Canción sin volumen: Apuntes, historias e ideas sobre salud mental
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En Canción sin volumen, una antología original de Everand, los autores Fernanda Trías, Emiliano Monge, Jazmina Barrera, Brenda Navarro, Lydia Cacho, Guadalupe Nettel y Dolores Reyes convergen para desafiar los paradigmas establecidos en torno a la 'salud mental'. En lugar de simplemente informar o crear conciencia, estos autores exploran cómo la enfermedad mental desdibuja la realidad compartida, sumiendo a quienes la sufren en una soledad profunda.
A través de cuentos y ensayos breves, editados por Sandra Barba, estos autores desvelan cómo la enfermedad mental despoja el lenguaje común, dejando a las personas atrapadas en metáforas incomprensibles. Es en este caos lingüístico donde la magia literaria entra en juego, preservando lo inefable y manteniendo viva la ambigüedad y la incertidumbre.
Esta antología desafía y cuestiona la auténtica comprensión entre individuos, explorando las experiencias intrínsecas de la locura y la comunicación humana. Es un compendio que insta a reflexionar y sumergirse en las complejidades de la mente humana.
Fernanda Trías
Fernanda Trías (Uruguay, 1976) is the author of novels La Azotea (The Rooftop, Charco Press 2020), La ciudad invencible (The Invincible City), and the multi-award-winning Mugre rosa (Pink Slime, Scribe 2023), as well as the short story collection No soñarás flores (Thou Shall Not Dream Flowers). She lives, writes, and teaches in Bogotá, Colombia.
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Canción sin volumen - Fernanda Trías
UNA CANCIÓN SIN VOLUMEN
APUNTES, HISTORIAS E IDEAS SOBRE SALUD MENTAL
FERNANDA TRÍAS EMILIANO MONGE JAZMINA BARRERA BRENDA NAVARRO LYDIA CACHO GUADALUPE NETTEL DOLORES REYES
EDITED BY
SANDRA BARBA
PRÓLOGO
Sandra Barba
Lo primero que supe acerca de este libro, cuando aún no se había escrito ni uno solo de sus textos, es que debía servir para que crezca la sensibilidad del público ante la salud mental
. Escuché que ese era el propósito, y jamás me preocupó que terminara en una compilación de escritos bienintencionados e insustanciales —del estilo de los que abusan del neologismo visibilizar
—. No me preocupó, en gran medida, por la inteligencia de las autoras y el autor convocados, pero sobre todo porque, aun en el presente de lo correctito, existe más de una manera de hablar, leer y escribir sobre experiencias mentales y emocionales que otras épocas prefirieron reprimir o aislar. La crudeza de ciertas representaciones y las palabras que a algunos podrían parecerles insensibles
, como loco
y locura
, se mantienen intactas en este libro porque para hacernos sensibles a un rango de la existencia humana, lo peor sería sanitizarlo. La intención, en este caso, tampoco fue divulgar ni crear consciencia porque a una cosa y a otra ya se dedican, por ejemplo, las campañas de salud.
¿Qué dicen, entonces, los escritores latinoamericanos reunidos aquí sobre la locura? Lo común, en varios textos, es que exploran el modo en que la enfermedad mental evapora el mundo en común. De pronto el sobrino predilecto deja de entender al tío que sufre de los nervios
y ni la nieta favorita está segura de comprender lo que entredijo la abuela en sus últimos años —aunque quizá sea más grave: ¿sí quiso la abuela decir algo que nadie entendió o aquello no fue sino una serie de accidentes lingüísticos?—. Quien padece esta experiencia parece desconocer los significados de las palabras que hasta hace un instante compartía con los demás y así se abre una distancia inmensa —en especial, abrupta— incluso entre los más cercanos, como lo saben y lo escriben Lydia Cacho y Guadalupe Nettel. Unos se quedan del otro lado, con significados inaccesibles, opacos. Se vuelven indescifrables. Por eso, la locura implica vivir y soportar una forma radical de la soledad. O, como escribió Emiliano Monge, los enfermos mentales se quedan atrapados en sus metáforas. Le sucede al trío de personajes de Dolores Reyes, a la narradora del cuento de Fernanda Trías, a la abuela de Jazmina Barrera.
¿Qué pueden hacer el y las autoras si su profesión es escribir y es precisamente el lenguaje compartido el que se desfonda? Se acercan, usando el mismo medio y hasta donde es posible, a lo que siempre permanecerá incomunicable, a pesar del mandato de verbalización que toda terapia exige —no solamente la freudiana— y a pesar de que no sean pocos los psiquiatras que se limiten a clasificar estas experiencias con un simple diagnóstico. Algunos botones de muestra. La descripción médica básica de varias enfermedades mentales dirá que los pacientes presentan un discurso incoherente, desordenado, ilógico e irrelevante (sic) —es una característica que comparten la esquizofrenia y el alzhéimer, el autismo y los momentos más agudos de la ansiedad—. La literatura, porque trabaja con el lenguaje, no cataloga estos discursos como síntoma y pasa de ellos, sino que se detiene a preservarlos y a hacer constar las posibilidades que existen en lo ininteligible. Aunque los textos aquí reunidos buscan y encuentran formas de decir todo esto, su propósito no es fijar un sentido sino mantener la ambigüedad, la incertidumbre. Cuando Brenda Navarro escribe, citando a Ana Gabriel, hablábamos sin hablar
, sabemos que hacerlo es posible y entendemos, aunque nunca por completo. Al leer los diálogos de la abuela de Jazmina Barrera, compartimos su corazonada —¡es verdad que algo quiso decir!— y atamos los cabos de la mano de sus lecturas y recuerdos, pero ni ella ni nosotros podemos decir qué quiso comunicar su abuela con exactitud. Del mismo modo, comprendemos y no comprendemos la obsesión por el futuro de la mujer que narra el relato de Fernanda Trías, el vuelo de los personajes de Dolores Reyes. ¿Qué hacen sus cuentos y ensayos? Mostrar estas experiencias como lo que son: irreductibles. Quizá Brenda Navarro diría que leer esta antología es como escuchar una canción sin volumen
.
Pero ¿por qué un libro así apelaría a quienes se consideran cuerdos? Porque todavía está en entredicho que las personas realmente podamos darnos a entender.
MARABUNTA
Fernanda Trías
Desde que le quitaron al niño había empezado a dedicarse a los negocios a futuro. La empresa la encontró por casualidad en Internet. Se llamaba llamaba next y tenía un slogan que a ella le gustaba mucho: Un mejor futuro para sus herederos
. La misma frase le habría disparado un ataque de risa un tiempo antes. Muy joven entendió que el futuro como categoría no les correspondía a las personas como ella. A los doce años, cuando se emborrachó por primera vez, supo que el único tiempo que le correspondería sería el presente y agradeció, aferrada a la botella y después al inodoro, haber encontrado esa máquina del tiempo que anulaba el pasado y la suspendía para siempre en un mismo segundo, predecible y benévolo. A veces todavía le parecía oír la voz del gringo, con su acento como un cacareo de gallina, preguntándole: ¿Qué futuro podés darle al nene vos? Ninguno, pensaba ella, ninguno. Pero desde que el niño no estaba, había descubierto en la idea de futuro un lugar donde podía encontrarse con él, y ese lugar se parecía bastante al sitio web de next: no quedaba en ningún país, no tenía orillas ni fronteras, y en las ventanas emergentes centelleaban frases alentadoras: ¡bien hecho!, ¡ya estás cerca!, ¡lo mejor está por venir!
Más que un negocio, next era una comunidad de emprendedores adelantados a su tiempo. En el sitio se podían dejar mensajes, compartir ideas y aconsejarse mutuamente. Cuando comprabas acciones de alguna idea brillante
, había que especificar el nombre del destinatario, porque nadie iba a fingir que esos negocios arrojarían dividendos en el lapso de una generación. Por eso las acciones salían tan baratas. Ni siquiera podías comprar una sola; lo mínimo que te permitían invertir era cien pesos. Cuando concretabas alguna compra te llegaba un correo que decía: ¡Felicidades! Usted acaba de adquirir un mejor futuro para sus herederos
.
Por las noches ya no salía tanto. Prefería abrir unas latas de cerveza, acompañarlas de un ron, y pasar horas revisando los cientos de ideas hasta dar con una interesante o hasta quedarse dormida. Al despertar, con la ropa puesta y la televisión sonando, casi nunca recordaba lo que había hecho la noche anterior; iba reconstruyéndolo gracias a su historial de búsquedas en next y a los correos de confirmación de compras. El primer negocio en el que invirtió fue una empresa recicladora de chatarra espacial. Había pagado quinientos pesos por diez mil acciones a futuro. El reciclaje, eso sí era un negocio. Cuando el espacio alrededor del planeta se hubiera convertido en un gran basurero de satélites viejos, naves obsoletas y tanta otra chatarra, ahí las cosas empezarían a moverse. En el campo del destinatario escribió: Miguel Ángel Williams (antes López). En nacionalidad escribió: Varias. Y en número de identificación escribió la cédula del niño, que se sabía de memoria y usaba para todas sus contraseñas.
Antes de conocer al gringo, el niño y ella vivían en una pieza de pensión. No iban a ningún lado. Todo el día encerrada en esa pieza con el niño, respirando el mismo aire, mirando los mismos programas en la tele. Y el nene: glu, glu, glu. Sentía que le chupaba hasta la sangre y la dejaba sin fuerzas de nada. Pero por las noches le venía la urticaria, como le gustaba llamarle, y no le quedaba más que vestirse y salir a la calle. Si no lo hacía, la urticaria se apoderaba de ella como una marabunta. ¿Cómo explicarlo? La marabunta le tomaba el pensamiento: no podía fijar la mente más que en la necesidad de calmar esa presión que ejercían las ideas locas en su cabeza. Por momentos creía tener doce años y entrever la sombra de su padre dormido en la cama. Revisaba los armarios del baño en busca de botellas. Y la respiración de él, tan tenue. ¿Respiraba? Sí, respiraba. Era tal el agotamiento que le producía esa lucha contra sí misma. Luego la marabunta la alzaba, como solo las hormigas son capaces de alzar hojas diez veces más pesadas que su propio cuerpo, la marabunta la vestía, la maquillaba y la llevaba hacia la puerta dejando al nene solo en la cama, en un corralito hecho de almohadas.
Al gringo lo conoció en una de esas noches. Era un tipo alto, pelirrojo, con marcas de acné muy viejas, como pozos mal disimulados entre la barba canosa. Le calculó unos cuarenta años. A él los tragos le habían pegado mal pero quería seguirla. Apenas podía estar derecho sin agarrarse del poste. Le preguntó si conocía un lugar que estuviera abierto. Ella le dijo: Lo que necesitás es algo que te enderece.