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Después del fuego
Después del fuego
Después del fuego
Libro electrónico398 páginas7 horas

Después del fuego

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Información de este libro electrónico

Rainier Drive, 6
Cedar Cove, Washington

Querida lectora,

A lo mejor te has enterado ya del duro golpe que sufrimos recientemente. Mi marido y yo perdimos nuestro negocio, el restaurante Lighthouse, debido a un incendio intencionado. La investigación aún está en marcha, y el principal sospechoso es un joven que había trabajado con nosotros, Anson Butler, que desapareció justo después del incendio.
Seth y yo estamos intentando encarrilar nuestras vidas (y la verdad, una crisis como ésta no beneficia en nada a un matrimonio), y mientras tanto, la vida sigue para todo el mundo en Cedar Cove. Hay matrimonios, nacimientos, reuniones, y hasta algún que otro escándalo, pero una de las novedades más candentes es que Cal, el adiestrador que trabaja en el rancho de Cliff Harding, está rescatando mustangs salvajes en Wyoming.
En fin, tengo que irme... he quedado para comer con un viejo amigo, Warren Saget. ¡Espero volver a hablar contigo pronto, para poder contarte todo lo que está pasando en la ciudad!

Justine.

"Los libros de Debbie Macomber ambientados enCedar Cove son irresistiblemente deliciosos y adictivos"

Publishers Weekly
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 dic 2011
ISBN9788490103760
Después del fuego
Autor

Debbie Macomber

Debbie Macomber is a #1 New York Times bestselling author and one of today’s most popular writers, with more than 200 million copies of her books in print worldwide. In her novels, Macomber brings to life compelling relationships that embrace family and enduring friendships, uplifting her readers with stories of connection and hope. Macomber’s novels have spent over one thousand weeks on the New York Times bestseller list. Seventeen of these novels hit the number one spot. A devoted grandmother, Debbie and her husband, Wayne, live in Port Orchard, Washington, the town that inspired the Cedar Cove series.

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    Después del fuego - Debbie Macomber

    CAPÍTULO 1

    Justine Gunderson despertó de golpe de un profundo sueño, y tuvo la vaga sensación de que pasaba algo malo. Cuando lo recordó todo al cabo de un momento, sintió una intensa tristeza, y siguió tumbada en la cama con la mirada fija en el techo mientras intentaba asimilar la situación. El Lighthouse, el restaurante por el que Seth y ella se habían desvivido, estaba destruido. Había quedado hecho cenizas una semana atrás, en un incendio que había iluminado el cielo nocturno en kilómetros a la redonda… un incendio que había sido provocado por un saboteador que aún no había sido identificado.

    Ni siquiera tuvo que mirar para saber que su marido no estaba a su lado en la cama. Sólo hacía una semana desde el incendio, pero daba la impresión de que había pasado un mes, un año, una vida entera. Estaba convencida de que Seth había dormido tres o cuatro horas al día como mucho desde que habían recibido la devastadora llamada de teléfono.

    Apartó a un lado la sábana, y se levantó de la cama poco a poco; según el despertador digital, eran apenas las cuatro de la madrugada. La luz de la luna se filtraba por una rendija de las cortinas, y proyectaba formas sobre las paredes del dormitorio.

    Después de meter los brazos en las mangas de la bata, fue en busca de su marido; tal y como esperaba, lo encontró en la sala de estar, paseándose sin cesar de la chimenea a la ventana y viceversa con una actitud cargada de tensión. Él siguió caminando cuando la vio, y apartó la mirada como si fuera incapaz de mirarla cara a cara. Era obvio que no quería tenerla cerca en ese momento, desde el incendio parecía un hombre distinto que apenas se parecía a su marido.

    –¿No puedes dormir? –le preguntó en voz baja, por miedo a despertar a su hijo de cuatro años. Leif tenía el sueño muy ligero, y a pesar de que era demasiado pequeño para entender lo que había pasado, notaba de forma instintiva que sus padres estaban alterados.

    –Quiero averiguar quién ha hecho esto, y por qué –Seth apretó los puños, y se volvió a mirarla como si esperara que ella pudiera darle una respuesta.

    Justine se colocó un mechón de pelo largo y liso detrás de la oreja, y se sentó en la mecedora en la que tiempo atrás solía amamantar a su hijo.

    –Sí, yo también –jamás le había visto tan alterado.

    Su marido tenía ascendencia sueca, era muy rubio y corpulento; debía de medir más de uno noventa y cinco, y sus anchos hombros iban en consonancia con el resto de su cuerpo. Había trabajado de pescador, pero poco después de la boda habían decidido abrir el restaurante. El Lighthouse había sido el sueño de Seth, y con el apoyo financiero de sus padres lo había invertido todo… su capacidad de trabajo, sus emociones, los ahorros de ambos… en aquel proyecto; por su parte, ella le había apoyado en todo.

    Al principio, cuando Leif aún era un bebé, ella se había ocupado de la contabilidad y de las nóminas; sin embargo, cuando el niño había alcanzado la edad suficiente para ir a la guardería, había asumido un papel más activo, y había empezado a trabajar de maître y a echar una mano cuando faltaba algún empleado.

    –¿Quién ha podido hacer algo así? –dijo él.

    Ella se preguntaba lo mismo, no alcanzaba a entender por qué les habían atacado así; que ella supiera, no tenían enemigos, y tampoco rivales serios. Le costaba mucho creer que el incendiario hubiera elegido el restaurante al azar, pero no se podía descartar aquella posibilidad, porque de momento la investigación había avanzado muy poco.

    –No puedes seguir así, Seth –le dijo con voz suave, mientras alargaba la mano hacia él.

    Al ver que no respondía, se dio cuenta de que ni siquiera la había oído. Quería tranquilizarlo, darle ánimos. Era obvio que el fuego no sólo había destruido el restaurante, sino que además había robado la serenidad y las metas de su marido, y en cierto sentido, también su inocencia. Seth había perdido la fe en la bondad de los demás, y también la confianza en sí mismo.

    En cuanto a ella, su inocencia había quedado destruida una soleada tarde de verano de 1986, cuando Jordan, su hermano gemelo, se había ahogado. Ella misma había sujetado entre sus brazos su cuerpo sin vida hasta que habían llegado los paramédicos. Se había quedado conmocionada, ya que había sido incapaz de asimilar que su hermano, su gemelo, se había ido para siempre. Jordan se había roto el cuello al zambullirse en el agua desde un muelle flotante.

    Su mundo entero había cambiado aquel día. Sus padres se habían divorciado poco después, y su padre se había casado con otra mujer casi de inmediato. En apariencia, ella se había adaptado sin problemas a los vaivenes que estaba experimentando su vida; al salir del instituto había ido a la universidad, y después de licenciarse había conseguido un empleo en el First National Bank, donde había ido ascendiendo hasta el puesto de gerente. A pesar de que no pensaba casarse jamás, había empezado a salir con Warren Saget, un promotor inmobiliario que tenía una edad parecida a la de su madre, y entonces había vuelto a ver a Seth Gunderson en una fiesta de antiguos alumnos del instituto.

    Seth había sido el mejor amigo de Jordan, y ella siempre había creído que, si él hubiera estado presente aquella fatídica tarde de verano, era posible que su hermano no se hubiera ahogado; en ese caso, ella habría tenido una vida diferente… aunque no sabría decir en qué sentido. Desde un punto de vista racional, sabía que pensar así era una ridiculez, pero no podía evitarlo.

    Apenas había cruzado palabra con Seth cuando estaban en el instituto. Él era el héroe de rugby, el atleta, el cerebrito de la clase, y no había habido ningún acercamiento entre los dos; sin embargo, siete años atrás, había coincidido con él en la reunión para la planificación de la fiesta de antiguos alumnos, y él había mencionado como si nada que había estado interesado en ella cuando iban al instituto. A juzgar por cómo la había mirado, era obvio que la encontraba incluso más atractiva en aquel momento que cuando eran adolescentes.

    No habían tenido un noviazgo fácil, porque Warren Saget no quería perderla y la había presionado para que accediera a casarse con él; al parecer, se había dado cuenta de forma instintiva de que Seth suponía una amenaza muy seria, porque había comprado un anillo con el diamante más grande que ella había visto en su vida, y le había prometido que viviría rodeada de lujos y que disfrutaría de un lugar prominente en la escala social si se casaba con él.

    Seth sólo había podido ofrecerle el viejo velero de más de veinte años en el que vivía… y su amor; para entonces, ya estaba loca por él, pero había seguido debatiéndose y negándose a escuchar a su propio corazón, hasta que al final no había podido seguir resistiéndose y había caído rendida…

    –Esta mañana voy a llamar al jefe de bomberos, quiero respuestas –le dijo su marido.

    –Seth, cariño, ¿por qué…?

    –No intentes calmarme –le espetó él con sequedad– Ya ha pasado una semana, seguro que han descubierto algo. Es obvio que están ocultándome información, y voy a averiguar de qué se trata. ¡Si tengo que llamar a Roy McAfee, lo haré! –la miró directamente por primera vez desde que ella había entrado en la habitación.

    –Confío en Roy, pero los bomberos y la compañía de seguros ya están investigando. Déjales hacer su trabajo, y al sheriff también –le dijo con voz suave.

    Él se pasó los dedos por el pelo, y soltó un profundo suspiro antes de decir:

    –Lo siento, no quería desahogar mi frustración contigo.

    –Ya lo sé –se acercó a él y lo abrazó. Apretó el cuerpo contra el suyo, para intentar que se relajara–. Vuelve a la cama, intenta dormir un poco.

    –No puedo. Cada vez que cierro los ojos, veo el restaurante ardiendo.

    Seth había llegado pocos minutos después que los coches de bomberos, y había permanecido impotente a un lado mientras el restaurante quedaba hecho cenizas.

    –Aún no puedo creer que lo hiciera Anson Butler –comentó ella, pensando en voz alta. Aquel muchacho le había caído bien, pero tanto sus amistades como sus vecinos coincidían en decirle que había cometido un error al confiar en él.

    –Lo que pasa es que no quieres creerlo.

    Aquello era cierto. Seth había contratado varios meses atrás a Anson, que había sido condenado a pagar los gastos ocasionados por un incendio que él había provocado en el parque. El muchacho no había explicado por qué había prendido fuego a la caseta, y ella sólo sabía los escasos detalles que Seth le había contado cuando había accedido a contratarlo.

    Anson se había entregado a las autoridades y se había responsabilizado de sus actos, y aquello había sido un punto a su favor. Aquella actitud había impresionado gratamente a Seth, que al final había accedido a darle un empleo cuando su amigo y contable Zachary Cox, que se había convertido en una especie de mentor para el muchacho, había abogado en su favor.

    Al principio, Anson se había esforzado por demostrar su valía. Estaba tan ansioso por quedar bien, que llegaba al trabajo antes de que empezara su turno y hacía horas extras, pero al cabo de un par de semanas las cosas habían empezado a torcerse. Tony, otro friegaplatos, le tenía manía, y los dos habían discutido; al parecer, en un par de ocasiones se habían dado algún que otro empujón, y el ambiente de la cocina había ido cargándose de tensión.

    Cuando ella le había sugerido a Seth que los separara, su marido había decidido que Anson pasara a ser pinche de cocina, pero a Tony no le había hecho ninguna gracia seguir siendo friegaplatos mientras que su rival ascendía de puesto a pesar de llevar menos tiempo trabajando en el restaurante.

    Entonces se había cometido un robo, y a pesar de que había más gente que tenía acceso a la caja metálica donde se guardaba el dinero, tanto Anson como Tony habían sido vistos entrando en el despacho del restaurante. Cuando les habían preguntado al respecto, el primero había dicho que había entrado porque quería hablar con Seth sobre su horario, y el segundo que estaba buscando a Seth porque había surgido un problema con uno de los proveedores.

    Como los dos muchachos eran sospechosos, Seth no había tenido más remedio que despedirlos. El dinero no se había recuperado, y él se había sentido culpable porque había salido del despacho durante unos minutos, y había dejado la caja fuerte abierta con la caja metálica dentro.

    Una semana después, el Lighthouse había ardido hasta quedar hecho cenizas.

    –No tenemos ninguna prueba que demuestre que fue Anson –le dijo a su marido.

    –Sea quien sea el culpable, encontraremos pruebas. Descubriremos quién lo hizo, Justine –tenía el cuerpo tenso, y su voz reflejaba una determinación férrea.

    –Intenta dormir –lo llevó al dormitorio, y él la siguió a regañadientes.

    Cuando se metieron en la cama y él se tumbó boca arriba, ella se apretó contra su cuerpo, deslizó una pierna por encima de la suya, y pasó el brazo por encima de su musculoso pecho. Él la abrazó con fuerza, como si la considerara la única cosa sólida que le quedaba en un mundo que había empezado a derrumbarse. Justine pensó que quizá se quedaría más relajado si hacían el amor, así que empezó a besarle el cuello con actitud insinuante, pero él rechazó el sutil ofrecimiento haciendo un gesto de negación con la cabeza. Se sintió dolida, pero intentó no tomárselo demasiado a pecho.

    Se dijo que todo aquello pasaría pronto, que las cosas no tardarían en volver a la normalidad. Tenía que creer que sería así, debía mantener aquella esperanza, porque no quería caer en el desánimo. Tenía que luchar por mantener una actitud positiva, tanto por su marido como por el bien de su matrimonio.

    Cuando volvió a despertar, ya había amanecido. Leif estaba subiendo a la cama para reclamar el desayuno, y Penny, su perra mezcla de cocker spaniel y de caniche, había entrado tras él y estaba observando la cama como planteándose si valía la pena intentar subir también.

    –¿Dónde está papá? –le preguntó al pequeño, mientras se incorporaba y se pasaba una mano por la cara con cansancio.

    El niño subió su osito de peluche a la cama, la miró con sus preciosos ojazos azules, y le dijo:

    –En su despacho.

    Aquello no era una buena señal.

    –Bueno, vamos a prepararte para ir al cole –le echó un vistazo al despertador, y vio que ya eran las ocho. Leif seguía yendo a la guardería cada mañana a pesar de lo que había pasado, porque tanto Seth como ella querían que el niño siguiera con sus horarios habituales.

    –Papá está enfadado otra vez –le dijo en voz baja el pequeño de cuatro años.

    Justine soltó un suspiro. Le preocupaba el efecto que tanta tensión pudiera llegar a tener en su hijo, ya que el pequeño no podía entender a qué se debía el mal humor de su padre, ni el hecho de que su madre se echara a llorar de vez en cuando.

    –¿Te ha gruñido? –Justine rugió como un oso pardo, y puso las manos como si fueran zarpas. Mientras Penny ladraba con entusiasmo, avanzó a gatas por encima de la cama hacia su hijo, para intentar que dejara de preocuparse por la actitud de su padre.

    Leif soltó un chillido, bajó de la cama a toda prisa, y salió corriendo hacia su habitación. Lo siguió y lo acorraló entre risas, y los dos siguieron risueños mientras ella le preparaba la ropa. El niño ya empezaba a querer vestirse solo, así que dejó que lo hiciera.

    Después de decirle adiós a su marido de forma breve y mecánica, llevó a Leif a la guardería. Cuando volvió a casa, Seth salió a recibirla. El cielo de abril estaba nublado, y la lluvia era inminente. Era un tiempo que reflejaba a la perfección el estado de ánimo de los dos, un día soleado habría parecido incongruente mientras tanto su marido como ella estaban tan inseguros y malhumorados.

    –He hablado con el jefe de bomberos –le dijo él, al verla salir del coche.

    –¿Hay alguna novedad?

    –No ha querido decírmelo, y el del seguro también está tomándose su tiempo.

    –Seth, con estas cosas hay que tener paciencia –estaba tan ansiosa como él por obtener respuestas, pero no quería que el jefe de bomberos cometiera errores con la investigación por querer hacerla a toda prisa.

    –No me vengas con ésas, cada día que pasa nos perjudica. ¿Cómo vamos a salir adelante sin el restaurante?

    –El seguro…

    –Sí, ya sé que el seguro va a pagarnos, pero no recibiremos nada en un mes como mínimo; además, ese dinero no impedirá que nuestros empleados busquen otros trabajos, ni bastará para devolverles a mis padres todo lo que invirtieron. Confiaron en mí, Justine.

    Los padres de su marido habían aportado una suma considerable para que pudieran poner en marcha el restaurante, y ellos iban devolviéndoles el préstamo mediante cuotas mensuales.

    Justine era consciente de que sus suegros necesitaban aquel dinero, y en ese momento no supo qué decirle a su marido. Era obvio que no sólo estaba preocupado por las implicaciones financieras del incendio, pero no se le ocurrió ninguna respuesta que pudiera tranquilizarlo.

    –¿Qué es lo que quieres que haga, Seth? Dímelo, y lo haré.

    La miró con una expresión tan adusta y fría que la sorprendió, y le dijo en voz baja:

    –Lo que quiero es que dejes de comportarte como si todo esto no fuera más que un inconveniente pasajero. El Lighthouse está destruido. Lo hemos perdido todo, y tú te portas como si no pasara nada.

    Justine se quedó boquiabierta ante aquellas palabras tan injustas. Daba la impresión de que su marido la consideraba una especie de simplona que no alcanzaba a entender la situación.

    –¿No te das cuenta de que los últimos cinco años han quedado hechos cenizas? –siguió diciendo él–. Cinco años trabajando dieciséis horas al día, y… ¿para qué?

    –No lo hemos perdido todo –le dijo, para intentar razonar con él.

    No quería dar pie a una discusión, sino hacerle entender que, a pesar de que estaban pasando por un momento muy difícil, aún se tenían el uno al otro. Juntos lograrían hacer acopio de la fuerza necesaria para empezar de nuevo, siempre y cuando Seth fuera capaz de dejar a un lado la furia que lo carcomía por dentro.

    –¿Vas a empezar otra vez con lo mismo? –le dijo él con frustración.

    –Quieres que me enfade tanto como tú, ¿verdad?

    –¡Pues claro! Deberías estar furiosa… tendrías que querer respuestas, igual que yo, y que…

    Aquellas palabras colmaron su paciencia, y le espetó:

    –¡Lo que quiero más que nada es recuperar a mi marido! Estoy tan afectada como tú por lo que ha pasado. Sí, hemos perdido nuestro negocio… para mí es algo horrible, una tragedia, pero no es el fin de mi mundo.

    Él se quedó mirándola con incredulidad, y al final le preguntó:

    –¿Cómo puedes decir eso?

    –¡A lo mejor lo que pasa es que también quieres perder a tu mujer y a tu hijo! –sin darse tiempo a cambiar de opinión, volvió a meterse en el coche y cerró de un portazo. Se sintió aliviada al ver que no intentaba detenerla, porque necesitaba alejarse un rato de él.

    Se fue sin esperar siquiera a ver cómo reaccionaba. Condujo sin rumbo fijo, y aparcó a varias calles de la guardería de su hijo. Como no tenía ningún recado pendiente y el niño iba a tardar unas dos horas en salir, fue al paseo marítimo.

    Mientras intentaba encontrarle alguna explicación al desastre que estaba poniendo a prueba a su matrimonio, se sentó en un banco de madera del parque y miró hacia la ensenada. El cielo se había nublado aún más, y el agua golpeaba con fuerza las rocas que había cerca de la orilla.

    Necesitaba pensar, y se dijo que todo se arreglaría cuando llegara a casa. Seguro que Seth se arrepentía de lo que le había dicho, y ella le…

    –¿Eres tú, Justine?

    Alzó la mirada, y se obligó a esbozar una sonrisa amable al ver que Warren Saget se le acercaba. En ese momento no le apetecía ver a nadie, y mucho menos a Warren, que le había dicho que aún seguía queriéndola. Ella había declinado su proposición, pero al ver que a él no le sentaba nada bien su rechazo, había optado por evitarle todo lo posible.

    Él se sentó a su lado sin esperar a que le invitara a hacerlo, y le dijo:

    –Leí en el periódico lo del incendio, lo siento mucho.

    El asunto había aparecido en la primera plana del Cedar Cove Chronicle, y la ciudad entera llevaba toda la semana hablando de ello.

    –Ha sido un… golpe muy fuerte –le contestó con voz queda, mientras sentía un frío repentino.

    –Supongo que vais a reconstruir el restaurante, ¿no?

    Justine asintió, porque estaba convencida de que Seth querría hacerlo. Se dijo que en un par de meses todo aquello habría quedado atrás, que todo iba a arreglarse. No había ninguna otra opción.

    Sintió un escalofrío al recordar que era lo mismo que se había dicho el día del entierro de Jordan. En aquel entonces había pensado que todo había acabado, que sus familiares regresarían a sus respectivas casas y que todo volvería a ser como antes, pero no había sido así. Por entonces era una ingenua muchacha de trece años, y había creído que sus padres iban a asegurarse de que su vida se mantuviera estable, pero habían sido incapaces de hacerlo. Estaban tan hundidos en su propio sufrimiento, que habían sido incapaces de lidiar también con el suyo, y al final se habían divorciado y habían roto la familia. En vez de desaparecer, el dolor no había hecho más que empezar.

    Sintió una oleada de pánico, y alcanzó a decir:

    –Warren… –se aferró a su mano mientras empezaba a hiperventilar. No podía respirar, y se oyó a sí misma jadeando mientras luchaba por inhalar. El mundo empezó a dar vueltas a su alrededor.

    –¿Qué te pasa?, ¿estás enferma?

    Ella oyó su voz como desde la distancia, y le contestó en un susurro ahogado:

    –No… no lo sé –el pánico se intensificó, y sintió la necesidad abrumadora de estar junto a su madre.

    –¿Qué quieres que haga? –le pasó el brazo por los hombros en un gesto protector, y añadió–: ¿Te llevo a la clínica?, ¿prefieres que llame a una ambulancia?

    Ella negó con la cabeza. Se sentía pequeña y perdida como una niñita.

    –Quie… quiero ver a mi madre.

    Warren se levantó sin dudarlo, y le dijo con voz firme:

    –Voy a buscarla.

    –No –intentó contener un sollozo. Era una mujer adulta, debería ser capaz de enfrentarse a las circunstancias. Miró a Warren mientras se obligaba a tomar inhalaciones profundas y rítmicas, y luchó por controlar los latidos acelerados de su corazón.

    –Me parece que tienes un ataque de pánico –le dijo él, mientras le apartaba unos mechones de pelo de la sien–. Mi pobre Justine… ¿dónde está Seth?

    –En ca… casa –no podía entrar en detalles, no estaba dispuesta a hacerlo.

    –¿Quieres que le llame?

    –¡No! Ya… ya estoy bien –le dijo con voz trémula.

    Él la rodeó con el brazo, la instó a que apoyara la cabeza en su hombro, y le dijo con un susurro tranquilizador:

    –No te preocupes por nada, voy a ocuparme de ti.

    CAPÍTULO 2

    Allison Cox salió de la clase de historia de Norteamérica, y se apresuró a ir a la de francés con sus libros de texto en ristre. Mientras se sentaba en su pupitre, fingió no darse cuenta de que sus compañeros se habían callado de golpe en cuanto ella había entrado en el aula.

    No hacía falta que nadie le dijera cuál era el tema de conversación, ella lo tenía muy claro: todo el mundo estaba cuchicheando sobre Anson. Sus amigos creían que él había incendiado el Lighthouse, pero estaban muy equivocados. Ella se negaba a creer que Anson fuera el responsable, que hubiera sido capaz de hacer algo así. Los Gunderson se habían portado bien con él, y además, no era ni cruel ni vengativo. Daba igual lo que los demás creyeran o dijeran, ella no iba a perder la fe ni en Anson ni en el amor que sentían el uno por el otro.

    Se volvió y fulminó con la mirada a Kaci y a Emily. A pesar de que se suponía que eran sus amigas, insistían en que estaba engañándose a sí misma… que pensaran lo que les diera la gana, a ella le daba igual. Aunque ellas estuvieran empeñadas en condenar a Anson, ella se negaba a hacerlo.

    Se volvió hacia delante al oír que sonaba el timbre, y se esforzó por hacer caso omiso de los cuchicheos. Sí, era cierto que Anson había desaparecido después del incendio y que le había prendido fuego a la caseta del parque, pero estaba convencida de que no había tenido nada que ver con lo que había pasado en el Lighthouse.

    Se había convencido a sí misma de que él regresaría pronto a Cedar Cove, creía de todo corazón que ya estaría de vuelta para cuando llegara el día de la graduación. Se aferraba a aquella esperanza mientras se centraba en aquella fecha, el cuatro de junio, y se negaba a dudar de él.

    La tarde se le hizo eterna, al igual que cada día que había pasado desde la noche del incendio, que había sido cuando le había visto por última vez. Se fue del instituto a toda prisa en cuanto terminó la última clase y fue a la gestoría de su padre, donde trabajaba a tiempo parcial. Mientras caminaba hacia el edificio que pertenecía a su padre y a los socios de éste, repasó los hechos tal y como los recordaba. Solía darle vueltas y más vueltas a todos los detalles, y lo cierto era que, desde un punto de vista lógico, podía llegar a entender por qué alguien que no conociera a Anson podría pensar que él había incendiado el restaurante. Era cierto que en otoño había cometido el error de prenderle fuego a la caseta del parque, pero se había responsabilizado de sus actos, había aceptado el castigo que se le había impuesto, y había intentado seguir adelante con su vida.

    Había tardado una semana en volver a verle… la semana más larga de toda su vida. Él había ido a verla una noche, y la había despertado al llamar a la ventana de su dormitorio. No era la primera vez que había aparecido en medio de la noche, pero en esa ocasión se había negado a entrar y le había dicho que sólo había ido a despedirse de ella.

    Anson se había negado a escuchar sus protestas, y había insistido en que tenía que marcharse. Quedaban muchas preguntas por resolver, incluyendo el tema del dinero que había desaparecido, pero él le había jurado que no sabía nada sobre eso y ella le creía. El señor Gunderson se había equivocado al echarle la culpa de un delito que no había cometido.

    Pero eso no era todo: según los términos del acuerdo al que se había llegado con el fiscal después de lo de la caseta del parque, Anson se había comprometido a acabar los estudios y a pagar los daños que había causado, y como no había aparecido por el instituto durante la semana previa al incendio del Lighthouse, ella había pasado aquellos días muerta de preocupación, preguntándose dónde estaba y qué estaba haciendo. Nadie tenía ni idea de su posible paradero; de hecho, ni siquiera a la madre de Anson había parecido importarle dónde pudiera estar.

    Había sido entonces cuando él había ido a verla aquella última noche. Le había dicho que iba a marcharse, pero no había querido decirle adónde pensaba ir ni cuándo volvería. A pesar de que ella le había suplicado que se quedara, y por mucho que había insistido en hablar para intentar encontrar una solución, él se había despedido con un beso y había desaparecido en la oscuridad de la noche.

    A la mañana siguiente, en el que iba a ser uno de los peores días de toda su vida, su madre la había despertado y le había dicho que el sheriff Troy Davis quería hacerle unas preguntas. Había sido entonces cuando se había enterado de lo que había pasado en el Lighthouse, y a pesar de que se había esforzado por contestar a las preguntas del sheriff, lo cierto era que no le había contado todo lo que sabía. Había sido incapaz de hacerlo; de hecho, ni siquiera sus padres sabían toda la verdad. No se atrevía a contárselo a su padre por miedo a que perdiera la fe en Anson… y en ella.

    Se sentía agradecida por el empleo que tenía en la gestoría, porque a pesar de que era a tiempo parcial, la distraía de sus problemas durante unas horas al día. Su padre había intentado ayudar a Anson, había intercedido por él y le había apoyado después de lo de la caseta del parque. Había sido el único dispuesto a echarle una mano. Cherry Butler, la madre de Anson, había dicho que su hijo se tendría bien merecido lo que llegara a pasarle, y no parecía demasiado preocupada por su desaparición; según ella, Anson volvería cuando estuviera listo, y hasta entonces no iba a perder el tiempo preocupándose por él.

    La actitud de aquella mujer la horrorizaba. Sabía que, si ella hubiera desaparecido, sus padres la buscarían sin descanso, y que jamás la darían por perdida. El mismo Anson le había dicho que era afortunada por tener unos padres que la querían y se preocupaban por ella. Estaba convencido de que él no le importaba en lo más mínimo a nadie, pero en eso se equivocaba. Ella le amaba y sus padres también estaban preocupados por él, a pesar de que para ellos la principal prioridad era protegerla a ella.

    Anson le había dicho que algunas personas nacían con suerte, y que al contrario que ella, él no pertenecía a ese grupo, así que había decidido labrarse su propio futuro.

    Cuando llegó a las oficinas de Smith, Cox, y Jefferson, encontró en la zona de recepción a un montón de gente que había esperado hasta el último momento para presentar la declaración de Renta. Sólo faltaban cuatro días para el quince de abril, y la inquietud se notaba en el ambiente. Cada año pasaba lo mismo.

    Mary Lou, la recepcionista, le devolvió la sonrisa y le dijo:

    –Hay alguien esperándote en la cocina.

    Por un segundo, creyó que podría tratarse de Anson, pero se dio cuenta de que era imposible. La oficina

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