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Sherlock Holmes: Relatos completos 2
Sherlock Holmes: Relatos completos 2
Sherlock Holmes: Relatos completos 2
Libro electrónico1039 páginas15 horas

Sherlock Holmes: Relatos completos 2

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Información de este libro electrónico

Desde 1892 hasta 1927, sir Arthur Conan Doyle escribió decenas de relatos que luego se compilaron, poco a poco, en cinco libros que contenían los casos de Sherlock Holmes y su fiel amigo, el doctor John Watson. En este segundo tomo de la colección de relatos hemos recopilado El regreso de Sherlock Holmes (1905), Su última reverencia (1917) y El archivo de Sherlock Holmes (1927).

En el primer libro, Conan Doyle comparte trece relatos que devuelven a la vida al famoso detective británico después de su fatídico encuentro con el profesor Moriarty en las Cataratas de Reichenbach en Suiza, lugar en donde acaba el anterior libro de relatos.

En Su última reverencia se encuentran algunos de los relatos más enfocados en espionajes e intriga de Sherlock Holmes y Watson, los cuales reflejan en gran medida la tensión política que se vivía en Europa en ese momento.

Finalmente, en El archivo de Sherlock Holmes, Conan Doyle despide a su mítico personaje haciéndolo participar en casos tan variados como el del vampiro de Sussex, el de la melena del león o el del problema del puente de Thor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 abr 2024
ISBN9786287667624
Sherlock Holmes: Relatos completos 2

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    Sherlock Holmes - sir Arthur Conan Doyle

    Sir Arthur Conan Doyle–Sherlock Holmes–Relatos Completos 2 (1905 A 1927)Sherlock Holmes: Relatos Completos 2 (1905 A 1927)

    Título original: The Return of Sherlock Holmes, His Last Bow & The Case-Book of Sherlock Holmes

    Traducción: Isabela Cantos

    Primera edición en esta colección: febrero de 2024

    Arthur Conan Doyle, 1905, 1917, 1927

    © Sin Fronteras Grupo Editorial

    ISBN: 978-628-7667-53-2

    Coordinador editorial: Mauricio Duque Molano

    Edición: Isabela Cantos

    Diseño de colección y diagramación: Paula Andrea Gutiérrez Roldán

    Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado (impresión, fotocopia, etc.), sin el permiso previo del editor.

    Sin Fronteras, Grupo Editorial, apoya la protección del copyright.

    Diseño epub:

    Hipertexto – Netizen Digital Solutions

    CONTENIDO

    EL REGRESO DE SHERLOCK HOLMES

    LA AVENTURA DE LA CASA VACÍA

    LA AVENTURA DEL CONSTRUCTOR DE NORWOOD

    LA AVENTURA DE LOS BAILARINES

    LA AVENTURA DE LA CICLISTA SOLITARIA

    LA AVENTURA DEL COLEGIO PRIORY

    LA AVENTURA DE PETER EL NEGRO

    LA AVENTURA DE CHARLES AUGUSTUS MILVERTON

    LA AVENTURA DE LOS SEIS NAPOLEONES

    LA AVENTURA DE LOS TRES ESTUDIANTES

    LA AVENTURA DE LAS GAFAS DE ORO

    LA AVENTURA DEL DELANTERO DESAPARECIDO

    LA AVENTURA DE LA GRANJA ABBEY

    LA AVENTURA DE LA SEGUNDA MANCHA

    SU ULTIMA REVERENCIA

    PREFACIO

    LA AVENTURA DE WISTERIA LODGE

    LA SINGULAR EXPERIENCIA DEL SEÑOR JOHN SCOTT ECCLES

    EL TIGRE DE SAN PEDRO

    LA AVENTURA DE LA CAJA DE CARTÓN

    LA AVENTURA DEL CÍRCULO ROJO

    LA AVENTURA DE LOS PLANOS DEL BRUCE-PARTINGTON

    LA AVENTURA DEL DETECTIVE MORIBUNDO

    LA DESAPARICIÓN DE LADY FRANCES CARFAX

    LA AVENTURA DEL PIE DEL DIABLO

    SU ÚLTIMA REVERENCIA

    UN EPÍLOGO DE SHERLOCK HOLMES

    EL ARCHIVO DE SHERLOCK HOLMES

    PREFACIO

    EL CLIENTE ILUSTRE

    EL SOLDADO DE LA PIEL DECOLORADA

    LA AVENTURA DE LA PIEDRA DE MAZARINO

    LA AVENTURA DE LOS TRES GABLETES

    LA AVENTURA DEL VAMPIRO DE SUSSEX

    LA AVENTURA DE LOS TRES GARRIDEB

    EL PROBLEMA DEL PUENTE DE THOR

    LA AVENTURA DEL HOMBRE QUE TREPABA

    LA AVENTURA DE LA MELENA DEL LEÓN

    LA AVENTURA DE LA INQUILINA DEL VELO

    LA AVENTURA DE SHOSCOMBE OLD PLACE

    LA AVENTURA DEL FABRICANTE DE COLORES RETIRADO

    Notas al pie

    Sobre el autor

    LA AVENTURA DE LA CASA VACÍA

    Era la primavera de 1894 cuando todo Londres estaba interesado, y el mundo de la moda estaba consternado, por el asesinato del honorable Ronald Adair bajo las más inusuales e inexplicables circunstancias. El público ya conocía las particularidades del crimen que la investigación de la policía reveló, pero de todas maneras se ocultaron muchas cosas en aquella ocasión porque el caso para los jueces era tan fuerte que no fue necesario traer a colación todos los detalles. Solo ahora, después de diez años, tengo permitido hablar sobre esos eslabones perdidos que dan sentido al resto de la cadena. El crimen era interesante en sí mismo, pero ese interés no era nada comparado con la inconcebible secuela, la cual me dejó más impactado y sorprendido que cualquier evento en mi vida de aventuras. Incluso ahora, después de este largo intervalo, me emociono pensando en aquello y siento una vez más esa sensación de felicidad, asombro e incredulidad que me embargaron por completo en aquella ocasión. Permítanme decirle al público que ha demostrado interés en esos atisbos que ocasionalmente les he dado de los pensamientos y acciones de un hombre muy notable que no deben culparme por no haber compartido mis conocimientos con ellos, pues lo habría considerado como una prioridad si no me lo hubiera prohibido él mismo. Pero me retiró esa prohibición el día tres del mes pasado.

    Podría imaginarse que mi cercanía con Sherlock Holmes me habría hecho interesarme profundamente por el crimen, que después de su desaparición nunca dejé de leer con cuidado los problemas que aquejaban al público y que incluso intenté, en más de una ocasión, por satisfacción propia, emplear sus métodos para solucionarlos, pero sin tener éxito. Sin embargo, ninguno me había interesado como lo hizo la tragedia de Ronald Adair. Mientras leía la evidencia de la investigación, que desembocó en un veredicto de asesinato deliberado contra una o más personas desconocidas, me di cuenta más claramente que nunca de la pérdida que había sufrido la comunidad con la muerte de Sherlock Holmes. Había puntos de este extraño suceso que, sin lugar a dudas, le habrían resultado especialmente interesantes. Y los esfuerzos de la policía habrían sido complementados o, más bien, anticipados por la capacidad de observación y la mente alerta del primer agente criminal en Europa. Todo el día, mientras hacía mis rondas, le di vueltas al asunto en la mente y no encontré ninguna explicación que me pareciera adecuada. A riesgo de contarles una historia que ya han escuchado, recapitularé algunos de los hechos que se dieron a conocer al público al final de la investigación.

    El honorable Ronald Adair era el segundo hijo del conde de Maynooth, quien para ese entonces era el gobernador de una de las colonias australianas. La madre de Adair había regresado de Australia para operarse de cataratas, y ella, su hijo Ronald y su hija Hilda estaban viviendo juntos en el número 427 de Park Lane. Los jóvenes se movían entre lo mejor de la sociedad y, hasta donde se sabía, no tenían enemigos ni vicios particulares. Él se había comprometido con la señorita Edith Woodley de Carstairs, pero habían roto el compromiso de mutuo acuerdo algunos meses antes y no había señales de que hubiera dejado sentimientos muy profundos atrás. Por lo demás, la vida del hombre se movía en un círculo estrecho y convencional, pues sus hábitos eran tranquilos y su naturaleza era no mostrar emociones. Aun así, fue este joven y amable aristócrata quien murió de la manera más extraña e inesperada entre las diez y las once y veinte de la noche del 30 de marzo de 1894.

    A Ronald Adair le gustaba jugar a las cartas continuamente, pero nunca apostaba tanto como para verse perjudicado. Era miembro de los clubes de cartas Baldwin, Cavendish y Bagatelle. Se probó que después de cenar, el día de su muerte, había jugado una mano de Whist en el último club. También había jugado ahí durante la tarde. La evidencia de quienes habían jugado con él (el señor Murray, sir John Hardy y el coronel Moran) demostró que el juego fue el Whist y que había sido bastante equitativo. Puede que Adair haya perdido cinco libras, pero no más. Tenía una fortuna considerable y dicha pérdida no lo podría haber afectado mucho. Había jugado casi todos los días en un club o en el otro, pero era un jugador precavido y usualmente salía ganando. Apareció en la evidencia que, en alianza con el coronel Moran, en realidad había logrado ganar cuatrocientas veinte libras en un juego contra Godfrey Milner y lord Balmoral unas semanas antes. Eso fue todo en cuanto a su historia más reciente, como se registró en la indagatoria.

    En la noche del crimen, regresó del club a las diez en punto. Su madre y hermana estaban pasando la noche afuera con un familiar. La criada dijo en su declaración que lo escuchó entrar a la habitación delantera del segundo piso, la cual usaba generalmente como sala de estar. Ella había encendido la chimenea allí y abierto la ventana por el humo. Ningún sonido salió de la habitación hasta las once y veinte, hora a la que regresaron lady Maynooth y su hija. Deseando darle las buenas noches, intentó entrar en la habitación de su hijo. La puerta estaba cerrada por dentro y no obtuvieron ninguna respuesta a pesar de sus gritos y golpeteos. Encontraron ayuda y forzaron la puerta. El desafortunado joven fue hallado tirado cerca a la mesa. La bala de un revólver le había mutilado horriblemente la cabeza, pero no se encontró ningún tipo de arma en la habitación. Sobre la mesa había dos billetes de diez libras y otras diecisiete libras con diez en plata y oro. El dinero lo encontraron arreglado en pequeñas pilas de diferentes montos. También había algunos números escritos en una hoja de papel con los nombres de algunos de sus amigos del club frente a ellos, por lo que se creyó que antes de su muerte estaba tratando de aclarar su pérdidas o ganancias en las cartas.

    Un riguroso examen de las circunstancias solo sirvió para que el caso se hiciera más complejo. En primer lugar, no se encontró ninguna razón que explicara por qué el joven cerró la puerta con llave desde adentro. Existía la posibilidad de que el asesino lo hubiera hecho y luego hubiera huido por la ventana. La caída era de por lo menos seis metros; sin embargo, había un arbusto de azafranes completamente florecidos abajo. Ni las flores ni la tierra mostraron signos de haber sido perturbados y tampoco había marcas en el estrecho trozo de pasto que separaba la casa de la carretera. Por lo tanto, aparentemente fue el joven quien aseguró la puerta. Pero ¿cómo fue que le llegó la muerte? Nadie pudo haber trepado por la ventana sin dejar rastros. Supongamos que un hombre hubiera disparado a través de la ventana. Sin duda sería una persona muy hábil y notable con el revólver para poder infligir una herida tan mortal. De nuevo, Park Lane es un pasaje muy frecuentado y hay una parada de carruajes a escasos noventa metros de la casa. Nadie había escuchado un disparo. Y, no obstante, estaba allí un hombre muerto y la bala de un revólver, la cual había salido por el otro lado, creando una herida estrepitosa que le causó una muerte instantánea. Tales eran las circunstancias del misterio de Park Lane que se vieron complicadas por la completa ausencia de un motivo, pues, como lo mencioné, no se sabía que el joven Adair tuviera algún enemigo y no hubo ningún intento de robarle dinero o cosas valiosas de la habitación.

    Todo el día le di vueltas a esos hechos en la cabeza, esforzándome por crear alguna teoría que pudiera explicarlos todos y por encontrar esa línea de poca resistencia que mi pobre amigo había declarado que era el punto de inicio de cualquier investigación. Confieso que progresé muy poco. Por la tarde di un paseo por el parque y a las seis en punto me encontré en el extremo de Oxford Street de Park Lane. Un grupo de ociosos que estaban mirando hacia una ventana en particular desde la acera me indicaron que esa era la casa que había ido a ver. Un hombre alto y delgado con lentes oscuros, quien sospeché fuertemente que era un detective vestido con ropa de civil, estaba explicando una de sus teorías mientras los otros lo rodeaban para escuchar lo que decía. Me acerqué lo que más pude, pero sus observaciones me parecieron absurdas, por lo que me alejé con disgusto. Al hacerlo, me choqué con un viejo deforme que estaba detrás de mí e hice que se le cayeran varios libros que iba cargando. Recuerdo que, cuando los recogí, me fijé en el título de uno de ellos: El origen del árbol de la adoración. Se me ocurrió que el hombre podría ser un pobre bibliófilo que, por profesión o por afición, coleccionaba oscuros volúmenes. Quise disculparme por el accidente, pero era evidente que estos libros que había maltratado por error eran objetos muy preciosos a los ojos de su dueño. Con una mirada de desprecio, se giró sobre sus talones y vi cómo su espalda encorvada y sus blancos bigotes desaparecían entre la multitud.

    Lo que observé en el número 437 de Park Lane no me ayudó mucho a aclarar el problema que me interesaba. La casa estaba separada de la calle por un muro bajo y rejas que no superaban el metro y medio de alto. Por lo tanto, era muy fácil que cualquiera entrara al jardín, pero la ventana era completamente inaccesible, pues no había ninguna tubería o algo que pudiera ayudar ni siquiera al hombre más activo a trepar hasta allí. Más confundido que nunca, me devolví hacia Kensington. No había estado ni cinco minutos en mi estudio cuando la criada entró para decirme que alguien quería verme. Para mi sorpresa, era nada más y nada menos que el extraño anciano coleccionista de libros, cuya cara afilada y marchita se asomaba por entre una mata de pelo blanco. Además, traía consigo al menos una docena de sus preciados libros bajo el brazo derecho.

    —Lo sorprende verme, señor —dijo con una voz extraña y ronca.

    Acepté que sí.

    —Bueno, tengo consciencia, señor, y cuando por casualidad lo vi entrar en esta casa mientras lo perseguía cojeando, pensé en entrar y verlo, amable caballero, pues creo que fui un poco brusco con mis modales. Pero no tuve ninguna intención mala y de hecho le agradezco mucho que me ayudara a recoger mis libros.

    —Está exagerando una nimiedad —dije—. ¿Puedo preguntarle cómo sabía quién era yo?

    —Bueno, señor, creo que no me tomo demasiadas libertades si le digo que soy su vecino y que puede encontrar mi pequeña librería en la esquina de Church Street. Me alegrará mucho verlo por allí. Quizás usted mismo es un coleccionista, señor. Aquí tengo Aves británicas, libros de Catullus y La guerra santa. Todos son una ganga. Con cinco volúmenes podría llenar ese espacio que tiene en el segundo estante. Se ve desordenado, ¿no lo cree, señor?

    Moví la cabeza para ver la estantería que tenía detrás. Cuando me giré de nuevo, Sherlock Holmes estaba de pie, sonriéndome desde el otro lado de mi escritorio. Me paré y lo miré con completo asombro por unos segundos y luego parece que me desmayé por primera y última vez en mi vida. Ciertamente una niebla gris me cegó y cuando se disipó vi que tenía el cuello de la camisa abierto y sentí el cosquilleo del brandy sobre los labios. Holmes estaba inclinado sobre la silla con la petaca en la mano.

    —Mi querido Watson —dijo esa voz que tanto recordaba—, le debo mil disculpas. No sabía que se vería tan afectado.

    Lo agarré del brazo.

    —¡Holmes! —exclamé—. ¿Es realmente usted? ¿Puede ser que realmente esté vivo? ¿Es posible que haya podido salir de ese espantoso abismo?

    —Espere un momento —dijo—, ¿está seguro de que se encuentra lo suficientemente bien como para discutir esto? Le he dado un buen susto con mi reaparición innecesariamente dramática.

    —Estoy bien, pero, vaya, Holmes, apenas puedo creer lo que veo. ¡Santo cielo! ¡Pensar que usted, precisamente usted, está parado en mi estudio! —De nuevo lo cogí de la manga y sentí el delgado y nervudo brazo que había debajo—. Bueno, en todo caso, no es un espíritu —dije—. Mi querido amigo, me alegra muchísimo verlo. Siéntese y cuénteme cómo salió vivo de ese terrible abismo.

    Se sentó frente a mí y encendió un cigarrillo de manera despreocupada. Llevaba el abrigo desgastado del mercader de libros, pero el resto de las cosas de aquel individuo quedaron sobre la mesa en una pila de pelo blanco y libros viejos. Holmes lucía incluso más delgado y afilado que antes, pero tenía un matiz blanquecino en el rostro aguileño que me decía que su vida últimamente no había sido una muy saludable.

    —Me alegra poder estirarme, Watson —dijo—. No es fácil cuando un hombre alto debe pretender medir treinta centímetros menos durante varias horas. Ahora, mi querido amigo, con respecto a estas explicaciones que le debo... Si puedo pedirle su cooperación, tenemos una difícil y peligrosa noche de trabajo por delante. Tal vez sería mejor si le explico toda la situación cuando hayamos terminado el trabajo.

    —Estoy lleno de curiosidad. Preferiría escucharlo todo ahora.

    —¿Vendrá conmigo esta noche?

    —Cuando y a donde usted quiera.

    —Esto de verdad es como en los viejos tiempos. Deberíamos tener tiempo para cenar algo antes de tener que salir. Bueno, hablemos sobre ese abismo. No tuve muchas dificultades para salir de allí por la sencilla razón de que nunca estuve dentro.

    —¿Nunca estuvo dentro?

    —No, Watson, nunca lo estuve. La nota que le dejé fue absolutamente genuina. Tuve pocas dudas de que mi carrera había acabado cuando noté la siniestra figura del profesor Moriarty parada al final del estrecho camino que llevaba a un punto seguro. Leí un propósito inexorable en sus ojos grises. Intercambié algunas palabras con él y así fue como lo convencí de que fuera lo suficientemente amable como para dejarme escribirle esa corta nota que luego recibió. La dejé con mi caja de cigarrillos y mi bastón y caminé a lo largo de la senda, seguido muy de cerca por Moriarty. Cuando llegué al final, me quedé a raya. No sacó ningún arma, pero se abalanzó hacia mí y me envolvió con los brazos. Sabía que su propio juego había llegado a su fin y solo estaba ansioso por vengarse de mí. Nos tambaleamos juntos al borde del precipicio. Sin embargo, conozco un poco de baritsu, que es un tipo de lucha japonesa que me ha sido útil en un par de ocasiones. Me solté de su agarre y él, con un grito horrible, pataleó por unos segundos y trató de aferrar el aire con las dos manos. Pero, a pesar de sus esfuerzos, fue incapaz de recuperar el balance y cayó. Asomado por el borde, lo vi precipitarse por un largo rato. Luego se golpeó con una roca y posteriormente se zambulló en el agua.

    Escuché con asombro la explicación que me dio Holmes mientras se fumaba su cigarrillo.

    —Pero... ¡¿y las huellas?! —exclamé—. Vi con mis propios ojos que dos pares avanzaban por el camino y que ninguno regresó.

    —Sucedió así: en el momento en el que desapareció el Profesor, me di cuenta del extraordinario golpe de suerte que me había dado el Destino. Sabía que Moriarty no era el único hombre que quería verme muerto. Había, por lo menos, otros tres que solo querrían vengarse con más ansias cuando se enteraran de la muerte de su líder. Todos eran hombres muy peligrosos. De seguro alguno de ellos me atraparía. Por otro lado, si el mundo estaba convencido que de yo estaba muerto, estos hombres se tomarían la libertad de exponerse y tarde o temprano yo podría destruirlos. Luego llegaría el momento de anunciar que seguía en la tierra de los vivos. El cerebro actúa tan rápido que creo que pensé todo esto antes de que el profesor Moriarty cayera al fondo de la cascada Reichenbach.

    »Me levanté y examiné la pared rocosa que tenía detrás. En su pintoresca descripción del asunto, la cual leí algunos meses después con gran interés, usted afirmó que la pared era escarpada. Eso no era literalmente cierto. Vi algunos pequeños puntos de apoyo y una pequeña cornisa. El risco era tan alto que era imposible escalarlo por completo y de la misma manera era imposible avanzar por el camino de barro sin dejar rastros. Si bien es cierto que pude haberme puesto las botas al revés, como lo he hecho en varias ocasiones, el hecho de que hubiera tres pares de huellas habría dejado claro que todo era un engaño. Entonces, en general lo mejor era que me arriesgara a trepar. No fue nada placentero, Watson. La cascada rugía desde abajo. No soy una persona imaginativa, pero le doy mi palabra de que creo que escuché la voz de Moriarty gritándome desde el abismo. Un error hubiera sido fatal. Más de una vez, cuando arrancaba pedazos de hierba o el pie se me deslizaba por las muescas húmedas de la roca, pensé que iba a morir. Pero me esforcé para seguir subiendo hasta que al fin llegué a un saliente de varios metros que estaba cubierto con musgo verde, donde pude recostarme cómodamente sin ser visto. Allí estaba estirado, mi querido Watson, mientras usted y sus seguidores investigaban de la manera más simpática e ineficiente las circunstancias de mi muerte.

    »Finalmente, cuando todos ustedes ya habían llegado a sus inevitables y completamente erróneas conclusiones, regresaron al hotel y yo me quedé solo. Pensé que había llegado al final de mis aventuras, pero algo inesperado me mostró que aún había sorpresas reservadas para mí. Una enorme roca cayó desde arriba, pasó junto a mí, golpeó el camino y siguió hacia el vacío. Por un momento creí que había sido un accidente, pero instantes después, mirando hacia arriba, vi la cabeza de un hombre contra el oscuro cielo. Y entonces otra roca golpeó el saliente donde yo me encontraba a escasos centímetros de mi cabeza. Por supuesto, el significado de esto era obvio. Moriarty no había estado solo. Uno de sus cómplices (y ese vistazo me había dejado claro cuán peligroso era ese cómplice) había hecho guardia mientras el profesor me atacaba. A lo lejos, sin que yo lo viera, había sido testigo de la muerte de su amigo y de mi escape. Había esperado y luego, dirigiéndose a lo alto del risco, se esforzó por cumplir con lo que su camarada no pudo.

    »No me paré a pensar mucho en ello, Watson. Vi de nuevo esa mirada sombría en lo alto y supe que otra roca venía en camino. Me descolgué con cuidado hasta el camino. No creo haberlo logrado a sangre fría. Era cien veces más difícil que ponerse de pie. Pero no tenía tiempo de pensar en el peligro, pues otra roca pasó silbando al lado mío mientras yo estaba colgado del borde del saliente. A medio camino me resbalé, pero por la gracia de Dios aterricé, herido y sangrando, sobre el camino. Me puse de pie, caminé dieciséis kilómetros entre las montañas en la oscuridad y una semana después me hallaba en Florencia con la certeza de que nadie en el mundo sabía qué había sido de mí.

    »Tenía solo un confidente: mi hermano Mycroft. Le debo mil disculpas, mi querido Watson, pero era de gran importancia que se creyera que estaba muerto. Y estoy seguro de que usted no hubiera escrito un relato tan convincente de mi infeliz final si no hubiera pensado que era la verdad. Durante los últimos tres años, he tomado muchas veces una pluma para escribirle, pero siempre temí que sus afectos hacia mí lo llevaran a cometer una indiscreción y a revelar mi secreto. Por esa razón me alejé de usted esta tarde cuando me tumbó los libros, pues me encontraba en peligro en ese instante y cualquier señal de sorpresa y emoción de su parte habría llamado la atención hacia mí y causado los resultados más deplorables e irreparables. En cuanto a Mycroft, debía confiar en él para obtener el dinero que necesitaba. El curso de los eventos en Londres no ocurrieron como lo había esperado, pues el juicio de la pandilla de Moriarty dejó a dos de sus miembros más peligrosos, mis dos enemigos más vengativos, en libertad. Por lo tanto, viajé durante dos años por el Tíbet, cumplí mi deseo de visitar Lhassa y pasé algunos días con el jefe de los lama. Habrá leído alguna vez sobre las notables exploraciones de un noruego llamado Sigerson, pero estoy seguro de que nunca se le ocurrió que estaba recibiendo noticias de su amigo. Luego pasé por Persia, visité la Meca y tuve un momento corto pero interesante con el califa de Khartoum, cuyos particulares le comuniqué al Ministerio de Relaciones Exteriores. De regreso en Francia, me pasé algunos meses investigando sobre los derivados del alquitrán, proceso que llevé a cabo en un laboratorio en Montpelier, al sur de Francia. Habiendo terminado eso satisfactoriamente y sabiendo que solo quedaba uno de mis enemigos en Londres, estuve a punto de regresar cuando debí apurarme por las noticias del misterio de Park Lane, que no solo me interesó por su propio valor, sino que parecía ofrecerme la más peculiar de las oportunidades personales. Regresé de inmediato a Londres, me presenté yo mismo en Baker Street, hice que la señora Hudson se volviera histérica y me di cuenta de que Mycroft había dejado las habitaciones y mis papeles tal como siempre habían estado. Entonces, mi querido Watson, así fue como a las dos en punto del día de hoy me senté en la vieja poltrona en mi propia habitación, solo deseando ver a mi antiguo amigo Watson en la otra silla que muchas veces había ocupado.

    Tal fue el increíble relato que escuché esa noche de abril. Un relato que me habría sido imposible creer si no me lo hubiera confirmado la visión de aquella figura alta y sobria, de cara entusiasta y ansiosa, la cual nunca pensé que volvería a ver. De alguna forma él se había enterado de mi triste duelo y me mostraba su simpatía más con su actitud que con sus palabras.

    —El trabajo es el mejor antídoto para pasar las penas, mi querido Watson —dijo—, y esta noche tengo algo de trabajo para nosotros que, si lo concluimos exitosamente, podrá justificar por sí solo la presencia de un hombre en este planeta. —Le rogué en vano para que me contara más—. Escuchará y verá lo suficiente antes del amanecer —respondió—. Tenemos tres años del pasado por discutir. Deje que eso le baste hasta las nueve y media, cuando emprenderemos la notable aventura de la casa vacía.

    En efecto, fue como en los viejos tiempos cuando, a esa hora, me encontré sentado a su lado en un carruaje, con el revólver en el bolsillo y la emoción de la aventura en el corazón. Holmes estaba serio, austero y silencioso. Mientras el brillo de las farolas de la calle le iluminaba los sobrios rasgos, vi que tenía el ceño fruncido y los labios delgados apretados. Parecía perdido en sus pensamientos. No sabía a cuál criatura salvaje estábamos a punto de cazar en la oscura selva del Londres criminal, pero estaba muy seguro, por el porte de este experto cazador, de que esta aventura era una muy grave. Además, la sonrisa sardónica que de vez en cuando salía a relucir a pesar de sus estados de ánimo no presagiaba nada bueno para el objeto de nuestra búsqueda.

    Me imaginé que nos dirigíamos a Baker Street, pero Holmes detuvo el carruaje en la esquina de Cavendish Square. Noté que, cuando se bajó, miró hacia la derecha e izquierda como buscando algo. Y luego, en la esquina de cada calle, se aseguró minuciosamente de que nadie nos estuviera siguiendo. Nuestra ruta era una bastante singular. El conocimiento de los atajos de Londres de Holmes era extraordinario y en esta ocasión avanzó rápido, con pasos apresurados, por una red de caballerizas y establos que nunca había visto. Finalmente salimos a una pequeña calle, rodeada de viejas y oscuras casas, que nos llevó luego a Manchester Street y posteriormente a Blandford Street. Aquí se metió por un pasaje estrecho, atravesó una puerta de madera que daba a un jardín abandonado y más adelante abrió la puerta trasera de una casa con una llave. Entramos juntos y la cerró a nuestras espaldas.

    El lugar estaba tan negro como la boca de un lobo, pero era evidente que la casa se encontraba vacía. Los pies hacían que la madera del suelo chirriara y extendí la mano para tocar la pared y guiarme, así que noté que el papel tapiz se caía a jirones. Los dedos fríos y delgados de Holmes me agarraron por la muñeca y me guiaron hacia adelante por un largo corredor hasta que vi una luz tenue por encima de una puerta. Allí, Holmes giró de repente hacia la derecha y entramos a un salón grande, cuadrado y vacío, el cual estaba muy en penumbras en las esquinas, pero iluminado ligeramente en el centro por las luces de la calle. No había ninguna lámpara cera y la ventana estaba cubierta por una gruesa capa de polvo, de manera que apenas podíamos discernir nuestras siluetas adentro. Mi compañero me tocó el hombro y me habló al oído.

    —¿Sabe en dónde estamos? —susurró.

    —Estoy seguro de que en Baker Street —respondí, mirando por la oscurecida ventana.

    —Exactamente. Estamos en Camden House, la cual queda justo frente a nuestro antiguo apartamento.

    —Pero ¿por qué estamos aquí?

    —Porque tenemos una gran vista de esa pila pintoresca. ¿Podría pedirle, mi querido Watson, que se acerque un poco más a la ventana, con cuidado de que no lo vean desde afuera, y que mire hacia nuestro antiguo apartamento, el lugar de inicio de tantas de nuestras pequeñas aventuras? Veremos si tres años de ausencia han borrado por completo mi capacidad para sorprenderlo.

    Avancé hacia adelante y miré a la ventana que estaba al otro lado de la calle. Cuando me fijé en ella, solté un jadeo y una exclamación de asombro. La cortina estaba bajada y una fuerte luz brillaba desde el interior de la habitación. La sombra de un hombre que se encontraba sentado en una silla dentro contrastaba fuertemente con la luminosidad de la ventana. Era imposible confundir el porte de la cabeza, los hombros cuadrados y los rasgos afilados. El rostro estaba medio girado y daba el efecto de una de esas siluetas negras que nuestros abuelos adoran enmarcar. Era una reproducción perfecta de Holmes. Estaba tan sorprendido que estiré la mano para asegurarme de que el hombre estuviera de pie a mi lado. Él solo soltaba unas pequeñas risitas.

    —¿Y bien? —dijo.

    —¡Santo cielo! —exclamé—. Es maravilloso.

    —Confío en que la edad no perjudicará mi capacidad de ser ingenioso —dijo y reconocí en su voz la alegría y el orgullo que siente un artista ante su propia creación—. Realmente se parece a mí, ¿no lo cree?

    —Podría jurar que es usted.

    —El crédito de la obra se lo debo al señor Oscar Meunier, de Grenoble, que se pasó días enteros esculpiendo. Es un busto de cera. El resto lo arreglé yo durante mi visita a Baker Street esta tarde.

    —Pero ¿por qué?

    —Mi querido Watson, porque tengo razones de peso para querer que ciertas personas piensen que estoy allí cuando en realidad estoy en otro lugar.

    —¿Y cree que están vigilando el apartamento?

    que lo están vigilando.

    —¿Quiénes?

    —Mis viejos enemigos, Watson. Es la encantadora sociedad cuyo líder yace en la cascada de Reichenbach. Debe recordar que sabían... que eran los únicos que sabían que yo estaba vivo. Tarde o temprano creían que iba a volver a mi apartamento. Lo observaban continuamente y esta mañana me vieron llegar.

    —¿Cómo lo sabe?

    —Porque reconocí a su centinela cuando miré por la ventana. Es un tipo inofensivo. Se llama Parker, es un matón de profesión y toca muy bien el arpa judía. No me preocupa. Pero sí me preocupa mucho la persona más formidable que está detrás de él, un amigo cercano de Moriarty, el hombre que me tiró las rocas desde el risco, el criminal más astuto y peligroso de Londres. Ese es el hombre que me persigue esta noche, Watson, y es el hombre que no tiene ni idea de que somos nosotros los que lo estamos persiguiendo a él.

    Los planes de mi amigo se iban revelando gradualmente. Desde este lugar conveniente, nos encontrábamos vigilando a los vigilantes y rastreando a los rastreadores. Esa sombra angular del otro apartamento era la carnada y nosotros éramos los cazadores. Nos quedamos en silencio en la oscuridad y observamos las sombras apresuradas que pasaban una y otra vez frente a nosotros. Holmes estaba quieto y en silencio, pero podía notar que se encontraba alerta y que tenía los ojos fijos en el flujo de viandantes. Era una noche sombría y bulliciosa. Además, el viento soplaba y chillaba por la calle. Muchas personas iban de un lado a otro y la mayoría de ellas iba con abrigos y corbatas. Un par de veces me pareció que había visto a la misma figura dos veces y noté con especial atención que dos hombres estaban refugiándose del viento en el umbral de una casa en un extremo de la calle. Intenté que mi compañero les prestara atención, pero soltó un sonido de impaciencia y continuó mirando fijo la calle. Más de una vez dio golpecitos con los pies y los dedos en la pared. Era evidente que se estaba desesperando y que sus planes no estaban funcionando como los había pensado. Finalmente, cuando se acercó la medianoche y la calle se fue quedando vacía, caminó de un lado a otro de la habitación con preocupación. Estaba a punto de comentarle algo cuando me fijé de nuevo en la ventana encendida y me sorprendí tanto como antes. Le agarré el brazo a Holmes y le señalé algo arriba.

    —¡La sombra se ha movido! —exclamé.

    En efecto, ya no estaba de perfil, sino de espaldas a nosotros.

    Tres años no habían disminuido las asperezas de su temperamento o su impaciencia, así como la inteligencia activa que siempre demostraba.

    —Por supuesto que se ha movido —dijo—. ¿Acaso soy tan chapucero, Watson, como para erigir una copia obvia y esperar que eso engañe a unos de los hombres más astutos de Europa? Hemos estado en esta habitación por dos horas y la señora Hudson ha cambiado de posición a la figura ocho veces, es decir, una vez cada quince minutos. La mueve desde el frente para que nunca se vea su sombra. ¡Ah!

    Inhaló con emoción. Bajo la luz tenue pude ver que inclinaba la cabeza hacia adelante y se quedaba rígido, prestando atención. Afuera, la calle estaba completamente desierta. Aquellos dos hombres podían seguir refugiados en el umbral, pero ya no los veía. Todo estaba en silencio y oscuro, excepto por la luz brillante frente a nosotros y la figura negra delineada en el centro. De nuevo, en medio del silencio absoluto, escuché esa nota delgada y sibilante que daba cuenta de su emoción reprimida. Un instante después me llevó a la esquina más oscura de la habitación y sentí que me ponía la mano sobre los labios como una advertencia. Los dedos que me agarraban estaban temblando. Nunca vi a mi amigo tan conmovido, pero la calle oscura seguía desierta y en calma frente a nosotros.

    Sin embargo, de repente noté lo que sus sentidos agudos ya habían notado. Un sonido bajo y sutil me llegó a los oídos, no desde Baker Street, sino de la parte trasera de la casa en la que estábamos escondidos. Se abrió y se cerró una puerta. Un instante después, unos pasos avanzaron por el corredor... pasos que pretendían ser silenciosos, pero que reverberaban toscamente por la casa vacía. Holmes se pegó a la pared y yo hice lo mismo, pero con la mano lista en el revólver. Observando la oscuridad, vi la tenue silueta de un hombre, la cual se veía un poco más negra que el resto de la penumbra de la puerta abierta. Se quedó de pie por un instante y luego entró, agazapado y con una actitud amenazadora, a la habitación. Esa siniestra figura estaba a menos de tres metros de nosotros y me preparé para abalanzarme sobre él, pero luego me di cuenta de que no sabía que nos encontrábamos allí. Pasó cerca de nosotros, se fue hacia la ventana y en silencio la abrió unos centímetros. Cuando se agachó al nivel de la abertura, la luz de la calle, que ya no se veía opacada por el polvo del vidrio, le iluminó el rostro. El hombre parecía tremendamente emocionado. Los ojos le brillaban como estrellas y los rasgos se le marcaban mucho. Era un hombre viejo, con una nariz larga y protuberante, una frente ancha y calva y un enorme bigote gris. Tenía puesto un sombrero de ópera echado hacia atrás y se le notaba una camisa elegante por debajo del abrigo que llevaba. La cara era morena y demacrada, marcada por unas líneas profundas y salvajes. En la mano tenía lo que parecía ser un bastón, pero cuando lo dejó sobre el suelo, soltó un sonido metálico. Luego sacó del bolsillo de su abrigo un objeto grande y se ocupó con alguna tarea que involucró un sonido alto y repentino, como si un resorte o clavo hubiera caído en su lugar. Todavía arrodillado en el piso, se inclinó hacia adelante y usó todo su peso para mover una palanca, lo cual resultó en un sonido largo, chirriante y agudo. Una vez más se escuchó un clic. Entonces se enderezó y vi que lo que tenía en la mano era una especie de pistola con una culata algo deformada. Le abrió la cámara, le metió algo y volvió a asegurarla. Después, agachándose, apoyó un extremo del cañón sobre el vano de la ventana abierta y vi cómo el bigote tocaba la madera y los ojos le brillaban mientras contemplaba la vista. Escuché un pequeño suspiro de satisfacción cuando se apoyó la culata en el hombro y vio a su maravilloso objetivo, el hombre negro sobre el fondo amarillo, de pie justo frente a su mira. Por un instante se quedó rígido y no se movió. Luego apretó el gatillo. Se escuchó el sonido extraño, alto y tintineante del vidrio rompiéndose. En ese momento, Holmes se abalanzó como un tigre sobre la espalda del cazador y lo dejó tirado bocabajo. El tipo se levantó de nuevo en un segundo y, gracias a su gran fuerza, agarró a Holmes por la garganta, pero yo le di con la culata de mi revólver en la cabeza y se desplomó otra vez al piso. Me lancé sobre él y lo sostuve mientras mi camarada daba la alerta con un silbato. Oí el estruendo de unas pisadas sobre el pavimento y dos policías en uniforme, junto con un detective vestido de civil, entraron rápido por la puerta y llegaron a la habitación.

    —¿Es usted, Lestrade? —dijo Holmes.

    —Sí, señor Holmes. Me encargué de este caso yo mismo. Es bueno verlo de vuelta en Londres, señor.

    —Creo que quería un poco de ayuda no oficial. No puede haber tres asesinatos impunes en un año, Lestrade. Pero se encargó del misterio de Molesley con menos recursos de los usuales... es decir, lo manejó bastante bien.

    Todos nos levantamos y el prisionero estaba respirando fuerte con un oficial a cada lado. Unos pocos ociosos habían empezado a agolparse en la calle. Holmes caminó hacia la ventana, la cerró y bajó las persianas. Lestrade había sacado dos velas y los oficiales ya tenían las lámparas descubiertas. Por fin fui capaz de ver bien a nuestro prisionero.

    Fue un rostro tremendamente viril, pero siniestro, el que se giró para mirarnos. Tenía la frente de un filósofo y la mandíbula de un sensualista, así que el hombre debía tener capacidades tanto para el bien como para el mal. Pero uno no podía ver sus crueles ojos azules, con esos párpados caídos y cínicos, su nariz agresiva y feroz o su ceño amenazador y marcado sin notar las señales más claras que la Naturaleza daba sobre el peligro. No nos puso atención a nosotros, pero tenía los ojos fijos en el rostro de Holmes con una expresión que mezclaba odio y asombro.

    —¡Demonio! —murmuró una y otra vez—. ¡Demonio astuto!

    —¡Ah, coronel! —dijo Holmes, arreglándole el cuello arrugado—. Como dice la antigua obra, «los amantes se encuentran al final de los caminos». No creo que haya tenido el placer de verlo desde que me dedicó sus atenciones mientras yo estaba tirado en aquel saliente de la cascada Reichenbach.

    El coronel aún estaba mirando a mi amigo como si estuviera en trance.

    —¡Qué demonio tan astuto! —Era todo lo que podía decir.

    —No los he presentado todavía —dijo Holmes—. Este, caballeros, es el coronel Sebastian Moran, quien perteneció alguna vez al ejército de la India de Su Majestad y quien fuera el mejor cazador de presas grandes que nuestro Imperio Occidental alguna vez haya producido. ¿Estoy en lo correcto, coronel, cuando digo que su cantidad de tigres cazados sigue sin superarse?

    El feroz hombre mayor no dijo nada, pero siguió mirando a mi compañero. Con esos ojos salvajes y ese bigote poblado, él mismo se veía casi como un tigre.

    —Me sorprende que mi plan simple pudiera engañar a un shikari tan experimentado —dijo Holmes—. Debería hacérsele bastante familiar. ¿Acaso no ha atraído a un joven a un árbol, no ha aguardado desde encima con el rifle y no ha esperado a que el tigre muerda la carnada para cazarlo? Esta casa es mi árbol y usted es mi tigre. Es posible que tuviera otras armas como reserva en caso de que hubiera varios tigres o en el caso improbable de que su puntería le fallara. Estas —señaló alrededor— son mis otras armas. La comparación es exacta.

    El coronel Moran se abalanzó sobre él con un gruñido de rabia, pero los oficiales lo retuvieron. La furia de su rostro era algo terrible de ver.

    —Confieso que me dio una pequeña sorpresa —dijo Holmes—. No anticipé que usara esta casa vacía por tener una ventana delantera tan conveniente. Me imaginé que actuaría desde la calle, en donde mi amigo Lestrade y sus hombres estaban esperándolo. Con esa excepción, todo sucedió como lo había esperado.

    El coronel Moran se giró hacia el detective oficial.

    —Puede que tenga o no una justa causa para arrestarme —dijo—, pero estoy seguro de que no existe ninguna razón por la que deba someterme a las burlas de esta persona. Si estoy en manos de la ley, entonces que las cosas se hagan de una manera legal.

    —Bueno, eso es razonable —dijo Lestrade—. ¿No tiene nada más que decir antes de que nos vayamos, señor Holmes?

    Holmes había recogido la poderosa arma de aire comprimido del suelo y estaba examinando su mecanismo.

    —Es un arma única y admirable —dijo—. No hace ruido y tiene una gran potencia. Conocí a Von Herder, el mecánico alemán ciego que la construyó bajo órdenes del fallecido profesor Moriarty. Durante años he sabido de su existencia, aunque nunca había tenido la oportunidad de tenerla en las manos. Se la recomiendo muchísimo, Lestrade, así como las balas que tiene dentro.

    —Puede confiar en que nos encargaremos bien de ella, señor Holmes —dijo Lestrade cuando todo el grupo se fue hacia la puerta—. ¿Algo más por decir?

    —Solo quiero saber de qué lo piensa acusar.

    —¿De qué lo pienso acusar, señor? Vaya, del intento de asesinato contra el señor Sherlock Holmes, por supuesto.

    —No, Lestrade. No quiero que me mencione para nada en este asunto. A usted, y solo a usted, le pertenece el crédito por el notable arresto que acaba de efectuar. Sí, Lestrade, ¡lo felicito! Gracias a su mezcla usual de astucia y audacia, lo ha atrapado.

    —¡Atrapado! ¿Atrapado a quién, señor Holmes?

    —Al hombre que toda la fuerza ha estado buscando en vano: el coronel Sebastian Moran, quien le disparó al honorable Ronald Adair con una bala de expansión de un arma de aire comprimido a través de la ventana abierta del segundo piso del número 427 de Park Lane el día 30 del mes pasado. Esa es la acusación y el cargo, Lestrade. Y ahora, Watson, si puede soportar el aire fresco de una ventana rota, creo que media hora en mi estudio con unos cigarrillos puede ser entretenida para usted.

    Nuestro antiguo apartamento se veía igual gracias a la supervisión de Mycroft Holmes y los cuidados inmediatos de la señora Hudson. Cuando entré, es cierto que vi un orden poco usual, pero los objetos de siempre estaban en su lugar. En la esquina que servía como laboratorio químico seguía estando la mesa manchada por el ácido. Allí, encima de una repisa, estaba la formidable colección de libros de recortes y libros de referencia que muchos de nuestros conciudadanos habrían amado quemar. Los diagramas, el estuche del violín y la caja de la pipa (incluso la pantufla persa que contenía el tabaco) estaban allí cuando eché un vistazo alrededor. Había dos ocupantes en la habitación. Uno era la señora Hudson, que se alegró cuando entramos. El otro era la extraña escultura que había tenido un papel muy importante en las aventuras de esa noche. Era un modelo de cera de mi amigo, el cual habían hecho de una forma tan admirable que parecía una copia exacta. Se alzaba sobre un pequeño pedestal con una bata vieja de Holmes alrededor, de manera que la ilusión que se veía desde la calle era impresionante.

    —Espero que haya tomado todas las precauciones, señora Hudson —dijo Holmes.

    —Me acercaba a la estatua de rodillas, señor, tal como me lo indicó.

    —Excelente. Lo hizo todo muy bien. ¿Vio en dónde terminó la bala?

    —Sí, señor. Me temo que ha echado a perder su hermoso busto, pues le atravesó la cabeza y se estrelló luego en la pared. La recogí de la alfombra. ¡Aquí está!

    Holmes me la pasó.

    —Es una bala suave de revólver, como ve, Watson. Es algo ingenioso, pues ¿quién se esperaría que un arma de aire comprimido disparara esto? Muy bien, señora Hudson, le agradezco mucho su ayuda. Y ahora, Watson, permítame verlo en su antiguo sillón de nuevo, pues hay varios puntos que me gustaría discutir con usted.

    Se había desecho del feo abrigo y ahora era el Homes de siempre, vestido con aquella bata gris que le había quitado a la efigie.

    —Los viejos nervios del shikari no han perdido su firmeza y los ojos tampoco han perdido la agudeza —dijo con una risa mientras inspeccionaba la frente destrozada del busto—. Directo en medio de la frente y atravesando el cerebro. Era el mejor cazador de la India y no creo que haya muchos mejores en Londres. ¿Ha escuchado ese nombre?

    —No.

    —Vaya, vaya, ¡así es la fama! Pero, de nuevo, si no recuerdo mal, tampoco había escuchado hablar del profesor James Moriarty, quien tuvo uno de los mejores cerebros del siglo. Páseme el libro de las biografías de la repisa. —Pasó las páginas con pereza, recostándose sobre la silla y dejando salir grandes nubes de humo de su cigarrillo—. Mi colección de la letra «M» es excelente —dijo—. Moriarty mismo es suficiente para hacer que cualquier letra sea ilustre, pero también está Morgan, el envenenador; Merridew, de la memoria abominable, y Mathews, que me sacó el canino izquierdo en la sala de espera de Charing Cross. Y también tenemos a nuestro amigo de esta noche.

    Me pasó el libro y leí la entrada.

    «Moran, Sebastian. Coronel. Sin empleo. Antes perteneció al regimiento primero de los Pioneros de Bangalore. Nacido en Londres en 1840. Hijo de sir Augustus Moran, C. B., exembajador británico en Persia. Educado en Eton y Oxford. Sirvió en las campañas de Jowaki, Afganistán, Charisiab, Sherpur y Kabul. Autor de Presas grandes de los Himalayas Occidentales, 1881, y Tres meses en la selva, 1884. Dirección: Conduit Street. Clubes: el Anglo-Indio, el Tankerville y el Club Bagatelle de Cartas».

    En el margen estaba escrito, con la precisa caligrafía de Holmes, lo siguiente: «el segundo hombre más peligroso de Londres».

    —Esto es impresionante —le dije cuando le devolví el volumen—. La carrera de ese hombre es la de un soldado honorable.

    —Es verdad —respondió Holmes—. Hasta cierto punto le fue bien. Siempre fue un hombre con nervios de acero y aún se cuenta en la India la historia de cómo se arrastró por una zanja para cazar a un tigre que comía humanos y estaba herido. Hay ciertos árboles, Watson, que crecen hasta una altura y luego desarrollan alguna excentricidad extraña de repente. Lo mismo pasa a menudo con algunos humanos. Tengo la teoría de que el individuo representa en su desarrollo toda la procesión de sus ancestros y que esos cambios repentinos hacia el bien o el mal vienen de alguna fuerte influencia que sale de la línea de su pedigrí. La persona se convierte, de alguna manera, en el epítome de la historia de su propia familia.

    —Sin duda es una teoría imaginativa.

    —Bueno, no hago mucho hincapié en ella. Sea cual sea la causa, el coronel Moran empezó a hacer el mal. Sin ningún escándalo público, la India empezó a sentirse como un lugar que no lo quería. Se retiró, vino a Londres y de nuevo se creó una mala reputación. Fue en ese momento cuando lo buscó el profesor Moriarty, quien lo empleó como jefe de personal. Moriarty le dio bastante dinero y lo usó solo en un par de trabajos de alto perfil que ningún criminal normal podría haber llevado a cabo. Quizás recuerde algo de la muerte de la señora Stewart, de Lauder, en 1887. ¿No? Bueno, estoy seguro de que Moran estuvo detrás de aquello, pero nada pudo probarse. El coronel estaba escondido tan astutamente que, incluso cuando se expuso a la pandilla de Moriarty, no pudimos incriminarlo. ¿Recuerda ese día cuando fui a su casa y cerré las persianas por temor a un arma de aire comprimido? Sin duda pensó que estaba algo loco. Sabía exactamente lo que estaba haciendo, pues conocía la existencia de esa notable arma. Y también sabía que uno de los mejores francotiradores del mundo estaría detrás de ella. Cuando estuvimos en Suiza, él nos siguió con Moriarty y fue sin duda él quien me hizo pasar esos cinco minutos horribles en el saliente de Reichenbach.

    »Quizás haya pensado que leí los periódicos con algo de atención durante mi estancia en Francia, buscando cualquier oportunidad de escabullirme por detrás y atraparlo. Mientras estuviera libre en Londres, mi vida no sería una que valiera la pena vivir. Día y noche, su sombra habría estado acechándome y tarde o temprano habría encontrado alguna oportunidad de matarme. ¿Qué podía hacer yo? No podía dispararle cuando lo viera o yo mismo terminaría en la horca. No servía de nada apelar ante un magistrado. No pueden interferir solo por algo que les parecería una sospecha salvaje. Así que no podía hacer nada. Pero estuve pendiente de las noticias criminales, pues sabía que tarde o temprano lo atraparía. Luego sucedió la muerte de este Ronald Adair. ¡Mi oportunidad por fin había llegado! Sabiendo lo que sabía, ¿acaso no estaba claro que el coronel Moran lo había hecho? Había jugado cartas con el joven, lo había seguido a casa desde el club y le había disparado a través de la ventana abierta. No tenía ninguna duda al respecto. Solo las balas bastaban para que su cuello terminara con una soga alrededor. Vine de inmediato. Me vio un centinela y supe que haría que la atención del coronel se centrara en mi presencia. No sería difícil que conectara mi repentino regreso con su crimen y se alarmara terriblemente. Estaba seguro de que intentaría sacarme del camino de inmediato y llevaría su arma asesina para ese propósito. Le dejé un objetivo excelente en la ventana y, tras avisarle a la policía que quizás la necesitara (por cierto, Watson, usted notó su presencia en aquel umbral con una exactitud de miedo), me ubiqué en el que me parecía el mejor punto de observación, pero nunca soñé que él escogería ese mismo lugar para su ataque. Ahora, mi querido Watson, ¿hay algo más que me quede por explicarle?

    —Sí —dije—. No me ha dejado claro cuál era el motivo del coronel Moran para asesinar al honorable Ronald Adair.

    —¡Ah! Mi querido Watson, aquí es cuando entramos a esos reinos de conjeturas en donde las mentes más lógicas fallan. Cada uno puede formarse su propia hipótesis según la evidencia que existe, así que su teoría puede ser tan correcta como la mía.

    —Entonces, ¿tiene una en mente?

    —Creo que no es difícil explicar los hechos. Se presentó evidencia de que el coronel Moran y el joven Adair habían ganado entre los dos una cantidad sustanciosa de dinero. Ahora, Moran sin duda hizo trampa... eso siempre lo he sabido. Creo que, el día del asesinato, Adair había descubierto que Moran estaba haciendo trampa. Es muy probable que haya hablado con él en privado y que lo haya amenazado con exponerlo a menos que renunciara voluntariamente a su membresía del club y prometiera nunca más jugar a las cartas. Es improbable que un joven como Adair hubiera hecho un escándalo terrible al exponer a un hombre reconocido y mayor que él. Probablemente actuó como yo lo sugiero. La exclusión de los clubes significaría la ruina para Moran, quien vivía de sus ganancias tramposas de las cartas. Por lo tanto, asesinó a Adair, que en ese momento estaba intentando descifrar cuánto dinero debía devolver él mismo, pues no podía beneficiarse de las trampas de su compañero. Cerró con llave la puerta para que las damas no lo interrumpieran y le exigieran explicaciones sobre esos nombres y monedas. ¿Le parece plausible?

    —No tengo ninguna duda de que esa es la verdad.

    —Todo se confirmará o se refutará en el juicio. Mientras tanto, pase lo que pase, el coronel Moran no nos molestará más, la famosa arma de aire comprimido de Von Herder adornará el Museo de Scotland Yard y el señor Sherlock Holmes será libre una vez más de examinar esos pequeños e interesantes problemas que la compleja vida de Londres presenta con tanta abundancia.

    LA AVENTURA DEL CONSTRUCTOR DE NORWOOD

    —Desde el punto de vista de un experto en criminología —dijo el señor Sherlock Holmes—, Londres se ha convertido en una ciudad singularmente poco interesante desde la muerte del profesor Moriarty.

    —No creo que pueda encontrar muchos ciudadanos decentes que estén de acuerdo con usted —respondí.

    —Bueno, bueno, no debo ser egoísta —dijo con una sonrisa mientras echaba hacia atrás la silla y se levantaba de la mesa del desayuno—. La comunidad fue ciertamente quien ganó y nadie perdió, excepto por el especialista que ya no tiene trabajo y cuya ocupación ya no es necesaria. Con ese hombre suelto, los periódicos matutinos presentaban una infinidad de posibilidades. A menudo daba solo el rastro más pequeño, Watson, la más ligera indicación, y, no obstante, eso era suficiente para demostrarme que había un gran cerebro maligno allí afuera. Es como cuando las vibraciones más sutiles de una red le recuerdan a uno que hay una horrible araña en el centro. Robos sencillos, asaltos sin sentido, escándalos sin propósito... para el hombre que sabe leer las pistas, todos esos hechos quedaban conectados. Para el estudiante científico del alto mundo criminal, ninguna otra capital de Europa presenta todas las ventajas que posee Londres. Pero ahora... —Se encogió de hombros para despreciar con humor el estado de las cosas, justo ese que, de hecho, él había contribuido a producir.

    En ese momento, Holmes ya había estado de vuelta durante algunos meses y yo, por petición suya, había vendido mi consultorio y regresado para compartir aquel viejo apartamento de Baker Street con él. Un doctor joven, de nombre Verner, me compró mi pequeño consultorio de Kensington y me pagó sin mucha reticencia el precio más alto que me atreví a pedirle, cosa que entendí años después, cuando me di cuenta de que Verner era un pariente lejano de Holmes y que fue realmente mi amigo quien le dio el dinero.

    Nuestros meses de trabajo conjunto no habían sido tan tranquilos como él los describió, pues me doy cuenta, mirando mis notas, de que ese período incluye el caso de los documentos del expresidente Murillo y también el del impresionante asunto del barco holandés Friesland, que casi nos cuesta la vida a ambos. No obstante, su naturaleza fría y orgullosa siempre sintió aversión por cualquier clase de reconocimiento público y me hizo prometer, bajo los términos más duros, que no escribiría ni una palabra más de él, de sus métodos o sus éxitos. Y fue una prohibición que, como ya lo he explicado, tan solo rescindió hace poco.

    El señor Sherlock Holmes se estaba inclinando en la silla tras su soñadora protesta y se encontraba desdoblando el periódico con cuidado, cuando un ruidoso llamado de la campana, seguido por un sonido hueco y constante, nos llamó la atención. Era como si alguien estuviera aporreando la puerta con los puños. Cuando abrieron, un tumulto de pasos se apresuró a entrar al rellano, unos pies rápidos subieron la escalera y un instante después apareció en la sala un joven pálido de ojos salvajes, de apariencia descuidada y muy agitado. Nos miró alternativamente y, ante nuestras expresiones interrogantes, se dio cuenta de que hacía falta que se disculpara por esa entrada tan poco ceremoniosa.

    —Lo siento, señor Holmes —exclamó—. No debe culparme. Me estoy volviendo loco. Señor Holmes, soy el infeliz John Hector McFarlane.

    Anunció aquello como si solo el nombre explicara tanto su visita como su actitud, pero pude ver por el rostro inexpresivo de mi amigo que ese nombre no le decía nada a él tampoco.

    —Fúmese un cigarrillo, señor McFarlane —dijo, ofreciéndole la caja—. Estoy seguro de que, dados sus síntomas, mi amigo, el doctor Watson, podría prescribirle un sedante. El clima ha estado bastante caluroso estos últimos días. Ahora, si se siente un poco más compuesto, me encantaría que se sentara en una silla y nos contara con calma quién es y qué es lo que quiere. Mencionó su nombre como si debiera reconocerlo, pero lo aseguro que, más allá de los detalles obvios que me dicen que es soltero, abogado, francmasón y asmático, no sé nada acerca de usted.

    Como estaba familiarizado con los métodos de mi amigo, no fue difícil para mí seguir sus deducciones y observar lo desgarbado de su atuendo, el fajo de documentos legales, la insignia del reloj y la respiración, que eran los detalles que lo habían delatado. Sin embargo, nuestro cliente lo miró con asombro.

    —Sí, soy todo eso, señor Holmes, y, además, soy el hombre más desafortunado de Londres en este momento. ¡Por todos los cielos, señor Holmes, no me abandone! Si vienen a arrestarme antes de que haya terminado de contarle la historia, haga que me den más tiempo para que le relate toda la verdad. Podría irme felizmente a la cárcel si supiera que usted está trabajando para mí desde afuera.

    —¡Arrestarlo! —dijo Holmes—. Esto es muy grati... muy interesante. ¿Por qué cargo espera que lo arresten?

    —Por el cargo de asesinar al señor Jonas Oldacre, de Lower Norwood.

    El rostro expresivo de mi compañero demostró una simpatía que, me temo, no estaba libre de satisfacción.

    —Vaya —dijo—, justo mientras desayunábamos le estaba diciendo a mi amigo, el doctor Watson, que los casos sensacionales ya no aparecían en los periódicos.

    Nuestro visitante alargó una mano temblorosa y agarró el Daily Telegraph, que seguía sobre las rodillas de Holmes.

    —Si lo ha examinado, señor, se habrá dado cuenta de cuál es el asunto que me trae a su puerta esta mañana. Siento que mi nombre y mi infortunio deben estar en la boca de cada hombre ahora mismo. —Lo abrió para dejar expuesta la página central—. Aquí está. Y, con su permiso, se lo leeré. Escuche esto, señor Holmes. Los titulares rezan: Asunto misterioso en Lower Norwood. Desaparición de un reconocido constructor. Sospecha de homicidio y de incendio provocado. Una pista sobre el criminal. Esa es la pista que ya están siguiendo, señor Holmes, y sé que los llevará a encontrarme sin ninguna duda. Me siguieron desde la estación del Puente de Londres y estoy seguro de que solo están esperando a tener la orden para arrestarme. Se le romperá el corazón a mi madre... ¡le romperán el corazón! —Se retorció las manos con agonía y aprensión mientras se balanceaba de adelante hacia atrás en la silla.

    Miré con interés a ese hombre, que estaba acusado de ser el perpetrador de un crimen violento. Tenía el pelo rubio y era atractivo de una manera poco convencional, con ojos azules asustadizos, un rostro temeroso y una boca débil y sensible. Debía tener alrededor de veintisiete años, pero su ropa y actitud eran las de un caballero. Del bolsillo de su abrigo ligero de verano sobresalía un fajo de documentos legales, los cuales habían delatado su profesión.

    —Debemos usar

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