah, quiero decir. Tuvo una conversación con algunos rancheros de ganado cuando se metió en un lío al poner a caldo la ternera en su programa. Mi padre llevaba el rancho por entonces. Nos llevó a mi hermano y a mí con él para oír lo que tenía que decir.

    —¿Y?

    Se encogió de hombros.

    —Me pareció una mujer simpática. Educada. Sincera. Me cayó bien. Aunque a mi padre no.

    Ella dio otro trago a su vino tinto. Estaba delicioso. Debería beber vino más a menudo. Al fin y al cabo, estaba cargado de antioxidantes.

    Otro trago y dijo:

    —Yo conocí al doctor Phil. En un avión, igual que ahora —agitó la mano de un lado a otro entre ellos.

    —¿Al doctor Phil? No fastidie. ¿Te dio algún consejo gratis?

    —Me dijo que debía romper con mi prometido.

    Él levantó dos dedos en dirección a Loretta. Después giró su cuerpo hacia Vicky, solo un poco, y ella advirtió que había hecho lo mismo, muy ligeramente, lo suficiente para crear los primeros indicios de intimidad entre ellos. Dio otro trago.

    —¿Y lo hiciste? ¿Rompiste con él?

    —No inmediatamente. Pero debería haberlo hecho. Acabó engañándome, cosa que el doctor Phil había predicho —otro trago—. Claro, mi madre me echó la culpa a mí.

    —¿Te echó la culpa de que te engañara? ¿Por qué?

    —¿Por qué me culpa de todo? —soltó una carcajada—. Eso es lo que debería haberle preguntado al doctor Phil. ¿Por qué mi madre me odia? ¿Y por qué sigo intentando hacer que me quiera?

    «Y esta es la razón por la que no debería beber», pensó.

    Aun así dio otro trago y se dio cuenta de que se había terminado la copa justo cuando llegó la siguiente ronda. Ty le quitó la copa vacía de entre los dedos y le entregó la nueva. Ella le sonrió. Tenía unos ojos muy expresivos. No podía imaginar por qué antes le había parecido que daban miedo. Eran de un tono sirope de arce mezclado con mantequilla, líquidos y cálidos, centrados en ella, como si fuera la única mujer en el mundo.

    Victoria se giró más hacia él.

    Ty se olvidó de su filete y se dejó arrastrar.

    —¿Qué te hace pensar que te odia?

    —¿Por dónde empiezo? —levantó una mano—. Bueno, me saltaré la infancia e iré directa a los años de universidad. Yo quería ir a Williams; pequeña, rural, con un fantástico programa de teatro. Pero no. Según mi madre, como actriz, la única frase que tendría que aprenderme sería: «¿Qué va a tomar?». Como su madre huyó a Hollywood y nunca regresó, yo no puedo acercarme a un escenario. Al parecer también soy muy poco práctica y no sé lo que es bueno para mí. Así que mi madre decidió mi futuro por mí. Tenía que ir a Yale y estudiar Derecho para seguir sus pasos —dio un trago al vino y se encogió de hombros—. Me rendí, claro. Siempre lo hago.

    Ty agitó su bebida e intentó imaginarse a sus padres presionándolo para seguir un camino que no deseaba seguir. Nunca lo harían. Y, aunque lo hubieran intentado, él se habría negado. Una hora antes habría apostado su rancho a que la decidida Victoria Westin habría hecho lo mismo.

    —Ahora eres adulta —le dijo—. Mándala al cuerno. Vuelve a clase y estudia lo que desees.

    Ella lo miró desconcertada.

    —¿Lo que deseo? Ya ni siquiera sé lo que deseo —volvió a encogerse de hombros—. Ya es demasiado tarde. Estoy atrapada con el Derecho, me guste o no.

    —¿Y te gusta? —en el juzgado le había parecido fría y distante, a años luz de la mujer de sangre caliente que estaba sentada a su lado. Incluso sus ojos azules se habían calentado, habían pasado de un hielo ártico al color del cielo en octubre. Con el ceño fruncido mientras pensaba en su pregunta, parecía cercana, vulnerable y también guapa.

    —Tiene sus momentos —dijo al fin—. Probablemente igual que ser policía o bombero. Ya sabes, horas de aburrimiento salpicadas con momentos de absoluto terror —cuando Ty se carcajeó, ella agregó—:

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