Si te atrevieras a quererme...
Por Lina Galán
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Por todo ello me resistí a celebrar mi último cumpleaños, precisamente, porque tengo poco que celebrar. Pero mis amigas se empeñaron en que me hacía mucha falta divertirme, así que me llevaron de fiesta y… bueno, prefiero olvidar esa noche.
Ahora que por fin he encontrado un buen trabajo, creo que ha llegado el momento de cambiar de aires, aunque para ello tenga que alejarme de mis amigos, mi casa o mi pueblo. Necesito encontrar mi propio lugar y asegurarme de que puedo valerme por mí misma, tras tantos años de dependencia económica y emocional.
Ha sido una decisión un tanto precipitada (rarísimo en mí, que le suelo dar vueltas y vueltas a las cosas), pero, de pronto, lejos de mi entorno habitual, tengo un empleo perfecto, nuevos amigos y una casa (aunque compartida). Y hasta puede que me conceda un poco de diversión.
Si estás pensando en sexo, sí, has acertado, porque no puedo permitirme nada más. Soy incapaz de amar a un hombre después de… (prefiero no mencionarlo). Pero tener una aventura con semejante pedazo de hombre… ¿Me atreveré?
Así que, decidido: ¿para qué buscar amor, tan difícil de encontrar, si podemos tener sólo sexo?
Lina Galán
Vivo en Lliçà d’Amunt, un pueblo cercano a Barcelona, junto con mi marido, mis dos hijos adolescentes y dos gatos. Después de años alejada de los estudios, porque nunca es tarde, obtuve el título de Educadora Infantil, algo vocacional que llevaba demasiado tiempo deseando hacer, aunque ejercer en estos tiempos haya resultado demasiado complicado. Y como yo parezco hacerlo todo un poco tarde, hace unos años decidí autopublicar mi primera novela, a la que ya han seguido algunas más. De esta experiencia maravillosa solo puedo tener palabras de agradecimiento para mi familia, la auténtica sufridora de mis horas frente al ordenador, y para tantas y tantas personas que me han apoyado, animado y felicitado, tanto cercanas como en la distancia. Y sobre todo para esos lectores que disfrutan con mis historias, sin los que toda esta locura, a estas alturas de mi vida, no hubiese podido ser una realidad. Encontrarás más información sobre mí y mi obra en: Facebook: Lina Galán García Instagram: @linagalangarcia
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Si te atrevieras a quererme... - Lina Galán
Portada
Sinopsis
Portadilla
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1 Paula
Capítulo 2 Darío
Capítulo 3 Paula
Capítulo 4 Darío
Capítulo 5 Paula
Capítulo 6 Darío
Capítulo 7 Paula
Capítulo 8 Darío
Capítulo 9 Paula
Capítulo 10 Darío
Capítulo 11 Paula
Capítulo 12 Darío
Capítulo 13 Paula
Capítulo 14 Dánae y Aarón
Capítulo 15 Darío
Capítulo 16 Paula
Capítulo 17 Darío
Capítulo 18 Paula
Capítulo 19 Dánae y Aarón
Capítulo 20 Darío
Capítulo 21 Paula
Capítulo 22 Darío
Capítulo 23 Paula
Capítulo 24 Darío
Capítulo 25 Paula
Capítulo 26 Dánae y Aarón
Capítulo 27 Dos desconocidos, tres semanas antes
Capítulo 28 Paula
Capítulo 29 Darío, una hora antes
Capítulo 30 Paula
Epílogo
Agradecimientos
Biografía
Referencias a las canciones
Créditos
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Sinopsis
Me llamo Paula, estoy divorciada (por suerte), no tenía un trabajo decente desde hacía años (a pesar de mis estudios), no tengo pareja (ni ganas), ni tengo hijos (mi mayor pena).
Por todo ello me resistí a celebrar mi último cumpleaños, precisamente, porque tengo poco que celebrar. Pero mis amigas se empeñaron en que me hacía mucha falta divertirme, así que me llevaron de fiesta y… bueno, prefiero olvidar esa noche.
Ahora que por fin he encontrado un buen trabajo, creo que ha llegado el momento de cambiar de aires, aunque para ello tenga que alejarme de mis amigos, mi casa o mi pueblo. Necesito encontrar mi propio lugar y asegurarme de que puedo valerme por mí misma, tras tantos años de dependencia económica y emocional.
Ha sido una decisión un tanto precipitada (rarísimo en mí, que le suelo dar vueltas y vueltas a las cosas), pero, de pronto, lejos de mi entorno habitual, tengo un empleo perfecto, nuevos amigos y una casa (aunque compartida). Y hasta puede que me conceda un poco de diversión.
Si estás pensando en sexo, sí, has acertado, porque no puedo permitirme nada más. Soy incapaz de amar a un hombre después de… (prefiero no mencionarlo). Pero tener una aventura con semejante pedazo de hombre… ¿Me atreveré?
Así que, decidido: ¿para qué buscar amor, tan difícil de encontrar, si podemos tener sólo sexo?
Si te atrevieras a quererme…
Lina Galán
A todas aquellas mujeres que un día decidieron dejar de tener miedo. En especial a Montse y Coral, mis amigas, dos valientes
Prólogo
—¿Diga?
Silencio.
—¡Diga! —insisto.
Pero, de nuevo, silencio, como cada maldito día, como cada maldita vez. Quizá parece oírse el retazo lejano de una respiración, pero no agitada, sino tranquila, pausada. Todo lo contrario de la mía.
—¡Sé que eres tú, desgraciado! —grito.
No tiro el teléfono al suelo porque no sería la primera vez y no me puedo permitir el gasto de uno nuevo. Tengo que conformarme con insultar, gritar, lanzar el móvil contra el sofá y llevarme las manos a las orejas para no oír más mientras yo también me dejo caer sobre el asiento. Me hago un ovillo y me balanceo sobre mí misma, como si mis propios brazos fueran barrera suficiente para protegerme del peligro.
Al final, como siempre, mi único consuelo es el llanto, un llanto desgarrador, lleno de rabia e impotencia por no poder hacer nada.
—¡Déjame en paz! —vuelvo a gritar—. ¿Me oyes? ¡Déjame vivir de una vez!
Al otro lado de la línea, alguien acaba de colgar.
Memoria selectiva para recordar lo bueno; prudencia lógica para no arruinar el presente; optimismo desafiante para poder encarar el futuro.
Isabel Allende
Capítulo 1
Paula
Otra noche en la que las pastillas para dormir apenas me han hecho efecto, pero, al menos, ahora empiezo a sentir que el sueño me vence. Los párpados pesan, los músculos se relajan, mi mente comienza a quedarse en blanco… Sé que debe de ser tarde, porque intuyo filtraciones de la luz del sol entre las persianas, pero no tengo planes y no tengo prisa…
—¡Paula! ¿Qué haces todavía en la cama? ¡Son las once de la mañana! ¡Vamos, arriba!
Oh, no, mis amigas acaban de entrar en mi casa. ¿Quién les daría una llave para que entraran cuando les diera la gana?
—Por favor, chicas —gruño antes de meter mi cabeza bajo la almohada—. No he dormido nada, dejadme en paz.
—¿Dejarte en paz? —exclama Claudia—. Pero ¿de qué vas? ¡Si es tu cumpleaños!
—¡¿Y qué?! —contesto. En realidad, no me gustan las sorpresas y no me hace ninguna ilusión recordar que hoy cumplo treinta y tres años. Pero está claro que a ellas sí, porque una acaba de abrir la ventana y la otra está tirando de la sábana—. Joder…
—Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz… —me cantan las dos a dúo.
Me incorporo exasperada, abro los ojos y ahí están, mis amigas, que son más que eso y a las que tanto quiero. Son como hermanas, lo mejor de mi vida, y están sosteniendo una pequeña tarta con una vela encendida. Me miran con tanto cariño y alegría que ya no soy capaz de gruñir ni un solo segundo más. Soplo la vela y ellas sueltan la tarta sobre la mesilla antes de lanzarse a mi cama y caer sobre mí.
—¡Felicidades, cariño! —gritan entre risas.
—Ya os lo diré yo a vosotras cuando cumpláis mi edad —resoplo.
—Es verdad —suspira teatralmente Micaela—. Qué será de nosotras cuando seamos tan ancianas como tú. ¡¿Quieres dejar de quejarte?! ¡Y levántate ya, que hoy hay mucho que hacer!
Claudia tira de mí y Micaela coge la tarta para llevarla a la cocina. Busca unos cubiertos y unos platos y la reparte en tres trozos. Nos dejamos caer las tres en la encimera y nos ponemos a comer, aunque yo necesitaría mejor un café, algo que Micaela sabe deducir y se dispone a preparármelo.
—Qué rica está —digo cuando me llevo el primer trozo a la boca.
Me emociono sin que se note cuando reconozco el sabor de mi tarta favorita: el bizcocho más suave bordeado de almendras, la mejor crema pastelera del mundo y el toque de las fresas naturales. Mi amiga tiene las mejores manos que he conocido en mi vida para la repostería.
—Por favor —salta Micaela—, la duda ofende.
Micaela es dueña de varias panaderías y sigue horneando el mejor pan de la zona, a pesar de estar casada con un marqués. Sí, sí, lo he dicho bien, con un marqués.
Mi amiga llegó al pueblo hace unos tres años, con muy poco dinero y muchas ilusiones. Se montó una panadería que en poco tiempo se llenó de clientes y fue durante esa época en la que nos conocimos las tres, aunque, en realidad, al que primero conoció fue a Salva, el marido de Claudia, un amor de hombre. Todo lo que tiene de intimidante su apariencia, con tantos tatuajes y piercings, lo tiene él de maravilloso. Tienen un hijo de cinco años, Joel, aunque sólo sea hijo biológico de Claudia, que se quedó embarazada de un sinvergüenza que se desentendió de los dos. Ahora, Joel tiene a Salva, el mejor padre para el niño más adorable.
Y fue en esa época también cuando los habitantes del castillo medieval que hay enclavado junto a la playa decidieron solicitar los servicios de Micaela para que les sirviera el pan a domicilio. Ella se enamoró del marqués que vivía allí, él se prendó de ella y, ¡zas!, historia de amor con boda incluida.
También fue entonces cuando yo… No, mejor dejar al margen las historias tristes.
—Espero que no se te haya olvidado que hoy nos vamos de fiesta —dice Claudia mientras sigue masticando.
—No me apetece —contesto tan tranquila.
De repente, las dos se quedan quietas, me miran, se miran y vuelven a mirarme.
—Pero ¡¿qué dices?! —exclama Claudia—. ¡He conseguido que Salva se haga cargo de todo, lo mismo esta noche que mañana! ¡No puedes dejarnos tiradas!
—¡Y yo también lo he dejado todo bajo control! —añade Micaela—. Además, no he acompañado a Roderic en su viaje a Londres. ¡Y compré con antelación tres entradas para aquella discoteca tan exclusiva de la que hablamos!
—¡Vale! —grito exasperada—. ¡Está bien! Parece que voy a tener fiesta de cumpleaños, diga yo lo que diga.
—¡Bien! —salta Claudia. Los rizos de su cabello bambolean alrededor de su cabeza y no puedo resistirme, de nuevo, a su alegría.
—Pero que conste —les digo para que lo tengan claro— que no voy a emborracharme como seguro pretenderéis. No voy a vestirme con ropa demasiado llamativa y no voy a enrollarme con nadie.
—Pero ¿por qué? —exclaman las dos.
—Pues porque no tengo nada que celebrar. Mi vida es un asco, ni siquiera tengo un trabajo decente.
Durante el tiempo que estuve casada, debido al trabajo de comercial de mi marido, a sus continuos viajes, y por tener que cambiar de domicilio más de una vez, no trabajé en nada. Me dedicaba a ejercer de primorosa ama de casa. Por eso, la llegada de Micaela supuso un cambio tan agradable para mí, porque, aparte del regalo de su amistad, empleé todo el tiempo que pude en ayudarla a montar la panadería primero, y a atender a la clientela después. Más tarde, tras mi separación, decidí buscarme algo y encontré alguna cosilla aquí y allá: en una gestoría, de dependienta o en un supermercado, a pesar de mis estudios de Economía, porque mi tiempo de inactividad me pasó factura.
De repente, mis amigas ponen los brazos en jarras y se miran la una a la otra como si yo no estuviera presente.
—Esta chica no folla mucho últimamente, ¿verdad? —le pregunta Micaela a Claudia.
—Para mí que no.
—Pues no le iría nada mal. Por lo menos, se levantaría con mejor cara y ánimo.
—Eso seguro.
—Pobre Paula… No tiene ni idea de lo bien que le iría un buen polvo.
—Totalmente de acuerdo.
—¡Eh, chicas! —les advierto—. ¡Hola! ¡Estoy aquí! ¡Os estoy oyendo!
—Ya, ya —me dicen como si oyeran llover. Me cogen cada una de un brazo y me arrastran hasta el cuarto de baño—. De momento, vamos a ver cómo llevas el cuidado personal.
Micaela me abre la blusa del pijama para echarles un vistazo a mis axilas, y Claudia estira el elástico del pantalón para mirar hacia mi parte más íntima y mis piernas.
—¡Eh! —grito escapando de ellas—. ¡Un poco de intimidad!
—Joder —exclama mi amiga marquesa—, no tiene ni un pelo.
—Su piel está suave y perfecta —corrobora Claudia, con la sorpresa reflejada en sus grandes ojos—. Ahora mismo no sé si odiarte, guapa, pues los años que estuve sin pareja, cuidando de Joel, casi podía hacerme trenzas.
—Pero yo no tengo apenas vello —me defiendo— y el poco que me sale es rubio, como mi pelo. Además, no tengo hijos que cuidar y me sobra el tiempo.
Ahora he conseguido que nos invada el silencio y que una capa de pesar nos envuelva a las tres. El tema de mi incapacidad para concebir es un triste asunto que procuramos evitar.
—Calma, chicas —las tranquilizo—, no pasa nada. Lo tengo todo pensado. En cuanto encuentre un buen trabajo y me estabilice, voy a adoptar un niño. No necesito a un tío para tenerlo, porque sola me basto y me sobro. ¿Me ayudaréis? Seréis sus «titas».
—Claro que sí —me abrazan las dos emocionadas.
—Pues ya está —sentencio—, tíos fuera. Con mi horrible experiencia, a eso es a lo que aspiro, a tener mi propia familia monoparental, junto a vosotras, vuestros maridos y Joel. Punto.
—Nos parece genial, cariño —comenta Micaela—. Pero nuestra intención al llevarte de fiesta esta noche no es buscarte un novio. Únicamente queremos que te diviertas, que pases un buen rato, que bailes, rías y, a poder ser, eches ese polvo que tanto necesitas. Así que —me interrumpe cuando voy a abrir la boca—, en vista de que tu piel da asco de lo perfecta que la tienes, sólo necesitas darte una ducha y dejarte tu bonito pelo rubio suelto, que con coleta pareces una niña. Pero la ropa te la elegimos nosotras. ¡Y no se admiten quejas!
—Qué miedo me dais —bufo.
Entre las dos abren mi armario y empiezan a sacar prendas que extienden sobre la colcha. En sólo un minuto, mi cama parece un expositor del Bershka el primer día de rebajas.
—¿No tienes nada medianamente sexy?
—Pues no creo.
—¡Eh! —exclama Claudia desde dentro del armario con su voz de pito en forma de eco—. ¡Creo que he dado con algo! ¡Mirad!
Vemos volar por el aire un par de prendas que, sin darme apenas cuenta, acaban colocadas sobre mi cuerpo después de que me hayan desprendido del pijama. Cuando me miro al espejo, no puedo evitar soltar un bufido.
—Parezco una buscona —les digo—. Y encima es ropa de hace mil años.
Ha sido una forma de disimular y ocultar que no me acaba de disgustar lo que estoy viendo, puesto que son dos piezas sencillas que me sientan bastante bien. Por un lado, una falda negra, un poco demasiado corta, pero que parece disimularlo el volante de tul que la bordea. Y, por otro, una blusa del mismo color, sin mangas y ajustada y que, en lugar de botones, se cierra con una fina cremallera hasta donde se crea necesario. Yo me la he subido hasta que mis pechos quedan cubiertos.
—No pareces ninguna buscona —gruñe Claudia al tiempo que me baja la cremallera y deja a la vista mi canalillo. De pronto, me parece que las tetas me han aumentado un par de tallas—. Sólo pareces una chica joven que tiene un cuerpo bonito y que puede lucirlo. Además, suerte tienes de que aún te sirva la ropa de hace años. Seguro que yo intento hacer lo mismo y parezco una muñeca Chochona a la que intentas vestir con ropa de la Barbie.
Por descontado, Claudia vuelve a hacerme reír con sus ocurrencias y casi se me olvida que salir esta noche de fiesta va a ser una penitencia para mí.
***
No ha habido forma de escapar y aquí estoy, rodeada de gente, de ruido, de música, de manos que sujetan vasos, de oscuridad mezclada con luces intermitentes que acaban dejándome casi ciega. Mis amigas me miran sonrientes mientras se bambolean al son de la música. Gritan y elevan los brazos y yo intento imitarlas, aunque me da la sensación de que sus sonrisas son demasiado evidentes, poco sinceras. Están demasiado pendientes de mí, esperando que me desate y disfrute, pero no parecen tener suficiente con que baile y salte un rato. Sé que esta noche esperan algo más de mí, como si el simple hecho de cumplir años fuese el detonante para desatarse.
—¡Vamos a buscar algo de beber! —grita Claudia en mi oído.
Micaela le acaba de guiñar un ojo y piensan largarse las dos en busca de algún combinado saturado de alcohol de máxima graduación. Pero deben de haber olvidado que las conozco demasiado bien.
—¡Os acompaño! —respondo.
—No hace falta —me dice Claudia algo nerviosa.
—¿Qué os pasa? —les pregunto mientras llegamos a la barra—. ¿Os preocupa que no podáis emborracharme esta noche?
Me pido un refresco y me llevo el vaso a la boca ante la mirada impotente de mis amigas.
—Joder, Paula —bufa Micaela—. Así no hay manera.
—¿No hay manera de qué? Yo me estoy divirtiendo igual.
—¿Ah, sí? —me pregunta con retintín—. ¿Te atreves, entonces, a acercarte a ese tío que no deja de mirarnos? El de la camisa azul. Está bastante bueno. Al menos, está potable para sacarle un polvo, que es lo único que buscas.
—Yo no busco nada, y no voy a liarme con ningún desconocido —sentencio—. Así que no insistáis.
—Tal vez Paula busca algo más especial —interviene Claudia—. Como esos dos tipos que acaban de entrar. El más bajito está bueno, pero el más alto… Joder, necesito beber algo. Se me acaban de pegar hasta las bragas. Menudo espécimen.
—Vaya, vaya —sonríe Micaela—. Y tanto que ese tío es algo más especial, ¿no te parece, Paula? Por cierto —dice con sonrisa taimada—, me parece que te está mirando.
—Está mirando a todas partes —contesto—. Además, hay docenas de mujeres más llamativas que yo, como tú, por ejemplo.
Micaela siempre ha atraído mucho a los hombres, con su exótica belleza morena. Su largo cabello negro, su piel aceitunada y sus grandes ojos color ámbar hacen de ella una mujer muy deseable. Al lado de ella debo de parecer descolorida, con mi pálida piel, mi lacio cabello claro y mis ojos grises. Mi rostro no tiene nada que lo haga resaltable, y dudo mucho que ningún tío se fije en mí a estas alturas. Aunque empiezo a dudar si esas palabras son mías o un malnacido me las inculcó de tal manera que he acabado creyéndolas y con mi autoestima en un profundo agujero: «¿A qué viene pasarte ahora tantas horas en esa puta panadería? ¿Te crees que vas a ligar con algún cliente? Vamos, Paula, mírate. No estás tan buena como la zorra de tu amiga y nadie te mira a ti…».
Despejo la cabeza para sacarme ese recuerdo de encima.
El tipo que acaba de entrar habla algo con su amigo sin dejar de otear el horizonte. No parece muy animado, y da la sensación de que lo hayan obligado a venir a este lugar. No como su acompañante, cuya bonita sonrisa adorna su cara desde el momento en que han aparecido en el local.
El hombre continúa mirando a su alrededor, y da la impresión de que Micaela lleva razón, pues parece que nos mira a nosotras. Más concretamente a mí.
¡Dios, menuda mirada! Acabo de sentirla impactar contra mis ojos y ha conseguido que mis entrañas se vuelvan líquidas y me haya puesto a sudar de repente. Tal y como ha dicho Claudia, necesito beber algo que me enfríe por dentro.
—¿Buscabas esto? —bromea Claudia antes de deslizar sobre la barra un nuevo vaso para mí.
Le doy un pequeño sorbo, pues no me fío de lo que haya podido mezclar con el refresco, pero parece que no sabe a alcohol. Sin pensarlo dos veces, me lo bebo casi de un tirón.
—¡Paula! —me advierte Claudia—. ¡No bebas tan rápido!
—Me ha entrado una sed de repente… —confieso.
—No me extraña —continúa Micaela con sorna.
Hago un esfuerzo y me armo de valor para volver a mirar. No me atrevo, estoy nerviosa y me da mucha vergüenza, pero necesito mirarlo de nuevo por si me he flipado un poco y el tipo no es tan atractivo como me ha parecido. Además, seguro que ya no nos mira y se ha largado a dar una vuelta.
En fin, le echo valor, levanto la vista y… ¡mierda! ¡Sigue mirando! Y yo juraría que es a mí a quien mira. Sí, sí, es a mí. Joder, me estoy poniendo de los nervios. Esto de no salir con nadie me ha vuelto de lo más idiota. Sólo porque un tío me está mirando, me he puesto histérica. Pero es que… menudo tío. Es alto y ancho de hombros, con el pelo castaño y las facciones algo marcadas, con una amplia mandíbula suavizada por su boca de apetitosos labios. Pero son sus ojos claros los que me están trastornando. Me miran fijamente, me atraviesan y, por un solo instante, he creído que no había nadie más que él y yo.
Y tengo mucho calor. No suelo sudar y me siento empapada. La blusa negra se me está pegando a la piel y siento una necesidad visceral de bajarme la cremallera para que entre un poco de aire entre mis pechos. Percibo una pequeña gota deslizarse entre ellos, lo mismo que a mi espalda, pero no creo que me atreva a bajar la cremallera.
¿O acabo de hacerlo?
Empiezo a no poder dominar mis movimientos o mis pensamientos, y me parece que tampoco es para tanto, que la visión de un hombre al que me follaría ahora mismo no debería impresionarme de esta forma.
¿He sido yo la que ha pensado eso? ¿He dicho «follar»?
—¿Qué te ocurre, Paula? —me pregunta Micaela algo preocupada—. Estás empapada en sudor y eso no es normal en ti.
—Ya lo sé —respondo.
Con torpeza por los nervios, termino de beberme el contenido que queda en mi vaso. La bebida fría bajando por mi garganta parece calmar un poco este ardor que me consume. Pero sólo un poco…
—Por favor —le digo al camarero—, otra Coca-Cola por aquí.
—¿Y esos calores? —insiste Micaela—. ¡No me digas que es por el tío ese que no deja de mirarte!
—No digas tonterías. —Me bebo el contenido de mi vaso de nuevo y me paso el dorso de la mano por la frente mojada.
—¿Estás segura? —Mi amiga sonríe ladina al contemplar al tipo, que sigue mirándome—. Pues yo diría que, de pronto, acabas de recordar que tienes algo entre las piernas que no se usa desde hace tiempo. Y que ese tío debe de tener el complemento perfecto a ese algo para poder darle el uso conveniente. Y bien grande, considerando su complexión.
Sin dejar de mirar mi vaso, observo de reojo. Joder, ahora me mira y sonríe. Me parece contradictorio que al sonreír su gesto se vuelva aún más duro, pero debe de ser por esa sonrisa que luce, tan engreída, tan arrogante, como si pensara que, en cuanto se me acerque, me voy a derretir y a caer en sus brazos.
¡Pues de eso nada!
Aunque, sólo de pensar que se me acerca y me habla, mi corazón amenaza con salirse por mi boca.
—Siempre estás con lo mismo, Micaela —le digo—. No todo en la vida es sexo.
Vale, nada más pronunciar la palabra «sexo», me he excitado. ¿Se puede saber qué demonios me está pasando?
Por cierto, Claudia acaba de acercarse a Micaela para decirle algo sin que yo me entere. Hablan, gesticulan, Micaela parece sorprendida pero suelta una carcajada, y Claudia parece algo contrita… En fin, no tengo ni idea de lo que están diciendo, aunque parece no importarme. Mi cuerpo empieza a ser únicamente consciente del hombre que me mira, del calor, de los sonidos que me rodean… Como si mis sentidos se hubiesen desarrollado de pronto, oigo perfectamente el ruido de los cubitos de hielo que danzan en las copas, de los susurros de la gente, del entrechocar de los cuerpos sudorosos que bailan en la pista. Incluso me parece percibir las gotas de sudor flotando en el aire, el roce de las pieles y las ropas, suspiros, gemidos…
¿Qué me está pasando? Coloco el vaso sobre mi frente y hasta creo oír el crepitar del contraste entre el frío y el calor. Por poco no se rompe el vaso en pedazos por el cambio de temperatura.
—Hola, pareces acalorada. Puedo invitarte a tomar algo más.
Mi recién hiperdesarrollado sentido del oído reacciona ante esa voz tan masculina y profunda, haciéndome levantar los ojos hacia ella. Mi sorpresa es mayúscula cuando contemplo tan de cerca al hombre que no dejaba de mirarme.
Y a esta mínima distancia es…, parece… Dios, me he quedado sin palabras hasta en mi mente. No puedo seguir pensando. Sólo puedo admirar su pecho, que, a la altura de mis ojos, deja ver su camisa entreabierta. Su piel está cubierta de oscuro vello e intento seguir con la vista su camino, envidiándolo por no poder meterme yo también bajo su camisa. Levanto los ojos y contemplo el rostro más masculino que he visto en mi vida, duro, potente, marcado. Su boca sólo pide ser besada, aunque lo mismo podría decirse de sus mejillas, su mandíbula, su barbilla, su cuello… Inesperadamente, miro hacia abajo en busca del bulto de su bragueta. ¿La tendrá grande, tal y como dijo Micaela?
¡Pero ¿en qué estoy pensando?! ¡¿He perdido la cabeza o qué me pasa?!
No encuentro a mis amigas por ninguna parte. ¿Dónde se habrán metido? Me siento tan extraña…, pero a la vez exultante y más viva que nunca.
—No, gracias —consigo balbucir—. Prefiero bailar un poco. ¿Me acompañas?
Extiendo la mano hacia él, sorprendida conmigo misma por lo que estoy haciendo, pero es que no puedo dominarlo. Sólo deseo que se quede a mi lado, que me siga mirando, que me hable, que me sonría, que pronuncie mi nombre, que me bese…
Sacudo la cabeza para despejarme. Algo extraño me está ocurriendo. Es como si otra Paula se hubiese introducido en mi mente y en mi cuerpo, una Paula diferente, atrevida, la que acaba de decidir que ya es hora de sentir, de vivir…
—Con mucho gusto —responde con un ronco susurro.
Antes de que tome mi mano, me doy la vuelta y, atravesando con no poco esfuerzo todo un mar de gente, camino hacia la pista de baile, en cuyo centro me coloco y comienzo a bailar de forma lánguida y sensual. Siento que una nube me envuelve, esponjosa, caliente, suave y confortable. Y me encuentro en la gloria, como si mi cuerpo no pesara, como si mi mente no pensara. Acaba de desaparecer todo el dolor, el miedo, los malos recuerdos o el descorazonador futuro. Estoy flotando, flotando… Pero, al mismo tiempo, algo voraz y abrasador recorre e inunda mi cuerpo. Por primera vez en años, el deseo me consume y a la vez me libera.
Sigo bailando y observo unas grandes manos posarse en mi cintura. Sonrío, porque sé perfectamente quién es el dueño. Me giro y aquí lo tengo, al bombón de ojos claros, que baila conmigo al mismo compás que yo, ignorando también la música que nos envuelve y que todo el mundo baila de forma mucho más acelerada. Docenas de cuerpos danzantes nos rodean, pero nosotros los ignoramos, únicamente pendientes uno del otro, de nuestros movimientos, de nuestras manos, de nuestras miradas.
Por fin, me animo, me atrevo, y decido tocarlo. Subo las manos por sus brazos, acariciando la suavidad de su camisa, hasta llegar a sus hombros y, con un punto más de alevosía, rodeo su cuello y enredo mis dedos entre las guedejas de su cabello.
Él, por supuesto, no parece tener ningún problema en tocarme. Sus manos aprietan fuerte mi cintura antes de bajar por mis caderas y posarse en mis glúteos, que aprietan al tiempo que aprovecha para acercarme a él con brusquedad.
Humm, sí, qué maravilla estar pegada a él. Sus manos siguen masajeando mi trasero mientras yo me sigo moviendo y provoco que su miembro, ya duro, se aloje entre mis piernas. ¡Dios!
Lanzo un gemido cuando ese contacto consigue calmar ligeramente mi ardor al mismo tiempo que me hace desear más, mucho más. Me deslizo sobre él, arriba y abajo, arriba y abajo. Estamos tan cerca el uno del otro… Ahora he decidido acariciar su pecho, enredar las puntas de mis dedos entre el remolino de vello que lo cubre, sin dejar de mover las caderas suavemente, rotando. Recibo el impacto de su mirada, que quema mi retina, y hasta percibo el calor que desprende.
Así llevamos varios minutos. No hemos necesitado ni hablarnos, únicamente nos hemos mirado y acariciado con sutilidad. Pero creo que ha llegado el momento en que mis jueguecitos no son suficientes para él y ha decidido probarme, saber hasta dónde estoy dispuesta a llegar. Por eso, sus manos ahora son más osadas y su boca acaba de aterrizar en mi cuello, donde deposita sus labios para dejar su húmeda marca.
¡Madre mía! Oigo perfectamente su respiración acelerada y percibo el calor de su boca en mi piel, donde me parece que acaba de quedar una marca visible, tal es el fuego que ha desprendido.
Aprovecho para corresponderle y apoyo la cabeza en su hombro para poder pasar la lengua por su cuello y por su oreja sin que nadie se entere de lo que hago, aunque creo que la multitud que nos rodea no se percata ni de que existimos. Ante mi caricia, noto cómo se estremece y sus dedos acaban hundidos en mi carne, avisándome así de que estoy traspasando el límite de su aguante. Pero yo ya no puedo parar. Si hace unos minutos sólo me apetecía mirarlo o que me mirara, ahora ya no me conformo con eso. Necesito algo más, mucho más. Mi cuerpo arde y entre mis piernas no para de brotar humedad. Oigo suspiros y ya no sé si son suyos o míos, si esto es realidad o fantasía…
De pronto, se separa de mí y casi tiemblo del frío que me acaba de entrar con la falta de su calor. Me mira, mucho más duro que antes, con una intensidad que casi da miedo, pero que sólo yo sé que es por el deseo. Me toma con fuerza de un brazo y tira de mí para que salgamos de la pista repleta de gente.
—Ven conmigo —creo que lo oigo decir, porque el alto nivel de decibelios de la música hace imposible oír nada.
Me dejo arrastrar, tropezando con personas y copas que casi me tiran encima, tal es la velocidad que ha tomado el desconocido que tira de mí. Parece que duda si seguir por una u otra dirección, pero no deja de caminar a grandes zancadas para separarnos de la aglomeración de gente que nos impide avanzar. Con esfuerzo, nos alejamos de la pista y conseguimos llegar a una zona más tranquila, de reservados y rincones oscuros. Todavía cogida por su mano, observo cómo, a pesar de que parecía haber encontrado lo que buscaba, no da la impresión de estar convencido, por lo que continúa su camino hasta encontrar una escalera que señala una zona de acceso prohibido. Bajamos y nos encontramos con un pasillo en penumbra y varias puertas que lo acompañan. Prueba uno de los pomos, que cede al girar, y abre la puerta para que accedamos al interior, donde el pobre resplandor de una lúgubre luz de emergencia nos indica que es una especie de almacén, pues las oscuras siluetas que nos rodean parecen pilas de cajas que no tengo ni idea de lo que pueden contener.
Al oír cerrarse la puerta a mi espalda y sentirlo a él justo detrás de mí, sé perfectamente para qué me ha traído aquí. Y no sólo no voy a pararlo, sino que lo deseo con todas mis fuerzas, más de lo que he deseado nada en mi vida.
Claro que él ni se propone preguntar, porque apenas me da tiempo a girarme que ya me está tomando por la cintura para estamparme contra la pared y sentarme sobre un bidón metálico que supongo contiene algún tipo de bebida. Decidido, sin esperar una mínima réplica de mi parte, baja la cremallera de mi blusa, tira hacia abajo del sujetador hasta rasgarlo y hace brotar mis pechos. Los mira con los ojos muy abiertos y la respiración acelerada, pero no los toca, con lo que siento que se endurecen y me duelen por el ansia de que lo haga. Cierro los ojos, esperando, pero su próximo movimiento es abrir mis piernas, subirme la falda hasta la cintura y tirar de mis bragas, que acaban en algún rincón. A continuación, se abre el pantalón, extrae su miembro, se coloca un preservativo, se acerca… y es únicamente en ese instante cuando parece pedirme permiso.
¿Permiso? ¡Ja! ¡Como no me folle ahora mismo me muero!
Por supuesto, se lo concedo. Lo tomo por las caderas, lo atraigo hacia mí con fuerza y… ¡Dios! Ya está alojado en mi interior. Expulso un gemido que casi me deja sin respiración. Hace tanto tiempo que no creo que aguante ni un minuto. Así que, con mi permiso concedido, me sujeta con fuerza por los muslos y comienza a embestir con furia, sin dejar de mirarme, sin que deje de mirarlo yo a él. Tengo las manos sobre el filo del bidón para no caerme, pues sus embestidas me alzan tanto que no siento nada bajo mi trasero. Pero lo que siento en mi interior… no puedo explicarlo. Los fuertes golpes de su miembro en mi vagina, los envites de su pelvis en mis muslos o los gemidos que ambos exudamos me provocan un placer inigualable, inconmensurable, único. Y, para rematarme de gusto, sus manos aterrizan sobre mis pechos y comienzan a pellizcarlos con fuerza al tiempo que deja caer su cabeza sobre la mía y, de esta forma, tengo mucho más presente su aliento, su olor, sus gemidos en mi boca, su cuerpo fuerte empujando contra el mío…
Ya no puedo más, siento que mis entrañas se rompen por dentro, que mi sangre quema y que exploto en mil pedazos con el orgasmo que acabo de alcanzar. Él debe de haberlo experimentado igual, pues sus jadeos se vuelven gruñidos y un último envite lento y profundo es su último movimiento antes de quedarnos quietos, casi agonizando por falta de aire. Con cuidado, se retira de mí, se deshace del preservativo y vuelve a abrocharse el pantalón. Yo apenas siento un solo músculo. Creo que he implosionado por dentro y estoy hecha pedazos, así que extraigo fuerzas de alguna parte recóndita y consigo bajarme de mi asiento improvisado para comenzar a recomponer mis ropas.
Por primera vez en mucho rato, siento que algo no encaja. No entiendo para nada que yo esté aquí, escondida entre trastos, casi a oscuras y con un desconocido, con el que, para más inri, ¡acabo de follar!
Ay, Dios. Dentro del barullo que hay ahora en mi cabeza empiezo a pensar con un poco de coherencia, aunque unas repentinas náuseas consiguen que pare de recapacitar para centrarme en este malestar. Ya he conseguido tapar mis pechos con la cremallera y me he bajado la falda. Ni siquiera intento ponerme a buscar mis bragas. Doy un paso y ese simple movimiento me hace crear la ilusión de un terrible movimiento sísmico bajo mis pies.
—¿Estás bien? —El desconocido parece interesarse por mi estado, pero trato de disimular todo lo que puedo para que no me crea una idiota.
—Estoy bien —consigo contestar.
—Vamos, salgamos afuera para que te dé un poco el aire. Te veo bastante pálida y estás sudando.
Él abre la puerta y yo salgo hacia el pasillo en penumbra, deseando subir ya la escalera para irme… ¿adónde? ¿No estaba yo con alguien?
—¡Paula! —Oigo de pronto unos gritos y noto el impacto de unas personas que chocan conmigo.
¡Claro! ¡Mis amigas!
Y alguien más las acompaña. Entre la bruma de mi visión borrosa logro ver a Salva, el marido de Claudia, mi gran amigo. Él