Tres maneras de decir adiós
Por Clara Obligado
3/5
()
Información de este libro electrónico
Una obra que encierra una honda reflexión sobre escribir y escribirse, que milita contra posibles ucronías pesimistas y dibuja, con destreza, un tríptico apasionante y conmovedor. Desde su mirada inteligente, los libros de Clara Obligado se convierten, una y otra vez, en una bienvenida afortunada.
Lee más de Clara Obligado
Atlas de literatura latinoamericana Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Relacionado con Tres maneras de decir adiós
Títulos en esta serie (100)
La vida ausente Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Helarte de amar: y otras historias de ciencia-fricción Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Las elipsis del cronista Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLas otras vidas Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Los pájaros Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Alumbramiento Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl lector de Spinoza Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El síndrome Chéjov Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPropuesta imposible Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesInquisiciones peruanas Calificación: 3 de 5 estrellas3/5El jardín japonés Calificación: 3 de 5 estrellas3/5El androide y las quimeras Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Temporada de fantasmas Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Covers. En soledad y compañía Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHasta luego, mister Salinger Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La glorieta de los fugitivos: Minificción completa Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cuentos completos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAjuar funerario Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La mitad del diablo Calificación: 3 de 5 estrellas3/5El otro fuego Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLas puertas de lo posible: Cuentos de pasado mañana Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cazadores de letras: Minificción reunida Calificación: 3 de 5 estrellas3/5El juego del diábolo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl último minuto Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl mundo de los Cabezas Vacías Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesVoces de humo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCon la soga al cuello Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesFenómenos de circo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Quédate donde estás Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl pensamiento mudo de los peces Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Libros electrónicos relacionados
Los mejores días Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCerezas en París Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSusurros de belleza Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCasi tan salvaje Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCuentas pendientes Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Nuestros años pasan de la misma manera Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesRey de gatos: Narraciones antropófagas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa máquina de hacer pájaros Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUn réquiem europeo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAvidez Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa piel intrusa Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHabitaciones Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesQue pase algo pronto Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCheckpoint Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Mandarino Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHasta encontrar una salida Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTrajiste contigo el viento Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Hospital Posadas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesPequeñas labores Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNo son vacaciones Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Mundos del fin de la palabra Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa ternura Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa vida sumergida Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEmprendadas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesContribución a la historia de la alegría Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAlcaravea Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTodo lo que aprendimos de las películas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEfectos secundarios Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Madres y perros Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesOjo animal Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Relatos cortos para usted
Vamos a tener sexo juntos - Historias de sexo: Historias eróticas Novela erótica Romance erótico sin censura español Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Desayuno en Tiffany's Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Periferia Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las cosas que perdimos en el fuego Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El reino de los cielos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El ruiseñor y la rosa Calificación: 5 de 5 estrellas5/5EL GATO NEGRO Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Un lugar soleado para gente sombría Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cuentos infantiles de ayer y de hoy Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Perras de reserva Calificación: 5 de 5 estrellas5/5A las dos serán las tres Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El profeta Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La sombra sobre Innsmouth Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Cuentos para niños (y no tan niños) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Hechizos de pasión, amor y magia Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Cuentos de Canterbury: Clásicos de la literatura Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El huésped y otros relatos siniestros Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La paciencia del agua sobre cada piedra Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Los cadáveres exquisitos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5MEJORES CUENTOS DE HEMINGWAY Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHoracio Quiroga, sus mejores cuentos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMe encanta el sexo - mujeres hermosas y eroticas calientes: Kinky historias eróticas Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Donantes de sueño Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Los peligros de fumar en la cama Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El césped Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las heridas me las hice yo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones¿Buscando sexo? - novela erótica: Historias de sexo español sin censura erotismo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Búscame cuando sepas lo que quieres Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El psicólogo en casa Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Los divagantes Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Categorías relacionadas
Comentarios para Tres maneras de decir adiós
1 clasificación0 comentarios
Vista previa del libro
Tres maneras de decir adiós - Clara Obligado
Clara Obligado
Tres maneras de
decir adiós
Clara Obligado, Tres maneras de decir adiós
Primera edición digital: marzo de 2024
ISBN epub: 978-84-8393-705-1
© Clara Obligado, 2024
© Del diseño de cubierta: Julieta&Grekoff, 2024
Arte textil: Silvana Rodríguez de Tramando Taller
Retoque fotográfico: Manolo Yllera
Ilustración: Julieta Obligado González
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2024
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
Colección Voces / Literatura 356
Editorial Páginas de Espuma
Madera 3, 1.º izquierda
28004 Madrid
Teléfono: 91 522 72 51
Correo electrónico: info@paginasdeespuma.com
¿Qué es un fantasma?, preguntó Stephen. Un hombre que se ha desvanecido hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de costumbres.
James Joyce, Ulises
Dicen que no son tristes
las despedidas
decile al que te lo dijo
que se despida.
Atahualpa Yupanqui, «La huanchaqueña»
El héroe
¿Habrías venido conmigo, te hubieras dejado arrastrar hasta este pueblo, donde nunca pasa nada? Te imagino harto del desorden, aburrido o nervioso ante una casa que padece mil demoras. Yo con el carpintero, el electricista, alguien que trabaje la piedra, una escuela para Nico.
Se deshacen las nubes y el verde musculoso de las encinas contrasta con la arcilla. Pueblos y amasijos de casas, achaparrados campanarios, alguna torre de vigía, el baile ingenuo del trigo. En lo alto, los buitres leonados custodian las rocas y sus cortes agudos.
Antes de dejar la ciudad hice mil llamadas y vengo con una carpeta llena de encargos. Bailan en el maletero las bolsas con la ropa del niño, esas deportivas con las que Nico casi duerme, los juguetes de los que no se separa. Por el retrovisor veo la dulce curva de su mejilla, el flequillo rubio. Aparece de pronto entre las aliagas un castillo, corre, se oculta, se agiganta, lo devora una curva. Las vías del tren y una carreterita que me guía hasta la entrada del pueblo, las naves, las eras, en la fuente, el canto del agua. Oigo las voces rudas de los albañiles, parece que discuten pero, en cuanto ven mi coche, continúan con sus tareas. Nico se ha dormido y tengo que bajarlo en brazos. Nadie me ayuda con las maletas.
Desde la casa se ve el campo y, sobre la loma, tierra pelada, una paridera. Son los vacíos que dejan los pastores, las calvas de un encinar que retrocede ante el paso inevitable de las majadas.
Mirando a la pared, donde estuvo la cocina, pondré el ordenador, no puedo escribir si hay belleza. Los antiguos dueños acercarían al fuego sus sillitas, como fantasmas brotan bajo la cal las huellas de los ahumados. Imagino a esta gente en los inviernos gélidos, el calor subiendo desde los animales hacinados en la planta de abajo. Hay dos alcobas ciegas que convertiré en un baño y, en la cámara, mi dormitorio. Techo abuhardillado, vigas soberbias, la memoria de la fruta acumulada, un tiempo que incluye a otro tiempo. Aún no conozco a los vecinos.
En mi cama vacía deseo tu piel.
¿Habrías venido?
Para hacer la compra tengo que bajar a la pequeña ciudad que rodea el castillo, aquí ni siquiera hay una panadería. Cuando regreso, sobre el mármol recién pulido, hay un sedum compacto como un puño. Detrás del tiesto, el dedo de una mujer vieja, detrás del dedo, una voz. La voz dictamina: lo estás dejando todo muy bien. Tardo en darme cuenta de que habla de la casa. Nunca cierro la puerta. ¿Será peligroso? La mujer lleva un sombrero de paja y debajo brillan sus ojitos cristalinos. Si no se moviera con tanta precisión, pensaría que es ciega.
–Has puesto un baño donde encontraron a la pobre Olalla.
Señala el baúl, que es lo único que he guardado de los antiguos propietarios, y dice, bajando la voz:
–Ahí siguen sus cosas.
De pronto parece recordar algo, salta de la banqueta con una agilidad inesperada, desaparece.
Comemos en silencio y paso la tarde entre maletas. Aunque es primavera, en el deleite de las noches hace frío. Construyo mi guarida bajo el edredón, leo y me adormezco. Un pájaro tañe, los grillos escanden la oscuridad, alrededor de la farola se atarean los murciélagos. Caigo en un sueño pesado. De pronto me sobresalto, extiendo la mano, me parece que estás. Son los piececillos de Nico contra mi espalda. Pobre hijo mío.
Me despierto con los golpes y desde la ventana descubro a Nico sentado entre los albañiles. El que parece el capataz le esconde en la mano algo que no alcanzo a ver y que el niño hunde en su puño. Sopla su flequillo rubio, los tiernos pies descalzos. Me alegra que converse con alguien y me decido a dar un paseo sola, hasta la fuente. Bajo el chorro de plata gira un pez, el agua refleja el olmo gigantesco de la plaza, que vierte su maraña de sombras sobre la casa más bonita. En el portal está sentada una mujer. Pañuelo negro, ropa de luto.
–Van a talarlo –dice–, como si le hablara al viento.
Apoyados contra la piedra, con los riñones calientes, los hombres cotillean sobre cualquiera que pasa. Soy la nueva vecina, digo, y todos estudian mi mano extendida como si no supieran qué hacer con ella. Por fin la vieja del portal susurra su nombre: Justina.
Señalo el olmo:
–Qué pena. ¿Es por los hongos?
–¿Y el niño? ¿Y el marido? –dicen los viejos–. Preguntan porque se aburren, en cuanto estoy por responderles cambian de tema.
A la hora de la siesta, Nico se acurruca contra mi cadera.
–¿Qué te han dado los obreros?
–Nada, mamá.
–¿Guardaste nada en el bolsillo?
Se pone rojo, está mintiendo.
–¿Me lees? –dice–, para distraerme.
Tenemos un pacto: si me deja tranquila con mis libros, cuando me lo pide levanto la voz y le pongo sonido a las letras, leo en alto lo que estoy leyendo y las palabras ruedan sobre los renglones, brincan los versos entre las vigas, hexámetros bajo el techo de paja que se anuncian con pífanos y tambores. Soy una aeda. Recito un fragmento de la Odisea.
Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos caminos.
De pronto dice:
–¿Papá era Odiseo?
No sé qué responder, intento que no note que vacilo:
–Sí, Nico, papá era un héroe. Tú eres Telémaco, su hijo.
Apago la luz y canturreo llamando al sueño. Cuando por fin oigo su respiración acompasada pienso que soñará con tus batallas.
Nuestro hijo no necesitaba un héroe, sino un padre.
Lloro como si desaguara.
–Soy Telémaco.
–Mira al madrileño –contestan los albañiles, un poco azorados.
Nico entre hombres: broncíneas lanzas, mazas, peplos, cemento, palas, camisetas, sudor. Telémaco en pijama. Voy a recoger su habitación, cuando doblo su ropa algo cae y rebota y rueda.
Es una bala.
¿Una bala? ¿Le han dado una bala a mi hijo?
–Nico, ven aquí.
Abro la palma de mi mano y se la muestro, tartamudea. Furiosa lo tomo del brazo, subimos por el camino que lleva al cementerio. Estoy ofuscada, no sé si con el niño, con los obreros, conmigo misma o contigo. Entre las zarzas que nos arañan las piernas trepamos hacia la fuente vieja.
–Dime, Nico, de dónde la has sacado. Si me lo cuentas, no me voy a enfadar. El niño, con los puñitos apretados, libra una batalla, me mide. Somos rivales.
–Es un secreto.
Calibro si es mejor que confiese la verdad o que cumpla con la fidelidad a la tribu. Imagino que los albañiles le han dicho: «te la damos, pero no se lo cuentes a tu madre».
Una bandada de pájaros gira buscando dónde anidar. Recuerdo tu boca llena de sílabas y de cantos, golondrinas de mar sobrevolando territorios helados, de pronto me viene esa cabaña en mitad de la nieve donde, después de una pelea horrible, te pregunté si me mentías y tú saliste desnudo a la planicie para volver con un guijarro. Fue cuando aprendí que los pingüinos colocan una piedra ante la hembra elegida y acaricié la que me traías, su frío redondo, e insistí:
–¿Me eres fiel?
–No te defraudaré –susurraste, y yo preferí no indagar en esa frase esquiva.
¿Ha heredado Nico esa manera tuya de mentir? Silencioso, camina a mi lado.
Frente a la casa de Justina hay otra más sencilla, cubierta de flores, en la puerta está la vieja que me regaló el sedum. Nico intenta arrastrar una bolsa mientras ella parlotea y le da empujones en el hombro para que se mueva, por fin se lo sienta en las faldas, lo achucha, lo ayuda. El cucurucho de los rizos, la bata floreada, esas sandalias. Un anillo de oro con su piedra roja le amorcilla el dedo. Se sienta en mi cocina, me ofrece calabacines, cada tanto se golpea los muslos con énfasis y repite «bueno…», como si se fuera a marchar. Interpreto las elipsis y me ofrezco a mostrarle la casa, subimos a la recámara, estudia la bañera, se santigua varias veces y susurra: aquí encontraron a la pobre Olalla.
¿Quién será Olalla? Parece un nombre antiguo, en este pueblo todos son viejos, pero no lo comento en alto. Mañana te traigo más calabacines, dice entusiasmada. Antes de irse se da la vuelta: un día vengo y te preparo unas migas.
Así entró Paula en nuestras vidas.
Cada vez que salgo a la calle alguien me regala calabacines. He hecho mermelada de calabacín, tortilla de calabacín, calabacines rebozados, buñuelos de calabacín, crema de calabacín. Soy como un barco que