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Cuentos completos
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Libro electrónico424 páginas7 horas

Cuentos completos

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Sergio Galindo escribió —"poco a poco, día a día, con sordina", como escribiera Antón Chéjov en una carta a una escritora— algunos de los cuentos más hermosos de la literatura mexicana; entre ellos "Retrato de Anabella", que está incluido en este bello volumen prologado por Rodolfo Mendoza Rosendo. Se trata de una auténtica joya.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 nov 2023
ISBN9786075026244
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    Cuentos completos - Juan Vicente Melo

    La noche alucinada [1956]

    Este libro no enseña, ni conforta, ni guía y la inquietud que esconde es solamente mía.

    Enrique González Martínez,

    La palabra del viento

    Carta a guisa de prólogo

    Joven y querido amigo:

    He leído sus cuentos. Para un libro, pienso yo que aún no están maduros. Aún no tiene usted herramienta. Pero tiene usted imaginación, sensibilidad… y un mundo dentro de su sangre y de su espíritu… un mundo poético… la cantera de donde sale todo. La herramienta se adquiere… y usted tiene veintitrés años. El cuento ¿Por qué lloras? parece que va a cristalizar en un poema. Todo tiende en usted al poema, más que al cuento… El relato marcha turbio muchas veces –sombras y nieblas surrealistas– pero hay siempre y por todos los rincones una vibración mágica y permanente.

    Está usted en un momento difícil, muy comprometido entre lo que es ya, oficialmente, su profesión y la llamada de su vocación. Es un conflicto que usted únicamente puede resolver. Yo solo le advierto que la Poesía no admite componendas y que considerarla como un hobby es ponerla a la altura de un deporte. O todo o nada. O es usted un poeta o es usted un médico. El problema es de usted. Personalísimo… Problema heroico siempre el de la vocación que es el de nuestro destino. Determinar bien aquello para lo que hemos nacido, para lo que se nos ha puesto aquí y aceptarlo sin engaños ni cobardías es lo que más le importa al hombre…

    León Felipe

    México, 20 de abril de 1956

    La noche alucinada

    El niño.- El abuelo no sabe ningún cuento. Me mira con sus ojitos descoloridos y sonríe meneando tristemente la cabeza. Y no entiendo por qué sonríe. Tal vez piensa que aún soy un niño que todavía cree en las hadas y todas esas tonterías. Pero no es cierto. El día de mi cumpleaños papá me regaló pantalones largos y en la escuela ya no dicen que soy un marica. Pero yo sé que todos los niños tienen un abuelo que les cuenta cuentos y el mío es el único que no sabe ninguno. Ahora me ha obligado a subir hasta la punta del árbol de Navidad para poner ahí una estrella. Y el abuelo se la queda viendo con una mirada que tampoco entiendo. No sé por qué son tan raras las gentes grandes: andan todo el tiempo hablando casi en secreto, se ríen de cada chiste que dicen, cierran la puerta cuando se quedan solos como si alguien los estuviera siempre espiando, y cuando llegan visitas, mamá me da una galleta, me trata como un bebito y luego me manda a dormir… Al abuelo es al que menos entiendo. En el fondo ni me importa que no sepa cuentos, pero si le pido uno es únicamente…

    La noche.- (¿Quieres saber una historia? Podría contarte muchas. Dices que las hadas no existen, pero la verdad es que hay un mundo maravilloso que desconoces. Yo sé que ahora los niños crecen muy aprisa y se ríen cuando los viejos empiezan a contar cosas de sus tiempos y miran de manera extraña a las estrellas. Yo también soy vieja, más que el abuelo, más que todos los abuelos. Yo vi nacer a esta sucia pelota que da vueltas y vueltas, incansable. Sé muchas historias, pero no tengo a quién contarlas. Además ya nadie me entiende, parece como si hablara un idioma desconocido. ¿Quieres saber una historia? Ven, cierra los ojos. Escucha esa música que llega desde muy lejos. Es la canción de la amada que espera. Escucha, olvida el ruido de tu bicicleta, el motor del avión con que sueñas, las pistolas y los soldados. Olvídate de todo para que puedas escuchar bien. Es el canto de una sirena. Ven niño, cierra los ojos. El cuento es breve.)

    El niño.-… es únicamente para que no piensen que soy malo con él. No hace falta que la nana diga que ya está muy viejito, yo me doy cuenta. Respira tan aprisa y le tiemblan tanto las manos… A veces se queda mirando sin ver nada, o al menos yo no veo nada, y entonces una lágrima le escurre por toda la cara. Claro que no creo en las hadas y sé que no son los reyes magos los que traen juguetes. Eso que se lo cuenten a otro. Pero me da lástima el abuelo. Y la nana dice que si le pido un cuento se pondrá contento, ya no se quedará mirando de esa manera y no sonreirá tan triste y acabaremos aprisa el árbol de Navidad para poner ahí muchos juguetes. Pero no sabe ninguno.

    La noche.- (Fue una noche… bueno, yo no podría decirlo de otra manera. Nunca he aprendido a expresarme bien. Entonces era yo joven, muy joven, no tenía que andar toda encorvada para evitar la fatiga. Había poetas que me cantaban y novios que aspiraban mi perfume tomados de la mano. Nadie se atrevía a decir de mí esas cosas horribles que ahora piensan: que soy abstracta, un fenómeno natural y palabrotas por el estilo. Era una amiga, una confidente, en ocasiones hasta cómplice. Siempre andaba muy adornada y las estrellas daban saltitos y guiñaban los ojos, las coquetas. Pero eso se acabó… ¿Te aburro…? Perdona, soy una charlatana incorregible… El cuento empieza esa noche. Él estaba contando todos los puntos blancos que bailaban en el cielo. La playa era grande, llena de arena muy fina que se pegaba en el cuerpo; yo estaba azul, muy azul, de un azul que obligaba a meterse por los ojos dejando en el corazón algo que ni yo misma podía precisar. Ahora sé que era paz. Él contaba y contaba los puntitos blancos hasta que vio esa estrella, esa misma que ahora tiembla en sus manos… Sí, ya sé que es malo robar, pero era tan pequeña, tan bonita y tenía tanto frío… No fue difícil, porque esa estrella no era más que una lágrima que mojó de arena…)

    El abuelo.-

    ¿Sueño…? ¿Acaso es la muerte…? ¿O tan solo deliro…? Pero me figuro que todo empieza de nuevo. Soy un niño que pregunta, como entonces, a la noche: ¿Escuchas?, alguien canta… no es la nana. Mi madre tampoco… Alguien canta y la canción dice: Te quiero, te espero…"

    La noche.- (La sirena era muy bonita y él la quería tanto… Fueron felices. No te puedo decir cómo empezó. Lo cierto es que esa noche, cuando la estrella ya estaba en sus manos, apareció así, muy quedito, sin hacer nada de ruido y se quedó mirándolo. De momento él no supo qué hacer, luego se metieron al mar y todos los árboles se llenaron de lucecitas anunciando que había nacido el amor. Sí, igual que ese que ahora llenas de faroles porque no preguntaban nada, porque se miraban a los ojos, porque no había ni ayer ni mañana, ¿entiendes? Y todas las noches la sirena cantaba y su canción decía: Te quiero, te espero…)

    El abuelo.- S

    í, otra vez escucho. Es triste la canción, habla del amor perdido.

    La noche.- (Y así acaba el cuento, ¿ves que es breve…? Todo pasa, todo acaba, todo es casi como un suspiro. Es bonito, pero breve y triste. Y acaba porque un día la mató. Sí, ya sé que es malo matar. Eran felices y se querían mucho, tal vez por eso lo hizo. Pero todo muere. La sirena cantaba y esperaba… esperaba y cantaba… Un día él se puso pantalones largos, se rió de los gnomos y de las hadas, de los abuelos que contaban cuentos. No dejó más sus zapatos bajo la cama para esperar a los reyes magos. Murieron de un solo golpe la sirena, la niñez, la ilusión, el sueño. Desde ese día empezaron a decir que yo estaba loca. Pero no es cierto. Lo que veo no son visiones y escucho realmente esos ruidos ensordecedores. Todo empezó a desajustarse dentro de mí. Y la oscuridad reinó de nuevo, como antes de la Creación. Me vistieron con un vapor que llegaba de allá abajo, un humo espeso que olía a pólvora, a muerte. Las estrellas se quedaron como clavadas, tiesas, y ya secas se desprendían sin hacer ruido. Pero algo se podía ver y yo lo he visto. ¿Ves cómo no son figuraciones…? Era un enorme ejército de hormigas que corría sin descanso, aprisa, aprisa, aprisa, construyendo edificios que ansiaban tocar el cielo, y máquinas, muchas máquinas que chirriaban horriblemente. Ya no hablaban de paz, de amor, de sueños, ya no me hacían versos. En sus ojos saltones solo se veían retratadas la guerra y el fracaso, la muerte, la angustia y dinero, dinero, dinero… Empecé a sentir vértigos, a ponerme triste, a envejecer. Siempre he sido una hipersensible. Pero aunque digan que estoy loca, no es cierto. Todas las noches veo a las hormigas que chillan y se pelean por ser más ricas, más poderosas, más fuertes, más altas. Se murieron todas las estrellas. Se murieron las hadas, los faunos, los reyes magos; solo la sirena se obstina en permanecer inmortal y canta y espera… espera y canta… A mí me han dejado sola, horriblemente sola, negra y vieja, llorando, condenada a ver visiones, sin tener a nadie para contarle un cuento.)

    El abuelo.

    - La canción habla del amor que espera. Y la voz es dulce, como la noche primera, como esta última. Vamos, decídete. Salta, sube, sube; dile que la quieres, llévale esta estrella. Vamos alma mía, un esfuerzo nada más, sube, sube…

    La noche.- (Corre tú también, corre con tus pantalones cortos y los ojos ansiosos, tú, el único entre todas las hormigas que aún eres niño. Tú que aún tienes ilusiones y sueños y libros de cuentos, que no entiendes nada, que no sabes lo que es la vejez. Corre que ahora amanece muy pronto. No tengas miedo. Y yo seré joven otra vez y daré luz de luna, perfume de paz; ya no veré todas esas cosas horribles desde acá arriba y no dirán que estoy loca. Ve, para que tengas un cuento muy bello y muy largo que contar a un niño.)

    El niño.- Se durmió el abuelo con la estrella en la mano. Ahora hay que bajar de puntitas para no hacer nada de ruido. Está con los ojos cerrados y me da mucho miedo, porque dicen que cuando los viejos cierran los ojos es que están muertos. Pero yo creo que soñaba…

    El abuelo.-

    Allá voy, allá voy, espera solo un momento. Suenan las campanas, un coro entona una canción nunca antes oída. Salto, subo, subo. La noche es como una madre, como una esposa. Es tibia y protectora. Subo, subo entre nubes, más arriba que las nubes…

    El niño.- Yo creo que soñaba, hablaba de una sirena…

    La noche.- (Era del amor…)

    El niño.- Hablaba de que se había robado una estrella…

    La noche.- (De la ilusión, de la pureza…)

    El niño.- Hablaba de la noche y de la muerte…

    La noche.- (No, de la muerte no. Hablaba de la noche eternamente joven, de la vida…)

    El niño.- Yo creo que está muerto. Hay que caminar de puntitas hasta el cuarto para no despertarlo. No encender la luz aunque me dé miedo la oscuridad. Contar hasta diez en voz alta y meterse en la cama con los ojos cerrados. La nana dice que a los niños malos se les aparece una bruja montada en una escoba eléctrica…

    El abuelo

    .- ¿Has esperado mucho tiempo…? Ahora estaremos juntos para siempre… Perdona mi tardanza. Estaba ciego y sordo. Pero ahora soy otra vez un niño… Ven, vamos de la mano, sirena… Asciende, asciende hacia la luna, más arriba que la luna… Piérdete conmigo en la noche… Sube, sube, más arriba…

    El niño.- Padre nuestro que estás en los cielos… uno, dos, tres… que me compren una locomotora… Llueve, dicen que cuando llueve es que la noche está triste, pero a mí no me gusta la noche. Las brujas salen de noche… cuatro… Padre nuestro que estás en los cielos, ya se me olvidó otra vez qué sigue… cinco… y que no me salga una bruja montada en una escoba eléctrica… seis… el abuelo está muerto muy solito, con los ojos cerrados… ¿por qué estará siempre triste…? Yo creo que descubrió que eran mentiras los cuentos que les dicen a los niños y él no sabe ninguno de verdad… siete, ocho, nueve… ah, y que no se le olvide a mi papá el avión interplanetario que me prometió… diez… Padre nuestro que estás en los cielos, amén…

    La noche.- (Te he hablado de ese mundo maravilloso que desconoces. No te resistas, sígueme. Te voy a enseñar la verdad. No creas que estoy loca; ellos, los de abajo, sí que lo están. Se han olvidado de que existe un mañana y la vida la reducen a instantes. Te han envenenado, niño, con sus supersticiones y sus terrores, con sus enfermedades, con su sangre intoxicada con pastillas de dormir y para comer, tratando inútilmente de excitar sus cerebros embotados y sus cuerpos insensibles, enloquecidos por el temor de perder una guerra o un alfiler, buscando, buscando con sus pies torpes y los ojos miopes algo que solo encuentran después de muertos, cuando ya no les sirve de nada. Pero ya no puedo luchar más; estoy vieja y me han vencido…

    ¿No te ha gustado mi cuento? Quisiera contarte uno muy alegre, pero no puedo hablar más que de cosas tristes porque no soy feliz. Me han enseñado a no serlo. Y cuando hablo lo hago sin orden y no puedo explicarme bien. Tal vez por eso ahora nadie me entiende. Pero es que todo es tan confuso y hay tanta oscuridad… No quiero asustarte, pequeño. No es mi intención hacerte daño. Es cierto, lloro porque estoy triste. Pero duerme, déjame tan solo arrullarte con esa canción que no escucharás nunca. No es tuya la culpa. Duerme, yo te daré paz, te conservaré siempre niño entre mis brazos, y perdóname si te he asustado, pero es que no tenía a nadie a quién contarle un cuento.)

    El niño se despierta sobresaltado y grita: Manos arriba, te encontré, te voy a matar… pum… pum… pum…

    La noche sale huyendo por la ventana llorándose las manos.

    Mi velorio

    Desde la oscuridad de mi rincón seguía contemplando mudo y aburrido la escena… Hacía mucho calor y un olor desagradable empezaba a inundar al cuarto cerrado formando una mezcla repulsiva con la humedad, las margaritas y las gardenias, la cera derretida y el sudor que pegaba las camisetas blancas a las espaldas morenas. La tía Chona sacó disimuladamente su pequeño pañuelo perfumado y se tapó la nariz.

    —¿Estás dormido, niño? –y la abuela corría inquieta, a saltitos, tronándose los dedos.

    —¡Ay, Dios…! ¡Si parece que está muerto! –y con los ojos preñados de inútiles porqués, corrió y llamó desesperada a la vecina.

    Y llegaron sombras negras que empezaron a llorar y a corear con voz monótona la plegaria insistente: Ruega por él… Perdónalo, Señor… Ten piedad de su alma…

    Yo estaba aburrido (¿dónde diablos me escondieron los cigarros?) y paseaba los ojos vacíos fijándolos en cada gesto, en cada sonrisa, en el llanto fingido, en los que se van resbalando muy quedito por los rincones y se echan a la bolsa lo poco que nos quedaba. Y entre lo oscuro, como una cosa olvidada, miraba y miraba hasta que me fijé en el viejo espejo que derramaba al suelo su llovizna de polilla; y veía unos ojos que bailaban sin brillo y sin lágrimas, unas manos tiesas de dedos flacos y largos, una boca contraída, seca, un tórax inmóvil, una máscara amarilla, tan amarilla que ya no se adivinaban los agujeritos que dejaron los barros exprimidos. Ya no era más que eso. Y como en mi oscuro rincón nadie me hacía caso, lloré, lloré muy quedito para que no se dieran cuenta…

    —¡Ay, vecina…! ¿qué voy a hacer…? No hay ni un quinto para enterrarlo…

    —No se preocupe, abuela. Pediremos fiado, eso es lo de menos. Lo importante es que tenga usted resignación en este trance difícil y mucha fe en Dios…

    —¡Ay, vecina…! Es que también me da mucho miedo quedarme aquí solita para el resto de mi vida. En una de esas se me aparece el pobre de Bautista…

    —¡Abuela, por Dios…! Si quiere yo la acompañaré toditas las noches. A mí, las calacas me pelan los dientes…

    Un incontenible impulso de que terminara toda la farsa de la ceremonia con su brillante catálogo de mentiras abominables, de burdas adulaciones, de la relación de la vida del difunto (historia celestial salpicada de cieno, pedazo de estrella barnizada con baba de perro), de expectación por el último chisme sobre la honra de una mujer o sobre la nueva amante del presidente municipal con la borrachera de chistes y cuentos procaces, me invadió hasta hacerme casi saltar del asiento y gritarles a todos y escupirles en la cara y sacarlos del cuarto a patadas. Quería abrir la puerta y dejar entrar el chorro de aire y luz que acabara con el olor negro del ambiente… Pero recordé que yo no era más que un muerto, un pobre muerto condenado a no tener derecho de alzar la mano y pedir permiso para dar su opinión sobre el color del traje con que iba a bajar a la tierra y suplicar que le cambiaran las manos que habían entrecruzado su vientre dándole un aire de huérfano desamparado.

    —Póngale flores bonitas, que lo adornen mucho…

    —Sí abuela, veré cuáles hay en el patio.

    Todo había sido tan de repente, casi sin darme cuenta. Estaba aturdido, sí, aturdido. Era la sorpresa, la confusión, el no saber qué hacer ni lo que vendría más tarde, el temor de lo desconocido; luego, el lamento triste de los rezos, el retintín de las tazas de café para los que cabecean de sueño, el olor del ron para los eternos llorones que van una vez por semana a emborracharse a los velorios, esa interminable lista de palabras huecas que se han inventado para dar el pésame, la ceremonia de la vestidura y acomodo en la caja negra y fría, las flores, mi pobre perro que aullaba y arañaba la puerta tratando de entrar, el rumor lejano de las olas estrellándose contra el muro, el sacerdote, los gritos de viejas histéricas que nunca conocí… y esa máscara burlona y cruel que me mira impasible y me recuerda con sus ojos vacíos una vida miserable y artificial. Pero sobre ese mar de confusión persistía una sensación de paz, de respiración tranquila, de liberación y también de lástima para mis carnes que se descomponen más cada minuto, para mi rostro amarillo y frío, horror de ese olor que sale desde muy dentro de mí mismo y que al unirse con el de las flores, la cera derretida, el sudor que pega las camisetas blancas a las espaldas morenas, ocasionaba una vaga sensación de náusea a la pobre tía Chona, que se tapaba con su pañuelo perfumado la nariz.

    —Lo siento tanto, señora… Ya descansó… Le acompaño en su sentimiento… Bautista era un gran hombre, merecía vivir…

    —¿Y cómo fue…? ¿Y cómo fue…? ¡Qué susto para usted, tan de repente…!

    —¡Ay, hijita, yo qué sé…! De seguro el trago, sí, el trago. Yo se lo venía diciendo, pero él, nada; tome y tome hasta embotarse… ¡Ay, hijita!, igualito que su padre, igualito que su abuelo… Yo se lo venía diciendo: Bautista, estás malo, y le prendía veladoras a la Virgen… El trago, hijita… y ella…

    No hay flores en mi patio. Hace tiempo que los arriates están llenos de piedras, los troncos se retuercen de sed, no hay una sola hoja verde. Es inútil que busques, vecina. No encontrarás nada. En mi patio no hay flores.

    Fue todo tan de repente… Llegué temprano a cenar, tenía hambre; luego me fui a dormir (antes escribiste un verso más a ella, tonto)… luego me fui a dormir (antes diste fin a la botella que guardabas bajo la cama para que no la viera la abuela)… luego me fui a dormir. Y ahora estoy sentado en este rincón contemplando aburrido mi velorio.

    En el fondo sé que mi máscara me perdona lo aturdido que estoy pues comprende que es la primera vez que muero y que solo poco a poco me iré acostumbrando.

    ¿Dónde están los amigos…? ¿por qué no han venido…? Ya pronto amanecerá y me bajarán muy despacito hasta el fondo de la tierra y ya no me verán…

    Solo están ellos, los otros. Los que gritaban que era un loco, un iluso, un fracasado. Solo ellos, que ahora disputan por pronunciar la oración fúnebre ante la fosa abierta, que planean levantarme un monumento, que susurran melosos al oído de mi abuela: Era un genio, un iluminado, era de los escogidos, merecía vivir… ¡Vivir…! ¿Dónde están los amigos…? ¡Ay, en mi jardín no hay ni una flor…!

    —¿Qué fue eso, vecina?

    Y un estruendo sacudió el silencio del cuarto. La vecina corrió a la cocina.

    —¡Qué va a ser…! El condenado del compa Agripino que ya está trole… Ruega por él… ruega por él…

    ¡Hasta cuándo amanecerá…! ¡Ah, esta angustiosa espera…! El reloj marca insistente los latidos de todos los minutos. ¡Y estas sábanas que me atan y no me dejan mover…! Bien fuerte me han amarrado. No quieren que me escape. No quieren perderse el festín.

    Me llamo Bautista y hasta ayer tenía treinta años. La mano asesina fue certera. Hace treinta años que puso el filoso puñal en mi pecho y día a día lo hundía cada vez más. Anoche llegó al corazón… Y los asesinos están aquí contemplando a su víctima; no abuela (pobre viejita arrugada y llorosa), no fue el trago, no fue la dulce niña que nunca me quiso y a la que mandaba mis versos de poeta fracasado y de hombre triste; fueron ellos, ¿los ves bien…? Aquí, junto a mí, están la envidia y la hipocresía, las cuerdas que me amarraron las manos, las manos que me taparon la boca; aquí está esa horrible indiferencia que no me dejó luchar; aquí está este cuarto sucio, cerrado, oscuro. Y todos bailan, abuela, ¿los ves bien?, bailan desnudos de cuerpo y de alma con la boca llena de espuma y los ojos brillantes de furia pidiéndole a la vida mi muerte.

    ¡Qué bien se oyen tus palabras, canalla! No le creas, abuela, no le creas. Las dice porque sabe que en mi jardín no hay flores y trae las suyas perfumadas con ese licor que cierra los párpados y embota los sentidos. Estará reventando de gusto. No le creas, las dice porque está seguro que estoy bien muerto… ¡Anda, trae ya los cohetes y la música…! ¡Prepara tu discurso fúnebre…! Ya no te temo, ¡soy de los inmortales, un poeta, un héroe…! Recuérdalo y estarás bien tranquilo: estoy muerto y no te estorbo… ¡Al fin soy ya alguien…!

    —Bautista… ¡Bautista…!

    Es ella, es ella. Reconozco su voz musical, sus pasos alados, su aire irreal, sus ojos tristes. Allá abajo, bañada de luz, está la dulce mentira a quien enviaba mis versos.

    —No puedo salir… Estoy muerto y me están velando.

    —No importa, ven. Baja un momento. Aquí hay aire y luz.

    Y bajé. Ella entrelazó sus manos con las mías.

    —Bautista, escúchame. Quiero que contemples el cielo y que mires mis ojos. Que plantes este árbol en tu patio, te dará más tarde sombra y flores; que mojes tus labios en esta agua que ha regado mis jardines. Quiero que camines conmigo y te convenzas que la vida no es solo un cuarto cerrado, una botella de ron y unos versos a un falso ideal. No, Bautista, no han sido ellos; tú cerraste la puerta. En tu patio no hay flores porque nunca sembraste nada. Tú has sido el ambiente hostil y la indiferencia que te rodea. Tú te ahogaste con la sangre que te bautizó al nacer. Yo estoy aquí; contémplame bien. Soy carne; huele el perfume de mis cabellos, vámonos al mar y bañémonos de cielo y espuma, muerde la fruta dulce, confúndete con la gente y el estruendo del día, baila conmigo muy apretado un danzón… Estás muerto porque quieres. No todo es miseria, vive la vida. Es buena; hay fe y felicidad, hay paz y dulzura, hay amistad, hay amor…

    —No puedo, no puedo. ¿No ves que estoy realmente muerto? –y le mostraba mi máscara amarilla–. Allá arriba me están velando.

    Pero ella no me hacía caso.

    —Bautista, ¿has visto el amanecer? Ahora que amanezca abre la puerta y ve al mar. Estará rojo y tranquilo; habrá un poco de niebla pero verás la isla y acá la montaña, verás el cielo sin nubes, los árboles riendo de pájaros, la tierra mojada con gotitas de agua. Es la vida que nace, Bautista. Ahora que amanezca abre la puerta y pídela para ti. Es la vida, es el amor que nace. Te los regalan, lo único que cuesta es abrir la puerta y extender la mano.

    —No puedo, no puedo, me están rezando…

    Sin decirme nada, ella me dio unas tijeras y se sentó en el muro, frente al mar, a esperarme.

    Yo al principio no sabía qué hacer. Luego subí corriendo la escalera y abrí la puerta con furia. Aire y luz entraron al cuarto cerrado. Mis ojos vacíos brillaban. Hubo murmullos de espanto.

    —Escúchenme bien todos… ¡He decidido no morir…! ¡Vayan a otro entierro…! ¡Hoy no muero…! –y me abalancé sobre mi cadáver, que esperaba ansioso, y con las tijeras empecé a cortar las sábanas.

    Pero todos aquellos que me rezaban, que lloraban mi muerte, que suspiraban por lo que haría si viviese algunos años más, que me llamaban iluminado, que planeaban levantarme un monumento, me agarraron de manos y pies, amarraron mi boca y tiraron las tijeras fuera de mi alcance.

    —Por piedad déjenme… Ya les dije que busquen otro muerto… Les regalo el trago y el café… Vuelvan otro día… Ella me está esperando… Ya va a amanecer…

    Pero todos a coro gritaban:

    —No, no lo suelten, está muerto, muerto. Que se hunda, que se pudra…

    Y llenos de rabia, desnudos de cuerpo y alma, jadeantes, poseídos por un demonio exaltado y exigente se pusieron a bailar y, como Salomé ante el Tetrarca, pedían, como la del otro Bautista, mi cabeza.

    Me volvieron a vestir, cerraron fuertemente la caja y pasaron una cadena a la puerta. El cuarto volvió a quedar oscuro… En mi jardín no hay flores… Ella, con sus ojos tristes, sigue abajo esperando el amanecer frente al mar… Mi perro aúlla y rasca la puerta tratando de entrar… La abuela llora y se truena los dedos y repite su pregunta estúpida: ¿Por qué?, ¿por qué…? Por la calle pasa un desvelado. Sus pasos trepidan en mis oídos. Se detiene frente a mi puerta –¡ábrela!–, se persigna; tropezando se va cantando con voz gangosa: Ando volando baajoo…

    Y de nuevo la máscara a reflejar mis arrugas y mis manos tiesas que tratan de quitar la mordaza, de nuevo la inútil y resignada espera, de nuevo los cirios que proyectan sombras alucinantes en la pared, de nuevo los rezos insistentes y adormecedores: Ruega por él… Ruega por él… "Ruega por él…, de nuevo los llorones y los borrachos. Yo, que ya no tengo nada, para el que no queda un amanecer, me siento en mi rincón y acabo por convencerme que en este velorio no soy más que el muerto.

    Los generales mueren en la cama

    He terminado mi libro sobre la vida del general F…, lo he terminado y lo destruí de inmediato. No porque sea un libro malo, que no lo es a pesar de que a un intelectual le pareció muy refinado. Pero yo sé que ahora es ese el adjetivo que se emplea cuando una obra de arte resulta aburrida. Lo he destruido porque todo lo que contaba eran mentiras. Todo lo he inventado: su nacimiento casi a la intemperie, sus frases, su vida entera, sus actos más íntimos, su muerte. Sobre todo su muerte. Solo el nombre es verdadero. F… Y su retrato. Ese viejo retrato, de los buenos tiempos, que iba a aparecer en la portada. Pintaba en esas páginas que el fuego se va comiendo lentamente a un héroe tan real como inhumano. Y eso no era el general. Un tirano, grosero y vulgar. Un farsante, si se quiere. De acuerdo. Pero el general era un hombre. Un hombre con todos sus defectos y virtudes. Un hombre que tiene que morir, forzosamente, en la cama.

    Vuelvo a mirar el retrato. Tal parece como si se burlara de mí. Ahí está con una mano que trata de ocultar inútilmente su gran barriga sebosa, aprisionada bajo el uniforme impecable, y con la otra retorciéndose los bigotes anchos y canosos; la pierna cruzada después de varias tentativas frustradas. Así está el verdadero general, el hombre que conocí, el que mascaba, nervioso, el puro eternamente apagado y mojado de saliva, el que se mortificaba contándose los lunarcitos negros y excrecentes que se multiplicaban por la piel áspera y ajada y daba un suspiro diciendo, casi para sí: Estoy viejo.

    Cuando lo recuerdo de esa manera vuelvo a experimentar ese sentimiento de lástima tal y como entonces lo sentía. Pero por lo general entonces solo duraba unos minutos. Después su rostro se encendía, respiraba entrecortadamente mientras se le congestionaban todas las venas del cuello y le venía el inevitable acceso de tos. Se salía del cuarto escupiendo en el suelo y dando de gritos. Entonces volvía a odiarlo con toda mi alma.

    Lo odiaba, es cierto. En mi libro hablaba de una devoción y un respeto inigualables. Pero no era tan sencillo. Era el miedo espantoso que le tenía, miedo y odio, por sus gritos y sus golpes y más que nada por todas las cosas que se empeñaba en contarme diariamente, como si gozara en mortificarme. Y ahora, al ver su retrato, me parece volver a escuchar sus temas favoritos: la revolución, los buenos tiempos, sus grandes triunfos, lo imbéciles que son ahora los militares, su mamacita. Y solo cuando se expresaba con diminutivos –mi mamacita, mi dinerito, mis hijitos, mi casita– con la voz ronca, el puro apagado, el pistolón siempre al cinto, el uniforme sin arrugas y lleno de medallas, experimentando algún placer voluptuoso que seguramente se producía con un continuo ir y venir de la lengua sobre el paladar, irguiéndose marcialmente pero sin poder disminuir el volumen del vientre, le perdía el miedo y me entraban unos terribles deseos de echarme a reír.

    Lo conocí bien. Y por eso no me perdonaré nunca el haber contado tantas mentiras. Había entrado a su servicio por motivos que no vienen a cuento relatar aquí. Lo cierto es que era entonces muy joven y muy pobre. El general necesitaba un asistente y un amigo me recomendó con su ama de llaves.

    Vivía retirado en una casa pequeña pero bastante cómoda y arreglada con cierto gusto, herencia de un pariente suyo muy dado a leer librotes y a coleccionar cuadros extravagantes. Poseía una biblioteca surtida en la que descubrí, más tarde, dos o tres volúmenes de franca tendencia antimilitarista, que como nunca se había molestado en echarles un vistazo se habían salvado de ser quemados.

    No puedo calcular su edad. Cuando entré a servirlo se veía aún fuerte, luego engordó y envejeció con una rapidez asombrosa. Pero su gran ritual matutino no había sido abandonado. Todos los días lo llamaba a toque de diana –que había tenido que aprender a costa de grandes cinturonazos hasta que ya no desafiné ni para el oído más exigente–, entonces saltaba de la cama dando un brinco y aparecía, ridículo y grotesco, con su camisón blanco y la bacinica en la mano derecha. Yo tenía que dar un saludo muy enérgico, golpeando los tacones, tac, recoger el artefacto y decirle lentamente:

    —Buenos días, mi general. Son las seis.

    Se metía al baño, tardaba ahí una hora aproximadamente. No puedo afirmar con qué regularidad se bañaba, pero olía siempre a loción cara. Entonces se frotaba el enorme vientre y repetía complacido:

    —El intestino funcionó hoy estupendamente. Hay que saber enseñar a las tripas, jovencito. No lo olvide. En el orden, y viviendo metódicamente, está el éxito.

    Le ayudaba a ponerse el uniforme y las botas, limpiaba con esmero las medallas y las prendía en el pecho. Luego canturreaba algo y desayunaba. Volvía a limpiarse los dientes y se daba un nuevo baño con loción. Y volvía también la cantaleta:

    —Hay que quitarse el olor a indio, jovencito. No lo olvide, el éxito consiste en no oler a indio.

    La mañana terminaba en medio de órdenes absurdas, revisando sus fusiles, que siempre conservaba brillantes, y la lectura del periódico en voz alta, en el jardín, mientras desempaquetaba un nuevo puro.

    Y a pesar de que digo que lo conocía bien, hubiera llegado a saber muy poco de su vida si él mismo, sin abandonar jamás ese tono pedante y las frases rebuscadas de costumbre, no me hubiera relatado sus más brillantes hazañas. Me sorprendía la confianza con que me distinguía. Y al principio me sentía halagado. Después llegué a la conclusión que platicaba conmigo porque no contaba con otro auditorio. Ahora, ¡ahora!, sé que me quería. Por ese tiempo gozaba de una modesta pensión otorgada por el Gobierno y que, unida a cierta cantidad que puntualmente le enviaban sus hijos, a los que nunca conocí, le permitía vivir con una comodidad descansada. Hablaba con desprecio de los encumbrados por la revolución alegando que estos no la habían hecho, quejándose continuamente del olvido en que lo abandonaban sin reconocer sus méritos, a él, un revolucionario de a deveras, que había saqueado este pueblo y este otro, que había robado a Fulanita, que había matado a don Mengano.

    El ama de llaves se mostraba siempre muy reservada y le profesaba verdadero terror. Jamás me hubiera contado nada de su señor a pesar de que se jactaba de conocerlo íntimamente, pero sin añadir nada más. Los otros sirvientes y las pocas personas que lo visitaban permanecían más ignorantes que yo, pues no les era permitido acercársele demasiado; solo sabían que nunca iba a misa, que profería terribles herejías y que su juramento favorito en los buenos tiempos era: Por Diosito santo que a ese me lo echo. Lo juro por mi mamacita que está en el cielo.

    En esos diarios paseos por el jardín me contó que estuvo casado con una mujer bonita, buena y muy callada. Murió joven y tuvo dos hijos. En ese tiempo la persecución religiosa estaba en auge y él, como furibundo anticlerical –con gran tristeza de la esposa que no pasaba, según expresión del general, de ser cucarachita de iglesia–, se fue a su estado natal, quemó varias iglesias, organizó verdaderas orgías en los viernes santos y se quebró a más de tres curitas. Para poder gozar de los favores del señor Gobernador, declaró nulas las actas de nacimiento de sus hijos, cambiándoles de nombre. Y como entonces era presa de momentos de sublime patriotismo, los rebautizó, con vino, claro, con los nombres de Cuauhtémoc, Cacama y de Masiosare, para venerar al Himno Nacional.

    Confesaba que había querido mucho a su mujer, y en una ocasión lo había sorprendido mirando fijamente un viejo retrato de una joven de cierta belleza y distinción. Pero hay que apuntar que, a pesar del recuerdo fiel que conservaba, había sido amante de muchas mujeres, azote terrible de las gatas y que en una ocasión se vio envuelto en un escándalo con una célebre actriz. Nunca volvió a casarse. Los hijos residían en la capital, pero no habían hecho nada por seguir sus pasos.

    Me

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