La Cuscuta: Editorial Alvi Books
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La Cuscuta - Jacqueline Sellan Bodin
La cuscuta
Jacqueline Sellan Bodin
Editorial Alvi Books, Ltd.
Realización Gráfica:
© José Antonio Alías García
Copyright Registry: 2402156935867
Created in United States of America.
© Jacqueline Sellan Bodin, Zitácuaro (Michoacán) México, 2024
ISBN: 9783989834699
Verlag GD Publishing Ltd. & Co KG, Berlin
E-Book Distribution: XinXii
www.xinxii.com
Producción:
Natàlia Viñas Ferrándiz
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del Editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal Español).
Editorial Alvi Books agradece cualquier sugerencia por parte de sus lectores para mejorar sus publicaciones en la dirección editorial@alvibooks.com
Maquetado en Tabarnia, España (CE)
para marcas distribuidoras registradas.
Inscripción: 2023-P-15361
Segunda edición.
www.alvibooks.com
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 24
Capítulo 23
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 1
A media altura en la ladera se eleva la casa construida con barro, piedras, botellas de vidrio, fierros, platos rotos y otros objetos en desuso. En torno a sus paredes crece apretadamente una huerta frondosa que se inclina bajo el peso de sus frutos.
Está por terminar la estación seca y ya se forman, en el horizonte, algunas nubecillas violáceas que se diluyen sin precipitar y el cielo vuelve a tener esa inmutabilidad de estampa veraniega. Pero la humedad se puede oler en el aire y se nota que pronto comenzarán a caer los copiosos chubascos estivales.
La casita tiene una extraña forma; no es ni redonda ni oblonga, ni mucho menos cuadrada.
En realidad, nada es cuadrado o regular en ella, ni lo es tampoco el cercado vegetal que rodea el terreno, irregular también en sus altibajos, lleno de hortalizas y flores, mezcladas y combinadas, y recorrido por la línea serpenteante de un camino de piedrecillas claras.
En su cercanía se alzan varias construcciones destartaladas y abandonadas.
Hacía tiempo que los antiguos hortelanos habían desertado sus sembradíos, sus tierras ancestrales, llamados por la sirénica voz de las ciudades.
Otros habían comprado esas tierras y habían edificado en ellas casas ecológicas cuando se hablaba mucho de medioambientalismo, e irse a enterrar al campo y abandonar las comodidades civilizadas estuvo de moda.
Claro que todas las modas concluyen tarde o temprano. Esta había durado lo que unas cuantas nubadas de estío y unas cuantas sequías.
Luego, esos nuevos ermitaños campestres habían emigrado a su vez, cuando la plaga los lanzó en masa hacia los inútiles hospitales.
Esta extraña casita es casi la única que logró resistir al éxodo y al abandono.
A su alrededor, las cumbres se alzan, altivas y solitarias, cubiertas por una leve muselina de nubes, como novias agrestes.
A esta hora, la más dorada, cuando el sol es todavía una caricia y no una quemadura, Alexia se pasea, como cada mañana, entre los frutales.
Nadie, al verla, podría imaginar que más allá de ese pequeño y encerrado paraíso, más allá de ese remanso entre las montañas, lejos, hacia donde lleva la semiderruida carretera que conserva apenas algunos trechos quebradizos de pavimento y que baja a tropezones hacia el valle, se extendió no hace mucho la terrible animalidad de una urbe llena de ruidos y de aullidos y de miseria – demostrando, una vez más – la inutilidad de los esfuerzos citadinos por enfrentar las catástrofes.
Sombreando la profundidad de sus ojos oscuros, una pamela de paja enarbola su bastión contra los próximos calores del mediodía. Sobre sus pantalones violáceos, sobre su blusa blanca, sobre los bordados multicolores del cuello y de las mangas, las benignas luces de la mañana pintan y despintan retazos de claridad acuosa.
Pasea una mirada soñadora por la brumosa masa de cerros azules que se diluyen a lo lejos.
Corta, de la rama baja de una higuera, tres frutos móviles y prietos.
De la enramada brota la música alocada de una cigarra y unas pálidas libélulas revolotean a la sombra de los frutales.
Bajo la parra cuajada de racimos maduros, Ramiro dispone los platos sobre la mesa de troncos que recibe en su cubierta los flechazos del sol cuando logran atravesar los espacios movedizos entre las hojas.
No lo lográbamos ver en un principio, porque la sombra tupida lo ocultaba y el tronco del almendro y su ramazón oblicua.
Ajenos a otros avatares se preparan para desayunar, frutas, como todos los días, recién cortadas: zapotes, negros y blancos; uvas de jade y de amatista; mangos; peras de agua.
A las seis de la mañana, cuando la luna deslizaba su trineo tardío sobre la nieve naciente de la alborada, el joven había recolectado las frambuesas de cobre y las pequeñas fresas que reptaban por las paredes.
Una fuente de greda, en el centro de la mesa, colorida de ocres y rojos y matizada con la sombra azulina de los arándanos, da fe de la abundancia de su cosecha.
En un rato más se sentarán bajo el parrón mirando el apacible horizonte ondulado en el que la bruma ligera deja pasar un resplandor diáfano y tembloroso.
Un vientecillo imperceptible hará oscilar las luces y enmarañará un poco el cabello de los comensales, mientras desteje la alfombra verde que se extiende a ambos lados de la carretera, entre las habitaciones abandonadas y los terrenos baldíos donde agonizan algunos frutales descuidados, aplastados bajo el peso de los filamentos de la plaga amarilla, esa enredadera llamada cuscuta, que parece de goma y a la vez viva y casi animal y se adhiere a los troncos y los envuelve con su tacto repugnante.
El viento corretea ladera abajo escupiendo polvaredas, viejos papeles arrugados, hojas muertas, largos pastos ovillados que ruedan un rato y luego se desploman, como desmayados, sobre el pavimento desigual.
Va hacia la ancha ciudad, con calma, trotando un poco, como un gimnasta cansado.
Sorpresivamente, un auto pasa partiendo el silencio con su trueno rastrero y traqueteado, y lo deja atrás.
No por eso se apura.
No tiene prisa por llegar al poblado llano dónde se acumulan los olores nauseabundos que lo impregnan.
Viaja, en medio de su sequedad, como a desgana, obligado por la inercia a seguir carretera adelante, y se desliza por los primeros suburbios, con sus construcciones bizarras y cercados por los basurales.
Antes, hace menos de una década, pasaba raudo por sus callejones, como conviene a un viento de su envergadura, y salía al fin, desde lo alto de ese promontorio, a la calle central toda llena de palmeras y con sus lindas moradas pintadas a ambos lados, que observaban su paso con sus ventanas pulidas.
Hoy, la tierra soliviantada y llena de brechas, conduce a un paisaje desolado, muros a medio caer, agujeros sin cristales, puertas colgando de sus goznes.
Capítulo 2
Unos chayotes crecen a orillas de la calle central en la que ahora se amontonan los muros demolidos por el terremoto.
Y los ratones corretean entre las ruinas.
Aunque no sólo las ratas, también algunas zarigüeyas se han aventurado entre los matorrales, y un zorrillo, un día, vio cruzar la antigua carretera.
Los perros vagos se han vuelto completamente salvajes y sus jaurías pelean contra los chacales que se adentran hasta la periferia de la remota ciudad.
Pedro Adán mira con inconsciente tristeza la calle de tierra que se derrite al soplo del viento. No sabe que eso que siente se llama depresión, para él