Paella monstruo
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Son quince las aventuras y desventuras en las distintas orillas del Atlántico que contiene esta "Paella monstruo". Pablo Francescutti juega con las capas de su biografía, con la historia de las zonas del mundo donde vivió y viajó, y con lo que supo fantasear.
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Paella monstruo - Pablo Franscescutti
Paella monstruo
Imagen en la portada: Midjourney
Copyright ©2014, 2023 Pablo Franscescutti and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374528
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
SAFARIS
La biblioteca de Renato
La cabeza del faraón flotaba en un fondo oscuro. La diadema bizantina de rubíes resplandecía sobre la negrura. Con igual fulgor se destacaban los colores vivos de la Venus prehistórica, del caballito chino de jade, del yelmo corintio de penacho peludo, de la barquilla funeraria y sus remeros en miniatura, todos recortados contra las tinieblas satinadas que reflejaban la luz de la lámpara a sus espaldas.
Y a sus espaldas, Renato hablaba y hablaba. ¿De qué hablaba? Del gobierno, de la secta o logia o mafia religiosa que controlaba ministerios estratégicos de la dictadura de Onganía, y de lo mal que iba todo en la Argentina, de las películas censuradas, de los frigoríficos que quebraban, del estado de sitio, en fin, un deprimente repaso de la actualidad nacional y local dirigido a sus padres y la tía.
Renato y la tía vivían en este departamentito, ¿o apartamentito?, mejor dicho, en este estudio diminuto. Él ya lo alquilaba antes de casarse, de cuando todavia vivía con sus padres, y lo usaba para dar clases particulares a los estudiantes de Filosofía y Letras, porque el estudio se encontraba muy cerca de la facultad, en pleno centro. Y que estaban en pleno centro lo confirmaban los gritos de acera a acera, el bramido del tráfico pausado por el semáforo de la esquina, los portazos de los taxis, el zumbido de la chinchilla de neón de la peletería de enfrente: la banda sonora callejera que subía y se fundía con la charla de los mayores en un confuso ruido de fondo del cual el chico se abstraía gracias a las fascinantes imágenes de los libros. Desde la ventana abierta a su derecha, Renato había presenciado el Rosariazo en vivo y en directo, le contaba a sus cuñados cuando venían de visita con el hijo a rastras. Ahí a la vuelta, en la galería comercial –su índice señalaba la pared norte de la pequeña sala de estar– la policía había disparado en la frente al estudiante Bello...
El estudio se había transmutado en nido conyugal sin perder su aspecto original. Por todos los rincones se alzaban montañas de periódicos que amarilleaban. El mobiliario seguía limitándose a un juego de sillones y sofá donde se sentaban las visitas, una mesa plegable pegada a la pared con la Olivetti portátil en un costado y, en una esquina, un voluminoso mueble biblioteca de color blanco que llegaba hasta el techo. A menudo, al escueto conjunto se añadía un tendedero con calzoncillos y camisetas secándose, una estructura que tenía la mala costumbre de apoyar uno de sus caños contra la sien de la tía cuando se sentaba en el sillón, por lo que ésta se veía obligada a empujar discretamente la armazón sin perder el hilo de la conversación. El escaso espacio libre era aprovechado por el sobrino para sentarse en el suelo, en desesperada búsqueda de algo con lo que entretenerse en ese apartamentito demasiado parecido al cuchitril de la familia de Libertad, la amiga de Mafalda, cuyas andanzas se contaban en las Siete Días apiladas sobre una banqueta, entre fascículos del Centro Editor y suplementos literarios.
Los anfitriones no tenían heladera, y eso que la abuela les había dado la plata para comprarla, según contaba su madre, pero la pareja priorizó su vida social y destinó el dinero a la adquisición del sofá y los sillones, por eso las coca-colas que le servían al sobrino siempre estaban tibias o, muchísimo peor, ¡calientes! Tampoco tenían televisor, por lo que en sus visitas él debía conformarse con hojear revistas. Primero devoró todas las tiras cómicas; luego se entretuvo con las fotografías, y por último se detuvo en los pocos reportajes que no trataban de aburridísimos asuntos políticos. Un periodista de Primera Plana le contó el asesinato en Méjico de un ruso con barba de chivo –se cumplían 30 años del crimen–, y a pesar de no entender nada de lo que se jugaban sus exóticos protagonistas, el fascinante relato de espías le tendría atrapado durante mucho mucho tiempo. Otro reportaje, motivado por el estreno de la película sobre Butch Cassidy, prometía revelar la verdad de sus andanzas patagónicas, promesa que no cumplía. Y otro le informó del plan de Thor Heyerdahl, el arqueólogo aventurero, de cruzar el Atlántico en un bote armado con papiros. Y ya no hubo nada más interesante que leer. Urgía encontrar alguna distracción antes de que el tiempo comenzara a estirarse al infinito.
En el juego de living la charla continuaba muy animada, y Renato, como siempre, llevaba la voz cantante. Su cabellera leonada, peinada para atrás, le caía en ondas bien dibujadas sobre sus sienes, dejando despejada la frente amplia y formando en la nuca una hermosa melena plateada. En su hablar calmo, en sus modos tranquilos, en la mirada que proyectaban sus saltones ojos azules había una beatitud, una benevolencia a la que sus anteojos redondos daban forma circular, y por lo tanto doblemente buena. Arrastraba un pasado de seminarista renegado. Un verano, relató la tía en un almuerzo familiar cuando su flamante novio no había sido todavía presentado, le tocó acompañar a Calamuchita a los alumnos de una escuela católica en viaje de fin de curso; varios chicos, desobedeciendo sus órdenes, se bañaron en una poza traicionera y uno se ahogó. Sus superiores, buscando eximir de responsabilidades a la institución, le echaron la culpa. La jugarreta acabó con su fe en el sacerdocio. Para escándalo de su devota familia, abandonó el seminario. Un cura amigo lo colocó de profesor en un colegio privado, pero con la iglesia se volvió a topar: le ordenaron aprobar al hijo burro de un generoso mecenas y renunció asqueado. Resuelto o resignado a un destino laico, se metió a estudiar Historia. Mientras cursaba la carrera descubrió que el latín y el griego aprendidos con los religiosos le servían para ganarse unos pesos dando clases particulares: particular. Fue una pequeña alegría, no había invertido su juventud del todo en vano.
De sus antiguos mentores se le habían pegado el amor a las humanidades clásicas y el gesto beatífico, pero su expresión bondadosa y su paz de espíritu se evaporaban al instante no bien la conversación tocaba el tema de los militares; entonces al ex seminarista se le descomponía el semblante y soltaba un chorro de palabrotas que no respetaba general ni brigadier, ni gendarme ni Policía Militar (Putos de Mierda, les decía). Y sus exabruptos tirando a soeces incomodaban a sus cuñados, porque estos, aun compartiendo sus apreciaciones sobre la maldita casta que estrujaba al país, cuidaban mucho el vocabulario delante de su vástago. El pequeño, de todos modos, no hacía el mínimo caso a esa cháchara de adultos que oía pero no escuchaba, como hacen los chicos, aunque en el fondo no dejaba de divertirle lo malhablado que era su tío político. Pero eso le importaba muy poco ahora, porque su interés había sido acaparado por un descubrimiento providencial: el tesoro escondido en la biblioteca.
Los estantes del armatoste tenían puertas corredizas de cristal. No divisaba el contenido de los más altos, pero los cristales de los paneles inferiores dejaban ver los manuales de griego y latín, los diccionarios, la enciclopedia Quillet, una pequeña vasija de barro que decía Recuerdo de Tilcara, la réplica de un ánfora griega decorada con un Birreme atacado por harpías; y, casi, casi al ras del parquet, lo más importante: las joyas de Renato.
Le costó esfuerzo sacar de la estantería los lomos gruesos y brillantes. La madera de los paneles se había abombado y los cristales corrían con dificultad por sus rieles. Eran volúmenes grandes, los más grandes que jamás había tocado. En su casa tenían una biblioteca respetable, pero todos los libros de sus padres, salvo un Martín Fierro forrado en cuero, eran para leer; estos, en cambio, ¡eran para olfatear! Al abrirlos exhalaban deliciosas fragancias a madera fresca, como un lápiz Faber recién afilado, y a resinas con toques de vainilla. Pero sobre todo eran para mirar. Contenían reproducciones de Leonardo, El Greco, Durero, Rembrandt; y de las colecciones de El Prado, el Louvre, la Alte Galerie, el Hermitage... No faltaban los dedicados a temas precisos, pintura y escultura en el Imperio Nuevo, arte funerario etrusco, tapicería medieval... Ediciones italianas, francesas, españolas y alemanas, de nombres ignotos salvo el de Rizzoli, al que conocía por los coleccionables que vendían en los kioscos. ¿Sabía Renato francés y alemán, además de lenguas muertas? ¿O se contentaba, como su sobrino político, con inhalar las esencias de trementina y tintas exquisitas y deleitarse con las magníficas impresiones?
Las obras de arte flotaban solitarias dentro de los recuadros oscuros dispuestos en cada página; en unos pocos casos se distinguían la vitrina que los guardaba, el pedestal que los sostenía o el terciopelo sobre el que descansaban; la gran mayoría levitaba en el éter de la belleza sin mácula, limpia de sudores de esclavos, de sangre de hoplitas, de lágrimas paleocristianas. En ese limbo de los objetos puros flotaban la Urna, el Sarcófago, el Escudo, la Espada, la Armadura, la Crátera, el Fresco, el Cáliz, el Yelmo. Y al admirar la corona de Helena, la Puerta de los Leones o el busto de Nefertiti, el chico sentía nacer en su interior una impetuosa vocación de arqueólogo que enseguida se derrumbaba cuando pensaba que de la pampa sin pasado que lo rodeaba, por más que rascara, solo podría extraer unas puntas de flechas indias, la piel reseca de un milodón, o un caparazón de gliptodonte como los que desenterraban los arados y acababan adornando las chacras de la zona. Si pretendía descubrir alguna pieza valiosa de las grandes civilizaciones tendría que irse a excavar fuera, lejos de sus padres, de su ciudad y del río, porque todo, todo, todo se hallaba a muchísimos kilómetros de este culo del mundo en el que le había tocado nacer.
Y aunque quizás no llegase a ser arqueólogo, en aquellas veladas en el apartamentito supo que esas imágenes se incrustrarían de manera indeleble en su memoria. Y tanto que, años más tarde, en el Museo de Antigüedades de El Cairo, intentaría recrear su aura ultraterrenal en las fotografías sacadas con su Canon. Lo intentó con la máscara de Tutankamón, y fue en vano: veinticuatro fotos arruinadas por los reflejos del flash contra la vitrina y por la cara de pescado de un turista que contemplaba embobado el reverso del mítico atuendo. Comprendió que a los fotógrafos de las editoriales les dejaban sacar las piezas de su sitio y retratarlas contra fondos neutros, manipular luces y sombras, plantar trípodes, ensayar un arsenal de lentes; unos privilegios inalcanzables para un simple aficionado.
Pero eso ocurriría décadas más tarde, y el chico encerrado con los cuatro adultos en aquel apartamentito tenía entonces otra cuestión de la que ocuparse: ¿Era el tío un fanático del arte? Difícil decirlo. En ninguna de las peladas paredes del diminuto estudio colgaban los Guernica, Pérez Celis o Folon habituales en aquellos días. Tampoco en la conversación de Renato abundaban las alusiones a pintores o escultores u otros artistas. Más bien se diría que era un fanático de la Cultura: de la Cultura más sólida y concentrada, material y maciza como los colosos de piedra de Abú Simbel que un impresionante rescate internacional estaba salvando de las aguas, según las ilustraciones del Correo de la Unesco que Renato le enseñaba con admiración a su cuñado; de una Cultura contundente como las tapas duras de los tomos guardados en la estantería inferior. De ahí le venía esta pasión coleccionista. Desde que tuvo dinero en el bolsillo lo destinó a agenciarse libros que la industria nacional, con sus encuadernaciones precarias y sus tintas de mala calidad, no editaba ni parecía que fuera alguna vez a editar. Gastaba sus escasos ingresos en cuidadas ediciones que algunos libreros importaban para clientes bibliófilos. Y las pagaba a precios desorbitados, porque esos bienes sólo traspasaban las fronteras al precio de un costoso peaje. En aquel país hermético, una botella de escocés y una Play Boy introducidas por los escasos viajeros que volvían del extranjero acreditaban la existencia del remoto y legendario mundo exterior; una evidencia que a Renato se la aportaban sus amadas reproducciones artísticas.
El disfrute del fascinante hallazgo se prolongó a lo largo de las siguientes visitas. El sobrino ya no remoloneaba cuando sus padres le mandaban subir al Citroen que los llevaría a casa de los tíos. Entraba el primero en el apartamentito y, tras los besuqueos reglamentarios, se sentaba al pie de la biblioteca, corría el cristal del estante inferior y buscaba un nuevo volumen en el que zambullirse.
Sus padres y la tía observaban divertidos las miradas alarmadas que Renato dirigía al sobrino que manoseaba sus más preciados bienes. Mientras el chico se entretuvo desparramando revistas y periódicos por el piso, el tío se contentó con vigilarlo de soslayo sin decir nada. Pero cuando comenzó a hojear el suntuoso tratado sobre los ídolos de las Cícladas, el dueño de casa no pudo aguantarse más, cortó su perorata sobre la rama rosarina del movimiento de sacerdotes para el tercer mundo y, reprimiendo a duras penas las ganas de saltar del sillón y arrancarle el libro de las manos, le ordenó con tono apremiante:
—Querido, tratá de tomar las hojas por los bordes, que si no